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Como todas las mañanas de un año a esa parte, el despertador sonó a las siete y media. Pero él había despertado una fracción de segundo antes de que se disparara el timbre, le había bastado el sonido del muelle que ponía en marcha el mecanismo. Por eso tuvo tiempo, antes de levantarse de un salto, de volver los ojos hacia la ventana, y la luz le indicó que el día iba a ser bueno y despejado. Después apenas le dio tiempo a prepararse el café, beberse una tacita, hacer sus necesidades, afeitarse y ducharse, beber otra tacita, encender un cigarrillo, vestirse, salir de casa, subir al coche y llegar a las nueve a la comisaría: todo a la velocidad de una película de humor de Jaimito o Charlot.

Hasta hacía un año, el proceso de despertar por la mañana seguía unas pautas distintas y, sobre todo, se desarrollaba sin agobios y sin carreras de velocista de cien metros libres.

En primer lugar, nada de utilizar el despertador.

Montalbano tenía la costumbre de abrir los ojos después del sueño de una manera natural, sin necesidad de estímulos externos: una especie de despertador natural, dentro del cerebro; le bastaba con ponerlo antes de dormirse, «recuerda que mañana has de levantarte a las seis», y a las seis en punto abría los ojos. Siempre había pensado que el despertador, aquel artilugio metálico, era un instrumento de tortura: las tres o cuatro veces que había tenido que despertar con aquel sonido de barrena porque Livia, que debía irse, no se fiaba de su despertador interior, había pasado todo el día con dolor de cabeza. Entonces Livia, después de una discusión, adquirió uno de plástico, de esos que, en lugar de soltar timbrazos, emiten un sonido electrónico, una especie de biiiiiip interminable, casi como el zumbido de un mosquito que se hubiera introducido en la oreja y allí se hubiera quedado aprisionado. Como para volverse loco, vaya. Lo lanzó por la ventana, lo que dio lugar a otra pelea memorable.

En cuestión de segundos él autodespertaba deliberadamente con una anticipación de unos diez minutos como mínimo.

Eran los mejores diez minutos del día que tenía por delante. ¡Ah, qué delicia permanecer tumbado entre las sábanas pensando chorradas! Ese libro que todo el mundo dice que es una obra maestra, ¿lo compro o no lo compro? ¿Hoy voy a comer a la trattoria o regreso a Marinella y me zampo lo que haya preparado Adelina? ¿Le digo o no le digo a Livia que los zapatos que me ha comprado no puedo ponérmelos porque me aprietan? Bueno, cosas así. Divagaciones, pero evitando con cuidado que le acudiese a la mente nada relacionado con el sexo o las mujeres: a aquella hora eso podía convertirse en un terreno muy peligroso de explorar, salvo que tuviera durmiendo a su lado a Livia, la cual habría estado encantada de asumir las consecuencias.

Sin embargo, una mañana de hacía un año la situación cambió de golpe. Acababa de abrir los ojos, calculando que podría dedicar un cuarto de hora escaso a sus divagaciones mentales, cuando un pensamiento repentino le pasó por la cabeza, no un pensamiento entero sino un principio de pensamiento, que empezaba con estas palabras: «Cuando llegue el día de tu muerte…»

Pero ¿qué pintaba aquel pensamiento entre los demás? ¡Era una putada! Era como si uno, mientras hacía el amor, recordara que no había pagado el recibo del teléfono. Y no es que la idea de la muerte lo asustara especialmente, pero a las seis y media de la mañana estaba fuera de lugar. Si uno comenzaba a pensar en su propia muerte a las tantas de la madrugada, seguro que a las cinco de la tarde o se pegaba un tiro o se arrojaba al mar con una piedra atada al cuello. Consiguió detener el avance de aquella frase, la bloqueó poniéndose a contar precipitadamente del uno al cinco mil con los ojos cerrados y los puños apretados. Después comprendió que el único remedio que le quedaba era ponerse a hacer las cosas que tenía que hacer, concentrándose en ellas como si fuera una cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente la cosa fue más traicionera. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que al caldo de pescado tomado la víspera le faltaba un condimento. Pero ¿cuál? Y justo en aquel instante regresó a traición el maldito pensamiento: «Cuando llegue el día de tu muerte…»

