5

– Ha habido suerte, dottore. He encontrado una de mis llaves que parece hecha a propósito. Nadie se dará cuenta de que lo hemos abierto.

El cajón estaba perfectamente ordenado.

Pasaporte cuyos datos el comisario copió para Catarella; contratos en los que se establecían los porcentajes de los productos vendidos; dos documentos notariales de los cuales Montalbano copió, siempre para uso de Catarella, los nombres y la fecha de nacimiento de Michela y su madre, que se llamaba Assunta; el pergamino de la licenciatura que se remontaba a dieciséis años atrás, doblado en cuatro, la carta del colegio médico de hacía diez años en que se comunicaba al ex doctor Angelo Pardo su expulsión sin explicar el cómo ni el porqué, un sobre con mil euros en billetes de cincuenta; dos álbumes de fotografías, recuerdos de un viaje a la India y otro a Rusia; tres cartas de la señora Assunta a su hijo en las que se quejaba de su convivencia con Michela y cosas por el estilo, todas ellas personales, pero todas, ¿cómo se diría?, absolutamente inútiles para Montalbano. Había también una antigua notificación por el hallazgo en la casa de un revólver que había pertenecido al padre. Pero del arma no quedaba ni rastro; puede que Angelo se hubiera deshecho de ella.

– Pero ¿este señor no tenía una cuenta corriente? -inquirió Fazio-. ¿Cómo es posible que no haya ningún talonario de cheques y tampoco matrices de los talonarios usados o un extracto de la clase que sea?

La pregunta no obtuvo respuesta porque Montalbano también se la estaba haciendo y no sabía qué contestar, ni a sí mismo ni a Fazio.

Algo que, por el contrario, sorprendió al comisario, y mucho, y que también desconcertó a Fazio, fue el descubrimiento de un gastado librito titulado Las más bellas canciones italianas de todos los tiempos. En el salón había un televisor, pero no se veían ni discos ni reproductores, ni siquiera una radio.

– ¿En el cuarto de la azotea había discos, auriculares, aparatos?

– Nada, dottore.

Pues entonces, ¿por qué guardar en un cajón cerrado con llave un librito de letras de canciones? Por si fuera poco, parecía que el librito se consultaba a menudo: dos páginas desprendidas se habían vuelto a pegar cuidadosamente en su sitio con cinta adhesiva transparente. Además, en los estrechos márgenes figuraban escritos unos números. Montalbano los estudió y tardó muy poco en comprender que Angelo también había anotado la métrica de los versos.

– Ya puedes cerrar. Por cierto, ¿has dicho que en el cuarto de arriba encontrasteis un manojo de llaves?

– Sí, señor dottore. Se lo llevó la Científica.

– Te lo repito: esta misma tarde quiero el billetero, el móvil y las llaves. ¿Qué estás haciendo?

Fazio, en lugar de volver a cerrar el cajón, estaba vaciándolo y colocando en orden encima del escritorio todo lo que había dentro.

– Sólo un momento, dottore. Quiero ver una cosa.

Cuando el cajón estuvo completamente vacío, Fazio lo sacó de las guías y lo colocó boca abajo. En la parte inferior del fondo había una llave cromada, tosca y dentada, sujeta con dos tiras de cinta adhesiva cruzadas en X.

– Bravo, Fazio.

Mientras el comisario examinaba la llave, Fazio lo metió todo en el cajón en el mismo orden de antes y lo cerró con su propia llave, que se guardó luego en el bolsillo.

– En mi opinión, esta llave abre una pequeña caja fuerte empotrada en la pared -dijo el comisario.

– En la mía también.

– ¿Y tú sabes lo que eso significa?

– Que hay que ponerse a trabajar -contestó Fazio, quitándose la chaqueta y remangándose.

Tras pasarse dos horas desplazando cuadros y espejos, muebles y alfombras, medicamentos y libros, la lapidaria conclusión de Montalbano fue:

– Aquí no hay una puta mierda.

