13

Llegó con un poco de adelanto a su cita con el comandante Laganà.

– Lo veo muy bien -dijo el comandante, mirándolo.

Montalbano se inquietó. Últimamente le ocurría que aquella frase le sonaba mal. Si alguien te dice que te ve bien, eso significa de modo implícito que esperaba verte peor. ¿Y por qué lo esperaba? Porque has llegado a una edad en que lo peor puede pasarte de la noche a la mañana. Sólo por poner un ejemplo: hasta cierto día de tu vida, resbalas, caes, te levantas y no te has hecho nada, pero después llega un día en que resbalas, caes y ya no puedes levantarte porque te has roto el fémur. ¿Qué ha sucedido? Ha sucedido que has traspasado el confín invisible de una edad a otra.

– Yo a usted también lo veo muy bien -mintió con cierta satisfacción.

A sus ojos, Laganà había envejecido considerablemente desde la última vez que lo viera.

– Estoy a su disposición -declaró el comandante.

Montalbano le habló del homicidio de Angelo Pardo y le dijo que el periodista Nicolò Zito, en el transcurso de una conversación privada, había suscitado en él la sospecha de que el móvil del asesinato pudiera estar relacionado con el trabajo que desempeñaba Pardo. Se lo estaba tomando con calma, pero Laganà lo comprendió todo al vuelo y lo interrumpió:

– ¿Compadreo?

– Podría ser una hipótesis -dijo precavido.

Y le habló de los regalos muy superiores a sus ingresos que le hacía a su amante, de la desaparición de la caja fuerte blindada, de la cuenta corriente que debía de tener en algún banco que él no había conseguido localizar. Y al final sacó del bolsillo las cuatro hojas impresas del ordenador y el librito-clave, y los depositó en la mesa.

– No puede decirse que la transparencia fuera muy del gusto de este señor -fue el comentario del comandante tras haberlo examinado todo.

– ¿Puede ayudarme?

– Pues claro, pero no espere un resultado rápido. No obstante, para actuar necesito algunos datos elementales pero esenciales. ¿Por cuenta de qué empresas trabajaba Pardo? ¿Con qué médicos y farmacias estaba en contacto?

– Tengo en el coche una gruesa agenda suya, de la cual se puede obtener buena parte de lo que a usted le interesa.

Laganà lo miró sorprendido.

– ¿Y por qué la ha dejado en el coche?

– Primero quería asegurarme de que la cosa le interesaba. Voy por ella.

– Bien, entretanto yo hago una fotocopia de estas hojas y del cancionero.

O sea que, recapituló mientras regresaba a Vigàta, la señora, perdón, la señorita Michela Pardo no sólo le había contado de la misa la media con respecto al aborto practicado a Teresa Cacciatore, sino que, además, había omitido también el papel que ella desempeñó como coprotagonista. Para Teresa debió de ser una escena de película de terror, primero el engaño y la trampa, después, in crescendo, el novio que se convierte en carnicero y empieza a hurgar en su interior, mientras ella, tumbada en cueros sobre la camilla, ni siquiera consigue abrir la boca, y la futura cuñada enfundada en una bata blanca prepara los instrumentos…

Pero ¿qué relaciones de complicidad había entre Angelo y Michela? ¿Desde qué retorcido instinto fraterno habían surgido y se habían consolidado? ¿Hasta qué extremo habían llegado a estrechar sus vínculos? Y si les daba igual una cosa que otra, ¿de qué otras barbaridades habían sido capaces?

Aunque, bien mirado, ¿todo eso qué tenía que ver con la investigación? De las palabras de Teresa, que no cabía duda de que decía la verdad, se deducía que Angelo era un canalla, y eso Montalbano ya hacía tiempo que lo pensaba, y que la hermanita no habría vacilado en matar con tal de complacer al hermanito también lo pensaba desde hacía tiempo. Lo que le había contado Teresa era una confirmación de la clase de personas que eran los Pardo, pero no le permitía avanzar ni un milímetro en la investigación.

¡Dottori, ah, dottori! -gritó Catarella desde su trastero-. ¡Tingo que dicirli una cosa de importancia!

– ¿Has derrotado al tercer guardia de paso?

– Todavía no, siñor dottori. Es complicado. Quería dicirle que ha tilifoniado el dottori Arquaraquà.

