15

Al salir de la joyería, se lo jugó a pares y nones. ¿Qué hacer? Aunque se pusiera inmediatamente en camino, era muy posible que llegara a Fanara pasada la una y media, es decir, cuando el banco ya estuviese cerrado. Por tanto, lo mejor sería regresar a Vigàta y coger el coche a la mañana siguiente para dirigirse a Fanara. Pero la impaciencia de averiguar algo sin duda importante a través del banco se lo estaba comiendo vivo, y seguramente los nervios lo obligarían a pasarse la noche en vela. De repente recordó que los bancos, con los cuales mantenía muy pocos tratos, abrían una hora por la tarde. Por consiguiente, lo mejor sería ir de inmediato a Fanara y apuntar decididamente hacia una trattoria de allí que se llamaba Da Cosma e Damiano, donde había comido un par de veces a su entera satisfacción, y después, sobre las tres de la tarde, presentarse en el banco. Al llegar al lugar donde había aparcado, acudió a su mente un pensamiento de lo más desagradable, y era que tenía una cita con el jefe superior a la que tal vez no consiguiese llegar a tiempo. ¿Qué hacer entonces? Pues olvidarse de la cita con el señor jefe superior y mandarla al carajo: si el otro no había hecho más que retrasar día a día la maldita cita, ¿a él no le estaría permitido fallar una vez? Subió al coche y se puso en marcha.


* * *

Pasar del propietario de la trattoria Enzo de Vigàta a los propietarios Cosma y Damiano de la de Fanara era exactamente igual que desplazarse de un continente a otro. Pedirle a Enzo un plato como aquel conejo a la cazadora que se estaba zampando habría sido como pedir chuletas de cerdo en un restaurante de Abu Dhabi.

Cuando se levantó de la mesa, experimentó el inmediato deseo de dar un paseo por el muelle. Pero el caso es que en Fanara no había muelle por la sencilla razón de que el mar se encontraba a ochenta kilómetros de distancia. Ya se había bebido un café en la trattoria, pero consideró oportuno tomarse otro en el bar contiguo al banco.

Luego, ya en la puerta del banco, que era de esas giratorias de cristal con alarma incorporada, debió de resultar antipático a primera vista.

«¡Sistema de alarma! ¡Deposite los objetos metálicos!», le ordenó la puerta, abriéndose a su espalda.

El guardia sentado en el interior de un cuartito de cristal blindado levantó los ojos de un crucigrama y lo miró. Él abrió una ventanilla, introdujo en su interior aproximadamente medio kilo de céntimos de euro que le estaban hundiendo el bolsillo, cerró con el llavín de plástico y entró en la puerta tubular.

«¡Sistema de alarma!», dijo la puerta, abriéndose una vez más. ¡O sea que la tenía tomada con él! ¡Aquella puerta se había propuesto tocarle los cojones! El guardia empezó a mirarlo con semblante inquieto. Montalbano sacó las llaves de su casa, las metió en el compartimento, cruzó la puerta, el semitubo se cerró a su espalda, la puerta no dijo nada, pero el otro semitubo, el de delante, no se abrió. ¡Prisionero! La puerta lo había hecho prisionero, y como no lo liberaran en cuestión de pocos segundos, estaría destinado a una muerte horrible por falta de aire. A través del cristal vio al guardia enfrascado en el crucigrama, no se había percatado de nada, y en el interior del banco no se veía ni un alma. Levantó la rodilla y soltó un poderoso puntapié contra la puerta. El guardia oyó el ruido, comprendió lo que estaba ocurriendo, pulsó el botón de un mecanismo que tenía delante, y al final el semitubo se abrió y permitió al comisario entrar en el banco. Había una primera entrada con una mesita y varias sillas a la que daban dos puertas: la de la derecha mostraba un despacho con dos escritorios vacíos y la de la izquierda presentaba el consabido tabique de madera y cristal con dos ventanillas en las que se leía «ventanilla 1» y «ventanilla 2», por si acaso alguien se equivocaba. Pero sólo una de ellas tenía un empleado sentado detrás, concretamente la número 2. No habría podido decirse en conciencia que hubiera demasiada actividad en aquel banco.

