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Volvió a sonar el teléfono.

– Perdone -dijo Elena, levantándose. Pero antes de abandonar la estancia, inquirió-: ¿Le quedan todavía muchas preguntas? Porque seguro que es una amiga con la que tengo que…

– Unos diez minutos como máximo.

Elena fue a contestar al teléfono, regresó y se sentó de nuevo. Por su manera de andar y hablar, parecía completamente relajada. Había metabolizado rápidamente la mala noticia; quizá fuera cierto que aquel hombre ya no le importaba un carajo. Mejor, de esa manera no tendría pudores ni reticencias.

– Hay algo que me resulta, no sé cómo decirlo, curioso, perdone, pero es que yo con los adjetivos no me aclaro, o puede que sólo me resulte curioso a mí, que soy… que no podría… -Se sentía cohibido, no sabía cómo plantear la cuestión en presencia de aquella guapa moza que daba gusto sólo de verla.

– Dígame -lo animó ella con una sonrisa.

– Bueno. Usted me ha dicho que el lunes por la noche salió para ir a casa de Angelo, que la esperaba para hacer el amor. ¿Es así?

– Es así.

– ¿Pensaba pasar la noche con él?

– ¡No, por Dios! ¡Jamás lo he hecho! Habría regresado a casa hacia medianoche.

– Por consiguiente, habría pasado unas tres horas con Angelo.

– Aproximadamente. Pero ¿por qué…?

– ¿Alguna vez había llegado con retraso a una cita con él?

– De vez en cuando.

– Y en tales ocasiones, ¿cómo se comportaba Angelo?

– ¿Cómo quiere que se comportara? Lo veía nervioso, irritado, pero poco a poco se iba calmando y… -Sonrió de una manera totalmente distinta, una sonrisa medio escondida, secreta, como para sus adentros, mientras los ojos le brillaban con expresión burlona-. Y procuraba recuperar el tiempo perdido.

– ¿Y si yo le dijera que aquella noche Angelo no la esperaba?

– ¿En qué sentido, perdone? No creo que saliera porque usted me ha dicho que lo encontraron en la azotea…

– Lo mataron inmediatamente después de una relación sexual.

O era una gran actriz tipo Eleonora Duse o se trastornó de verdad. Hizo una serie de gestos sin sentido, se levantó y volvió a sentarse, se acercó a los labios la tacita de café vacía, la dejó como si hubiera bebido, sacó un cigarrillo de la cajetilla pero no lo encendió, se levantó y volvió a sentarse, volcó un pequeño estuche de madera que había sobre la mesita, lo miró, lo dejó en su sitio.

– Es absurdo -dijo al final.

– Verá, Angelo actuó como si tuviera la absoluta certeza de que aquel lunes por la noche usted ya no iría a su casa. Por una especie de resentimiento contra usted, por despecho, como ofensa, pudo haber llamado a otra mujer. Ahora usted tiene que contestarme con toda sinceridad: aquella noche mientras daba vueltas con el coche, ¿llamó a Angelo para decirle que no iría a su casa?

– No. Por eso digo que es absurdo. Una vez me presenté con dos horas de retraso, ¿sabe? Y él estaba fuera de sí, pero esperándome. El lunes por la noche él no estaba en condiciones de conocer mi decisión, ¡yo habría podido dejarme caer por su casa en cualquier momento y sorprenderlo!

– Eso no.

– ¿Por qué no?

– De alguna manera Angelo había tomado sus precauciones, había subido a la azotea. Y la cristalera que da acceso a la azotea estaba cerrada con llave. ¿Usted tiene esa llave?

– No.

– ¿Lo ve? Aunque usted se hubiera presentado de repente, no podía sorprenderlo. ¿Tiene llaves del apartamento?

– Tampoco.

– Por consiguiente, usted sólo habría podido llamar a la puerta sin que nadie fuera a abrir. Al cabo de un rato, habría pensado que Angelo no estaba en casa, que había salido, tal vez para que se le pasara la rabia, y habría desistido de seguir llamando. Y en el cuarto de la azotea, Angelo habría estado a salvo de usted.

