18

En cuanto entró en su casa, se sintió muy cansado y experimentó un profundo deseo de acostarse, tirar de la colcha hacia arriba, cubrirse la cabeza y permanecer allí con los ojos cerrados en un intento de borrar el mundo.

Eran las once de la noche. Mientras se quitaba la chaqueta, la corbata y la camisa, consiguió, cual si fuera un prestidigitador, marcar el número de Augello.

– Salvo, pero ¿es que te has vuelto loco?

– ¿Por qué?

– ¡Llamar a estas horas! ¡Despertarás al chiquillo!

– ¿Lo he despertado?

– No.

– Pues entonces, ¿por qué me rompes los cojones? Tengo que decirte una cosa importante. Ven inmediatamente a mi casa, a Marinella.

– Pero, Salvo…

Colgó. Llamó a Livia, pero nadie contestó. A lo mejor se había ido al cine. Se desnudó por completo, se situó bajo la ducha, gastó toda el agua del primer depósito, soltó una maldición, hizo ademán de abrir el segundo de reserva, pero se detuvo. Y si por la noche no daban el agua, ¿cómo se lavaría por la mañana? Mejor ser prudente.

Mientras esperaba a Mimì, decidió cortarse las uñas de manos y pies. Cuando terminó y llamaron a la puerta, fue a abrir desnudo tal como estaba.

– ¡Pero es que yo estoy casado! -exclamó escandalizado Mimì-. ¿No me habrás invitado para enseñarme tu colección de mariposas?

Montalbano le dio la espalda y fue a ponerse unos calzoncillos y una camisa.

– ¿La cosa será larga? -preguntó Mimì.

– Más bien sí.

– Pues entonces sírveme un whisky.

Se sentaron en la galería. Antes de tomar el primer sorbo, Montalbano levantó el vaso.

– Enhorabuena, Mimì.

– ¿Por qué?

– Has resuelto el caso del camello al por mayor. Mañana podrás presumir exhibiéndote con Liguori.

– ¿Estás de guasa?

– Para nada. Lástima que lo hayan matado, había traicionado la confianza de la familia Sinagra.

– ¿Quién era?

– Angelo Pardo.

– ¿Ese que encontraron muerto de un disparo con la polla al aire?

– Exactamente.

– Estaba convencido de que era un delito pasional, una historia de mujeres.

– Eso es lo que querían que nos tragáramos.

Augello torció la boca.

– Salvo, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Dispones de pruebas?

– Las pruebas están en una caja blindada dentro del ataúd de Angelo Pardo. Pides las autorizaciones, abres el ataúd, sacas la caja, la abres también con la llave que ahora mismo voy a darte, y dentro encontrarás no sólo la cocaína sino también la otra sustancia que la convirtió en veneno.

– Perdona, Salvo, pero ¿quién metió la caja blindada en el ataúd?

– Su hermana Michela.

– ¡Pues entonces es cómplice!

– Te equivocas. Ella no sabía nada de los manejos de su hermano. Pensó que la caja, cuyas llaves no tenía, contenía cosas personales de Angelo, y la colocó dentro del ataúd.

– ¿Por qué?

– Porque de esa manera, en la eternidad, el muerto podría abrirla de vez en cuando y, contemplando sus cosas, podría recordar los buenos tiempos de cuando vivía.

– ¿He de creérmelo?

– ¿La historia del muerto que de vez en cuando abre la caja?

– Me refiero al hecho de que la hermana no supiera nada de las andanzas de su hermano.

– No. Tú no. Pero los demás sí. Tienen que creerlo.

– ¿Y si Liguori la interroga y ella se contradice?

– No te preocupes, Mimì. No será interrogada.

– ¿Cómo puedes estar seguro?

– Lo sé y basta.

– Pues entonces cuéntamelo todo desde el principio.

Se lo contó casi todo, de la misa la media. No le dijo que Michela estaba metida hasta el cuello en aquella mierda, sino sólo hasta las rodillas, le explicó que la necesidad de dinero de Angelo se debía al vicio del juego, dejando así discretamente en la sombra a Elena, y le comunicó que el comandante de la Policía Judicial Laganà y un compañero suyo podrían facilitarle a él y a Liguori unos útiles elementos.

– Pero ¿cómo es posible que Pardo conociera a la familia Sinagra?

