Salí flotando del despacho de Bubba Sewell intentando disimular la felicidad que me inundaba. Me acompañó hasta el ascensor, observándome como si no fuese capaz de entender lo que ocurría dentro de mí. Bueno, era mutuo, pero en ese momento no me importaba lo más mínimo, no señor.
– Ella lo heredó de su madre -explicó Sewell-. La mayor parte. Cuando su madre murió, la señora Engle vendió la casa, que era muy amplia y cara, y repartió el dinero con su hermano. Entonces murió él y le dejó dicha parte casi intacta, además de su patrimonio, que ella transformó en dinero. Él era un banquero de Atlanta.
Tenía dinero. Tenía mucho dinero.
– Nos veremos en la casa de Jane mañana y echaremos un vistazo al contenido. Puede que le lleve algunos documentos para que los firme. ¿Le parece bien a las nueve y media?
Asentí con los labios apretados para no dejar escapar una sonrisa.
– ¿Sabe dónde está la casa?
– Sí. -Respiré aliviada por la llegada del ascensor cuando se abrieron las puertas.
– Bien, nos vemos mañana por la mañana, señorita Teagarden -dijo el abogado recolocándose las gafas sobre la nariz y volviéndose mientras se cerraban las puertas del ascensor conmigo dentro.
Pensé que, si gritaba, el eco reverberaría excesivamente en el ascensor, pero me permití una risa de baja intensidad.
– Ji, ji, ji, jiii. -Duró toda la bajada, hasta que las puertas se volvieron a abrir y salí a un vestíbulo de mármol.
Conseguí llegar a mi casa, en Parson Road, sin chocar con nadie. Aparqué en mi plaza buscando ideas para celebrarlo. El joven matrimonio que había alquilado la casa de Robin, a la izquierda de la mía, saludó con las manos titubeando a mi sonriente aspaviento. La plaza de aparcamiento de los Crandall, a la derecha, estaba vacía; estaban visitando a uno de sus hijos casados en otra ciudad. La mujer que finalmente alquiló la casa de Bankston Waites estaba trabajando, como siempre. Había un coche desconocido aparcado en la segunda plaza de mi adosado, pero como no vi a nadie di por sentado que se trataba de una visita de alguno de los inquilinos que no sabía descifrar.
Abrí la verja de mi patio canturreando y dando saltitos de alegría (no se me da muy bien bailar) y sorprendí a un extraño vestido de negro, pegando una nota en mi puerta trasera.
Fue como un concurso para ver cuál de los dos se sobresaltaba más.
Tuve que observarlo durante unos segundos para averiguar quién era. Al fin lo reconocí como el sacerdote episcopaliano que había oficiado el matrimonio de mi madre y el funeral de Jane Engle. Hablé con él en la recepción de la boda, pero no durante el funeral de esa misma mañana. Medía algo más de metro ochenta y tres, probablemente estaba al borde de la cuarentena. Su pelo canoso empezaba a hacer juego con sus ojos grises y lucía un impecable bigote y un alzacuello.
– Señorita Teagarden, le estaba dejando una nota -dijo, recuperándose dignamente de la sorpresa de verme cantar y brincar en la entrada.
– Padre Scott -contesté con firmeza tras dar con su nombre en algún rincón de mi mente en el último momento-, me alegro de verle.
– Hoy parece estar muy contenta -observó, mostrando una excelente dentadura a través de una sonrisa prudente. Quizá pensaba que estaba borracha.
– Bueno, como ya sabe, estuve en el funeral de Jane -empecé a decir, pero al ver que arqueaba ostensiblemente las cejas me di cuenta de que había empezado el relato por donde no debía-. Pase, por favor, y le explicaré por qué estoy tan contenta cuando podría parecer tan… inapropiado.
– Bueno, si tiene un momento, pasaré. Espero no haberla cogido en un momento inoportuno. Y, por favor, llámeme Aubrey.