– Pero no del asesino -dijo Elena, casi con furia.

– Eso es otra cosa. Y aquí usted puede ayudarme.

– ¿En qué sentido?

– ¿Desde cuándo mantenía esta relación con Angelo?

– Desde hace seis meses.

– Durante ese período, ¿él tuvo ocasión de presentarle a algún amigo o alguna amiga?

– Comisario, quizá no me he explicado muy bien. Nuestros encuentros tenían, ¿cómo diría?, un propósito muy concreto. Yo iba a su casa, bebíamos whisky, nos desnudábamos, nos íbamos a la cama. Nunca fuimos al cine o a un restaurante. En los últimos tiempos él habría querido, pero yo no. Y eso incluso nos hizo discutir.

– ¿Por qué no quería salir con él?

– Para no dar ocasión a que la gente se burlara de Emilio.

– Pero Angelo debió de hablarle de alguna amiga o algún amigo.

– Eso sí. Cuando nos conocimos, mantenía una relación con una tal Paola, la Roja la llamaba, por el color de su cabello, y me habló también de un tal Martino con quien solía ir a comer y cenar, pero sobre todo me hablaba de su hermana Michela. Estaban muy unidos desde pequeños.

– ¿Le hablaba de su trabajo?

– No. Una vez me comentó que era muy rentable pero aburrido.

– ¿Sabe que durante cierto tiempo ejerció como médico, pero después lo dejó?

– Sí, pero no lo dejó; la única vez que me habló de eso, me contó una historia un poco confusa que no entendí, aunque no profundicé en ella porque no me interesaba, por la cual se vio obligado a abandonar la profesión.

Ésa era una novedad absoluta. Acerca de la cual convendría averiguar algo más.

Montalbano se levantó.

– Le agradezco su disponibilidad. Muy insólita, puede creerme. Pero me parece que necesitaré volver a reunirme con usted.

– Como quiera, comisario. Pero hágame un favor.

– Estoy a su disposición.

– La próxima vez no se presente tan temprano. También puede venir por la tarde. Mi marido, tal como le he dicho, lo sabe todo. Perdone, pero es que soy una dormilona.

Llegó al domicilio de Angelo Pardo con una media hora larga de retraso. Podía tomárselo con calma, total, la convocatoria del jefe superior se había aplazado. Llamó al portero electrónico y le abrió Michela. Mientras subía por la escalera, el edificio le pareció más muerto que nunca, ni una sola voz, ni un solo ruido. Quién sabe si Elena, cuando iba allí a reunirse con Angelo, se habría cruzado alguna vez con algún inquilino. Michela lo esperaba en la puerta.

– Llega con retraso.

Montalbano observó que llevaba un vestido distinto, pero confeccionado también de tal manera que ocultara lo ocultable. Los zapatos también eran distintos.

Pero ¿es que en el apartamento de su hermano guardaba un vestuario completo?

Michela le leyó el pensamiento.

– Esta mañana temprano fui a mi casa -explicó-. Quería saber qué tal había pasado la noche mamá. Y aproveché para cambiarme.

– Mire, ahora tiene que ir a ver al fiscal Tommaseo. Yo pensaba acompañarla, pero considero inútil mi presencia.

– ¿Qué quiere de mí ese señor?

– Hacerle algunas preguntas acerca de su hermano. ¿Puedo utilizar el teléfono? Avisaré a Tommaseo que usted ya va para allá.

– Pero ¿adónde tengo que ir?

– A Montelusa, al Palacio de Justicia.

Entró en el estudio e inmediatamente advirtió que había algo raro, que algo había cambiado. Llamó a Tommaseo y le dijo que no podría estar presente en la reunión con la señorita Pardo. Naturalmente, el fiscal se alegró, aunque no lo expresó. En el pasillo, Michela ya estaba lista.

– ¿Me entrega las llaves de este apartamento, por favor? -pidió Montalbano.

Por espacio de un instante, ella titubeó, pero después abrió el bolso y le tendió el llavero.

– ¿Y si necesito regresar aquí?