– El padre de Angelo era un firme partidario político del senador Nicotra. Y el senador debió de presentar a Angelo a alguien de los Sinagra. Y éstos, al darse cuenta de que Angelo andaba escaso de dinero, debieron de contratarlo. Angelo traicionó su confianza y ellos mandaron pegarle un tiro.

– Me parece haber oído que en la boca del muerto encontraron un par de hilos de un tejido…

– Todo teatro, Mimì, una puesta en escena para enturbiar las aguas.

Hablaron unos momentos más, Montalbano le entregó el llavero de Angelo y cuando Mimì se marchaba, sonó el teléfono.

– ¿Livia? ¿Cariño? -dijo el comisario.

– Lamento decepcionarlo, dottore. -Era la voz de Fazio-. Pero es que acaban de comunicarme que han encontrado el cuerpo de Michela Pardo. Se ha suicidado arrojándose desde el balcón de la casa de su hermano. Estoy en la comisaría, pero he de ir para allá. ¿Las llaves del apartamento las tiene usted?

– Sí, te las mando con el dottor Augello que casualmente está aquí conmigo. -Colgó-. Michela Pardo se ha suicidado.

– ¡Pobrecita! ¿Digamos que no ha resistido el dolor? -preguntó Augello.

– Digámoslo.

En los cuatro días siguientes no ocurrió nada. El señor jefe superior aplazó a una fecha todavía por concretar su entrevista con Montalbano.

Y ni siquiera Elena lo llamó.

Y eso era algo que, en cierto sentido, le desagradaba. Creía haber entendido que la chica le había echado el ojo y que aplazaba el ataque hasta el final de la investigación. «Para no crear equívocos», había dicho. O algo por el estilo.

Y tenía razón: si en aquellos momentos hubiera puesto en práctica sus poderes de seducción, Montalbano habría pensado que lo hacía para ganarse su amistad y complicidad. Pero ahora que hasta Tommaseo la había exculpado, la posibilidad de un equívoco ya no existía. ¿Pues entonces?

¿Y si la presa a la que la pantera había echado el ojo era otra? ¿Y si el que había creado un malentendido era él? Supongamos que un conejo ve una pantera que lo persigue y, muerto de miedo, se lanza a correr para escapar. De repente el conejo ya no oye a su espalda a la bestia feroz. Se gira y ve que la pantera se ha puesto a perseguir a un cervatillo. La pregunta es: ¿por qué el conejo, en lugar de alegrarse, habría de decepcionarse por el hecho de haber dejado de ser la presa?

Al quinto día, Mimì Augello detuvo a Gaetano Tumminello, hombre de la familia Sinagra y sospechoso de cuatro homicidios, bajo la acusación de haber matado a Angelo Pardo.

Durante veinticuatro horas Tumminello sostuvo que jamás había estado en casa de Angelo, es más, juró que ni siquiera sabía dónde vivía. La fotografía del presunto asesino apareció en la televisión. Entonces se presentó ante Mimì en la comisaría el commendatore Ernesto Laudadio, alias S. M. Víctor Manuel III, para declarar que la noche de aquel lunes él no pudo entrar en su garaje porque delante había un coche aparcado que jamás había visto anteriormente y cuyo número de matrícula anotó. Entonces se puso a tocar el claxon, y al poco rato apareció el propietario, sí señor, el hombre de la fotografía que habían mostrado en la televisión, ni más ni menos que él, el cual, sin decir ni pío, subió al coche y se fue.

Como consecuencia de ello, Tumminello tuvo que cambiar su versión. Dijo que había acudido a casa de Angelo Pardo para hablarle de un negocio, pero que ya lo encontró muerto. No sabía nada de unas bragas metidas en la boca de Pardo. Y puntualizó que cuando él lo vio, la cremallera de los vaqueros de Pardo estaba cerrada. Hasta el punto de que, al oír decir que a Pardo lo habían descubierto en posición obscena (lo dijo exactamente así, «posición obscena»), él, Tumminello, se escandalizó.

