A la mañana siguiente, apenas tuve tiempo de tomar media taza de café antes de que sonara el teléfono. Me había despertado tarde después de un sueño inquieto. Soñé que la calavera estaba debajo de mi cama y que Jack Burns estaba sentado en la silla de al lado interrogándome mientras yo llevaba aún el camisón puesto. Estaba convencida de que, de alguna manera, sería capaz de leerme la mente y miraría debajo de la cama; y si lo hacía, estaba condenada. Me desperté justo cuando estaba levantando la colcha.
Tras servirme el café, hacerme una tostada y recoger mi ejemplar del Sentinel de Lawrenceton de la entrada, me acomodé en mi cocina para mi lectura matutina. Pasé a vuelapluma por la noticia de portada y buscaba las viñetas cuando fui interrumpida.
Descolgué, convencida de que la llamada traía malas noticias, así que me alegré de que se tratase de la madre de Amina. Pero resultó que mi premisa inicial era correcta.
– ¡Buenos días, Aurora! Soy Joe Nell Day.
– Hola, señora Joe Nell. ¿Qué tal está? -Amina llamaba a mi madre valientemente «señora Aida».
– Muy bien, gracias, cariño. Escucha, Amina me llamó anoche para decirme que han adelantado el día de la boda.
Sentí un escalofrío de pura consternación. «Allá vamos otra vez», pensé con tristeza. Pero era la madre de Amina. Forcé una sonrisa en mi boca para que la voz me saliese a juego.
– Bueno, señora Joe Nell, los dos son mayores para saber lo que hacen -dije cordialmente.
– Eso espero -respondió ella de corazón-. Detestaría que Amina atravesase otro divorcio.
– No, eso no pasará -contesté, ofreciendo una seguridad que no sentía-. Esta será la buena.
– Rezaremos por ello -indicó la señora Joe Nell seriamente-. El padre de Amina está hecho una furia. Ni siquiera hemos conocido a ese joven todavía.
– Le cayó bien su primer marido -dije. Seguro que Amina se casaría con alguien agradable. Siempre era así, ese era el problema. ¿Cómo se llamaba? Hugh Price-. Me ha contado muchas cosas positivas sobre Hugh. -Era contrastadamente atractivo, rico y bueno en la cama. Solo esperaba que no fuese contrastadamente bobo. Deseaba que Amina lo amase de verdad. No me importaba tanto que fuese al revés; asumía que era tarea fácil, ya que yo la quería mucho.
– Bueno, ambos son veteranos de las guerras de divorcios, así que deberían saber lo que quieren y lo que no. En fin, te llamaba, Aurora, porque al adelantarse el día de la boda tendrás que pasarte para medirte el vestido de dama de honor.
– ¿Soy la única? -Deseaba desesperadamente poder ponerme algo que me sentase bien personalmente antes que una prenda que debiera sentar bien por igual a cinco o seis mujeres diferentes de diversas complexiones y medidas.
– Sí -dijo la señora Joe Nell con evidente alivio-. Amina quiere que te pases y escojas lo que quieras, siempre que luzca bien con su vestido, que es verde menta.
No blanco. Estaba un poco sorprendida. Como Amina había decidido mandar invitaciones y celebrar una boda más grande, ya que la primera había sido para cuatro gatos, pensé que iría con el tópico al completo. Me alivió comprobar que había moderado su impulso.
– Claro, puedo pasarme esta mañana -respondí obsequiosamente-. Hoy no tengo que ir a trabajar.
– ¡Oh, genial! Nos veremos entonces.
En momentos así, tener una madre propietaria de una tienda de ropa era de lo más conveniente. Seguro que había algo en Great Day que me viniera bien. Si no, la señora Joe Nell encontraría algo. Cuando subí a la planta de arriba para vestirme, me volví hacia el dormitorio trasero, el de los invitados, en un impulso. El único invitado que había dormido allí era mi hermanastro Phillip, cuando solía venir a pasar algún fin de semana ocasional conmigo. Ahora estaba en California; nuestro padre y su madre quisieron alejarlo lo más posible de Lawrenceton para ayudarle a olvidar lo que le había pasado aquí. Mientras estuvo conmigo.