¿Qué ocurría? ¿Lo llamaba el jefe de la Científica? Se abren las tumbas, los muertos se levantan… como decía el himno de Garibaldi.

– Arquà, Catarè, se llama Arquà.

– Si llama como si llama, dottori, total, usía lo entiende lo mismo.

– ¿Y qué quería?

– No me lo ha dicho, dottori. Mi ha dejado dicho que si usía lo llamaba cuando volviera a la vuelta.

– ¿Está Fazio?

– Mi parece que está.

– Búscalo y dile que vaya a mi despacho.

Mientras esperaba, llamó a la Científica de Montelusa.

– Arquà, ¿me buscabas? -No se caían bien; por consiguiente, de común y tácito acuerdo, cuando se veían y hablaban, prescindían de los saludos.

– Puede que sepas que el doctor Pasquano ha encontrado entre los dientes de Angelo Pardo dos hilos de tejido.

– Sí.

– Hemos analizado los dos hilos y hemos identificado el tejido. Se trata de crilicon.

– ¿Viene de Krypton?

Le había salido la broma imbécil. Arquà, que evidentemente no leía cómics e ignoraba la existencia de Superman, se quedó perplejo.

– ¿Qué has dicho?

– No, nada, déjalo. ¿Por qué te parece importante el detalle?

– Porque es un tejido especial que se utiliza principalmente para una prenda muy concreta.

– ¿Cuál?

– Bragas de mujer.

Arquà colgó, pero Montalbano se quedó petrificado con el auricular en la mano.

¿Otra película de cine negro? Colgó mientras se imaginaba la escena.

AZOTEA CON CUARTO. Exterior-interior noche.

Desde la azotea, la ce encuadra a través de la puerta abierta el interior del antiguo lavadero. Angelo está sentado en el brazo del sillón. La mujer, de espaldas pero de cara a él, deposita una bolsa encima de la mesa y, con movimientos muy lentos, se quita primero la blusa y después el sujetador. Estrechamiento del campo de la ce en el interior.

(música sensual)

Angelo contempla con deseo a la mujer, que se desabrocha la falda y la deja caer al suelo. Angelo resbala del brazo del sillón, se hunde en el asiento y casi se tumba en él.

La mujer se quita las bragas, pero las conserva en la mano.

Angelo se baja la cremallera de los vaqueros y se prepara para el acto.

(música muy sensual)

La mujer abre la bolsa y saca algo que no vemos. A continuación se sienta a horcajadas encima de Angelo, que la abraza.

Prolongado beso apasionado, las manos de Angelo acarician la espalda de la mujer. La cual en determinado momento se libra del abrazo y apunta con la pistola, que previamente había sacado de la bolsa, al rostro de Angelo.

PP de Angelo aterrorizado.

ANGELO ¿Qué quieres hacer?

LA MUJER Abre la boca.

Angelo obedece mecánicamente la orden. La mujer le introduce en la boca las bragas que tenía en la mano.

Angelo intenta gritar, pero no lo consigue.

LA MUJER Ahora te voy a hacer una pregunta. Si quieres contestar, me haces una señal con la cabeza y yo te dejo libre la boca.

La cc sigue el movimiento de la mujer, que se inclina hacia delante y le susurra algo al oído al hombre.

Él abre enormemente los ojos y niega desesperadamente con la cabeza.

(música dramática)

LA MUJER Te repito la pregunta.

Vuelve a inclinarse, acerca la boca a la oreja de Angelo, mueve los labios.

PP de Angelo, que sigue negando con la cabeza, presa de un terror irrefrenable.

LA MUJER Como quieras.

Se levanta, retrocede un paso, dispara contra el rostro de Angelo.

PP de la cabeza destrozada de Angelo, en lugar del ojo, un negro agujero sanguinolento.

(música trágica)

DETALLE de la boca entreabierta de Angelo. Dos ahusados dedos penetran en esa boca y sacan las bragas. La mujer, para ponérselas, se da la vuelta hacia la cc, sólo que el encuadre está hecho con un ángulo que no permite verle el rostro. La mujer sigue vistiéndose sin ninguna prisa, en sus gestos no se advierte la menor señal de nerviosismo.

PP de la cabeza de Angelo, espectáculo espantoso.

FUNDIDO LENTO.


