12

Antes de irse a comer, pasó por la comisaría. Catarella dormía delante del ordenador con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y un hilo de saliva bajándole por la barbilla. No lo despertó, de eso ya se encargaría la siguiente llamada.

Encima de su mesa había una bolsa de tejido azul oscuro. Una tarjeta de cuero pegada en la parte anterior ponía «Salmón House». La abrió y se dio cuenta de que era una bolsa térmica. Contenía cinco recipientes redondos de plástico transparente en cuyo interior se distinguían unos grandes filetes de arenque a la vinagreta, navegando en salsitas variadas. Y un salmón ahumado, todavía entero. Y envuelto en celofán, un sobre.

Lo abrió.

Desde Suecia con amor. Ingrid.

Se ve que Ingrid había encontrado a alguien que bajaba a Italia y había aprovechado para enviarle un saludo. Experimentó una punzada de nostalgia tan grande por Ingrid que se le quitaron las ganas de abrir uno de aquellos recipientes y hacer una primera degustación. ¿Cuando se decidiría la sueca a regresar?

Ya no era el caso de ir a la trattoria, tenía que regresar corriendo a Marinella y vaciar la bolsa en el frigorífico. La levantó y vio que debajo había dos hojas. La primera era una nota de Catarella.

Dottori, como no puedo saber si personalmente en persona pasará o no pasará en persona, li dejo el sigundo fail impreso, que me he pasado la noche in vela luchando contra il guardia de paso, pero al final se la he dado al guardia por aquel sitio.

La otra hoja era toda números. Las consabidas dos columnas. Las cifras de la derecha le parecieron idénticas a las del primer archivo. Se sacó del bolsillo las hojas con que había estado trabajando por la mañana y lo comprobó.

Sí, idénticas. Sólo cambiaban los números de la segunda columna. Pero no le apetecía romperse la cabeza.

Dejó las hojas antiguas, las nuevas y el cancionero-clave encima de la mesa, tomó la bolsa y abandonó el despacho. Al pasar por delante del trastero de la entrada, oyó a Catarella hablando a gritos:

– ¡No siñor, no siñor, lo siento, pero el dottori no está! Esta mañana ha dicho que no pasaba esta mañana. Sí siñor, si lo digo seguro. Esté tranquilo, si lo diré.

– Catarè, ¿era para mí? -preguntó el comisario, plantándose delante de él.

El otro lo miró como si viera a Lázaro resucitado.

– Madre santísima, dottori, pero ¿de dónde sale?

Demasiado complicado explicarle que, al entrar, él dormía, agotado por su combate nocturno con el guardia del paso. Además, Catarella jamás de los jamases reconocería haberse quedado dormido en el desempeño de su tarea de solícito responsable de la centralita.

– ¿Quién era?

– El dottori Latte con ese al final. Dice que el siñor jefe supirior hoy, que sería el día que es, tampoco puede ricibirlo como si había estabilizado y que será para mañana, que sería el día que viene a la misma hora exacta de hoy que es el día que es.

– Catarè, ¿sabes que lo has hecho muy bien?

– ¿Por cómo le he explicado la llamada del dottor Latte con ese al final?

– No; porque has conseguido abrir el segundo archivo.

– ¡Ah, dottori, dottori! ¡Toda la noche sufrí! ¡Usía no puede comprender el esfuerzo que hice! Si trataba de un guardia de paso que parecía uno y que en cambio…

– Catarè, después me lo cuentas.

Temía perder tiempo; igual dentro de la bolsa los arenques y el salmón empezaban a estropearse.

Sin embargo, en cuanto llegó a Marinella y abrió el primer recipiente, el persuasivo aroma que le inundó las ventanas de la nariz le hizo comprender que tenía que proveerse enseguida de un plato, un tenedor y una rebanada de pan recién hecho.

Por lo menos la mitad del contenido de los recipientes no se guardaría en el frigorífico, sino que iría a parar directamente a su tripa. En el frigorífico guardó sólo el salmón, lo demás se lo llevó a la galería tras haber puesto la mesa.

