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Llegó a Marinella y lo primero que hizo fue lanzarse por el salmón. Una loncha muy grande aliñada con limón recién exprimido y un aceite de oliva especial que le había regalado uno que lo producía («La virginidad de este aceite ha sido certificada con una visita ginecológica», se leía en la etiqueta que lo acompañaba). Tras haber comido, despejó la mesita de la galería y sustituyó el plato y los cubiertos por una botella nueva de J &B y un vaso. Sabía finalmente que tenía en la mano el extremo de un hilo muy largo -«y como se te ocurra llamarlo hilo de Ariadna, abofetéate», se amenazó a sí mismo- que podría guiarlo, si no a la solución, como mínimo al principio del camino adecuado.

Sin darse cuenta, quien le había entregado el extremo del hilo era el fiscal Tommaseo. Michela le había montado una escena greco-histérica, gritándole que él, Montalbano, no quería actuar contra Elena a pesar de estar en posesión de las cartas en que Elena amenazaba con matar a Angelo. Que él estaba en posesión de las comprometedoras cartas era cierto, pero había un pequeño detalle no desdeñable: Michela no tendría que saberlo.

Porque días atrás, a su pregunta de si las había encontrado, él había contestado que no, simplemente para mantener la turbiedad de las aguas. Y eso lo recordaba muy bien, ¡un cuerno vejez o Alzheimer (mira, acababa de acudirle a la mente el nombre de esa mierda de enfermedad)! Y de eso podría dar fe Paola la Roja, que también estaba presente.

La única que sabía que había encontrado las cartas era Elena porque él se las había enseñado. Pero ambas mujeres no se hablaban. ¿Así pues? Sólo podía haber una respuesta, una sola: era Michela la que había ido a comprobar si en el maletero del Mercedes se hallaba todavía el sobre con las tres cartas, y al no verlo allí, llegó a la lógica conclusión de que el comisario lo había descubierto y se lo había llevado.

Alto ahí, Montalbano. ¿Cómo sabía Michela que las cartas estaban debajo de la alfombrilla del Mercedes? Ella había dicho que su hermano guardaba las misivas en un cajón del escritorio. Angelo no tenía ningún motivo lógico para sacarlas de su casa y llevárselas al coche, escondiéndolas, eso sí, pero de tal manera que no lo estuviesen del todo para que, si alguien buscaba con atención, pudiera descubrirlas. Por consiguiente, las había cambiado de sitio Michela. ¿Y cuándo lo había hecho? La misma noche en que Angelo fue encontrado muerto de un disparo, cuando él, Montalbano, cometió la solemne estupidez de dejarla sola en el apartamento.

¿Y por qué había organizado Michela semejante número?

¿Por qué oculta alguien una cosa, haciéndolo de manera que se pueda encontrar como por casualidad? Con toda seguridad, para dar más importancia al hallazgo. Explícate mejor, Salvo.

En caso de que él abriera el cajón del escritorio, viese las cartas y las leyera, sería todo normal. Valor de las palabras de las cartas, pongamos diez. Pero si él las encontrara tras haberse vuelto loco buscándolas porque estaban escondidas, significaba que aquellas cartas no tenían que leerse y, por consiguiente, el valor de las palabras subía a cincuenta. De esa manera, las amenazas de muerte adquirían peso y autenticidad, dejaban de ser las frases genéricas de una amante celosa.

Felicidades a Michela. Como intento de joder a la odiada Elena, la idea era genial. Pero el exceso de odio la había traicionado delante de Tommaseo. Para ella era muy fácil entrar en el garaje porque tenía un duplicado de todas las llaves de Angelo…

Un momento. Después del sueño del baño en casa de Michela, había acudido a su mente algo relacionado con una llave. Pero una llave ¿de quién?

Comisario Montalbano, repáselo todo desde el principio. ¿Desde el principio principio? Sí, señor, desde el principio principio.

¿Me permite que primero me prepare otro whisky?