Como es natural, nadie lo creyó. No sólo había matado a Pardo porque éste había distribuido una cocaína mortal, con riesgo de provocar una matanza, sino que además había tratado de desviar el curso de la investigación. Los Sinagra lo dejaron tirado, y Tumminello, siguiendo la tradición, exculpó a los Sinagra: sostuvo que la idea de la droga había sido suya y sólo suya, como suya había sido también la idea de fichar a Pardo, al que sabía necesitado de dinero, y que la familia que le había concedido el honor de acogerlo como un hijo fiel y respetuoso lo ignoraba todo. Pero insistió en que él, cuando fue a ver a Pardo para hablarle de la grandísima putada que había hecho con la cocaína mal cortada, lo encontró ya muerto de un disparo.

– ¿Ir a hablar es un amable eufemismo para decir que había ido a casa de Pardo para matarlo? -le preguntó el fiscal.

Tumminello no contestó.

Entretanto, el comandante Melluso, compañero de Laganà, había conseguido descifrar la clave de Angelo, y las nueve personas que figuraban en la lista se vieron metidas de lleno en el fregado. En realidad, los nombres de la lista eran catorce, pero los cinco restantes (entre ellos el ingeniero Fasulo, el senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo) pertenecían a personas a las que, gracias a las escasas aptitudes químicas de Angelo, ya no era posible acusar.

Una semana después, Livia se presentó para pasar tres días en Vigàta. No se pelearon ni una sola vez. La madrugada del lunes, Montalbano la acompañó al aeropuerto de Punta Raisi, y tras verla marcharse, subió al coche para regresar al pueblo. Pero como no tenía nada que hacer, decidió seguir una carretera interior en muy mal estado, por cierto, pero que le permitiría disfrutar de unos cuantos kilómetros más del paisaje que a él le gustaba, el que estaba hecho de tierra requemada y casitas blancas. Se pasó tres horas circulando con la cabeza vacía de pensamientos. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en la carretera que desde Giardina llevaba a Vigàta, lo cual significaba que le faltaban pocos kilómetros para llegar. Pero ¿no estaba algo más arriba el surtidor de gasolina donde la noche del lunes Elena había hecho el amor con el empleado de allí? Cómo se llamaba… ah, sí, Luigi.

«Ea pues, vamos a conocer a ese Luigi», se dijo.

Circuló todavía más despacio, mirando a derecha e izquierda. Y al final vio la gasolinera. Una techumbre parcialmente rematada por unos tubos de neón apagados, bajo la cual había tres surtidores. Y nada más. Entró en la explanada y se detuvo. La garita del empleado era de obra y estaba casi enteramente escondida por el tronco de un acebuche milenario. Desde la carretera resultaba casi imposible verla. La puerta estaba cerrada. Tocó el claxon, pero no apareció nadie. ¿Cómo era posible? Bajó y fue a llamar a la puerta de la garita. Nada, silencio. Se giró para regresar al coche y vio, justo al borde de la explanada, junto a la carretera, la parte posterior de un rectángulo metálico mantenido en su sitio por una barra de hierro. Un letrero. Se colocó delante de él, pero no pudo leerlo porque estaba cubierto en tres cuartas partes por una mata de hierba silvestre, la cual echó abajo a patadas. El letrero había perdido el barniz, una mitad estaba manchada de herrumbre, pero las letras todavía se distinguían con claridad: «Los lunes, cerrado.»

Una vez cuando era pequeño, su padre, para gastarle una broma, le dijo que la luna del cielo estaba hecha de papel. Y él, que siempre confiaba en lo que le decía su padre, se lo creyó. Y ahora de mayor, hombre experto, cerebral y al mismo tiempo intuitivo, había vuelto a confiar como un chiquillo en dos mujeres, una muerta y otra viva, que le habían dicho que la luna estaba hecha de papel.

La rabia le nublaba tanto la vista que estuvo a punto de matar a una viejecita y luego por poco choca contra un camión. Cuando aparcó delante de la casa de Elena ya era más de la una. No era fácil que hubiese salido a esa hora. En efecto, llamó al portero automático y ella le contestó.

Lo esperaba en la puerta con atuendo deportivo y una sonrisa en los labios.

– ¡Salvo, cuánto me alegro! Ven, pasa.

Lo precedió. A su espalda, Montalbano observó que sus pasos no eran ágiles y nerviosos como de costumbre, sino suaves y relajados. Además, su manera de sentarse en el sillón fue casi de lánguido abandono. La pantera estaba evidentemente más que ahíta de carne fresca recién devorada, y en ese momento no suponía ningún peligro. Mejor así.