A partir de entonces comprendió que ya jamás se iría, e igual se quedaba escondido en su cerebro durante uno o dos días para emerger a la superficie cuando menos lo esperara. Vete tú a saber por qué llegó al convencimiento de que, por su propia supervivencia, la frase no tenía que completarse, pues en caso de que así fuera, él moriría coincidiendo con la última palabra. Y de ahí el despertador. Para no dejarle al maldito pensamiento ni una sola grieta a través de la cual pudiera filtrarse.

Livia, que había ido a pasar tres días en Marinella, señaló con el dedo la mesita de noche mientras deshacía la maleta y preguntó:

– ¿Qué hace ahí ese despertador?

Él le soltó una trola.

– Pues mira, es que hace una semana tuve que levantarme muy temprano y…

– Y después de una semana, ¿el despertador todavía está ahí?

Cuando quería, Livia era peor que Sherlock Colmes. Un tanto avergonzado, le dijo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Livia se puso como una furia.

– Pero ¡tú estás loco!

Y quitó de la vista el despertador guardándolo en un cajón del armario.

A la mañana siguiente, en lugar del despertador, fue Livia quien despertó a Montalbano. Y fue un despertar delicioso, con pensamientos de vida y no de muerte. Sin embargo, en cuanto Livia se fue, el despertador volvió a la mesita de noche.

– ¡Dottori, ah, dottori dottori!

– ¿Qué pasa, Catarè?

– Hay una siñora que lo espera.

– ¿A mí?

– A usted personalmente en persona no lo ha dicho, ha dicho que quería hablar con uno de la policía.

– ¿Y no podía decírtelo a ti?

Dottori, quería hablar con uno supirior a mí.

– ¿No está el dottor Augello?

– No, siñor dottori, ha tilifoniado que llega tarde con retraso porque se retrasó.

– ¿Y eso por qué?

– Dice que anoche el chiquillo se encontró mal y esta mañana va el médico dottori.

– Catarè, no hace falta que digas el médico dottori, basta y sobra con decir doctor.

– No basta, dottori. Puede haber una cunfusión. Usía, por ijempio, es dottori pero no médico.

– Pero ¿y la madre? ¿Beba? ¿No podría quedarse ella a esperar la visita del dot… del médico?

– Sí, siñor dottori, la siñora Beba está. Pero él dice que también quiere estar prisente.

– ¿Y Fazio?

– Fazio está con un chico.

– ¿Qué ha hecho ese chico?

– Él nada, dottori. Muerto está.

– ¿Y cómo ha muerto?

– Soberedosi, dottori.

– Muy bien pues, vamos a hacer una cosa. Yo voy a mi despacho, tú dejas transcurrir unos diez minutos y después me mandas a la señora.

Estaba enfadado con Mimì Augello. Desde que naciera el niño, pasaba más tiempo con él del que antes pasaba con las mujeres. Había perdido la cabeza por su hijo Salvo. Pues sí, porque a Montalbano no sólo lo habían hecho padrino, sino que, además, le habían dado la bonita sorpresa de bautizar al crío con su nombre.

– Pero, Mimì, ¿no podríais ponerle el nombre de tu padre?

– Verás, es que se llama Eusebio.

– Pues entonces el del padre de Beba.

– Peor que caminar de noche. Se llama Adelchi, como el de la tragedia de Manzoni.

– Mimì, a ver si lo entiendo. ¿El verdadero motivo de que le hayáis puesto mi nombre es que el de los demás os parecen raros?

– ¡Pero no digas bobadas! En primer lugar es por el afecto que siento por ti, que eres como un padre para mí, y además…

¿Un padre? ¿Con un hijo como Mimì?