– Buenos días, quisiera hablar con el director. Soy el comisario…

– ¡Eres Montalbano! -exclamó el cincuentón sentado al otro lado de la ventanilla.

El comisario lo miró sorprendido.

– ¿No te acuerdas de mí, eh, no te acuerdas? -dijo el hombre levantándose para dirigirse a una puerta situada al final del tabique de separación.

Montalbano se exprimió el cerebro, pero no acudió a su mente ningún nombre. El empleado se detuvo delante de él, gordo, sin afeitar, con la corbata floja y torcida y los brazos medio extendidos, a punto de estrechar con fuerza al amigo recuperado. Pero ¿es que no se dan cuenta esos que pretenden ser reconocidos cuando el tiempo ya lleva cuarenta años trabajando en su rostro? ¿No se dan cuenta de que cuarenta inviernos, tal como dice el poeta, han excavado profundas trincheras en el campo de la que fue su adorable juventud?

– ¿De veras no te acuerdas, eh? Te voy a echar una manita.

¿Una manita? Pero ¿es que aquello era un concurso de la tele?

– Cu… Cu…

– ¿Cucuzza? -soltó a ciegas.

– ¡Cumella! ¡Giogiò Cumella! -exclamó, echándosele encima y estrujándolo en una presa de serpiente pitón.

– ¡Cumella! ¡Pues claro! -farfulló Montalbano.

En realidad no recordaba un carajo. Noche y niebla.

– Vamos a tomar algo al bar. ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Virgen santa, cuántos años! -Al pasar por delante de la jaula del guardia, le dijo-: Lullù, estoy en el bar de al lado con mi amigo. Si viene alguien, le dices que espere.

Pero ¿quién era este Cumella? ¿Un compañero del colegio? ¿De la universidad? ¿Un antiguo representante de Mayo del 68?

– ¿Te has casado, Salvù?

– No.

– Yo sí, tres hijos, dos varones y una chica, la pequeña es una belleza, se llama Natascia.

Natascia en Fanara, como Ashanti en Canicattì, como Samantha en Fela, como Jessica en Gallotti. ¿Sería posible que ya no hubiera ninguna chica que se llamara María, Giuseppina, Carmela, Francesca?

– ¿Qué tomas?

– Un café. -A aquella hora de la tarde un café más o menos daba igual.

– Yo también. ¿Por qué has venido al banco, comisario? Te he visto alguna vez en la tele.

– Necesito una información. Quizá el director…

– El director soy yo. ¿De qué se trata?

– Uno de vuestros clientes, Angelo Pardo, ha sido asesinado.

– Ya me he enterado.

– En su casa no he encontrado los extractos de su cuenta.

– Él no quería que se los enviáramos. Nos dio esa orden por carta certificada, ¡imagínate! Venía personalmente a recogerlos.

– Ah, ya entiendo. ¿Podría saber cuánto tiene en la cuenta y si hizo alguna inversión?

– No; a no ser que tengas una autorización judicial.

– No la tengo.

– Pues entonces no puedo decirte que, hasta el día de su muerte, tenía con nosotros una cifra que giraba en torno a ochocientos mil.

– ¿Liras? -preguntó Montalbano un tanto decepcionado.

– Euros.

Las cosas cambiaron de golpe. Más de mil quinientos millones de liras.

– ¿Inversiones?

– Ninguna. Necesitaba dinero en efectivo.

– ¿Por qué has puntualizado «hasta el día de su muerte»?

– Porque tres días antes retiró cien mil euros. Y por lo que he podido saber, si no le hubieran pegado un tiro, en cuestión de otros tres días habría venido a efectuar otro reintegro.

– ¿Qué averiguaste?

– Que los había perdido en el juego, en la timba de Zizino.

– ¿Puedes decirme desde cuándo era cliente vuestro?

– Menos de seis meses.

