8

En el estrecho margen de cada página del librito figuraban escritos unos números. La primera vez que los vio, el comisario había pensado que se trataba de una especie de análisis de la métrica, pero ahora se dio cuenta de que los números se referían sólo a los dos primeros versos de cada canción. Al lado de «Dulce señorita pálida / tú, vecina de enfrente del quinto piso» figuraban respectivamente los números 19 y 31, al lado de «Hoy el vagón puede parecernos / curiosas sobras de la antigüedad» los números 25 y 28, mientras que «No olvides mis palabras, niña / tú no sabes lo que es el amor» correspondían al 24 y 22. Y así sucesivamente en las restantes noventa y siete canciones contenidas en el volumen. La solución se le ocurrió con demasiada facilidad: aquellos números eran la suma de las letras que componían las palabras de los versos. Más complicado era en cambio llegar a comprender para qué servía todo aquello. Se guardó el librito en el bolsillo.

Montalbano estaba a punto de entrar en la trattoria Da Enzo cuando oyó que lo llamaban. Se detuvo y se volvió. Elena Sclafani bajó de una especie de torpedo rojo descapotable que acababa de aparcar. Vestía mono y zapatillas de deporte, y llevaba el largo cabello suelto sobre los hombros y una cinta azul sobre la frente. Los ojos azul claro sonreían, y los labios, que parecían pintados de rojo, habían perdido la expresión enfurruñada.

– Jamás he comido aquí. Vengo del gimnasio y el ejercicio me abre el apetito.

Un animal salvaje, joven y peligroso. Como todos los animales salvajes.

«Y en el fondo, como todos los jóvenes», pensó el comisario con una punta de nostalgia.

Enzo los condujo a una mesa un tanto apartada a pesar de que aún no había mucha gente.

– ¿Qué desean?

– ¿No hay menú? -preguntó Elena.

– Aquí no es costumbre -respondió Enzo, mirándola de mala manera.

– ¿Le apetecen unos entremeses de marisco? Los hacen estupendos -aseguró el comisario.

– Yo me lo como todo -declaró Elena.

La mirada que le estaba dirigiendo Enzo cambió de golpe, y no sólo se tornó benévola, sino casi cariñosa.

– Entonces déjeme hacer a mí.

– Hay un problema -dijo Montalbano, que deseaba curarse en salud.

– ¿Cuál?

– Usted me ha propuesto comer juntos y yo he estado encantado de aceptar. Pero…

– Ánimo, suelte el problema. Su mujer…

– No estoy casado.

– ¿Alguna historia seria?

– Sí. Una. -¿Por qué le contestaba?-. El problema es que, mientras como, no me gusta hablar.

Ella esbozó una sonrisa.

– El que tiene que hacer las preguntas es usted. Si no me las hace, yo no tengo nada que contestar. Además, si se empeña en saberlo, cuando hago una cosa, me gusta dedicarme sólo a esa cosa.

La conclusión fue que se zamparon los entremeses, los espaguetis con almejas y los crujientes salmonetes fritos, intercambiando sólo sonidos inarticulados como am, em, om y um, que sólo variaban de intensidad y registro. Y algunas veces hicieron om om juntos, mirándose. Al final, Elena extendió las piernas por debajo de la mesa, entornó los ojos y lanzó un profundo suspiro. Después, como una gata, sacó la punta de la lengua y se lamió los labios. Poco faltó para que se pusiera a ronronear.

El comisario había leído un relato de un autor italiano que hablaba de un país donde el hecho de hacer el amor en público no sólo no era motivo de escándalo, sino que se consideraba la cosa más natural del mundo, mientras que el hecho de comer en presencia de los demás se consideraba contrario a la moral por tratarse de algo demasiado íntimo. Le entraron ganas de reír por una pregunta que le pasó por la cabeza: ¿y si la edad lo llevara en poco tiempo a disfrutar de una mujer conformándose con comer con ella a la misma mesa y sobre el mismo mantel?