– No, no es mal momento. Y llámeme Aurora. O Roe, la mayoría me llama Roe. -La verdad es que me apetecía tener un momento a solas para acostumbrarme a la idea de ser rica, pero compartir la noticia con alguien también sería divertido. Intenté recordar si la casa estaba muy desordenada-. Por favor, pase, prepararé un poco de café. -Y se me escapó una carcajada.
Estaba segura de que pensaba que había perdido la cabeza, pero ya no podía echarse atrás.
– No he tenido ocasión de hablar con usted desde que se casó mi madre -balbuceé mientras introducía la llave en la cerradura y abría la puerta que daba a la cocina y la zona de estar. Bien, estaba bastante ordenado.
– John es un hombre maravilloso y un fiel miembro de nuestra congregación -dijo, obligándose a bajar la mirada ahora que estaba más cerca de mí. ¿Cómo es que nunca conocía a hombres bajitos? Estaba condenada a ir por la vida con un calambre en el cuello-. ¿John y su madre siguen de luna de miel?
– Sí. Se lo están pasando tan bien que no me sorprendería que la prolongasen. Mi madre no se coge unas vacaciones desde hace seis años. Ya sabe que es propietaria de una inmobiliaria.
– Eso me contó John -dijo Aubrey Scott educadamente. Aún estaba de pie junto a la puerta.
– ¡Oh, he olvidado mis modales! ¡Por favor, pase y siéntese! -Arrojé el bolso sobre la encimera e indiqué el sofá de dos plazas de ante marrón de la «sala de estar», que estaba al otro lado de la cocina.
Estaba claro que el sillón era mi rincón especial, a tenor de la lámpara de detrás para leer y el libro depositado sobre la pequeña mesa delante, junto a una taza sucia de café y unas cuantas revistas. Aubrey Scott escogió sabiamente uno de los extremos del sofá de dos plazas.
– Escuche -dije, sentándome frente a él en el sillón-. Tengo que decirle por qué estoy tan contenta hoy. Normalmente este no es mi carácter. -Lo cual era cierto, por desgracia-. Jane Engle me ha dejado mucho dinero y, aunque pueda sonar avaricioso, he de admitir que estoy como unas castañuelas.
– No la culpo -respondió el sacerdote sinceramente. Me he dado cuenta de que, si hay una cosa que se les da bien a los sacerdotes, esa es proyectar su sinceridad-. Si alguien me hubiese dejado tanto dinero, también estaría saltando de alegría. No tenía idea de que Jane fuese… Que tuviese tanto que dejar a nadie.
– Ni yo tampoco. Siempre fue muy frugal. ¿Algo de beber? ¿Café? ¿O quizá algo más fuerte?
Supuse que la pregunta no era inapropiada, ya que se trataba de un sacerdote episcopaliano. Si hubiese sido, digamos, el pastor de Parnell y Leah Engle, me habría ganado un buen sermón.
– Si por algo más fuerte se refiere a alcohol, creo que aceptaré la oferta. Son pasadas las cinco y los funerales siempre me dejan agotado. ¿Qué tiene? ¿Ginebra, quizá?
– La verdad es que sí. ¿Qué le parece un Seven and Seven?
– Estupendo.
Mientras mezclaba un poco de Seagram’s 7 con un 7Up, disponía unas servilletas y unos frutos secos, caí en la cuenta de lo extraño de la visita de un sacerdote episcopaliano. Tampoco podía preguntarle directamente «¿Qué estás haciendo aquí?», pero no por ello sentía menos curiosidad. Bueno, ya sacaría él el tema. La mayoría de los sacerdotes de Lawrenceton han tenido que devolverme al buen camino alguna vez que otra. Soy una feligresa bastante regular, pero rara vez voy dos veces seguidas a la misma iglesia.
No habría estado mal poder subir para quitarme la ropa del funeral y ponerme algo menos formal, pero supuse que saldría corriendo por la puerta trasera si le decía que me iba a poner algo más cómodo.
Sí que me quité los zapatos de tacón, manchados del barro del cementerio, al sentarme.
– Bueno, hábleme de su herencia -sugirió él tras una incómoda pausa.
No pude volver a mi excitación inicial, pero sí noté una creciente sonrisa en mis labios al hablarle de mi amistad con Jane Engle y el abordaje de Bubba Sewell tras el servicio funerario.