Bueno, pues un día se presenta en mi despacho la señora («perdón, señorita») Michela Pardo, la cual me dice que desde hace dos días su hermano Angelo no da señales de vida. Me dice también que ella ha entrado en su apartamento porque tiene un duplicado de las llaves y lo ha encontrado todo en orden. La misma tarde se vuelve a presentar. Vamos juntos a mirar al apartamento. Todo sigue en orden, no hay la menor huella de una partida repentina. Cuando ya hemos salido de la casa y estamos a punto de despedirnos, a ella se le ocurre que no hemos mirado en un cuarto alquilado que Angelo tiene en la azotea. Volvemos a subir. La cristalera que da acceso a la azotea está cerrada, Michela la abre con una de sus llaves. La puerta del cuarto está cerrada, pero Michela me dice que de ésa no tiene la llave. Entonces yo la echo abajo. Y descubro…

Detente, Montalbano, ésta es la cuestión, como diría Hamlet, éste es el punto de la historia que no encaja.

¿Qué sentido tiene que Michela esté en posesión de la llave de la puerta de la azotea si no va acompañada también de la del antiguo lavadero? Si tiene todas las llaves que pertenecen a su hermano, a la fuerza ha de tener también la del cuarto de la azotea. Tanto más si Angelo iba allí para leer o tomar el sol, tal como había dicho la propia Michela. No iba allí para reunirse con sus mujeres. ¿Y eso qué significaba?

Se dio cuenta de que había vuelto a vaciar el vaso. Lo llenó, bajó de la galería a la arena y, tomando de vez en cuando un sorbo de whisky, llegó a la orilla del mar. La noche era oscura, pero se estaba bien. Las luces de las barcas en la línea del horizonte parecían estrellas muy bajas.

Recuperó el hilo de su razonamiento. Si Michela estaba en posesión de la llave del cuarto pero le había dicho que no, significaba que la mujer quería que fuera él, Montalbano, quien derribara la puerta y descubriera a Angelo muerto de un disparo. Y eso porque Michela ya sabía que en el cuarto se encontraba el cadáver de su hermano. Con todo ese teatro pretendía mostrarse a los ojos del comisario como completamente ajena a los hechos a pesar de estar metida hasta el cuello.

Regresó a la galería, se sentó y tomó otro trago de whisky. ¿Cómo podían haber ocurrido las cosas?

Michela dice que aquel lunes Angelo la llamó para advertirla de que esa noche Elena iría a su casa. Por eso Michela no apareció por allí. Pero ¿y si Angelo, al ver que Elena no llegaba y convencido al final de que ya no volvería por allí, hubiera llamado de nuevo a su hermana y ésta hubiera acudido? Puede que Angelo le dijese que subiría a la azotea para tomar un poco el aire. Cuando llega Michela, encuentra a su hermano muerto, asesinado. Se convence de que ha sido Elena, la cual, tras llegar con retraso, ha discutido con él. Tanto más si Angelo deseaba mantener una relación sexual con la chica, lo cual resulta de todo punto evidente. Y entonces decide rematar la faena para impedir que Elena se vaya de rositas. Lo cierra todo con llave, baja al apartamento, se pasa toda la noche tratando de deshacerse de todo lo que puedan revelar los dudosos negocios de Angelo, principalmente la caja fuerte blindada, traslada las cartas al garaje para que sirvan de prueba de cargo contra Elena…

Aquí Montalbano lanzó un suspiro de satisfacción. Para hacer lo que le daba la gana, Michela había dispuesto de todo el tiempo que necesitaba antes de denunciar la desaparición de su hermano, y probablemente la noche que él le permitió pasar en el apartamento ella dormiría feliz y satisfecha, total, ya lo había hecho todo. Seguía siendo una bobada descomunal, pero sin consecuencias directas.

Pero ¿por qué Michela tenía la certeza de que Angelo estaba metido en algún negocio sucio? La respuesta era sencilla. Al enterarse de que su hermano le había hecho costosos regalos a Elena, comprendió que el dinero no había salido de la cuenta común y que Angelo tenía una cuenta secreta con bastante dinero, demasiado para haberlo ganado honradamente. La historia de las gratificaciones y las primas a la productividad que le contó a él, Montalbano, era una trola como una casa. Aquella mujer era demasiado inteligente para que la cosa no le oliese a chamusquina.