– ¿Y ahora dónde hablamos? -preguntó Montalbano.

– ¿Usted tiene algo que hacer?

– No inmediatamente.

– Le haré otra proposición. Vamos a mi casa y lo invito a un café. Emilio está en Montelusa, me parece que ya se lo he dicho. ¿Lleva coche?

– Sí.

– Pues entonces sígame, así podrá irse cuando quiera.

Seguir de cerca el torpedo rojo no fue nada fácil. En determinado momento, Montalbano decidió perderlo de vista, total, se conocía el camino. En efecto, cuando llegó, Elena lo estaba esperando delante del portal con una bolsa deportiva al hombro.

– Tiene usted un coche francamente bonito -dijo él mientras subían en el ascensor.

– Me lo regaló Angelo -repuso casi con indiferencia mientras abría la puerta, como si estuviera hablando de una cajetilla de tabaco o de algo nimio.

«¡Ésta se me come el terreno!», pensó Montalbano, furioso tanto por el hecho de que se le hubiera ocurrido un tópico como por el de que el tópico obedeciera en definitiva a la verdad.

– Debió de costarle mucho dinero.

– Supongo que sí. Tendré que venderlo cuanto antes.

Lo hizo pasar al salón.

– ¿Por qué?

– Porque resulta demasiado caro para mi bolsillo. A ratos consume casi tanto como un avión. ¿Sabe una cosa? Cuando Angelo me lo regaló, para aceptarlo le puse una condición: que cada mes me abonara los gastos de la gasolina y el garaje. El seguro ya lo había pagado.

– ¿Y él lo hizo?

– Sí.

– Tengo una curiosidad: ¿cómo se lo pagaba? ¿Con cheques?

– No; en efectivo.

Maldita sea, había perdido una buena ocasión de averiguar si Angelo tenía cuentas en otros bancos.

– Oiga, comisario, voy a preparar el café y después me cambio. Si usted entretanto quiere refrescarse un poco…

Lo acompañó a un cuartito de baño para invitados justo al lado del comedor.

Montalbano se lo tomó con calma, se quitó la chaqueta y la camisa y colocó la cabeza bajo el grifo. Cuando regresó al salón, ella todavía no estaba. Volvió cinco minutos después con el café. Se había duchado rápidamente y puesto una especie de bata que le llegaba hasta medio muslo. Y nada más. Iba descalza. Las piernas, ya largas de por sí, parecían interminables saliendo directamente de aquella bata roja. Piernas nerviosas, ágiles, de bailarina o deportista. Y lo bueno era, de eso Montalbano se dio cuenta enseguida, que en ella no había el menor deseo, la menor intención de seducir. No le parecía en modo alguno inconveniente presentarse de aquella manera ante un hombre al que apenas conocía. Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Elena le dijo:

– Estoy a gusto con usted. Me encuentro a mis anchas. Sin embargo, no debería ser así.

– Ya.

Él también se sentía a gusto. Demasiado. Y no era por el caso. Fue Elena la que una vez más insistió en el tema.

– ¿Y bien? ¿Esas preguntas?

– Aparte del coche, ¿Angelo le hizo otros regalos?

– Sí, y también bastante caros, por cierto. Joyas. Si quiere se las enseño.

– No hace falta, gracias. ¿Su marido lo sabía?

– ¿Lo de los regalos? Sí. Por otra parte, una sortija habría podido esconderla, pero un coche como ése…

– ¿Por qué?

Ella lo comprendió al vuelo. Era de una inteligencia peligrosa.

– ¿Usted jamás le ha hecho regalos a su novia?

Montalbano se molestó. Livia no tenía que entrar ni por equivocación en las sórdidas y mezquinas historias sobre las cuales él investigaba.

– Olvida un detalle.

– ¿Cuál?

Quiso ser deliberadamente ofensivo.

– Que esos regalos eran una forma de pagar sus servicios.

Había tenido en cuenta las posibles reacciones de la mujer, pero no que se echara a reír.