De acuerdo, era una pésima escenografía de una película erótico-policiaca de serie B. Pero igual habría alcanzado el éxito en la televisión, entre las distintas chorradas que se ofrecían. ¿Cómo las llamaban? Ah, sí, TV movies. Se consoló pensando que si tuviera que irse de la policía, podría probar con ese nuevo oficio.

Cuando desde su cine particular regresó a su despacho, Fazio estaba de pie delante del escritorio.

– ¿En qué estaba pensando, dottore?

– Nada, estaba viendo una película. ¿Qué quieres?

Dottore, es usted quien me ha llamado.

– Ah, sí. Siéntate. ¿Tienes novedades para mí?

– Usted me dijo que quería saber todo lo que consiguiera averiguar acerca del profesor Sclafani y de Angelo Pardo. A propósito del profesor, quisiera añadir otra cosita a lo que ya le dije.

– ¿Qué es esa cosita?

– ¿Recuerda que el profesor envió al hospital al amante de su mujer?

– Sí.

– Pues a él también lo enviaron al hospital.

– ¿Quién lo hizo?

– Un marido celoso.

– ¡Pero si no es posible! El profesor no…

Dottore, le aseguro que es así. Le ocurrió antes de casarse por segunda vez.

– ¿Un marido lo sorprendió en la cama con su mujer? -No acertaba a comprender que Elena le hubiera contado una mentira tan gorda, una mentira que volvía a ponerlo todo en tela de juicio.

– No, señor. No se trató de un asunto de cama. El profesor vivía en un gran edificio de apartamentos, dos ventanas daban al patio. ¿Usía recuerda una película…

¿Otra película? Pero bueno, ¡aquello ya no era una investigación, sino uno más de los muchos festivales cinematográficos que se organizaban por ahí!

– … donde hay un fotógrafo con la pierna rota que se pasa el rato mirando desde su ventana lo que ocurre en el patio y descubre el homicidio de una mujer?

– Sí, La ventana indiscreta de Hitchcock.

– El profesor se había comprado unos prismáticos muy potentes, pero sólo miraba hacia la ventana que tenía enfrente, donde había una recién casada veinteañera que, ignorando que la observaban, se paseaba por la casa casi en cueros. Sólo que un día el marido se dio cuenta de la intromisión, se presentó en el piso del profesor, y le partió la cara y los prismáticos.

Y entonces Montalbano tuvo casi la certeza de que Sclafani le exigía a su mujer un detallado informe de lo que hacía cada vez que se reunía con su amante. ¿Por qué Elena no se lo había dicho? ¿Quizá porque ese detalle (¡vamos a llamarlo detalle!) colocaba al marido bajo una luz distinta de la del impotente comprensivo y dejaba aflorar a la superficie todos los turbios sentimientos que el profesor albergaba en lo más hondo de su alma?

– ¿Y de Angelo Pardo qué me dices?

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

Dottore, nadie me ha dicho nada contra él. Por lo que respecta al presente, se ganaba bien el pan como representante, disfrutaba de la vida y carecía de enemigos.

Montalbano conocía demasiado bien a Fazio para pasar por alto el «por lo que respecta al presente».

– ¿Y por lo que respecta al pasado?

Fazio le sonrió y el comisario le devolvió la sonrisa. Se habían entendido al vuelo.

– En su pasado hay dos cuestiones. Una usted ya la conoce y se refiere al asunto de la condena por el aborto.

– Pasemos a otra cosa, lo sé todo sobre el tema.

– La otra cuestión se remonta a más atrás. A la muerte del novio de su hermana Michela.

Montalbano experimentó una especie de sacudida a lo largo de la columna vertebral. Levantó las orejas.

– El novio se llamaba Roberto Anzalone. Estudiaba Ingeniería y le gustaba participar, como aficionado, en carreras de motociclismo. Por eso el accidente en que halló la muerte resultó un poco extraño.

– ¿Por qué?

– Ay, dottore, ¿le parece normal que un motorista tan experto como él, después de una recta de tres kilómetros, en lugar de seguir la carretera tomando la curva, siga todo recto hacia delante y vaya a caer a un precipicio de cien metros?

– ¿Una avería mecánica?

– La moto estaba tan destrozada después de la caída que los peritos no consiguieron entender nada.

– ¿Y la autopsia?

– Aquí viene lo bueno. Anzalone, cuando sufrió el accidente, acababa de comer en una trattoria con un amigo. La autopsia reveló que probablemente había abusado del alcohol o de algo parecido.