Me sacudí unos sentimientos de culpabilidad y dolor demasiado familiares y abrí la puerta del armario. Allí guardaba las cosas que menos me ponía, como chaquetas pesadas de invierno, mis escasos vestidos de cóctel y de noche… y mis vestidos de dama de honor. Tenía cuatro: un desgreñado horror de color lavanda, de la boda de Sally Saxby; otro de gasa con motivos florales de la boda de Linda Erhardt; otro de terciopelo rojo con un ribete de «piel» blanca, de las «nupcias» navideñas de mi compañera de habitación en la universidad; y otro rosa, por la boda primaveral de Franny Vargas. El lavanda me hizo parecer como si me hubiese disfrazado de muñeca Barbie; el de gasa floral no estaba tan mal, pero para una rubia; el de terciopelo rojo me hizo parecer como Dolly Parton, pero lo cierto era que todas parecíamos ayudantes de Santa Claus. El rosa lo había recortado a la altura de las rodillas y me lo había puesto para algunas fiestas a lo largo de los años.
En la primera boda de Amina había llevado vaqueros; era una boda de fugados.
Esa había sido la prenda de dama de honor más práctica de todas.
Ahora que había conseguido ponerme de un humor excelente, repasando mi historial con Phillip y mi experiencia como dama de honor, decidí que ya era hora de ponerme en marcha para hacer cosas.
¿Qué más debía hacer, aparte de ir a Great Day?
Tenía que pasar a ver cómo estaban Madeleine y sus gatitos. Tenía que pasar por las oficinas de mi madre; me lo había pedido en el mensaje que me dejó en el contestador, y aún no lo había hecho. Sentí una urgencia por comprobar el estado de la calavera, pero decidí que estaba segura de que no había ido a ninguna parte.
– Estúpida -murmuré mirándome al espejo mientras me recogía el pelo. Me puse un poco de maquillaje y me enfundé los vaqueros más viejos y una camiseta sin mangas. Quizá tuviese que ir a las oficinas de mi madre, pero no tenía la intención de parecerme a una ejecutiva júnior. Todos sus vendedores estaban convencidos de que algún día acabaría trabajando para mi madre, dando al traste con su estable cadena alimenticia. Lo cierto era que enseñar casas parecía una forma atractiva de pasar el tiempo, y ahora que tenía mi propio dinero -casi-, puede que me lo pensase seriamente.
Pero, por supuesto, no estaba obligada a trabajar para mi madre. Lancé una sonrisa traviesa al espejo, imaginando el furor durante un feliz segundo, antes de volver a la realidad. Mientras me ataba una goma al final de la melena para asegurarla, admití que nada me impediría trabajar para mi madre si me lanzaba a la piscina y cambiaba de profesión. Pero echaría de menos la biblioteca, me dije a mí misma mientras comprobaba el bolso para asegurarme de que lo llevaba todo. No, no lo haría, me di cuenta de repente. Echaría de menos los libros, no el trabajo o a las personas.
La perspectiva de dimitir me mantuvo entretenida hasta que llegué a Great Day.
El padre de Amina era contable y, por supuesto, llevaba la contabilidad del negocio de su mujer. Estaba allí cuando llegué y la campanilla de la puerta anunció mi entrada. La señora Joe Nell estaba usando una especie de vaporizador de mano para eliminar las arrugas de un vestido recién llegado. Era muy atractiva, ya bien afincada en sus cuarenta. Tuvo a Amina cuando aún era muy joven, y no tuvo más hijas. El hermano menor de Amina aún iba al instituto. La señora Joe Nell era muy religiosa. Cuando mis padres se divorciaron mientras yo era adolescente, uno de mis mayores temores era que la señora Joe Nell lo desaprobara hasta el punto de no dejarme ver más a Amina. Pero la señora Joe Nell era una mujer llena de amor y comprensión, así que mis preocupaciones se disiparon rápidamente.