– ¡Anda y que te den por culo!

Ante la noticia de que el nasciturus se iba a llamar Salvo, Livia experimentó un tremendo arrebato de llanto. Había ciertas ocasiones especiales que la conmovían profundamente.

– ¡Mira cómo te quiere Mimì! Y tú, en cambio…

– Vaya, hombre, ¿conque me quiere? ¿Tú sabes quiénes son Eusebio y Adelchi?

Y desde que naciera el crío, Mimì aparecía y desaparecía de la comisaría en un santiamén: ahora Salvo (júnior, naturalmente) tenía diarrea, ahora le habían salido unas manchitas rojas en el culito, ahora tenía eructos, ahora no quería mamar…

Se había quejado de ello por teléfono a Livia.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué tienes tú que reprocharle a Mimì? ¡Eso significa que es un padre que quiere a su hijo, que se preocupa por él!

Le había colgado el teléfono.

Examinó el correo de la mañana que Catarella le había dejado encima de la mesa. En virtud de un pacto con la oficina de correos y debido a que algunas veces se pasaba dos días sin ir a casa, la correspondencia privada dirigida a Marinella se la llevaban a la comisaría. Había sólo unas cartas oficiales, que apartó; no le apetecía leerlas, se las pasaría a Fazio en cuanto éste regresara.

Sonó el teléfono.

Dottori, está el dottori Latte con ese al final.

Lattes, el jefe de gabinete del jefe superior de policía. Con horror y estupor, Montalbano había descubierto poco tiempo atrás que Lattes tenía un clon en la persona de un honorable portavoz que siempre salía en la tele, con el mismo aire de sacristía, la misma piel rosada y cerduna por falta de barba, la misma boquita de agujero de culo, la misma hipócrita untuosidad, su vivo retrato.

– Mi querido Montalbano, ¿cómo va todo?

– Bien, dottore.

– ¿Y la familia? ¿Los niños? ¿Todo bien?

Le había explicado un millón de veces que ni estaba casado ni tenía hijos ilegítimos, pero no había manera. Estaba emperrado.

– Todo bien.

– Gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, el señor jefe superior quisiera hablar con usted esta tarde a las diecisiete horas.

¿Y por qué quería hablar con él? El señor jefe superior Bonetti-Alderighi evitaba cuidadosamente verlo, prefería convocar a Mimì. Debía de tratarse de algún incordio impresionante.

La puerta se abrió violentamente, golpeando contra la pared, y Montalbano pegó un brinco en la silla. Apareció Catarella.

– Pido pirdón, dottori, se me ha escapado la mano. Los diez minutos acaban de pasar ahora mismito como usía mi ha dicho.

– Ah, ¿sí? ¿Ya han pasado diez minutos? ¿Y a mí qué coño me importa?

– La siñora, dottori.

Lo había olvidado por completo.

– ¿Ha vuelto Fazio?

– Todavía no todavía, dottori.

– Hazla pasar.

Una casi cuarentona, a primera vista una hija de María superviviente, mirada baja detrás de las gafas, cabello recogido en un moño, manos cerradas fuertemente sobre el bolso, enfundada en un horroroso y holgado vestido gris que no permitía adivinar lo que había debajo, pero con unas bonitas y largas piernas a pesar de las medias gruesas y los zapatos sin tacón. Permaneció indecisa en la puerta, contemplando la franja de mármol blanco que separaba las baldosas del pasillo de las del despacho de Montalbano.

– Adelante, adelante. Cierre la puerta y tome asiento.

Ella así lo hizo, acomodándose en el borde del asiento de una de las dos sillas delante del escritorio.

– Dígame, señora.

– Señorita. Michela Pardo. Y usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?

– ¿Nos conocemos?

– No, pero lo he visto en la tele.

– La escucho.

Pareció turbarse más que al principio. Acomodó mejor las posaderas sobre la silla, se miró la punta de un zapato, tragó dos veces saliva, abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla.