– ¿Se había quedado alguna vez en números rojos?

– Jamás. En todo caso, con cualquier cosa que hubiera ocurrido, nosotros en el banco no habríamos tenido problemas.

– Explícate mejor.

– Cuando abrió la cuenta, vino en compañía del honorable Di Cristoforo. Y ahora ya basta, hablemos un poco de los viejos tiempos.

Habló sólo Cumella, recordando historias y personas de las cuales el comisario ya nada recordaba, pero le bastó, para simular que lo tenía todo presente en su memoria, decir de vez en cuando «¿cómo no?» o bien «¡pues claro que me acuerdo!».

Al término de la charla, se despidieron con un abrazo y la solemne promesa de llamarse.

Durante el camino de regreso no sólo no consiguió disfrutar del descubrimiento recién hecho, sino que fue poniéndose progresivamente de mal humor. En cuanto subió al coche, empezó a darle vueltas por la cabeza una pregunta tan molesta como un mosquito: ¿por qué Giogiò Cumella se acordaba de la época de su primera etapa de bachillerato y él no? A través de algún nombre mencionado por Giogiò, de algún detalle evocado, habían vuelto a ratos a su memoria algunos retazos semejantes a fugaces relámpagos de recuerdos, pero bajo la forma de fragmentos de un rompecabezas imposible de resolver porque carecía de un esquema definido, y aquellos relámpagos le habían permitido circunscribir el período en que conoció a Cumella a la primera época del bachillerato, basándose en lo que el otro le iba diciendo. Por desgracia, la respuesta sólo podía ser una: estaba empezando a perder la memo-ría. Señal inequívoca de vejez. Pero ¿no decían que la vejez te hacía olvidar lo que habías hecho la víspera y recordar, en cambio, cosas de cuando eras pequeño? Bueno, se ve que no siempre era así. Estaba claro que había vejeces y vejeces. ¿Cómo se llamaba esa enfermedad que te hacía olvidar incluso que estabas vivo? ¿La que padecía el presidente Reagan? ¿Cómo se llamaba? ¿Lo ves? Ya empiezas a olvidarte hasta de las cosas de hoy.

Para distraerse, evocó una consideración. ¿Filosófica? Puede que sí, pero perteneciente a la parte del pensamiento débil, es más, del pensamiento extenuado. Y a esa consideración le dio incluso un título: «La civilización de hoy en día es la ceremonia del acceso.» ¿Qué quería decir? Quería decir que hoy en día, para entrar en el lugar que fuera, un aeropuerto, un banco, una joyería, una relojería, uno tiene que someterse a determinada ceremonia de control. ¿Por qué ceremonia? Porque no sirve para nada en concreto; un ladrón, un secuestrador, un terrorista, si tiene intención de entrar, entra de todos modos. La ceremonia no sirve ni siquiera para proteger a quienes se encuentran al otro lado del acceso. Pues entonces, ¿para qué sirve? Sirve precisamente para el que está entrando, para hacerle creer que, una vez dentro, ya podrá sentirse a salvo.

– ¡Dottori, ah, dottori!. ¡Li quería decir que ha tilifoniado el dottori Latte con ese al final! Ha dicho que hoy el siñor jefe superior de verdad que no podría.

– ¿Hacer qué?

– No mi lo ha dicho, dottori. Pero ha dicho que mañana a la misma hora el siñor jefe superior sí podrá.

– Muy bien. ¿Adónde has llegado con el archivo?

Voy adelantando. ¡Estoy casi al final! ¡Ah, por poco si mi olvida! Ha tilifoniado también el dottori Gommaseo, dice que si lo llama cuando venga.

Acababa de sentarse cuando entró Fazio.

– La compañía telefónica ha contestado que técnicamente no es posible remontarse a las llamadas que usted atendió cuando estaba en casa de Angelo Pardo. Me han explicado incluso el motivo, pero no he entendido nada.