Depositó el vaporizador y me dio un abrazo.
– Solo espero que Amina esté haciendo lo correcto -me susurró.
– Estoy segura de que sí -dije con una confianza que estaba lejos de sentir-. Seguro que es un buen hombre.
– Oh, no es él quien me preocupa -indicó la señora Joe Nell, para mi sorpresa-, sino Amina.
– Esperemos que esta vez esté lista para sentar la cabeza -añadió el señor Day. Cantaba como bajo en el coro de la iglesia desde hacía ya veinte años y seguiría haciéndolo hasta que se quedase sin voz.
– Yo también -admití, y los tres nos quedamos mirándonos con tristeza durante un instante-. Bueno, ¿y qué clase de vestido quiere Amina que me ponga? -pregunté bruscamente.
La señora Joe Nell se sacudió visiblemente y me condujo hasta los vestidos formales.
– Veamos -dijo-. Su vestido, como te conté, es verde menta, con algunos adornos blancos. Lo tengo ahí; se probó varias cosas cuando estuvo en casa por la boda de tu madre. Creía que no eran más que sueños con los ojos abiertos, pero apuesto a que ya le rondaba la mente adelantar la fecha.
El vestido era precioso. Con él, Amina parecería todo un sueño americano.
– Entonces no será complicado conjuntar el mío -señalé con tono optimista.
– Bueno, he mirado lo que tenemos de tu talla y he encontrado algunas cosas que lucirían muy bien con este tono de verde. Aunque escogieras un tono sólido de otro color, el ramo tendría lazos verdes que irían a juego…
Y nos arrancamos en una intensa conversación nupcial.
Menos mal que me había recogido el pelo esa mañana, porque, de lo contrario, para cuando hubiera terminado de ponerme y quitarme vestidos, habría tenido el aspecto de un nido de cuervos. Aun así, los cabellos sueltos cargados de estática flotaban alrededor de mi cara cuando terminamos la sesión. Uno de los vestidos era para mí y encajaría a la perfección con el de la novia y, aunque dudaba de que fuese a tener la ocasión de volver a ponérmelo, lo compré. La señora Day intentó convencerme de regalármelo, pero yo conocía cuáles eran mis deberes como dama de honor. Al final dejó que pagase el precio de coste y las dos quedamos satisfechas. El vestido de Amina tenía unas largas mangas de gasa culminadas en puños sólidos, un cuello sencillo, un corpiño adornado con cuentas y falda larga, lo suficientemente sencilla para llevar el ramo de la novia, pero también lo bastante elegante como para resultar festiva. El mío tenía mangas cortas, pero el mismo cuello, y era de color melocotón con un cinto verde menta. Podría teñir unos zapatos de tacón para que fueran a juego; de hecho, pensé que los que ya había teñido para la boda de Linda Erhardt podrían servir. Prometí a la señora Joe Nell que se los llevaría a la tienda para echarles un vistazo, ya que el vestido debía quedarse en la tienda para subirle un poco el bajo.
Y solo me había llevado una hora y media, descubrí al volver a mi coche. Recordé la ocasión que salí a la caza del vestido con Sally Saxby, su madre y otras cuatro damas de honor. La expedición se llevó toda una larga jornada. Me llevó mi tiempo volver a llevarme tan bien con Sally como antes de salir en busca de un vestido en Atlanta.
Por supuesto, ahora Sally era la señora Hunter, desde hacía diez años ya, y tenía un hijo casi tan alto como yo, y una hija que daba clases de piano.