– A lo mejor Angelo sobrevaloraba mis servicios, tal como usted dice. Puede creerme, no soy una fuera de serie.

– Pues entonces, vuelvo a preguntarle por qué.

– Comisario, hay una explicación y es muy sencilla. Los regalos me los hizo en los últimos tres meses, empezando por el coche. Me parece que la otra vez le dije que en los últimos tiempos en Angelo se había producido… bien, se había enamorado de mí. No quería perderme.

– ¿Y usted?

– Me parece que también se lo dije. Cuanto más posesivo se mostraba, tanto más tendía yo a alejarme. Entre otras cosas, no soporto las bridas.

¿No había escrito un antiguo poeta griego una poesía de amor por una yegua de Tracia que precisamente no soportaba las bridas? Pero no era momento de pensar en poesías. Casi a regañadientes, metió una mano en el bolsillo, sacó las tres cartas y las depositó encima de la mesita.

Elena las miró, las reconoció y no dio la menor señal de turbación.

– ¿Las ha encontrado en el apartamento de Angelo?

– No.

– ¿Dónde?

– Escondidas en el portamaletas del Mercedes.

De repente, tres arrugas: una en la frente, dos a ambos lados de la boca. Por primera vez, pareció sinceramente sorprendida.

– ¿Por qué escondidas?

– Pues no sé. Podría aventurar una explicación. A lo mejor Angelo no quería que las leyera su hermana por ciertos detalles que podían colocarlo en una situación embarazosa, ¿comprende?

– Pero ¡¿qué dice, comisario?! ¡Entre ambos reinaba una confianza absoluta!

– Mire, dejemos correr los porqués y los cómos. Las he encontrado en un sobre acolchado debajo de la alfombrilla del maletero. Ésa es la situación. Pero la pregunta es otra y usted lo sabe.

– Comisario, estas cartas las escribí prácticamente al dictado.

– ¿De quién?

– De Angelo.

Pero ¿qué se había creído aquella mujer? ¿Que podía hacerle tragar la primera chorrada que le pasara por la cabeza? Se levantó, dominado por la furia.

– Mañana a las nueve la espero en la comisaría.

Elena también se levantó. Había palidecido y el sudor le brillaba en la frente.

– No, por favor, en la comisaría no.

Tenía la cabeza inclinada, los puños apretados, los brazos colgando; semejaba una niña que hubiera crecido demasiado y temiera un castigo.

– En la comisaría no vamos a comérnosla, ¿sabe?

– No, no, por lo que más quiera, no.

Una vocecita muy fina que se transformó en pequeños sollozos. Pero ¿es que aquella chica jamás terminaría de sorprenderlo? ¿Qué había de tan terrible en el hecho de presentarse en la comisaría? Tal como se hace con los niños, le colocó una mano bajo la barbilla y le alzó la cabeza. Elena tenía los ojos cerrados, pero el rostro estaba surcado por las lágrimas.

– Bueno, bueno, nada de comisaría, pero no me cuente historias absurdas.

Volvió a sentarse. Ella permaneció de pie, pero se acercó a él y se le puso delante hasta casi rozarle las rodillas con las piernas. ¿Qué esperaba? ¿Qué él le preguntara algo a cambio de no haberla obligado a ir a comisaría? De repente, aspiró el aroma de su piel y experimentó una leve sensación de embotamiento. Se asustó de sí mismo.

– Regrese a su sitio -le dijo severamente, sintiéndose convertido de pronto en un director de escuela.

Elena obedeció. Sentada, tiró con ambas manos de la bata en un vano intento de cubrirse un poco los muslos. Pero en cuanto lo soltó, el tejido subió de nuevo y fue todavía peor.

– Bueno, pues, ¿qué es esa increíble historia de que el propio Angelo, por lo visto, le dictó las cartas?