Los arenques, de grueso calibre, se habían preparado todos a la vinagreta con distintos ingredientes, desde la salsita agridulce a la mostaza. Se lo pasó en grande. Su intención era zampárselo todo, pero después pensó que se tiraría la tarde y la noche ansiando beber agua como alguien que llevara días perdido en el desierto. Guardó lo que quedaba en la nevera y sustituyó el paseo por el muelle por un largo paseo por la orilla del mar.

Después se duchó, dio unas vueltas por la casa y regresó a la comisaría pasadas las cuatro y media. Catarella no estaba en su sitio. Como compensación, se cruzó en el pasillo con Mimì Augello, cuyo rostro estaba más negro que el carbón.

– ¿Qué hay, Mimì?

– Pero ¿tú dónde vives? ¿Qué haces? -le replicó muy nervioso Augello, siguiéndolo a su despacho.

– Vivo en Vigàta y hago de comisario -canturreó Montalbano sobre la melodía de Señorita pálida.

– Sí, sí, tú hazte el gracioso. Mira, Salvo, que no está el horno para bollos.

Montalbano se preocupó.

– ¿Salvuccio no está bien?

– Salvuccio está perfectamente. Soy yo el que esta mañana ha tenido que aguantar la bronca de Liguori, que parecía haberse vuelto loco.

– ¿Y eso por qué?

– ¿Ves como tenía razón al preguntarte dónde vives? ¿Sabes qué ocurrió anoche en Fanara?

– No.

– ¿No encendiste el televisor?

– No. Pero ¿qué pasó?

– Ha muerto el honorable Di Cristoforo.

¡Di Cristoforo! ¡El subsecretario de Comunicación! Astro ascendente del partido en el poder, amén, decían las malas lenguas, de muchacho muy apreciado en aquellos ambientes en que el aprecio corre parejo con la salvación de la vida.

– ¡Pero si no había cumplido siquiera los cincuenta! ¿De qué ha muerto?

– Oficialmente de infarto. A causa del estrés provocado por los múltiples compromisos políticos a los que generosamente se entregaba… etcétera, etcétera. Oficiosamente, de la misma enfermedad que Nicotra.

– ¡Coño!

– Exacto. Y ahora comprenderás que Liguori, sintiendo arder la silla bajo el culo, pretenda detener al camello antes de que se cobre otras víctimas ilustres.

– Dime una cosa, Mimì, pero ¿estos ilustres señores no se lo montaban con la cocaína?

– Pues claro.

– Yo siempre había oído decir que la cocaína no…

– Yo también lo creía. Pero Liguori, que ya es cabrón de por sí pero de los asuntos de su oficio sabe un rato, me ha explicado que la coca, cuando no se sabe cortar o cuando se corta con ciertas sustancias, se convierte en veneno. Y en efecto, tanto Nicotra como Di Cristoforo han muerto por envenenamiento.

– A ver si lo entiendo, Mimì. ¿Qué interés tiene un camello en perder clientes matándolos?

– Cierto, la cosa no ha sido deliberada. Sería una especie de incidente de ruta. Según Liguori, nuestro camello no se ha limitado a trapichear, sino que en privado y con medios no adecuados, ha cortado ulteriormente la mercancía, para duplicar la cantidad, y la ha soltado al mercado.

– Por consiguiente, podría haber otros muertos.

– Seguro.

– Y lo que a todos les pone la pimienta en el trasero es que este camello abastece a una clientela muy exclusiva integrada por políticos, empresarios, destacados profesionales y gente por el estilo.

– Tú lo has dicho.

– Pero ¿cómo ha llegado Liguori al convencimiento de que el camello se encuentra en Vigàta?

– Me ha insinuado que lo dedujo en cierto modo de algunas medias palabras de un confidente.

– Enhorabuena.

– ¿Cómo que enhorabuena? ¿No sabes decirme otra cosa?

– Mimì, lo que tengo que decirte ya te lo dije ayer. Mira bien cómo te mueves. Esta no es una operación policial.

– Ah, ¿no? Pues ¿qué es?

– Mimì, es una operación de servicios. De esos que trabajan en la oscuridad y son seguidores de Stalin.