No, no pensaba deprimirme. Había dado con el vestido, eso era una buena noticia. Iba a pasarme por la oficina, eso también era bueno. Luego, iría a ver a los gatos a la nueva casa, como intentaba pensar en ella. Finalmente, me obsequiaría con un buen almuerzo en algún sitio agradable.
Cuando giré hacia el aparcamiento trasero de la oficina de mi madre, me di cuenta de que nadie se atrevía a aparcar en su hueco, y eso que estaba fuera del país. Aparqué allí limpiamente, anotando mentalmente contar la pequeña anécdota a mi madre. Ella, pensando que «Casas Teagarden» era un nombre demasiado largo para figurar en un letrero de casa vendida, había bautizado a su negocio como Select Realty [6]. Por supuesto, era un evidente intento de atraer a las capas más altas del mercado, y al parecer había funcionado. Mi madre era una vendedora agresiva que nunca dejaba que el negocio viniese a ella si ella no podía dar con él primero. Y quería que cada uno de sus vendedores fuese tan agresivo como ella, y poco le importaba el aspecto del aspirante, siempre que la actitud fuese la adecuada. Un rival falto de juicio había comparado Select Realty con una escuela de tiburones, según tenía entendido. Caminando por la acera junto a la antigua casa que mi madre había comprado y reformado maravillosamente, me sorprendí con la duda de si ella me consideraría una candidata adecuada.
Todos los que trabajaban allí vestían muy elegantes, así que iba a llamar mucho la atención. Decidí que mi elección de vaqueros y camiseta sin mangas había sido un error. Había querido parecerme tan poco a una vendedora de casas que había acabado pareciéndome a una hippie pasada de moda.
Patty Cloud, en el mostrador de recepción, vestía un traje que costaba el salario de una semana de una bibliotecaria. Y eso que era la recepcionista.
– ¡Me alegro de verte, Aurora! -dijo con una sonrisa fruto de mucha práctica. Era al menos cuatro años más joven que yo, pero el traje y sus modales artificiales le hacían parecer mucho mayor.
Eileen Norris atravesó la zona de recepción para dejar un montón de papeles con un post-it en la mesa de Patty. Se paró en seco al verme.
– Dios mío, niña, ¡parece que te hubieras peleado con un gato! -bramó Eileen. Tenía una melena sospechosamente negra y unos cuarenta y cinco años, con ropas caras de las mejores tiendas de prendas femeninas. Iba profusamente maquillada, pero con buena mano; su perfume era intenso, pero atractivo, y era una de las mujeres más agobiantes que había conocido jamás. Era una especie de personalidad en Lawrenceton, capaz de convencerte de comprar una casa antes de lo que tardas en tomarte una aspirina.
No es que su saludo me sentase muy bien, pero había cometido un error de apreciación, y Eileen no era de las que dejan pasar esas cosas.
– Solo pasaba para dejar un mensaje. Mi madre prolongará su luna de miel unos días.
– No sabes cuánto me alegro -sonrió Eileen-. Hacía siglos que esa mujer no se cogía unas vacaciones. Seguro que se lo está pasando en grande.
– No lo dudes.
– ¿Y te ha mandado para que vigiles a los niños mientras mamá está fuera?
Tampoco cabía duda de que Eileen no estaba nada contenta con que la hija de la jefa fuese a vigilarles.
– Solo quería comprobar que el edificio sigue en pie -dije con ligereza-. Pero lo cierto es que tengo una pregunta sobre propiedades que hacer.
Mackie Knight, un joven agente inmobiliario que mi madre acababa de contratar, entró con un par de clientes, dos recién casados que reconocí, ya que su foto salió en el periódico el mismo día que la de mi madre y John. La pareja parecía un poco abrumada, y discutían sobre si preferían la casa de Macree o la de Littleton. Precediéndolos a distancia segura, Mackie puso los ojos en blanco según pasaba por delante de nosotras.