– No me has avisado y por eso no he preparado café. Lo hago en un momento.

– No, gracias. Tengo que hablar contigo.

Seguía siendo un animal salvaje, pues enseñó todos sus blanquísimos y afilados dientes a medio camino entre una sonrisa y un bufido felino.

– ¿Acerca de nosotros? -Estaba claro que sólo quería provocarlo en broma, sin verdadera intención de hacerlo.

– No; acerca de la investigación.

– ¡¿Todavía?!

– Sí. Tengo que hablarte de tu falsa coartada.

– ¿Falsa? ¿Y por qué falsa? -Simple curiosidad, casi como si le hiciera gracia, sin el menor atisbo de turbación, sorpresa o temor.

– Porque tú, la noche de aquel famoso lunes, no pudiste haber conocido a tu Luigi. -Enfatizó el «tu» sin darse cuenta, se ve que le quedaban dentro unos cuantos celos.

Ella lo comprendió y le apretó las tuercas.

– Te aseguro que hubo un encuentro y fue de lo más agradable.

– No lo dudo, pero no un lunes, porque los lunes la gasolinera está cerrada. Día de descanso.

Elena cruzó los dedos de las manos, levantó los brazos por encima de la cabeza y se desperezó.

– ¿Cuándo lo descubriste?

– Hace unas horas.

– Luigi y yo habríamos jurado que a nadie se le ocurriría ir a comprobarlo.

– Pero a mí se me ha ocurrido. -Una trola dicha no para presumir, sino sólo para no pasar por un capullo integral a ojos de ella.

– Aunque un poco tarde, comisario. En cualquier caso, ¿qué cambia ese gran descubrimiento?

– Que tú no tienes coartada.

– ¡Uf! Pero ¿es que no te dije enseguida que no tenía coartada? ¿Lo has olvidado? No te dije una cosa por otra. Pero tú dale que te pego, ¡mira que si no tienes te van a detener! ¿Qué quieres de mí? Al final me la busqué, tal como tú querías.

Habilísima, rápida, inteligente, guapa. En cuanto cometías el más mínimo fallo, ella lo aprovechaba. ¡Ahora le echaba la culpa a él por haberla obligado a mentir delante de Tommaseo!

– ¿Cómo convenciste a Luigi? ¿Con la promesa de acostarte con él?

No conseguía dominarse, el atisbo de celos lo impulsaba a pronunciar palabras equivocadas. El conejo aún no reconocía que la pantera lo había rechazado.

– Te equivocas, comisario. Todo lo que te dije que me ocurrió el lunes me había pasado la víspera, domingo. Me costó muy poco convencer a Luigi de que desplazara al día posterior, en presencia de Tommaseo, la fecha de nuestro primer encuentro. Y que sepas, si quieres interrogarlo, que seguirá jurando una y otra vez que nos conocimos aquel maldito lunes por la noche. Sería capaz de hacer cualquier cosa por mí.

¿Qué lo indujo a erguir las orejas? Tal vez un especial e inesperado cambio de tono al decir «aquel maldito lunes por la noche» que, en un abrir y cerrar de ojos, hizo surgir un pensamiento en su cerebro, una iluminación que casi le dio miedo.

– Tú aquella noche fuiste a casa de Angelo -dijo la boca del comisario antes de que el pensamiento se redondeara en su cabeza.

No era una pregunta, sino una clara afirmación. Ella cambió de postura, apoyó los codos sobre las rodillas, posó la cabeza en las manos y miró largo rato a Montalbano. Lo estaba estudiando. Bajo aquella mirada que estaba calibrando su peso de hombre, incluidos el cerebro y los cojones, el comisario experimentó el mismo malestar que había sentido al pasar desnudo su primera revisión de recluta en presencia de la comisión mientras el médico lo medía y manoseaba. Después ella tomó una decisión. Quizá lo había considerado apto.

– Sabes que yo podría insistir en mi versión y que nadie podría demostrar su falsedad -dijo a modo de premisa.

– Eso lo dices tú. El letrero sigue allí.

– Sí, pero quitarlo habría sido peor. Por eso me puse de acuerdo con Luigi. Él dirá que había olvidado un libro y que aquel lunes había ido a recogerlo. Se está preparando para los exámenes en la universidad. Yo lo vi y creí erróneamente que la gasolinera estaba cerrando. Lo demás ya lo sabes. ¿Funciona?