– Es asombroso -murmuró-. Ha sido bendecida.
– Eso creo -convine de todo corazón.
– ¿Y me dice que no era especialmente amiga de Jane?
– No. Éramos amigas, pero a veces pasaba un mes sin que nos viéramos. Tampoco lo teníamos muy en cuenta.
– Supongo que no habrá tenido tiempo para pensar qué hacer con un legado tan inesperado.
– No. -Y si me proponía alguna buena causa, me fastidiaría. Me apetecía medrar en el orgullo de ser propietaria de una pequeña casa y una gran (al menos para mí) fortuna, al menos durante un tiempo.
– Me alegro por usted -dijo, y se produjo otra incómoda pausa.
– ¿Me estaba dejando una nota por algo en lo que pudiera ayudarle…? -dejé morir la frase. Intenté mantener aspecto de inteligente expectativa.
– Bueno -contestó con azorada risa-, en realidad yo… Es una tontería, estoy actuando como si hubiese vuelto al instituto. En realidad…, solo quería pedirle una cita. Salir.
– Una cita -repetí estupefacta.
Enseguida noté que mi sorpresa no le estaba sentando demasiado bien.
– No es que me parezca extraño -dije apresuradamente-. Es que simplemente no me lo esperaba.
– Porque soy sacerdote [2].
– Bueno…, sí.
Lanzó un suspiro y abrió la boca con expresión resignada.
– ¡No, no! -maticé, alzando las manos-. ¡No me lance un discurso de «Solo soy humano», si es que iba a hacerlo! ¡He sido torpe y descortés, lo admito! ¡Claro que podemos salir!
Sentía que se lo debía de alguna manera.
– ¿No está envuelta en ninguna relación en este momento? -me interrogó con prudencia.
Me pregunté si de verdad tenía que llevar el alzacuello durante las citas.
– No, no desde hace un tiempo. De hecho, hace unos meses acudí a la boda de mi último novio.
De repente, Audrey Scott sonrió y sus ojos grises se arrugaron en las comisuras. Estaba monísimo.
– ¿Qué le apetecería hacer? ¿Ir al cine?
No había salido con nadie desde que Arthur y yo habíamos roto. Cualquier cosa me sonaba apetecible.
– Está bien -dije-. Pero tutéame.
– Está bien. Quizá podríamos ir a una sesión temprana y cenar luego.
– Me parece bien. ¿Cuándo?
– ¿Mañana por la noche?
– Vale. La primera sesión suele empezar a las cinco, si vamos a una triple. ¿Algo especial que te apetezca ver?
– Podemos decidirlo allí mismo.
Era muy posible que hubiera en la cartelera tres películas que no me apeteciese ver, pero también existía la probabilidad de que alguna de ellas me pareciese tolerable.
– Vale -repetí-, pero si me invitas a cenar, yo quiero invitarte a la película.
Parecía dubitativo.
– Soy un tipo más bien tradicional -admitió-. Pero si quieres que lo hagamos así, será una nueva experiencia para mí. -Parecía bastante osado con la idea.
Cuando se marchó, apuré lentamente mi bebida. Me pregunté si las reglas para salir con miembros del clero se diferenciaban con las de salir con chicos normales. Me dije a mí misma, con vehemencia, que los clérigos eran chicos normales, hombres como otros que se relacionaban profesionalmente con Dios. Sabía que estaba siendo ingenua al pensar que tenía que actuar diferente con Audrey Scott en comparación con cualquier otra cita. Si era tan maliciosa o iba tan desencaminada como para pensar que tenía que censurar constantemente mi conversación con un sacerdote, entonces era que necesitaba experimentarlo sin lugar a dudas. Quizá sería como salir con un psiquiatra; siempre está el miedo de que descubra algo de tu personalidad de lo que ni tú misma eres consciente. Bueno, esa cita sería una «experiencia aleccionadora» para mí.