– Lo está haciendo bien -apuntó Eileen con un deje ausente-. A las parejas más jóvenes no les importa que su agente sea negro, y a los clientes negros les encanta. ¿Qué dijiste que querías preguntar?
– Ah. ¿A cuánto se cotizan las casas que hay justo al lado del instituto?
Patty y Eileen me prestaron toda su atención. Los negocios son los negocios.
– ¿Cuántos dormitorios?
– Eh, dos.
– ¿Metros cuadrados?
– Unos cuatrocientos en total.
– Acabamos de vender una casa en Honor, en la misma zona -informó Eileen cumplidamente-. Dame un momento y te lo miro.
Volvió a su mesa, dando golpes sordos a la moqueta a medida que avanzaba. La seguí a través de los despejados y atractivos pasillos grises y azules hasta su despacho, el segundo en tamaño después del de mi madre. Probablemente hubiera sido el segundo dormitorio más grande. Mi madre se quedó con el que había sido el principal, y en la cocina había dejado la fotocopiadora y una pequeña zona de descanso. Las demás estancias eran mucho más pequeñas y estaban ocupadas por el personal de menor importancia. El escritorio de Eileen estaba agresivamente lleno, papeles por todas partes, pero en montones separados, y no cabía duda de que esa mujer era más que capaz de jugar varios partidos a la vez.
– Honor, Honor -murmuró. Debía de estar buscando el precio de la pequeña casa que Arthur y Lynn acababan de comprar. Sus dedos anillados surcaron los listados apilados con la velocidad que otorga la experiencia-. Aquí está -dijo en voz baja-. Cincuenta y tres -continuó alzando un poco la voz-. ¿Estás interesada en comprar o vender? -A Eileen ya no le importaban mis vaqueros ni mi desastre de pelo.
– Puede que vender. He heredado la casa que hay justo enfrente de la que estás mirando ahora -informé, indicando la lista con un gesto de la cabeza.
– ¿En serio? -preguntó Eileen, mirándome fijamente-. ¿Tú? ¿Una herencia?
– Sí.
– ¿Y preferirías vender la casa antes que vivir en ella?
– Sí.
– ¿La casa se terminó de pagar por el anterior propietario? Quiero decir: ¿no hay deudas pendientes por parte de la propiedad?
– No, está pagada. -Creí recordar que Bubba Sewell me había dicho eso. Sí, así era. Jane había estado pagando la casa hasta la muerte de su madre, momento en el que contó con el metálico suficiente para liquidar la deuda de un solo golpe.
– Tienes una casa completamente gratis ¿y no la quieres? Creía que una con dos dormitorios estaría hecha justo para ti. No es que no quiera gestionarte la venta, ojo -dijo Eileen, recuperando el sentido común.
Una delicada mujer a punto de cumplir la cuarentena asomó la cabeza.
– Eileen, me voy a enseñar la casa de Youngman, si tienes la llave a mano -señaló con una sonrisa pícara.
– ¡Idella! ¡No me puedo creer que lo haya vuelto a hacer! -exclamó Eileen, golpeándose la frente con la mano, pero sin demasiada fuerza para no arruinarse el maquillaje.
– Lo siento, no sabía que tuvieras compañía -continuó la mujer.
– Idella, te presento a Aurora Teagarden, la hija de Aida -informó Eileen mientras rebuscaba en su bolso-. Aurora, creo que todavía no conoces a Idella Yates. Se unió a nosotros a principios de año.
Mientras Idella y yo intercambiábamos los saludos de rigor, Eileen siguió buscando. Finalmente extrajo una llave con una larga etiqueta adherida.
– Lo siento, Idella -se disculpó Eileen-. No sé por qué nunca me acuerdo de dejar las llaves en su sitio. Es algo que nunca soy capaz de recordar. Se supone que debemos devolverlas al portallaves principal, del que se encarga Patty, cada vez que volvemos de enseñar una casa -me explicó Eileen-. Pero, por alguna razón, soy incapaz de retenerlo.