Maldita mujer, ¡vaya si funcionaba!

– Sí -admitió a regañadientes.

– Pues entonces puedo seguir. Has acertado, comisario. Aquella noche, tras haberme pasado aproximadamente una hora dando vueltas con el coche, acudí con mucho retraso a la cita en casa de Angelo.

– ¿Por qué?

– Quería decirle que entre nosotros todo había terminado de verdad. Lo ocurrido la víspera con Luigi me había convencido de que Angelo ya no me decía nada. Por eso fui.

– ¿Cómo entraste?

– Llamé al timbre. En el cuarto de la azotea también hay portero automático. Angelo contestó, abrió y dijo que subiera. Cuando llegué, lo sorprendí tratando de marcar un número en el móvil. Me explicó que, pensando que yo ya no aparecería, había llamado a Michela para que fuera a verlo. Ahora quería avisarle que yo estaba allí y, por consiguiente, era mejor que no viniese. Pero no lo conseguía, a lo mejor Michela había apagado su móvil. Me propuso bajar al apartamento. Quería hacer el amor, con Michela o sin Michela. Yo le contesté que no, que había ido para despedirme. Y aquí se inició una escena muy larga, hecha de lágrimas y súplicas por su parte. Llegó al extremo de caer de rodillas para implorarme. En determinado momento, me propuso que nos fuéramos a vivir juntos y me dijo a gritos que ya no aguantaba a Michela con sus celos. Dijo que era una sanguijuela, una ladilla. Después intentó abrazarme. Yo le di un empujón y él cayó sobre el sillón. Aproveché para largarme, ya no podía más. Y ésa fue la última vez que vi a Angelo. ¿Satisfecho?

Durante el relato, sus labios adquirieron una expresión más enfurruñada y sus ojos se tornaron de un azul celeste más intenso, casi oscuro.

– Por consiguiente, de tu relato se deduce que el que mató a Angelo fue Tumminello.

– No creo.

Montalbano pegó un brinco en el sillón. ¿Qué le estaba pasando por la cabeza a Elena? ¿No le resultaba cómodo sumarse a la opinión general y echar la culpa al mafioso? Por supuesto que sí. Entonces, ¿por qué ponía en tela de juicio todo el asunto? ¿Qué la inducía a hablar? Estaba claro que no conseguía reprimir su naturaleza.

– No creo que haya sido él -insistió.

– Pues entonces, ¿quién?

– Michela. Comisario, pero ¿es que todavía no has comprendido la clase de relación que mantenían esos dos? Se amaban hasta que Angelo se enamoró de mí. Cuando salí del cuarto, me pareció ver un movimiento en la parte oscura de la azotea. Una sombra moviéndose rápidamente. Creo que era Michela. No había recibido la llamada de Angelo y había ido a verlo. Había oído el llanto y las terribles palabras de su hermano contra ella… Creo que bajó al apartamento, cogió el revólver y esperó a que yo me fuera.

– No encontramos armas en casa de Angelo.

– ¿Y eso qué importa? Se llevaría el revólver para deshacerse de él. Angelo tenía uno en el cajón de la mesita de noche. Una vez me lo enseñó y me dijo que lo había encontrado por casualidad a la muerte de su padre. Y además, ¿por qué crees que Michela se suicidó?

Y de pronto Montalbano recordó la hoja de papel timbrado con la notificación del hallazgo de un arma que él había visto en el cajón del escritorio de Angelo y a la cual no había dado importancia. Sin embargo, tenía importancia, y mucha, pues correspondía punto por punto a lo que le decía Elena y demostraba finalmente que la luna ya no estaba hecha de papel; ahora ella estaba diciendo la verdad.

– Bueno pues, ¿ha terminado el interrogatorio? ¿Te preparo de una vez ese café? -preguntó.

Él la miró. Y ella también a él. Ahora el color de sus iris volvía a ser azul cielo y sus labios estaban entreabiertos en una leve sonrisa. Sus ojos eran un cielo de principios de verano, un cielo despejado y claro que reflejaba los cambios del día, de vez en cuando aparecía una nubecita blanca, pero bastaba una ligera ráfaga de viento para hacerla desaparecer de golpe.

– ¿Por qué no? -contestó Montalbano.

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