¡Vaya día! Sacudí la cabeza y subí pesadamente las escaleras a mi habitación. De ser una bibliotecaria pobre, preocupada y humillada, había pasado a ser una heredera rica, segura y deseable.
El impulso de compartir mi nuevo estatus era prácticamente irresistible. Pero Amina había vuelto a Houston y ya estaba bastante preocupada con su inminente boda; mi madre estaba de luna de miel (cómo disfrutaría contándoselo); mi compañera, Lillian Schmidt, hallaría alguna manera para hacerme sentir culpable y mi especie de amiga Sally Allison querría contar la historia en su periódico. Desearía poder decírselo a Robin Crusoe, mi amigo y escritor de novelas de misterio, pero se encontraba en Atlanta tras decidir que compaginar su domicilio en Lawrenceton y su puesto docente allí era demasiado; o al menos esa era la razón que me había dado. A menos que pudiera decírselo cara a cara, no disfrutaría plenamente del anuncio. Su cara era una de mis favoritas.
Puede que algunas celebraciones simplemente deban quedar en la esfera de lo privado. Un grito de alegría tampoco hubiese sido muy apropiado, ya que Jane había tenido que morir para dar lugar a tanta felicidad. Me quité el vestido negro y me puse un albornoz. Bajé a ver una película antigua y comerme media bolsa de galletas saladas, seguida de medio litro de helado de chocolate con caramelo.
Las herederas pueden hacer lo que quieran.
La mañana siguiente amaneció con lluvia, un corto chaparrón de verano que prometía una tarde bochornosa. Los truenos eran secos e impresionaban y no pude evitar dar un respingo con cada uno mientras bebía mi café. Tras recoger el periódico (solo se había mojado un poco) de las, por lo demás, infrautilizadas escaleras delanteras que daban a Parson Road, comenzó a escampar. Cuando terminé de ducharme, vestirme y prepararme para mi cita con Bubba Sewell, el sol ya había salido y la humedad empezaba a evaporarse de los charcos formados en el aparcamiento, más allá del patio. Puse la CNN un rato -las herederas tienen que estar bien informadas-, tonteé con el maquillaje, me comí un plátano y limpié la pila de la cocina. Había llegado la hora de irme.
No sabía exactamente por qué estaba tan emocionada. El dinero no iba a aparecer apilado en medio del piso. Debería esperar unos dos meses para poder disponer de él efectivamente, según palabras de Sewell. Ya había estado antes en la pequeña casa de Jane, y la verdad es que no tenía nada de especial.
Bueno, ahora era de mi propiedad. Jamás había sido propietaria de algo tan grande.
También me había emancipado de mi madre. Podría haberlo hecho con mi salario de bibliotecaria, aunque habría sido más difícil, pero el trabajo de administradora, que suponía un lugar gratis donde vivir y un salario extra, había supuesto una notable diferencia.
Me había despertado varias veces durante la noche con la idea de irme a vivir a la casa de Jane. Mi casa. O, tras arreglar todos los papeles, venderla y comprar otra en otra parte.
Esa mañana, mientras arrancaba el coche para salir por Honor Street, el mundo se me presentaba tan lleno de posibilidades que resultaba aterrador, desde el punto de vista feliz, por supuesto.
La casa de Jane se encontraba en uno de los barrios residenciales más antiguos de la ciudad. Las calles tenían nombres de virtudes. Se llegaba a Honor por Faith [3]. Honor no tenía salida, y la casa de Jane era la segunda a la derecha desde la esquina. Las casas de ese barrio solían ser pequeñas (dos o tres dormitorios), con jardines traseros meticulosamente cuidados y dominados por grandes árboles rodeados de parterres. El jardín delantero de Jane contaba con un roble vivo en la parte derecha que proyectaba su sombra sobre la ventana saliente del salón. El camino privado discurría por la izquierda, donde había una profunda cochera de una sola plaza adosada a la casa. Una puerta al fondo de la cochera me indicó que al otro lado debía de haber un almacén o algo parecido. La puerta de la cocina daba a la cochera. También podías (como había hecho yo como visitante) aparcar el coche en el camino y caminar por la acera curva que conducía hasta la entrada principal. La casa era blanca, como todas las de esa calle, y estaba adornada por matas de azaleas plantadas por todo el perímetro. Seguro que era maravilloso en primavera.