– No te preocupes -dijo Idella con dulzura, se despidió de mí con un gesto de cabeza y se fue a enseñar la casa. Aunque miró el reloj con mordacidad antes de marcharse, dejando que Eileen supiera que si llegaba tarde a su cita sería por su culpa.
Eileen se sentó, observando la marcha de Idella con una expresión curiosamente incómoda. Su rostro solo estaba acostumbrado a las emociones positivas, de las que daba cuenta sin tapujos. La incomodidad resultaba muy extraña en sus duras facciones.
– Esa mujer tiene algo raro -me confesó Eileen repentina y desdeñosamente, y su rostro recuperó unas coordenadas que me eran más familiares-. Bueno, volviendo a la casa, ¿sabes cuánto tiempo tiene el tejado, si hay suministro de agua o la edad del propio edificio? Aunque creo que todas las casas de esa zona fueron construidas en 1955 o algo así. Alguna puede que a principios de los sesenta.
– Si al final me decido, te traeré toda esa información -prometí, preguntándome cómo demonios iba a averiguar lo del tejado. Tendría que repasar cada uno de los recibos de Jane, a menos, quizá, que alguno de sus vecinos recordase cuándo fue la última vez que se trabajó allí. Normalmente, los restauradores de tejados se hacían notar. Un vago pensamiento cruzó por mi mente. ¿Y si una de las casas era más antigua de lo que aparentaba, o hubiera sido construida en la parcela de otra más antigua? Quizá hubiera un sótano o un túnel, bajo una de las casas, donde habría estado el cadáver hasta ser abandonado entre los matojos del final de la calle.
Debía admitir que era una idea bastante peregrina, y cuando le pregunté a Eileen al respecto, le dio la importancia que merecía.
– Oh, no -dijo secamente, meneando la cabeza antes siquiera de que hubiera terminado la frase-. Qué idea más rara, Roe. Esa zona es demasiado baja como para tener sótanos, y allí no había nada antes de que se construyera el instituto. Era un bosque maderero.
Eileen insistió en acompañarme hasta la puerta de su despacho. Decidí que se debía a que me había convertido en una cliente potencial, más que por ser quien era. Hoy no era ella misma.
– Bueno, ¿y cuándo vuelve tu madre? -preguntó.
– Oh, no tardará, algún día de esta semana. No fue muy concreta. Es solo que no quería llamar a la oficina; quizá temía que si daba con alguno de vosotros terminaría hablando de trabajo. Me ha usado como su mensajera. -Todos los despachos por los que pasé estaban ocupados o con muestras de actividad en curso. Los teléfonos sonaban, la fotocopiadora no dejaba de funcionar y los maletines se llenaban de documentos.
Por primera vez en mi vida me pregunté cuánto dinero tenía mi madre. Ahora que ya no lo necesitaba, la curiosidad me inundaba. El dinero era algo de lo que nunca hablábamos. Tenía el suficiente para ella, y le servía para sus cosas: ropa cara, un coche muy lujoso (decía que impresionaba a los clientes) y alhajas de calidad. No practicaba ningún deporte; para hacer ejercicio se había instalado una cinta andadora en uno de los dormitorios de su casa. Pero vendía muchas propiedades, así que imaginé que recibía un porcentaje de los tratos de sus subordinados. Me costaba bastante entenderlo, porque nunca lo había considerado mi negocio. En un momento que no me enorgulleció en absoluto, me pregunté si habría redactado otro testamento, ahora que se había casado con John. Fruncí el entrecejo frente al espejo retrovisor al detenerme en un semáforo.
Claro que John ya tenía una fortuna propia, y dos hijos…
Sacudí la cabeza con impaciencia, intentando quitarme de encima todos esos malos pensamientos. Intenté justificarme pensando que últimamente estaba especialmente sensibilizada con los testamentos y la muerte, o también que estaba más interesada que de costumbre en los asuntos del dinero. Pero no estaba contenta conmigo misma, así que no me costó nada ponerme de mal humor cuando, al entrar por el camino privado de la casa de Honor, me encontré a Bubba Sewell esperándome.