Mimì palideció.

– ¿Aquí qué pinta Stalin?

– Mimì, parece que el Bigotes decía que cuando, por casualidad, un hombre se convertía en un problema, bastaba con eliminar al hombre para eliminar el problema.

– ¿Y qué tiene que ver?

– Ya te lo he dicho y te lo repito: lo único que se puede hacer es matar o que maten a ese camello. Reflexiona. Tú lo detienes siguiendo todas las normas, pero cuando vas a redactar el informe, te encuentras con que no puedes escribir que el tío es el responsable de la muerte de Nicotra y Di Cristoforo.

– ¿No?

– No. Mimì, tienes la cabeza más dura que un calabrés. El senador Nicotra y el honorable Di Cristoforo eran personas respetables, apreciadas, ejemplos de virtud, todo iglesia, política, familia, jamás han hecho uso de drogas de ningún tipo. En caso necesario, aparecerían diez mil testigos en su defensa. Y entonces tú sopesas los pros y los contras, llegas a la conclusión de que es mejor pasar por encima del asunto de los muertos y te limitas a decir que lo has detenido porque es un camello y basta. Pero ¿y si éste en presencia del fiscal empieza a largar? ¿Y salen los nombres de Nicotra y Di Cristoforo?

– ¡Nadie se acusa a sí mismo de dos homicidios aunque hayan sido involuntarios! ¿Qué me estás contando?

– Muy bien pues, supongamos que no se acusa a sí mismo. Pero siempre existirá el riesgo de que alguien relacione al camello con las dos muertes. Recuerda, Mimì, que Nicotra y De Cristoforo eran dos políticos con muchos enemigos. Y la política en nuestro país, y no sólo en el nuestro, es el arte de hundir en la mierda al adversario.

– ¿Y yo qué tengo que ver con la política?

– Tienes que ver aunque no lo sepas. En un asunto como éste, ¿te das cuenta de lo que tú representas?

– ¿Qué represento?

– El proveedor de mierda.

– Me parece excesivo.

– ¿Excesivo? Después del descubrimiento de que Nicotra y Di Cristoforo consumían droga y han muerto por eso, se produce un unánime repudio de su memoria que corre parejo con la alabanza no menos unánime de tu persona, que ha sido la que ha detenido al camello. Al cabo de tres meses como máximo, alguien, desde el mismo bando político de Nicotra y Di Cristoforo, empieza por revelar que Nicotra consumía ínfimas cantidades de droga con fines terapéuticos y que Di Cristoforo hacía lo mismo porque tenía encarnada la uña del dedo gordo del pie. O sea que no se trataba de vicio, sino de medicamento. Poco a poco la memoria de ambos se rehabilita, y se empieza a decir por ahí que eres tú el que ha arrojado barro sobre los dos pobres difuntos.

– ¡¿Yo?!

– Tú, sí señor, tú, porque has practicado una detención cuando menos imprudente.

Augello se quedó mudo y Montalbano remató la faena.

– ¿Has visto lo que les está ocurriendo a los jueces de Manos Limpias? Se les reprocha ser culpables de los suicidios y las muertes por infarto de algunos acusados. Se pasa por alto el hecho de que los acusados eran corruptos o corruptores y merecían la cárcel; según estas bondadosas almas, el verdadero culpable no es el culpable que, en un momento de vergüenza, se suicida, sino el juez que lo ha hecho avergonzarse. Y ahora ya basta de hablar de esta historia. Si la has entendido, la has entendido. Si no la has entendido, ya no tengo ganas de volver a explicártela. Y ahora déjame trabajar.

Sin abrir la boca, Mimì se levantó y abandonó el despacho con la cara más negra que antes. Y Montalbano se quedó estudiando cuatro hojas llenas de números de los cuales no conseguía deducir nada de nada.

A los cinco minutos apartó las hojas asqueado y llamó a la centralita. Le contestó una voz que no conocía.

– Oye, tienes que buscarme el teléfono de un empresario de Palermo, Mario Sciacca.

– ¿El de su casa o el de la empresa?

– El de su casa.

– Muy bien.