– Los que llamaron eran tipos que todavía no se habían enterado de que a Angelo Pardo le habían pegado un tiro. Uno llegó incluso a cortar la comunicación. Si no hubiera tenido nada que ocultar, no lo habría hecho. Paciencia.

Dottore, también quería decirle que no tengo ningún conocido en Fanara.

– No importa, ya lo he resuelto yo.

– ¿Cómo lo ha hecho?

– He sabido con toda seguridad que Angelo tenía una cuenta abierta en la Popolare de Fanara. He ido allí, el director es un antiguo compañero mío del colegio, un querido amigo, hemos recordado los buenos tiempos de la juventud.

Una trola monumental. Pero servía para hacerle creer a Fazio que todavía conservaba una memoria de hierro.

– ¿Cuánto tenía en la cuenta?

– Mil quinientos millones de las antiguas liras. Y apostaba muy fuerte, tal como me dijiste. Un dinero que no ganaba, por supuesto, con su trabajo de informador médico-científico.

– Mañana por la mañana se celebra el entierro. He visto los anuncios.

– Ve tú.

Dottore, sólo en las películas el asesino asiste al entierro de la persona a la que ha matado.

– No te hagas el gracioso, tú ve a pesar de todo. Y fíjate en lo que hay escrito en las cintas de las coronas y los centros de flores.

En cuanto se retiró Fazio, llamó a Tommaseo.

– ¡Montalbano! Pero ¿qué hace? ¿Ha desaparecido?

Dottore, he tenido cosas que hacer, le ruego me disculpe.

– Mire, quiero ponerle al corriente de un dato que me parece muy grave.

– Dígame.

– Hace unos días usted me envió a la hermana de Angelo Pardo, Michela, ¿recuerda?

– Cómo no, dottore.

– Pues bien, la he interrogado tres veces. La última precisamente esta mañana. Una mujer inquietante, ¿verdad?

– Pues sí.

– Yo diría que con un no sé qué de turbio, ¿verdad?

– Pues sí. -Y tú, en ese no sé qué de turbio, te lo has pasado en grande, cerdito lechal disfrazado de togado y austero ministerio público.

– Tiene una mirada abismal, ¿verdad?

– Pues sí.

– Esta mañana ha estallado.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de que en determinado momento se ha levantado, le ha salido una voz muy rara y se le ha soltado el pelo. Impresionante.

O sea que Tommaseo también había presenciado una escena de tragedia griega.

– ¿Y qué ha dicho?

– Se ha puesto a despotricar contra otra mujer, Elena Sclafani, la amante de su hermano. Afirma que ella es la asesina. ¿Usted la ha interrogado?

– ¿A la Sclafani? Por supuesto que sí.

– ¿Por qué no me ha informado?

– Pues verá…

– ¿Cómo es?

– Guapísima.

– ¡La convoco enseguida!

¡Faltaría más! Como loco se echaría Tommaseo sobre Elena.

– Mire, dottore, que…

– No, mi querido Montalbano, nada de excusas; entre otras cosas debo comunicarle que Michela Pardo lo acusa a usted de proteger a la Sclafani.

– ¿Le ha dicho el móvil por el cual la Sclafani habría…?

– Sí, los celos. También me ha dicho que usted, Montalbano, está en posesión de unas cartas escritas por la Sclafani en las cuales amenaza de muerte a su amante. ¿Es cierto?

– Sí.

– Mándemelas enseguida.

– De acuerdo, pero…

– Vuelvo a repetirle: nada de excusas. Pero ¿se da cuenta de su manera de actuar? Usted me ha ocultado…

– No mee fuera del tiesto, Tommaseo.

– No entiendo.

– Me explicaré mejor, le he dicho que no mee fuera del tiesto. Yo no le oculto nada. Lo que ocurre es que, para la noche en que Pardo fue asesinado, Elena Sclafani me ha facilitado una coartada que a usted le gustará muchísimo.

– ¿Qué significa que la coartada de la Sclafani me gustará muchísimo?

– Ya lo verá. Pídale que le cuente bien los detalles. Buenas tardes.