Pero ¿por qué se había llevado la caja blindada? Para eso también había una respuesta: porque no consiguió descubrir dónde estaba escondida la segunda llave, la que encontró Fazio pegada a la parte inferior del cajón. Además, si se consideraba…

La consideración empezó ahí y ahí terminó. De repente empezaron a cerrársele los ojos mientras inclinaba la cabeza hacia delante. Lo único que podía tomar en seria consideración era la cama.

Tuvo la suerte de despertar unos minutos antes de que sonara el despertador. Pensó que aquella mañana era la del entierro de Angelo Pardo. La palabra entierro le recordó la muerte… Se levantó de un salto, corrió a la ducha, se lavó, se afeitó, se bebió el café, se vistió con el frenético ritmo de una película de Jaimito, hasta el punto de que, en determinado momento, le pareció oír el saltarín sonido del inevitable piano de acompañamiento, salió de casa y recuperó finalmente su ritmo habitual en cuanto se vio circulando en dirección a Vigàta.

Fazio no estaba en la comisaría. Mimì se había ido a Montelusa porque lo había llamado Liguori. Catarella estaba muy taciturno porque todavía no se había recuperado de la impresión sufrida la víspera con el ordenador de Pardo, cuando los guardias de paso desaparecieron de golpe y él se quedó contemplando la pantalla en blanco como el famoso desierto de los tártaros de Dino Buzzati. En resumen, un aburrimiento mortal.

A media mañana se recibió la primera llamada.

– Mi queridísimo amigo, ¿todos bien en casa?

– Muy bien, dottor Lattes.

– ¡Pues gracias sean dadas a la Virgen! Quería decirle que hoy, lamentablemente, el señor jefe superior no podrá recibirlo. ¿Pongamos para mañana a la misma hora?

– Pongamos, dottore, faltaría más.

Gracias a la Virgen, aquel día también se ahorraría la contemplación de la cara del señor jefe superior. Pero le había entrado curiosidad por saber qué deseaba el jefe de él. Seguro que nada importante, puesto que aplazaba la visita con tanta facilidad.

«Esperemos que consiga decírmelo antes de que yo me jubile o de que a él lo trasladen a otro sitio», pensó.

Inmediatamente después recibió la segunda.

– Soy Laganà, comisario. Mi amigo Melluso, aquel a quien le pasé las hojas para que las descifrara, ¿recuerda?…

– Lo recuerdo muy bien. ¿Ha conseguido averiguar cómo funciona la clave?

– Todavía no. Pero entretanto ha hecho un descubrimiento que me ha parecido importante para sus investigaciones.

– ¿De veras?

– Sí. Pero quisiera hablarle de ello personalmente.

– ¿Puedo pasar a verlo sobre las cinco y media de la tarde?

– De acuerdo.

A las doce y media se recibió la tercera.

– ¿Montalbano? Soy Tommaseo.

– Dígame, dottore.

– Esta mañana a las nueve he interrogado a la señora Elena Sclafani… ¡Dios mío! -De repente se quedó sin respiración.

Montalbano se preocupó.

– ¿Qué le ocurre, dottore?

– Pero esa mujer es guapísima, es una criatura que… que…

Tommaseo estaba todavía alterado, no sólo le faltaba la respiración sino hasta las palabras.

– ¿Qué tal ha ido?

– ¡Estupendamente bien! -contestó el ministerio público-. ¡Mejor imposible!

En buena lógica, cuando un fiscal se declara contento y satisfecho después de un interrogatorio, significa que el acusado se encuentra en muy mala situación.

– ¿Ha descubierto elementos de culpabilidad?

– ¡Pero qué dice!

Pues entonces había que dejar a un lado la lógica: el ministerio público Tommaseo se había inclinado totalmente a favor de Elena.

– La señora se ha presentado con el abogado Traina. El cual vino acompañado del empleado de una gasolinera, un tal Luigi Diotisalvi.