Las caléndulas que Jane había plantado alrededor de su buzón habían muerto por falta de riego, según pude comprobar al salir del coche. De alguna manera, ese detalle me devolvió completamente a la sobriedad. Las manos que habían plantado esas resecas flores amarillas se encontraban ahora a dos metros bajo tierra y permanecerían quietas para siempre.
Llegué un poco temprano, así que me tomé un instante para contemplar mi nuevo barrio. La casa de la esquina, a la derecha de la de Jane según miraba yo, tenía unos preciosos rosales en el porche delantero. La de la izquierda había sufrido muchas reformas, de modo que las sencillas líneas originales habían sido oscurecidas. Le habían añadido ladrillo, habían conectado al resto de la casa una cochera con un apartamento en la parte superior mediante un pasillo cubierto, y habían instalado una terraza cubierta en la parte de atrás. El resultado no era muy alentador. La última casa de la calle estaba junto a esa, y recordé que el editor del periódico, Macon Turner, que en su día salió con mi madre, vivía allí. La casa de enfrente a la de Jane, un edificio bonito con contraventanas amarillo canario, lucía un gran cartel de inmobiliaria con la palabra «vendido» cruzada. La casa de la esquina de ese lado de la calle era en la que Melanie Clark, otra de las socias del desaparecido club Real Murders, estuvo alquilada una temporada. Ahora, una gran rueda tirada en el camino indicaba la presencia de niños en las inmediaciones. Una casa ocupaba las últimas dos parcelas de ese lado, un lugar bastante dilapidado con un solitario árbol plantado en un amplio jardín. Parecía inerte, las persianas amarillas bajadas. Le habían adosado una rampa para sillas de ruedas.
A esas horas de esa mañana de verano reinaba una pacífica tranquilidad. Pero detrás de las casas del lado de la de Jane había un gran aparcamiento para el instituto, con una alta verja que impedía que nadie arrojara basura al jardín de Jane o lo usara como atajo. Estaba convencida de que habría mucho más ruido durante los meses lectivos, a pesar de que en ese momento el aparcamiento se encontrase desierto. Poco más tarde, una mujer en la casa que hacía esquina en la calle de enfrente puso en marcha el cortacésped y ese maravilloso sonido veraniego me hizo sentir más relajada.
«Lo tenías todo planeado, Jane», pensé. «Querías que me viniese a tu casa. Me conocías y me escogiste por ello».
El BMW de Bubba Sewell apareció por el camino. Respiré hondo y avancé hacia él.
Me entregó las llaves. Mi mano se cerró con fuerza sobre ellas. Era como una investidura formal.
– Puede empezar a trabajar en la casa cuando quiera, para despejarla, prepararla para venderla o lo que le plazca; le pertenece y nadie podrá decir lo contrario. He avisado para que cualquiera con una reclamación sobre la propiedad lo anuncie, pero hasta el momento nadie ha dado el paso. Pero, por supuesto, no podemos gastar el dinero -me exhortó agitando un dedo-. Las facturas de la casa aún me están llegando a mí en calidad de albacea, y así seguirá siendo hasta que todo quede legalizado.
Era como tener seis años y estar a una semana de tu cumpleaños.
– Esta -dijo, señalando una de las llaves- abre el cerrojo de la puerta principal. Esta otra abre la cerradura. Esta, más pequeña, es de la caja de seguridad que Jane tenía en el Eastern National, donde tiene algunas joyas y algunos documentos, no mucho, la verdad.
Abrí la puerta y pasamos dentro.
– Mierda -dijo Bubba Sewell de manera muy poco ortodoxa para un abogado.
Había cojines esparcidos por todo el salón. Al fondo se veía la cocina, donde reinaba un desorden similar.
Alguien había entrado por la fuerza.