– Oye, el número sólo tienes que facilitármelo, ¿está claro? Si en los teléfonos no consta el número de la casa, ponte en contacto con los compañeros de Palermo. Después yo llamaré directamente.

– Comprendido, dottore. No quiere que se sepa que quien llama es la policía.

Experto y rápido el chaval.

– Dime el apellido.

– Sciacca, dottore.

– No; el tuyo.

– Amato, dottore. Estoy sirviendo aquí desde hace un mes.

Decidió hablar con Fazio de aquel Amato, a lo mejor era un muchacho merecedor de ingresar en la brigada. Al poco rato sonó el teléfono. Amato le había encontrado el número del domicilio particular de Mario Sciacca. Lo marcó.

– ¿Quién habla? -preguntó una voz de anciana.

– ¿Casa de los señores Sciacca?

– Sí.

– Soy Antonio Volpe, quisiera hablar con la señora Teresa.

– Mi nuera no está.

– ¿Ha salido?

– No; está en Montelusa. Su padre no se encuentra bien.

– Gracias, señora. Ya volveré a llamar.

¡Menuda suerte! A lo mejor igual se ahorraba un molesto viaje a Palermo. Buscó el número en la guía. Figuraban cuatro Cacciatore. Tendría que marcarlos todos, armándose de paciencia.

– ¿Casa de los señores Cacciatore?

– No; casa Mistretta. Oiga, esta historia ya empieza a tocarme los cojones -dijo una enfurecida voz masculina.

– ¿Qué historia, perdone?

– Eso de que sigan llamando cuando hace años que los Cacciatore cambiaron de casa.

– ¿Y podría decirme su número por casualidad?

El señor Mistretta colgó sin contestar siquiera. No cabía duda de que la cosa comenzaba bien. Montalbano marcó el segundo número.

– ¿Casa Cacciatore?

– Sí -contestó una agradable voz femenina.

– Señora, soy Antonio Volpe. He buscado en Palermo a la señora Teresa Sciacca y me han dicho que…

– Teresa Sciacca soy yo.

Montalbano se quedó casi sin habla, pillado por sorpresa por aquel exceso de buena suerte.

– ¿Oiga? -dijo Teresa Sciacca.

– ¿Cómo está su padre? Me han dicho que…

– Está bastante mejor, gracias. Tanto es así que mañana por la mañana regreso a Palermo.

– Tengo que hablar urgentemente con usted antes de que se vaya.

– Señor Volpe, yo…

– No me llamo Volpe, soy el comisario Montalbano.

Teresa Sciacca emitió una especie de hipido a medio camino entre el temor y el asombro.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Le ha ocurrido algo a Mario?

– Tranquilícese, señora, su marido está perfectamente bien. Tengo que hablar con usted sobre una historia que le concierne.

– ¡¿A mí?!

Teresa Cacciatore pareció sorprenderse en serio.

– Señora, ¿se ha enterado de que Angelo Pardo ha sido asesinado?

Una larga pausa. Después un «sí» que fue un soplo, un suspiro.

– Puede creerme, habría preferido no tener que hurgar en recuerdos desagradables, pero…

– Lo comprendo.

– Le garantizo que se trata de un encuentro que tendrá carácter reservado, y, además, le doy mi palabra de honor de que jamás utilizaré su nombre en esta investigación por ningún motivo.

– No veo en qué puedo serle útil. Hace años y años que… En cualquier caso, no puedo recibirlo aquí.

– Pero ¿usted puede salir?

– Sí. Durante una horita podría ausentarme.

– Pues entonces dígame dónde quiere que nos veamos.

Teresa mencionó un café situado en una calle de la parte alta de Montelusa. A las cinco y media. El comisario consultó el reloj, tenía el tiempo justo para subir al coche y salir. El camino, para llegar a tiempo, debería recorrerlo al insensato promedio de sesenta-setenta kilómetros por hora.

Teresa Cacciatore, Sciacca de casada, tenía treinta y ocho años y toda la pinta de ser una buena madre de familia, una pinta que enseguida se comprendía que no era pura apariencia, sino auténtica realidad. La cita la turbaba profundamente y Montalbano acudió de inmediato en su ayuda.