Era como si lo hubiese invocado con solo pensar en él.
– Hola -saludé cautelosamente, saliendo del coche. Él salió del suyo y caminó hacia mí.
– Me arriesgué a ver si la encontraba aquí. Llamé a la biblioteca y me dijeron que hoy era su día libre.
– Sí. No trabajo todos los días -dije innecesariamente-. He venido a ver cómo están los gatitos.
– Gatitos. -Sus pesadas cejas se elevaron por encima de sus gafas.
– Madeleine ha vuelto. Ha parido una camada en el armario de Jane.
– ¿Han pasado Parnell y Leah por aquí? -preguntó-. ¿Le han causado algún problema?
– Creo que Parnell piensa que ahora estamos en paz, ahora que tengo cuatro gatitos a los que encontrar una casa -dije.
Bubba se rio, pero no sonó muy genuino.
– Escuche -prosiguió-, la cena y el baile de la asociación de abogados del Estado serán el próximo fin de semana, y me preguntaba si querría acompañarme.
Me sorprendió tanto que casi me quedé sin habla, con la boca abierta. No solo sabía que había estado saliendo con mi bella amiga Lizanne, sino que podría jurar que Bubba Sewell no estaba interesado en mí, como mujer, lo más mínimo. Y, si bien mi agenda de citas no era abultada precisamente, hacía tiempo que había aprendido que más valía estar sola en casa con un buen libro y una bolsa de patatas fritas que salir con alguien que te dejaba fría.
– Lo lamento, Bubba -me disculpé. No estaba tan acostumbrada a rechazar citas para que se me diese bien hacerlo-. Ahora mismo estoy muy ocupada. Pero gracias por pensar en mí.
Bubba Sewell apartó la mirada, avergonzado.
– Vale, quizá en otra ocasión.
Sonreí vagamente, tanto como pude.
– ¿Va todo… bien? -preguntó de repente.
¿Hasta dónde sabía?
– ¿Ha leído lo de los huesos que encontraron donde la señal de tráfico? -El artículo estaba debajo del que informaba acerca de la candidatura de Bubba Sewell. «trabajadores municipales hallan cadáver». Era un artículo muy corto; esperaba uno mucho más exhaustivo en el ejemplar de la mañana siguiente. Quizá, pensé de repente, ahora que las autoridades habían encontrado los huesos, trascendería más información acerca del género y la edad en ese otro artículo. Los escasos párrafos de esa mañana decían que los huesos serían enviados a un médico forense para su análisis. Emergí de mis propios pensamientos para encontrarme a Bubba Sewell observándome con aprensión.
– ¿Los huesos? -respondió-. ¿Un esqueleto?
– Bueno, le faltaba la calavera -murmuré.
– ¿Ha salido en el periódico? -inquirió con frialdad. Había cometido un error. Lo cierto era que la falta de la calavera no había sido mencionada en el artículo de prensa.
– Dios, Bubba -dije fríamente-. No lo sé.
Nos quedamos mirándonos durante un instante.
– Tengo que irme -añadí finalmente-. Los gatos me esperan.
– Oh, claro. -Apretó los labios y luego los relajó-. Bueno, si me necesita, ya sabe dónde puede encontrarme. Por cierto, ¿sabe que me presento a las elecciones?
– Sí. Lo había oído. -Y volvimos a quedarnos mirándonos. A continuación, seguí avanzando por la acera y abrí la puerta. Madeleine salió corriendo hacia la tierra suave de los arbustos. Su caja de arena solo era una opción auxiliar: prefería hacer sus cosas fuera de casa. Para cuando cerré con pestillo la puerta tras de mí, Bubba Sewell ya se había ido.