Se sentaron exhaustos en el sofá del salón. Se miraron. Y a ambos les acudió el mismo pensamiento:

– El cuarto de arriba.

Subieron por la escalera de caracol. Montalbano abrió y salieron a la azotea. La puerta del cuarto no se había vuelto a colocar en sus goznes, la habían dejado simplemente apoyada en su sitio con un papel pegado en el cual se decía que estaba prohibido el paso y que todo se había incautado por orden judicial. Fazio desplazó la puerta y entraron.

Tuvieron dos suertes. La primera, que el cuarto era pequeño; por consiguiente, no hubieron de pegarse una paliza moviendo demasiados muebles. La segunda, que la mesa carecía de cajones. De esa manera, no perdieron demasiado tiempo. Pero el resultado fue el mismo que el obtenido en el apartamento y que el comisario había definido con pocas y lapidarias palabras, aunque no demasiado correctas. Sólo que sudaron a mares porque el sol golpeaba de lleno sobre el cuarto.

– ¿Y si fuera la llave de una caja de seguridad de un banco? -apuntó Fazio cuando regresaron al apartamento.

– No creo. Esas llaves llevan un número, una sigla, algo que a la gente del oficio le permite identificarlas.

– Pues entonces, ¿qué vamos a hacer?

– Irnos todos a comer -contestó Montalbano en un poético arrebato.

Después de haber comido a base de bien y dar un lento paseo meditativo-digestivo adelantando primero un pie y después el otro hasta llegar al faro y volver, el comisario regresó al despacho.

Dottori, ¿me ha traído la hoja que él necesita? -le preguntó Catarella nada más verlo.

– Sí, dásela. -Según el complejo lenguaje catarelliano, el dativo se refería a él mismo, el propio Catarella.

Se sentó, se sacó del bolsillo la llave encontrada por Fazio, la dejó encima del escritorio y se puso a mirarla fijamente como si quisiera hipnotizarla. Pero ocurrió lo contrario, que la llave lo hipnotizó a él. En efecto, poco después empezaron a cerrársele los ojos, vencido por un profundo arrebato de sueño. Se levantó para ir a lavarse la cara y fue entonces cuando se le ocurrió la sensacional idea. Llamó a Galluzzo.

– Oye, ¿tú sabes dónde vive Orazio Genco?

– ¿El ladrón? Pues claro que sí, yo mismo he ido a detenerlo un par de veces.

– Has de ir a verlo, preguntarle cómo está y transmitirle mis saludos. ¿Sabes que desde hace un año Orazio ya no se levanta de la cama? No tengo valor para ver el estado en que se encuentra.

Galluzzo no se sorprendió, sabía que el comisario y el viejo ladrón de viviendas se tenían simpatía y eran amigos a su manera.

– ¿Sólo he de transmitirle sus saludos?

– No; enséñale también esta llave. -La cogió y se la entregó-. Pregúntale de qué clase es, qué abre según él.

– Pues no sé -dudó Galluzzo-. Ésta es una llave moderna.

– ¿Y qué?

– Orazio es viejo y hace años que no ejerce.

– No te preocupes, sé que se mantiene al día.

Mientras el sueño volvía a apoderarse de él, apareció inesperadamente Fazio con una bolsita de plástico en la mano.

– ¿Has ido a hacer la compra?

– No, señor dottore, he ido a Montelusa a pedirle a la Científica lo que usted quería. Está todo aquí dentro. -Dejó la bolsa encima de la mesa-. Y también he hablado con la compañía telefónica. Me han concedido autorización. Dicen que intentarán identificar desde qué aparatos se efectuaron las llamadas.

– ¿Y las noticias acerca de Angelo Pardo y Emilio Sclafani?

Dottore, por desgracia no soy Dios. Sólo consigo hacer las cosas de una en una. Ahora empezaré a buscar información. Ah, quería decirle una cosa. Tres. -Y le mostró el pulgar, el índice y el dedo medio de la mano derecha.