– Señora, dentro de diez minutos como máximo podrá regresar a su casa.

– Se lo agradezco, pero no veo qué relación puede haber entre lo que ocurrió hace veinte años y la muerte de Angelo.

– En efecto, no la hay. Pero me es indispensable conocer ciertos comportamientos, ¿comprende?

– No, pero pregúnteme.

– ¿Cómo reaccionó Angelo cuando usted le contó que esperaba un hijo?

– Se alegró. Y hablamos enseguida de casarnos. Tanto que yo, al día siguiente, empecé a buscar casa.

– ¿Su familia lo sabía?

– Mi familia no sabía nada, ni siquiera conocía a Angelo. Después, una noche él me dijo que lo había pensado mejor, que casarnos era un disparate que le estropearía la carrera. Era un médico muy prometedor, eso es cierto. Y empezó a hablar de aborto.

– ¿Y usted?

– Yo reaccioné muy mal. Tuvimos una pelea espantosa. Cuando nos calmamos, le dije que iba a contarlo todo en casa. Él se asustó mucho, papá es un hombre con quien no se pueden gastar bromas, y me suplicó que no lo contase. Le di tres días de tiempo.

– ¿Para qué?

– Para que lo pensara. Me llamó la tarde del segundo día, un miércoles, lo recuerdo muy bien, y me pidió que me reuniera con él. Cuando nos vimos, me dijo que había encontrado una solución y que era necesario que yo lo ayudara. La solución era ésta: al domingo siguiente él y yo nos presentaríamos ante mis padres y se lo contaríamos todo. Después Angelo les explicaría los motivos por los cuales no podía casarse conmigo enseguida. Necesitaba estar por lo menos dos años libre de cualquier atadura: una lumbrera de la medicina lo quería como ayudante, pero tendría que pasarse dieciocho meses en el extranjero. En resumen, tras dar a luz, yo debería quedarme a vivir en casa de mis padres hasta que se arreglara la situación. Me dijo también que estaba dispuesto a reconocer su paternidad para tranquilizar a mis padres. O sea que en cuestión de dos años nos casaríamos.

– ¿Y usted cómo se lo tomó?

– Me pareció una buena solución. Y se lo dije. No tenía ningún motivo para dudar de su sinceridad. Entonces él me propuso celebrarlo también con su hermana Michela.

– ¿Ya se conocían ustedes?

– Sí, nos habíamos visto alguna vez, aunque ella no daba muestras de tenerme demasiada simpatía. La cita sería a las nueve de la noche en la consulta de un compañero de Angelo, una vez finalizadas las visitas.

– ¿Por qué no en la suya?

– Porque no la tenía. Trabajaba en un cuartito que le había cedido ese compañero. Cuando llegué, el compañero ya se había ido y Michela aún no había llegado. Angelo me ofreció un zumo de naranja amargo. Me lo bebí y todo empezó a parecerme borroso, confuso, no podía moverme ni reaccionar… Recuerdo que Angelo llevaba puesta la bata y… -Siguió haciendo un esfuerzo por contarlo hasta que Montalbano la interrumpió.

– He comprendido. No siga.

Se encendió un cigarrillo. Teresa se enjugó los ojos con un pañuelo.

– ¿Qué recuerda después?

Tengo recuerdos muy vagos. Michela con bata blanca como si fuese una enfermera y Angelo que decía algo… Después recuerdo que estaba en el coche con Angelo… Me encuentro en casa de Anna, una prima mía que lo sabía todo de mí… Dormí en su casa… Anna había llamado a mis padres diciéndoles que yo pasaría la noche con ella… Al día siguiente sufrí una terrible hemorragia, me llevaron al hospital y tuve que contárselo todo a papá. Y papá presentó una denuncia contra Angelo.

– ¿O sea que usted jamás vio al compañero de Angelo?

– Jamás.

– Gracias, señora. Eso es todo -dijo Montalbano levantándose.

Ella dio la impresión de estar sorprendida y aliviada. Le tendió la mano para despedirse. Pero el comisario, en lugar de estrechársela, se la besó.

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