– ¿Dottor Montalbano? Soy Laganà.

– Buenas tardes, comandante. ¿Qué me cuenta?

– Que he tenido un golpe de suerte.

– ¿En qué sentido?

– De manera totalmente casual, ayer por la tarde llegó a mis oídos que mañana se daría conocer a la prensa una amplia operación nuestra en la que están implicadas más de cuatro mil personas entre médicos, farmacéuticos e informadores, todos acusados de compadreo. Por consiguiente, hoy he llamado a un amigo mío de Roma. Pues bien, las industrias farmacéuticas de las cuales Angelo Pardo era representante no están implicadas.

– Eso significa que Pardo no puede haber sido asesinado por un compañero rival o por porcentajes no satisfechos.

– Exactamente.

– Y de las cuatro hojas en clave que le entregué, ¿qué me dice?

– Se las he pasado a Melluso.

– ¿Y ése quién es?

– Un compañero mío que entiende mucho de estas cosas. Espero poder decirle algo mañana.

– ¡Aaaaaaaaaahhhhhhhhhh!

Un fuerte grito prolongado y desgarrador aterrorizó a todos los que todavía se encontraban en la comisaría. Procedía de la entrada. Helado por el miedo, Montalbano salió corriendo y tropezó en el pasillo con Fazio, Mimì, Gallo y un par de agentes.

En el cuartito, Catarella se hallaba de pie con la espalda pegada a la pared, ya sin gritar, pero gimiendo como un animal herido, con los ojos muy abiertos, señalando con un trémulo dedo el ordenador de Angelo Pardo abierto sobre la mesita.

¡Virgen santa! ¿Qué habría visto en la pantalla para asustarse de aquella manera? ¿Al demonio? ¿A Osama bin Laden?

– ¡Fuera todos! -ordenó Montalbano entrando en el cuartito.

Contempló la pantalla. Estaba en blanco, no había nada.

Tal vez, el cerebro de Catarella, a fuerza de batallar contra los guardias de paso, se había derretido por completo. Aunque, por otra parte, no hacía falta gran cosa para derretirlo.

– ¡Ya podéis retiraros! -ordenó el comisario.

Cuando estuvo a solas con Catarella, lo abrazó, notó que estaba temblando y lo obligó a sentarse.

– ¿Me dices qué ha pasado?

Catarella hizo un gesto de desolación.

– Vamos, intenta hablar. ¿Quieres un poco de agua?

Catarella negó con la cabeza y tragó saliva dos veces.

– Se… se… ha borrado, dottori -dijo con una voz a punto de quebrarse en un llanto desolado.

– Vamos, ten valor. ¿Qué se ha borrado?

– El tercer fail, dottori. Y ha borrado también los otros dos.

Por consiguiente, se había perdido todo lo que podía haber de interesante en el ordenador.

– Pero ¿cómo es posible?

– Es posibilísimo, dottori. Se ve que había un programa de limpieza.

Pero ¿la limpieza no la hacían ellos? ¿Acaso Angelo Pardo, amén de informador médico-científico, era también uno de sus confidentes sin que él lo supiera?

– ¿Qué tiene que ver la limpieza?

Dottori, ¿cómo si dice cuando uno pasa la escoba por el suelo?

– Pues que hace limpieza.

– ¿Y qué es lo que he dicho yo? Hay un programa de limpieza programado para borrar lo que si tiene que borrar en el programa de limpieza programado para una simana, un mes, dos meses, tris meses… ¿Me explico?

– Te has explicado muy bien. Un programa de limpieza para un tiempo determinado.

– Es lo que usía ha dicho. ¡Pero no ha sido culpa o discuido mío, dottori! ¡Si lo juro!

– Lo sé, Catarè, lo sé. Tranquilo.

Le acarició una vez más la cabeza y regresó a su despacho. Angelo Pardo había adoptado todas las precauciones posibles e imaginables para que no se descubriera cómo ganaba todo el dinero que necesitaba para jugar a las cartas y hacer regalos a su amante.

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