– Vaya a la comisaría y yo le daré las llaves. Esta tarde ¿dónde podré encontrarla?

– En mi casa.

Él cerró la puerta detrás de Michela y corrió al estudio.

El comisario tenía desde siempre una especie de ojo fotográfico incorporado: cuando entraba, por ejemplo, en una estancia desconocida, de una sola mirada era capaz de fotografiar no sólo la disposición del mobiliario, sino también la de los objetos que había encima. Y de recordarlo, aunque hubiera transcurrido mucho tiempo.

Se detuvo en el umbral con el hombro derecho apoyado en la jamba, miró con atención, y enseguida descubrió lo que no encajaba.

La maleta de fin de semana.

La víspera, la maletita estaba colocada en el suelo al lado del escritorio, y ahora, en cambio, se encontraba debajo del escritorio. No había ningún motivo para desplazarla, ni siquiera en caso de que alguien hubiera tenido que utilizar el teléfono. Por consiguiente, Michela la había cogido para ver lo que contenía y después no había vuelto a dejarla en el mismo sitio.

Soltó un juramento. ¡Qué gran error había cometido! No tendría que haberla dejado sola en casa del asesinado. Le había ofrecido todas las facilidades para que se deshiciera de cualquier cosa que pudiese resultar comprometedora para su hermano.

Tomó la maletita, la colocó encima del escritorio y la abrió; no estaba cerrada con llave. Dentro había una serie de papeles con membretes de distintos laboratorios farmacéuticos, hojas de información de medicamentos, folletos publicitarios, pedidos y recibos. Había también dos agendas, una grande y otra más pequeña. Examinó primero la grande. La sección de las direcciones estaba llena de nombres y números de teléfono de médicos de toda la provincia, hospitales y farmacias. Además, Angelo Pardo anotaba cuidadosamente todas sus citas de trabajo.

La apartó y hojeó la más pequeña. Ésa era la agenda particular. Estaban el nombre y el teléfono de Elena Sclafani, de su hermana Michela y de muchas otras personas. Miró la página correspondiente al lunes anterior. En ella se leía: «21 horas E.» Por consiguiente, la información que le había facilitado Elena sobre su cita con Angelo coincidía. Dejó también a un lado la agenda pequeña y cogió el teléfono.

– Catarè, soy Montalbano. Pásame a Fazio.

– Ahora mismito, dottori.

– Fazio, ¿puedes reunirte inmediatamente conmigo en casa de Angelo Pardo?

– ¿En la azotea?

– No, abajo, en su apartamento.

– Voy para allá.

– Ah, oye, que venga también Catarella.

– ¡¿Catarella?!

– ¿Qué pasa, es que es inamovible?

El escritorio disponía de tres cajones. Abrió el de la derecha. También papeles y documentos relacionados con su oficio de, ¿cómo se llamaba ahora?, ah, sí, «informador médico-científico». El del medio no se abrió, estaba cerrado con llave y la llave no estaba a la vista. Probablemente se la habría llevado Michela. ¡Menudo capullo había sido! Fue a abrir el cajón de la izquierda, pero el teléfono que había encima del mueble sonó tan fuerte y repentino que le pegó un susto. Levantó el auricular.

– ¿Sí? -dijo, apretándose las ventanas de la nariz entre el índice y el pulgar para modificar su timbre de voz.

– ¿Estás resfriado?

– Sí.

– ¿Por eso no viniste anoche, hijoputa? Te espero esta noche. Y procura venir aunque pilles una pulmonía.

Fin de la llamada. Una voz de hombre de escasas y peligrosas palabras, una voz de ordeno y mando. Está claro que un médico que no recibe la esperada visita de un informador médico-científico no lo llama hijoputa. Montalbano tomó la agenda grande y consultó la página correspondiente a la víspera, jueves. La tarde estaba en blanco, mientras que en la mañana figuraba una cita en Fanara con un tal doctor Caruana.

Estaba a punto de abrir el cajón de la izquierda cuando volvió a sonar el teléfono. Le entró la sospecha de que el cajón y el teléfono estuvieran en cierto modo conectados.