– Jamás lo seguí con el coche. Entre otras cosas, cuando empezamos a vernos, hacía más de un año que yo no tenía coche. Había sufrido un grave accidente que lo dejó inservible, una pura chatarra. Y no tenía dinero para comprarme otro, ni siquiera de segunda mano. La primera de estas tres cartas, esa donde le digo que lo he seguido hasta Fanara… puede comprobar la fecha, se remonta a hace cuatro meses, y por aquel entonces Angelo todavía no me había regalado el deportivo. Pero para que la historia resultara más verosímil, me dijo que pusiera que él había ido a determinada casa, ahora no recuerdo la dirección, y que yo me había escamado.

– ¿Le dijo quién vivía en aquella casa?

– Sí, una tía suya, una hermana de su madre me parece.

Se había tranquilizado, volvía a ser la de siempre. Pero ¿por qué la idea de la comisaría la había asustado tanto?

– Supongamos por un momento que Angelo le hubiera sugerido escribir estas cartas.

– ¡Pero si es verdad!

– Y yo la creo, provisionalmente. Está claro que él lo hizo para que otra persona las leyera. ¿Quién?

– Su hermana Michela.

– ¿Cómo puede estar tan segura?

– Porque él mismo me lo dijo. Procuraría que cayeran bajo sus ojos, pero como por casualidad. Por eso me ha extrañado que las tuviera en el maletero del Mercedes. Allí difícilmente habría podido encontrarlas Michela.

– ¿Qué pretendía obtener Angelo de Michela después de la lectura de las cartas? En resumen, ¿para qué tenían que servir? ¿Usted se lo preguntó?

– Claro.

– ¿Qué explicación le dio?

– Me dio una explicación absolutamente estúpida. Me dijo que le servirían para demostrarle a Michela que yo lo amaba con locura, al contrario de lo que ella decía. Y yo fingí darme por satisfecha con esa explicación porque, en el fondo, aquella historia me importaba un bledo.

– ¿Cree que el motivo era otro?

– Sí. Disponer de más espacio.

– ¿Puede explicarse mejor?

– Lo intentaré. Verá, comisario, Michela y Angelo estaban muy unidos. Por lo que he conseguido saber, cuando su madre se encontraba bien, Michela se quedaba a dormir a menudo en casa de su hermano, iba a todas partes con él, sabía en todo momento dónde estaba. Lo controlaba. En determinado momento, él debió de cansarse, o bien sintió la necesidad de disponer de mayor libertad de movimientos. Y yo, con mis fingidos pero apremiantes celos, era una buena coartada para que él pudiera moverse sin tener que llevar a su hermana a remolque. Las otras dos cartas me las dictó antes de dos viajes que hizo, uno a Holanda y otro a Suiza. Tal vez fueron un pretexto para evitar que su hermana lo acompañara.

¿Cuadraba el motivo por el cual ambos se habían puesto de acuerdo a propósito de las cartas? Cuadraba, aunque de una manera torcida, más retorcida que el rabo de un cerdo. Pero la hipótesis de la verdadera finalidad apuntada por Elena resultaba convincente.

– Dejemos momentáneamente a un lado las cartas. Nosotros, desde luego, hemos llevado a cabo unas investigaciones en abanico y…

– ¿Puedo? -lo interrumpió ella, señalando el sobre de la mesita.

– Claro.

– Siga, lo escucho -dijo Elena mientras sacaba una carta y empezaba a leer.

– … y de esa manera, hemos averiguado ciertas cosas acerca de su marido.

– ¿Sobre lo que le ocurrió con su primer matrimonio? -preguntó ella sin dejar de leer.

¡Un cuerno pisar el terreno, aquella chica estaba haciendo que la tierra se abriera bajo sus pies!

De repente, Elena echó la cabeza atrás y rompió a reír.

– ¿Qué le resulta tan gracioso?

– ¡El tric-troc! ¡Cualquiera sabe lo que habrá pensado usted!

– No he pensado nada -replicó, ruborizándose levemente.