– ¿Qué significa algo parecido? O era alcohol o no lo era.

Dottore, el que practicó la autopsia no supo concretarlo. Escribió que había encontrado algo similar al alcohol.

– En fin. Sigue adelante.

– Sólo que, al enterarse, la familia Anzalone aseguró que Roberto era abstemio y exigió la realización de una nueva autopsia. Por si fuera poco, el camarero de la trattoria declaró que no había servido ni vino ni ninguna otra clase de bebida alcohólica en aquella mesa.

– ¿Consiguieron que le hicieran la segunda autopsia?

– Sí, señor dottore, pero pasaron tres meses antes de eso. Es más, teniendo en cuenta todas las autorizaciones que se necesitaban, la cosa fue muy rápida. El caso es que esa vez el alcohol o lo que fuera ya no se detectó. Y por eso se cerró la investigación.

– Tengo una curiosidad. ¿Sabes quién era el amigo que comió con él?

Los ojos de Fazio destellaron. Le ocurría siempre cuando sabía que sus palabras iban a provocar un golpe de escena. Ya disfrutaba por adelantado.

– Era… -empezó.

Montalbano, que sabía ser un cabrón cuando se empeñaba, decidió joderle el efecto.

– Ya basta, lo sé.

– ¿Cómo se las ha arreglado para comprenderlo? -preguntó Fazio, decepcionado y asombrado.

– Me lo han dicho tus ojos. Era su futuro cuñado, Angelo Pardo. ¿Lo interrogaron?

– Naturalmente. Confirmó la declaración del camarero en el sentido de que no habían tomado ni vino ni otras bebidas alcohólicas. De todos modos, y por si acaso, en sus tres declaraciones ante el juez fue acompañado siempre por su abogado, el cual era ni más ni menos que el senador Nicotra.

– ¡¿Nicotra?! -se sorprendió el comisario-. Un personaje demasiado importante para una declaración de muy escasa trascendencia.

Fazio no supo jamás que, al mencionar el nombre de Nicotra, se había tomado la revancha por la decepción recién sufrida. Pero si alguien le hubiera preguntado a Montalbano por qué le causaba tanta impresión el hecho de descubrir que el senador Nicotra y Angelo se conocían desde hacía mucho tiempo, no habría sabido explicarlo.

– Pero ¿dónde encontraría Angelo el dinero para que un abogado como el senador Nicotra se tomara la molestia de representarlo?

– No le costó una lira, dottore. El padre de Angelo había sido, políticamente, un gran elector del senador, a tal punto que ambos se habían hecho amigos. Las familias mantenían tratos. Tanto es así que el senador lo defendió cuando lo denunciaron por el aborto.

– ¿Hay algo más?

– Sí, señor.

– ¿Me lo dices gratis o tengo que pagarte? -preguntó Montalbano al ver que Fazio no se decidía a continuar.

– No, señor dottore; está incluido en mi sueldo.

– Pues entonces, habla.

– Es una cosa que sólo me ha dicho una persona y no he podido confirmar en ningún sitio.

– Pues dímela por lo que pueda valer.

– Parece que desde hace un año Angelo había caído en el vicio del juego y perdía con regularidad.

– ¿Mucho?

– Muchísimo.

– ¿Puedes ser más concreto?

– Decenas de millones de liras.

– ¿Tenía deudas?

– Parece que no.

– ¿Dónde jugaba?

– En una timba de Fanara.

– ¿Conoces a alguien de allí?

– ¿De Fanara? No, señor dottore.

– Lástima.

– ¿Por qué?

– Porque me apuesto las pelotas a que Angelo tenía otro banco aparte del que nosotros conocemos. Ya que, por lo visto, no tenía deudas, ¿de dónde sacaba el dinero que perdía? ¿O el que necesitaba para hacerle regalos a la amante? Ahora, después de lo que me has dicho, creo que este misterioso banco está precisamente en Fanara. A ver si se te ocurre algo.

– Lo intentaré.

Fazio se levantó. Cuando llegó a la puerta, Montalbano dijo en voz baja:

– Gracias.

Fazio se detuvo, se volvió y lo miró.

– ¿Por qué? Todo está incluido en el sueldo, dottore.

Regresó a toda prisa a Marinella. El salmón que le había enviado Ingrid lo esperaba con ansia.

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