– Se trata de mi hermano Angelo. -Y se detuvo, como si al comisario le bastara saber que su hermano se llamaba Angelo para captar a la velocidad de un rayo toda la historia.

– Señorita Michela, usted comprenderá que…

– Comprendo, comprendo. Angelo ha… ha desaparecido. Desde hace dos días. Perdone, estoy muy preocupada y confusa y…

– ¿Cuántas años tiene su hermano?

– Cuarenta y dos.

– ¿Vive con usted?

– No, por su cuenta. Yo vivo con mamá.

– ¿Su hermano está casado?

– No.

– ¿Tiene novia?

– No.

– ¿Y por qué dice que ha desaparecido?

– Porque no pasa ni un día sin que venga a ver a mamá. Y si tiene que irse, nos avisa. Hace dos días que no da señales de vida.

– ¿Ha intentado usted llamarlo?

– Sí. A casa y al móvil. No contesta nadie. Fui incluso a su casa. Llamé largo rato al timbre antes de decidir abrir.

– ¿Tiene llaves de la casa de su hermano?

– Sí.

– ¿Y qué encontró?

– Todo estaba en perfecto orden. Y tuve miedo.

– ¿Su hermano padece alguna enfermedad?

– Para nada.

– ¿A qué se dedica?

– Es informador.

Montalbano se quedó de piedra. ¿Acaso ser informador, es decir, espía, se había convertido en un oficio reconocido, con paga doble de Navidad y vacaciones pagadas, como, por ejemplo, el del arrepentido con sueldo fijo? Lo aclararía más adelante.

– ¿Se mueve a menudo?

– Sí, pero se encarga de una zona muy restringida. Prácticamente no sobrepasa los límites de la provincia.

– En resumen, ¿usted desearía presentar una denuncia por desaparición?

– No… no sabría.

– Tengo que advertirle, sin embargo, que nosotros no podemos actuar de inmediato.

– ¿Por qué no?

– Porque su hermano es mayor de edad, independiente, y goza de salud física y mental. Podría haber decidido irse voluntariamente unos días, ¿sabe? Y hasta que estemos seguros de que…

– Comprendo. ¿Usted qué me aconseja?

Y mientras formulaba la pregunta, finalmente lo miró. Montalbano experimentó los efectos de una especie de llamarada interior. Eran unos ojos justo del mismo color que el de un lago intensamente violeta en cuyas aguas a todos los hombres les habría encantado zambullirse y ahogarse. Menos mal que la señorita Michela mantenía casi siempre bajos aquellos ojos. El comisario efectuó mentalmente dos brazadas y regresó a la orilla.

– Bueno, pues yo le aconsejaría que regresara a echar otro vistazo a casa de su hermano.

– Lo hice ayer. No entré, pero me pasé un buen rato llamando al timbre.

– Sí, pero quizá no estuviera en condiciones de poder contestar.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno… podría haber resbalado en la bañera y no poder caminar, haber sufrido un acceso de fiebre muy alta…

– Comisario, no me limité a tocar el timbre. Incluso lo llamé a voces. Si hubiera resbalado en el cuarto de baño, me habría contestado. El apartamento de Angelo tampoco es tan grande.

– Permítame que insista.

– Yo sola no voy. ¿Por qué no me acompaña usted?

Volvió a mirarlo. Y esta vez Montalbano sintió que se estaba hundiendo, el agua ya le llegaba hasta el cuello. Lo pensó un poco y tomó una decisión.

– Mire, vamos a hacer una cosa. Si sigue sin noticias de su hermano, pásese otra vez por aquí esta tarde sobre las siete. Yo la acompañaré.

– Gracias.

Se levantó y le tendió la mano. Montalbano la tomó, pero no tuvo el valor de estrecharla; parecía un pedazo de carne sin vida.


* * *

Al cabo de menos de diez minutos se presentó Fazio.