Montalbano lo miró perplejo.

– ¿Ahora empiezas a soltar números? ¿Qué significa tres? ¿Quieres jugar a la morra?

– ¿Recuerda aquel chaval que murió por sobredosis, y recuerda que le dije que el ingeniero Fasulo también había muerto a causa de la droga, aunque la cosa se hizo pasar por infarto?

– Sí, lo recuerdo. ¿Y el tercero quién es?

– El senador Nicotra.

La boca de Montalbano formó una O.

– ¿Estás de guasa?

– No, señor dottore. Era bien sabido que el senador consumía droga esporádicamente. De vez en cuando se encerraba en su chalet y hacía un solitario viaje de tres días. Esta vez se ve que olvidó comprar el billete de vuelta.

– Pero ¿eso es seguro?

– Tan seguro como el Evangelio.

– ¡Hay que ver! ¡Uno que no hacía más que hablar de moral y moralidad! Tengo una curiosidad: cuando fuisteis a casa del muchacho, ¿encontrasteis las cosas de costumbre: la cinta elástica, la jeringa…?

– Sí, señor dottore.

– En el caso de Nicotra debió de ser otra cosa, a lo mejor droga mal cortada. Pero yo de eso no entiendo nada. Sea como fuere, descansen en paz.

Al salir, Fazio por poco choca con Augello.

– ¡Mimì! ¡Qué maravilla! ¡Dichosos los ojos!

– ¡Déjame en paz, Salvo, hace dos noches que no duermo!

– ¿El chiquillo se encuentra mal?

– No, pero no para de llorar. Sin motivo.

– Eso lo dices tú.

– Pero si los médicos…

– Déjate de médicos. Se ve que el chiquillo no está de acuerdo con vosotros sobre que lo hayáis puesto en este mundo. Y teniendo en cuenta cómo está el mundo, me siento incapaz de llevarle la contraria.

– Oye, por lo que más quieras, no me vengas ahora con guasas. Quería decirte que hace cinco minutos me ha llamado el jefe superior.

– ¿Y a mí qué coño me importan tus llamadas amorosas? A estas alturas, tú y Bonetti-Alderighi ya sois uña y carne, sólo que todavía no se sabe quién es la uña y quién la carne.

– ¿Ya te has desahogado? ¿Puedo hablar? ¿Sí? El jefe superior me ha dicho que mañana sobre las once vendrá a visitarnos el comisario Liguori.

A Montalbano se le nubló el entendimiento.

– ¿Ese cabrón de la lucha contra la droga?

– Ese cabrón de la lucha contra la droga.

– ¿Y qué quiere?

– No lo sé.

– Pues no quiero verlo ni en pintura.

– Precisamente por eso he venido a decírtelo. Tú mañana a partir de las once procura no estar por aquí. Yo hablaré con él.

– Te lo agradezco. Saludos de mi parte a Beba.

Llamó a Michela Pardo. Quería verla no sólo para hacerle unas preguntas, sino también para averiguar si se había deshecho de algunas cosas del apartamento de su hermano. Le dolía en el alma la estupidez que había cometido al permitirle que se quedara a dormir en casa de Angelo.

– ¿Qué tal le ha ido esta mañana con el fiscal Tommaseo?

– Me ha tenido esperando media hora en la antesala y después ha mandado decirme que la convocatoria se aplazaba a mañana a la misma hora. Comisario, ha hecho bien en llamarme, de lo contrario lo habría llamado yo a usted.

– ¿Qué ocurre?

– Quería saber cuándo podremos recuperar a Angelo. Para el entierro.

– Sinceramente, no puedo decírselo. Lo preguntaré. Oiga, ¿podría pasarse por la comisaría?