– La coartada de la señora.

– Exactamente, Montalbano. No podemos por menos de envidiar a Diotisalvi e instalar también nosotros un surtidor de gasolina con la esperanza de que cualquier día de éstos la señora necesite poner gasolina, ja, ja, ja. -Soltó una carcajada, todavía alelado por la presencia de Elena.

– La señora tenía especial empeño en que el marido no llegara a enterarse de su coartada -le recordó el comisario.

– Claro. He tranquilizado ampliamente a la señora. Pero la conclusión es que hemos regresado a alta mar. ¿Qué hacemos, Montalbano?

– Nademos, dottore.

A la una menos cuarto Fazio regresó del entierro.

– ¿Había gente?

– Bastante.

– ¿Coronas?

– Nueve. Sólo un centro, de la madre y la hermana.

– ¿Has anotado los nombres de las cintas?

– Sí, señor. Seis son de personas desconocidas, pero tres son nombres conocidos.

Los ojos empezaron a brillarle. Signo inequívoco de que estaba a punto de soltar un bombazo.

– Adelante.

– Una corona era de la familia del senador Nicotra.

– No tiene nada de extraño. Ya sabes que eran amigos. El senador lo había defendido…

– Otra, de la familia del honorable Di Cristoforo.

Si Fazio esperaba que el comisario se sorprendiera, sufrió una decepción.

– Me consta que se conocían. El que presentó a Pardo al director del banco de Fanara fue el honorable Di Cristoforo.

– Y la tercera pertenecía a la familia Sinagra. Precisamente esos Sinagra que nosotros conocemos tan bien -disparó Fazio.

Y esta vez Montalbano se quedó estupefacto.

– ¡Coño!

Si los Sinagra se habían expuesto hasta semejante extremo, significaba que Angelo era un amigo de mucha consideración. ¿Habría sido el senador Nicotra quien puso en contacto a Pardo con los Sinagra? Y así pues, ¿Di Cristoforo pertenecía a la misma camarilla? ¿Cristoforo-Nicotra-Pardo, un triángulo cuya área era la familia Sinagra?

– ¿Has ido también al cementerio?

– Sí, señor. Pero no han podido enterrarlo, lo han dejado en el depósito por unos días.

– ¿Por qué?

Dottore, los Pardo tienen un panteón familiar, pero en el momento de introducir el ataúd en la fosa, no han podido. Tenía una tapa demasiado alta y habrán de agrandar la fosa.

Montalbano se quedó pensativo.

– ¿Recuerdas cómo era Angelo Pardo?

– Sí, señor dottore. Aproximadamente un metro setenta y cinco y unos ochenta kilos.

– De lo más normal. ¿Y crees que para un muerto así se necesita un ataúd de tamaño extra?

– No, señor dottore.

– A ver si lo entiendo, Fazio. ¿De dónde ha salido el cortejo?

– De la casa de la madre de Pardo.

– Lo cual significa que desde Montelusa ya lo habían trasladado aquí a Vigàta.

– Sí, señor, lo hicieron anoche.

– Oye, ¿puedes averiguar el nombre de la funeraria?

– Angelo Sorrentino e Hijos.

Montalbano lo miró con los ojos entornados.

– ¿Y cómo es posible que ya lo sepas?

– Porque la cosa no me cuadraba para nada. Aquí dentro, policía no sólo lo es usted, dottore.

– Pues entonces llama a ese Sorrentino, dile que te facilite el nombre de los que se han encargado materialmente del traslado desde Montelusa hasta aquí y después del entierro. A esas personas me las convocas aquí para las tres y media de la tarde.

En Enzo comió ligero, pues no tendría tiempo de dar el habitual paseo digestivo-meditativo por el muelle hasta el faro. Mientras comía, volvió a pensar en la coincidencia de que en el entierro de Angelo hubiera coronas de las familias Nicotra y Di Cristoforo, ambas afectadas también por un luto reciente. Tres personas que en cierto modo mantenían relaciones de amistad habían muerto en menos de una semana. Un momento. Estaba más que demostrado que el senador Nicotra era amigo de Pardo, y había descubierto que Di Cristoforo también era amigo de Pardo, pero ¿Nicotra y Di Cristoforo eran amigos? Pensándolo bien, puede que la situación fuera otra.