– ¿Sí? -contestó, cometiendo el mismo fraude con las ventanas de la nariz.

– ¿El doctor Angelo Pardo? -Voz femenina de cincuentona severa.

– Sí, soy yo.

– Tiene una voz muy rara.

– Es que estoy resfriado.

– Ah. Soy la enfermera del doctor Caruana de Fanara. Ayer por la mañana el doctor lo estuvo esperando y usted ni siquiera nos avisó que no pasaría por aquí.

– Presente mis disculpas al doctor, pero es que este resfriado… Daré señales de vi… -Se interrumpió. Si hablaba en nombre de un muerto, ¿cómo podía ese muerto dar señales de vida?

– ¿Oiga?

– En cuanto pueda, llamo. Buenos días.

Colgó. Algo muy distinto del tono utilizado por el desconocido en la primera llamada. Lo cual era muy interesante, por cierto. Pero ¿es que conseguiría alguna vez abrir aquel cajón? Desplazó cuidadosamente la mano, manteniéndola fuera de la vista del teléfono.

Esa vez lo logró.

Estaba lleno a rebosar de papeles. Todos los recibos posibles e imaginables acerca de todo lo necesario para atender los requerimientos de una casa, el alquiler, la luz, el gas, el teléfono, la comunidad de propietarios. Pero nada que guardara relación con él, Angelo, personalmente en persona tal como habría dicho Catarella. Puede que los papeles y las cosas que más directamente lo afectaban los guardara en el cajón del medio.

Cerró el cajón y sonó el teléfono. Quizá el aparato había advertido con retraso que lo había engañado y ahora se tomaba el desquite.

– ¿Sí? -Con las ventanas de la nariz apretadas, claro.

– Pero ¿se puede saber dónde coño te has metido, cabrón? -Voz de cuarentón enfurecido. El comisario fue a contestar, pero el otro añadió-: Espera un momento que tengo una llamada en la otra línea.

Montalbano aguzó el oído, pero sólo pudo oír un confuso murmullo. Después sólo una palabra con toda claridad:

– ¡Coño!

Y colgaron. ¿Qué significaba todo aquello? Hijoputa y cabrón. Cualquiera sabía cómo calificarían a Angelo a la tercera llamada anónima. Entonces sonó el portero automático, que estaba al lado de la puerta de entrada. Fue a abrir. Eran Fazio y Catarella.

– ¡Dottori, ah, dottori! ¡Fazio mi ha dicho que mi necesita a mí personalmente en persona!

Estaba emocionado y sudoroso a causa del alto honor que le estaba dispensando el comisario llamándolo a participar en la investigación.

– Venid conmigo.

Los condujo al estudio.

– Tú, Catarè, toma el ordenador portátil que hay encima del escritorio y a ver si puedes decirme todo lo que hay dentro. Pero no lo hagas aquí, vete al salón.

Dottori, ¿puedo llevarme también la imprisora?

– Coge lo que necesites.

En cuanto Catarella se retiró, Montalbano se lo explicó todo a Fazio, desde el error de haber dejado a Michela sola en casa de Angelo hasta lo que le había contado Elena Sclafani. Y le habló también de las llamadas telefónicas. Fazio adoptó un aire pensativo.

– Cuénteme otra vez lo de la segunda llamada anónima -pidió al cabo.

Montalbano se lo repitió.

– Es una simple hipótesis -dijo Fazio-. Supongamos que el hombre de la segunda llamada se llama Giacomo. Eso quiere decir que este Giacomo no sabe que a Angelo le han pegado un tiro. Llama y oye que le contestan. Giacomo está enfadado porque hace varios días que no consigue ponerse en contacto con Angelo. Y cuando está a punto de hablar con él, le dice que espere un momento al aparato porque tiene una llamada en la otra línea. ¿Fue así?

– Fue así.

– Habla por la otra línea y le dicen algo que no sólo lo impresiona sino que lo impulsa a cortar la comunicación. La pregunta es: ¿qué le han dicho?

– Que han matado a Angelo.

– Yo pienso lo mismo.