Dottor Montalbano, he pensado que era mejor decirle a mamá que Angelo había muerto. Le he contado que ha sido un accidente de tráfico. Ha experimentado una reacción muy fuerte, y he tenido que llamar a nuestro médico. Le he administrado unos sedantes y está descansando. No me atrevo a dejarla sola. ¿No podría pasarse usted por mi casa?

– De acuerdo. ¿Cuándo?

– Cuando quiera; total, no puedo moverme de aquí.

– Estaré en su casa sobre las siete de la tarde. Deme la dirección.

Al cabo de media hora apareció Galluzzo.

– ¿Cómo está Orazio?

Dottore, más allá que aquí. Espera su visita. -Se sacó la llave del bolsillo y se la entregó-. Según Orazio, es la llave de una caja blindada portátil marca Exeter de cuarenta y cinco por treinta centímetros y de veinticinco de altura. Dice que son cajas que no se abren ni con una mina anticarro. A no ser que se tenga la llave.

Él y Fazio habían registrado el apartamento y el cuarto de la azotea en busca de una caja fuerte empotrada en la pared. Pero una caja blindada de semejantes dimensiones la habrían visto con toda seguridad. Lo cual significaba que alguien se la habría llevado. Pero ¿para hacer qué, si no tenía la llave? ¿O acaso quien se la había llevado tenía un duplicado? ¿Y Michela no sabía nada? Cada vez resultaba más necesario hablar con aquella mujer. Le había prometido obtener información acerca del entierro y por eso llamó a Pasquano.

– ¿Lo molesto, doctor?

Con Pasquano convenía andarse con mucho cuidado, pues tenía un carácter endemoniado e inestable.

– Pues claro que me molesta. Es más, voy a puntualizar: me rompe los cojones. Está haciendo que manche de sangre el auricular.

– Me importa un carajo, doctor.

– ¿Qué?

– Que lo haya molestado o no.

Acertó. Pasquano soltó una sonora risotada.

– ¿Qué quiere?

– La familia de Angelo Pardo desea saber cuándo le devolveremos el cadáver para el entierro.

– Cinco.

Pero ¿qué les había dado a Fazio y al médico? ¿Se habían convertido de pronto en sibilas cumanas? ¿Por qué se ponían a soltar números?

– ¿Y eso qué significa?

– Le explico lo que significa. Significa que, antes de la de Pardo, he de practicar cinco autopsias. Por eso los familiares tendrán que seguir esperando. Dígales que su querido allegado no se lo pasa mal en el frigorífico. Ah, y ya que estamos, le digo que yo estaba equivocado.

¡Virgen santísima, la paciencia que había que tener!

– ¿A propósito de qué, doctor?

– A propósito de la suposición de que Pardo había mantenido una relación sexual poco antes de que lo mataran. Lamento decepcionar al dottor Tommaseo, que ya se había excitado.

– ¡Pues entonces es que ya lo ha examinado!

– Sólo por encima y sólo en la parte que había despertado mi curiosidad.

– Pues entonces ¿por qué…?

– ¿Por qué la tenía fuera, quiere decir?

– Exactamente.

– Vaya usted a saber, puede que hubiera ido a mear a un rincón de la azotea y no le diera tiempo de volver a metérsela. O quizá tenía intención de disfrutar de un poco de placer solitario, pero se le adelantaron pegándole un tiro. Además, no es cosa que me corresponda. Es usted, señor comisario, el que hace la investigación, ¿no?

Colgó sin despedirse.

Pensándolo bien, quizá Elena tuviera razón al no dar crédito a la posibilidad de que Angelo se hubiese reunido con otra mujer mientras la esperaba a ella. Pero la hipótesis del doctor Pasquano tampoco se sostenía.

En el lavadero transformado en cuarto no había escusado, sólo un lavabo. En caso de que a Angelo le hubiesen entrado ganas y no le hubiera apetecido bajar al apartamento, no tenía ninguna necesidad de ir a mear a un oscuro rincón de la azotea, podía usar el lavabo como taza.