– Un chaval de diecisiete años. Subió a la azotea de la comunidad y se metió una sobredosis. No hemos podido hacer nada, pobrecillo; al llegar ya había muerto. Es el segundo en tres días.

Montalbano lo miró, perplejo.

– ¿El segundo? ¿Acaso hubo un primero? ¿Y cómo es posible que yo no me haya enterado?

– El ingeniero Fasulo. Pero en su caso fue cocaína.

– ¿Cocaína? ¡Pero qué me estás contando! ¡El ingeniero murió de un infarto!

– Claro. Eso dice el certificado médico, eso dice la familia, eso dicen todos los amigos. Pero todo el pueblo sabe que murió por la droga.

– ¿Estaba mal cortada?

– Eso no lo sé, dottore.

– Oye, ¿tú conoces a un tal Angelo Pardo que tiene cuarenta y dos años y trabaja como informador?

Fazio no pareció sorprenderse del oficio de Angelo Pardo. Tal vez no lo había entendido bien.

– No, señor. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque desapareció hace un par de días y la hermana está preocupada.

– ¿Quiere que…?

– No; después, si no da señales de vida, ya veremos.

– ¿Dottor Montalbano? Soy Lattes.

– Dígame.

– ¿La familia bien?

– Me parece que de eso ya hemos hablado hace un par de horitas.

– Pues sí. Mire, he de comunicarle que hoy el señor jefe superior no tiene tiempo de recibirlo tal como usted había pedido.

– Le recuerdo, dottore, que es el jefe superior el que me ha convocado.

– Ah, ¿sí? Da lo mismo. ¿Podría venir mañana a las once?

– Pues claro.

Ante la idea de no tener que ver al jefe superior, los pulmones se le ensancharon y le entró un apetito descomunal que sólo podría saciar Enzo, el dueño de la trattoria.

Salió de la comisaría. El día lucía todos los colores del verano, pero sin ser demasiado caluroso. Se lo tomó con calma, colocando muy despacio un pie delante del otro mientras saboreaba de antemano lo que iba a comer. Cuando llegó a la puerta de la trattoria, se le cayó el alma a los pies. Estaba cerrada a cal y canto. Pero ¿qué coño había ocurrido? De la rabia que le entró, le pegó un fuerte puntapié a la puerta, dio media vuelta y se retiró soltando reniegos. Pero a los dos pasos oyó que lo llamaban.

– ¡Comisario! ¿Qué hace? ¿Se le ha olvidado que hoy estamos cerrados?

«¡Lo había olvidado, me cago en la puta!»

– Pero si quiere comer conmigo y mi mujer…

Se lanzó de cabeza. Y comió tanto que, mientras comía, se avergonzaba, pero no podía remediarlo. Al final, Enzo casi se felicitó.

– ¡Que aproveche, comisario!

El paseo por el muelle fue necesariamente muy largo.

Pasó el resto de la tarde cerrando de vez en cuando los ojos y dando cabezadas a causa de los repentinos ataques de sueño. Cuando le ocurría, se levantaba e iba a refrescarse la cara.

A las siete de la tarde Catarella le anunció que había regresado la siñora de la mañana.

Michela Pardo, nada más entrar, dijo una sola palabra:

– Nada.

No se sentó, tenía prisa por ir a casa de su hermano, y aquella prisa quería transmitírsela al comisario.

– Pues bueno -dijo Montalbano-. Vamos para allá.

Al pasar por delante del trastero que servía de recepción, le explicó a Catarella:

– Me voy con la señora. Después, si necesitáis algo, me encontraréis en Marinella.

– ¿Vamos en mi coche? -preguntó Michela Pardo, señalando un Polo azul.

– Quizá mejor que yo coja el mío y la siga. ¿Dónde vive su hermano?

– Un poco lejos. En el nuevo barrio. ¿Conoce Vigàta Dos?

Conocía Vigàta 2. Una pesadilla creada por un constructor víctima de los peores alucinógenos que cupiese imaginar. Él jamás habría vivido allí, ni siquiera en forma de cadáver.

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