– Es que yo tengo el ombligo muy sensible y entonces…

Montalbano acabó de sonrojarse. ¡El ombligo sensible que a ella le encantaba que le besaran y lamieran! Pero ¿es que estaba loca? ¿No comprendía que aquellas cartas podían enviarla a la cárcel con una condena de treinta años? ¡Tric-troc un cuerno!

– Volviendo a su marido…

– Emilio me lo ha contado todo -dijo Elena, dejando la carta-. Perdió la cabeza por aquella antigua alumna suya, Maria Coxa, y se casó con ella esperando un milagro.

– ¿Qué milagro, perdone?

– Comisario, Emilio siempre ha sido impotente.

La brutal sinceridad de la chica fue como una piedra caída del cielo, de esas que te golpean en mitad de la frente y tú no comprendes de dónde han salido. Montalbano abrió y cerró la boca sin conseguir pronunciar palabra.

– Emilio no le había dicho nada a Maria. Pero al cabo de algún tiempo, ya no pudo encontrar ninguna excusa para ocultar su desgracia. Y entonces llegaron a un pacto.

– Espere un momento, por favor. Pero ¿la señora no podía pedir la anulación, qué sé yo, el divorcio? ¡Todos le habrían dado la razón!

– Comisario, Maria era muy pobre, su familia había pasado hambre para darle estudios. Mejor el pacto.

– ¿En qué consistía?

– En que Emilio le buscaría a un hombre con quien acostarse. Y la presentó a un compañero profesor de Gimnasia, con quien previamente se había puesto de acuerdo.

Montalbano alucinaba. Por muchas cosas que hubiera visto y vivido a lo largo de tantos años de policía, las historias de sexo y cuernos jamás dejaban de sorprenderlo.

– En pocas palabras, ¿le ofreció a su mujer?

– Sí, pero con una condición. Los encuentros entre Maria y el compañero debían serle comunicados con antelación.

– ¡Virgen santísima! ¿Y eso por qué?

– Porque de esa manera, a sus ojos, la cosa ya no era una traición.

Pues sí. Desde cierto punto de vista, el razonamiento del profesor Emilio Sclafani discurría con más suavidad que la seda. Por otra parte, ¿no era de Sclafani o de por allí un tal Luigi Pirandello?

– ¿Cómo explica entonces que el compañero corriera el peligro de acabar asesinado?

– Emilio no había sido informado acerca de aquel encuentro. Era una reunión, cómo decirlo, de carácter clandestino. Y Emilio reaccionó como un marido que sorprende a la mujer en flagrante adulterio.

El juego de los papeles. ¿No era ése el título de una comedia del susodicho Pirandello?

– ¿Puedo hacerle una pregunta personal?

– Con usted no tengo demasiado pudor.

– ¿Su marido le confesó que era impotente antes del matrimonio o después?

– Antes. A mí me lo dijo antes.

– ¿Y usted aceptó a pesar de todo?

– Sí. Me dijo también que podría tener otros hombres Con discreción, naturalmente, y con la condición de que lo mantuviera siempre informado de todo.

– ¿Y usted ha cumplido el compromiso?

– Sí.

Montalbano pensó que aquello sí era una trola. Pero la cosa no le pareció demasiado importante. Si Elena se veía clandestinamente con alguien sobre el cual no informaba a su marido, allá ella.

– Mire, Elena, me veo en la obligación de ser más explícito.

– Faltaría más.

– ¿Por qué una espléndida muchacha como usted, sin duda muy cortejada y deseada, acepta casarse con un hombre que no es rico, es mucho mayor que ella y, encima, no puede…?

– Comisario, ¿se ha imaginado alguna vez azotado por las olas de un temporal porque su barca ha naufragado?

– Tengo muy poca imaginación.

– Haga un esfuerzo. Lleva mucho rato nadando, pero ya no puede más. Comprende que está a punto de ahogarse. Y de repente se encuentra con algo que flota y a lo que puede agarrarse. ¿Qué hace? Se agarra. Y no se pregunta si se trata de una tabla de madera mojada o de una balsa provista de radar.

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