Y tampoco lo convencía la hipótesis de la masturbación.

Pero en ambos casos resultaba muy extraño que no hubiera tenido tiempo de arreglarse. No; la explicación debía de ser otra.

Volvió a aparecer Mimì Augello en la puerta.

– ¿Qué quieres?

Presentaba unas marcadas ojeras, peor que cuando se iba de parranda por ahí.

– Siete -dijo Mimì.

De repente fue como si Montalbano se hubiese vuelto loco. Se levantó de un salto con la cara congestionada y gritó con tal fuerza que debieron de oírlo hasta en el puerto:

– ¡Dieciocho, veinticuatro, treinta y seis! ¡Coño! ¡E incluso setenta!

Augello se pegó un susto mientras en la comisaría se desencadenaba un estruendo descomunal de portazos y carrerillas. En un instante se presentaron Gallo, Galluzzo y Catarella.

– ¿Qué ha sido?

– ¿Qué ha pasado?

– ¿Qué fue?

– Nada, nada -contestó Montalbano, sentándose-. Regresad a vuestros puestos, he sufrido un ataque de nervios. Ya se me ha pasado.

Los tres se retiraron. Mimì seguía mirándolo, perplejo.

– ¿Qué te ha dado? ¿Qué significan los números que cantabas?

– Ah, ¿conque yo cantaba números? ¿Yo? ¿Y tú no has entrado aquí diciendo siete?

– ¿Acaso es pecado mortal?

– Dejémoslo correr. ¿Qué querías decirme?

– Pues que, como mañana llega Liguori, me he documentado. ¿Sabes cuántos muertos ha habido en la provincia a causa de la droga en los últimos diez días?

– Siete.

– Exactamente. ¿Cómo lo sabes?

– Mimì, me lo has dicho tú. No tengamos un diálogo de besugos.

– ¿Qué besugos?

– Dejémoslo correr, Mimì, de lo contrario me da otro ataque de nervios.

– ¿Y tú sabes lo que se dice del senador Nicotra?

– Que ha muerto de la misma enfermedad que los otros seis.

– Y eso explica por qué la brigada antidroga de Montelusa ha decidido empezar a moverse. ¿No tienes ninguna idea al respecto?

– No. Y tampoco quiero tenerla.

Mimì se marchó y sonó el teléfono.

– ¿Dottor Montalbano? Soy Lattes. ¿Todo bien?

– Todo bien, dottore, gracias a la Virgen.

– ¿Los cachorros?

Pero ¿de qué coño estaba hablando? ¿De los hijos? ¿Cuántos creía que tenía? Y en cualquier caso, ¿qué pintaba eso de cachorros?

– Creciendo, dottore.

– Bien, bien. Quería decirle que el señor jefe superior lo espera mañana por la tarde entre las diecisiete y las dieciocho horas.

– Allí estaré sin falta.

Ya era la hora de salir para ir a casa de Michela. Al pasar por delante del trastero de Catarella, lo vio con la cabeza pegada al ordenador de Angelo Pardo.

– ¿En qué punto estamos, Catarè?

Catarella experimentó un sobresalto y se levantó de golpe.

– ¡Dottori, ah, dottori! Con el agua al cuello estamos, dottori. ¡El guardia de los pasos no mi deja entrar! ¡Esto es impenetrabilísimo!

– ¿Crees que no vas a conseguirlo?

Dottori, si me quedo toda la noche en vela sin cerrar el ojo, ¡yo la palabra sicreta del primero siguro que la encuentro!

– Catarè, ¿por qué dices del primero?

Dottori, los fails con guardia de los pasos son tres.

– A ver si lo entiendo. Si tú tardas unas diez horas en encontrar la contraseña de un archivo, ¿eso significa que necesitas como mínimo unas treinta horas para encontrar las tres?

– Justo como dice usía, dottori.

– Felicidades. Ah, si encuentras la primera, llámame a cualquier hora de la noche, no tengas reparo.

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