– Oye, Fazio, ¿la noticia ha llegado a la prensa?

– Bueno, algo se está filtrando. Pero volviendo a nuestro tema, cuando Giacomo se da cuenta de que está hablando con un falso Angelo, cuelga enseguida.

– Exacto. Y la pregunta es: ¿por qué colgó? Supongamos una cosa. Giacomo es alguien que no tiene nada que esconder, un amigo inocente, compañero de comidas y aventuras femeninas. Mientras cree estar hablando con Angelo, le comunican que éste ha sido asesinado. Un verdadero amigo no habría colgado, sino que le habría preguntado al falso Angelo quién era en realidad y por qué razón se hacía pasar por Angelo. En tal caso, hay que pensar en una segunda posibilidad. Es decir, la de que Giacomo, nada más enterarse de la muerte de Angelo, dice coño y cuelga porque teme traicionarse, teme que lo identifiquen si sigue hablando. Por consiguiente, no se trata de una amistad inocente, sino de algo un tanto ambiguo. Y la primera llamada tampoco me convence mucho.

– ¿Qué podemos hacer?

– Tratar de averiguar la procedencia de las llamadas. Pide autorización y ponte en contacto con las compañías telefónicas. No es seguro que sea posible, pero hay que intentarlo.

– Ahora mismo me encargo de ello.

– Espera, la cosa no ha terminado. Hay que averiguarlo todo acerca de Angelo Pardo. Según lo que me ha insinuado la Sclafani, lo habrían expulsado del colegio de médicos o lo que sea. Y esa medida no se toma por cualquier bobada.

– Muy bien pues, voy a ello.

– Espera. ¿Se puede saber a qué vienen tantas prisas? También quiero conocer la vida y milagros del profesor Emilio Sclafani, que enseña Griego en el liceo de Montelusa. La dirección la encontrarás en la guía telefónica.

– De acuerdo -dijo Fazio sin hacer el menor ademán de ponerse en marcha.

– Oye una cosa. ¿Y el billetero de Angelo?

– Lo tenía en el bolsillo posterior de los tejanos. Se lo llevó la Policía Científica.

– ¿La Científica se llevó alguna otra cosa?

– Sí. Un manojo de llaves y el móvil que se encontraba encima del escritorio.

– Hoy mismo quiero que nos devuelvan las llaves, el móvil y el billetero.

– Muy bien. ¿Puedo irme?

– No. Intenta abrir el cajón central del escritorio. Está cerrado con llave. Tienes que procurar abrirlo y volver a cerrarlo como si nadie le hubiera metido mano.

– Eso exige un poco de tiempo.

– Pues dispones de todo el tiempo que quieras.

Mientras Fazio ponía manos a la obra, el comisario se dirigió al salón. Catarella había encendido el ordenador y también estaba manos a la obra.

Dottori, esto es dificilísimo.

– ¿Por qué?

– Porque hay un guardia en los pasos.

Montalbano se quedó estupefacto. ¿Qué guardia? ¿Qué pasos?

– Catarella, ¿qué coño estás diciendo?

Dottori, ahora si lo explico. Cuando uno no quiere que nadie meta las narices en las cosas íntimas que hay aquí dentro, pone un guardia en los pasos.

Montalbano lo comprendió.

– ¿Un password, una contraseña?

– ¿Y qué he dicho? Eso es lo que he dicho. Y si uno no dice el santo y seña, el guardia no ti deja pasar.

– ¿Pues entonces estamos jodidos?

– No está dicho, dottori. Él necesita una hoja donde esté escrito el nombre y apillido del propietario, fecha de nacimiento, nombres de la mujer o de la novia y del hirmano y la hirmana y de la madre y el padre, del hijo si lo tiene, de la hija si la tiene.

– Muy bien, esta tarde te lo facilitaré todo. Entretanto, llévate el ordenador a la comisaría. ¿A quién le entregarás la hoja?

– ¿Pues a quién si la voy a entregar, dottori?

– Catarè, tú has dicho «él necesita». ¿Quién es ese él?

– Ese él soy yo, dottori.

Fazio lo llamó desde el estudio.

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