Después del desbarajuste de Manos Limpias, Nicotra se había pasado al partido del especulador inmobiliario milanés y había seguido dedicándose a la política, siempre, naturalmente, con el respaldo de la familia Sinagra. Di Cristoforo, ex socialista, se había pasado a un partido de centro contrario al de Nicotra. Y en más de una ocasión lo había atacado más o menos abiertamente por sus relaciones con los Sinagra. Por tanto, la situación era que Di Cristoforo estaba a un lado y Nicotra al otro, y el único punto en común entre ambos era Angelo. No era el triángulo que antes se había imaginado. Pues entonces, ¿qué representaba Angelo Pardo para Nicotra y qué para Di Cristoforo? Teóricamente, si era amigo de éste, no habría podido serlo de aquél. Y viceversa. El amigo de mi enemigo es mi enemigo, salvo que haga algo que resulte beneficioso tanto para los amigos como para los enemigos.

– Yo me llamo Filippu Zocco.

– Y yo Nicola Paparella.

– ¿Sois vosotros los que habéis trasladado los restos de Angelo Pardo desde el depósito de Montelusa?

– Sí, señor -contestaron a coro.

Los dos sepultureros cincuentones iban vestidos con una especie de uniforme: chaqueta cruzada negra, corbata negra, sombrero negro. Parecían dos gánsteres de película americana excesivamente caracterizados.

– ¿Cómo es posible que el ataúd no haya podido entrar?

– ¿Hablo yo o hablas tú? -le preguntó Paparella a Zocco.

– Habla tú.

– La siñura Pardo llamó al jefe, el siñor Sorrentino, que fue a su casa para ponerse de acuerdo sobre el ataúd y los horarios. A las siete de ayer por la tarde fuimos al dipósitu, colocamos el muerto en el ataúd y lo llevamos a la casa de ista siñora Pardo.

– ¿Es la costumbre?

– No, siñor cumisariu. Algunas veces si hace, pero no es costumbre.

– ¿Y cuál es la costumbre?

– Nosotros recogemos el muerto en el dipósitu y lo llivamos directamente a la iglesia donde si celebra el funeral.

– Siga.

– Cuando llegamos, la siñura dijo que el ataúd li parecía bajo. Quería otro que fuera más alto.

– ¿Y era bajo?

– No, siñor comisario. Pero a veces los parientes de los muertos se fijan en chorradas. Sea como fuere, la siñora habló con el jefe por tilífono y se pusieron de acuerdo. Al cabo de media hora llegó otro ataúd qui a la siñura le pareció bien. Entonces sacamos al muerto del primero y lo pusimos en el segundo. Pero la siñura no quiso que lo tapáramos. Dijo que quería velar toda la noche, pero no dilante de la caja cerrada. Nos dijo que volviéramos a las siete de la mañana siguiente para taparlo. Y nos dio cien euros a cada uno por la molestia. Y así lo hicimos. Esta mañana hemos vuelto y lo hemos tapado. Después ha ocurrido que en el ciminterio…

– Ya sé lo ocurrido. Esta mañana, al ir a cerrar la caja, ¿habéis observado algo raro?

– Comisariu, había una cosa rara que no era rara.

– No entiendo.

– A veces los familiares ponen cosas en el ataúd, cosas que li gustaban al muerto cuando vivía.

– ¿Y en este caso concreto?

– En este caso concreto parecía que il muerto casi estuviera medio incorporado.

– ¿O sea?

– La siñura le había colocado una cosa muy grande dibajo de la cabeza y los hombros. Una cosa invuelta en una sábana. En resumen, era como si li hubiera puesto una almohada.

– Una última curiosidad. En el primer ataúd, ¿el muerto habría podido estar en esa posición?

– No -contestaron nuevamente a coro Zocco y Paparella.

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