Una de las ventanas traseras, la del dormitorio de invitados, había sido forzada. Hasta entonces, había sido una prístina habitación de dos camas gemelas cubiertas con adornos de felpilla blanca. El papel de la pared presentaba motivos florales, pero no era chillón, y los cristales no serían difíciles de barrer sobre el suelo de madera. Las primeras cosas que encontré en mi nueva casa fueron la escoba y el recogedor, situados en el armario escobero de la cocina.
– No creo que se hayan llevado nada -dijo Sewell con una buena dosis de sorpresa-, pero llamaré a la policía de todos modos. Hay gente que lee las esquelas para allanar las casas vacías.
Me quedé parada con el recogedor lleno de cristales rotos.
– Entonces ¿por qué no se han llevado nada? -pregunté-. El televisor sigue en el salón. La radio despertador aún está en su sitio y el microondas en la cocina.
– Quizá haya sido afortunada -respondió Sewell, mirándome con aire pensativo. Se limpió las gafas con un pañuelo blanco-. O a lo mejor los asaltantes eran tan jóvenes que les bastaba con colarse. Quizá se asustaron a media travesura. Quién sabe.
– Dígame una cosa. -Me senté en una de las camas y él hizo lo mismo en la otra. La tormenta de la mañana (las cortinas estaban empapadas) había eliminado todo lo que hacía de esa estancia algo acogedor. Apoyé la escoba en mi rodilla y dejé el recogedor en el suelo-. ¿Qué pasó con esta casa tras la muerte de Jane? ¿Quién pudo entrar? ¿Quién tiene las llaves?
– Jane murió en el hospital, por supuesto -comenzó Sewell-. La primera vez que ingresó, aún estaba convencida de que podría volver, así que me dijo que contratara a una asistenta para que viniera a limpiar…, sacar la basura, tirar los alimentos perecederos y esas cosas. El vecino de al lado, Torrance Rideout, ¿lo conoce?, se ofreció para cuidar de su jardín, así que le facilité una llave para el almacén y el cuarto de herramientas, al que se accede por la puerta del fondo de la cochera.
Asentí.
– Pero esa era la única llave que tenía -matizó el abogado, volviendo al tema-. Entonces, unos días más tarde, cuando Jane supo que no volvería a su casa…
– La visité en el hospital y nunca me dijo una sola palabra -murmuré.
– No le gustaba hablar de ello. «¿Qué hay que decir?», me preguntaba. Creo que tenía razón. Pero en fin… Mantuve la luz y el gas (la calefacción va a gas, todo lo demás es eléctrico), pero vine a desenchufarlo todo, excepto el congelador, que está en el cuarto de las herramientas, lleno de comida. Anulé la suscripción a los periódicos e hice que conservaran su correspondencia en la oficina de correos para recogérsela y llevársela personalmente; no era ninguna inconveniencia, ya que también tengo que recoger el mío…
Sewell se había encargado de todo. ¿Era eso el cuidado de un abogado por un buen cliente o la devoción de un amigo?
– Bueno -continuó de repente-, los pequeños gastos pendientes de la casa saldrán de la herencia, confío en que no le importe a pesar de que los hemos reducido al mínimo. ¿Sabe?, cuando se apaga completamente el aire o la calefacción, la casa se desangela enseguida, y siempre estuvo la remota probabilidad de que Jane volviera.
– No, claro que no me importa pagar la factura de la luz. ¿Tienen Parnell y Leah una llave?
– No, Jane fue muy explícita al respecto. Parnell vino a ofrecerse a llevarse las cosas de Jane, pero me negué, por supuesto.
– ¿Y eso?
– Son suyas ahora -dijo llanamente-. Todo es suyo -reforzó con cierto énfasis, ¿o eran imaginaciones mías?-. Todo lo que hay en esta casa le pertenece. Parnell y Leah están al corriente de sus cinco mil, y la propia Jane les dio las llaves de su coche dos días antes de su muerte para que se lo llevasen del garaje, pero, aparte de eso, todo lo que quede en la casa -de repente me puse alerta, casi asustada- es suyo para hacer con ello lo que crea más oportuno.
Entrecerré los ojos, concentrada. ¿Qué me estaba diciendo sin decirlo realmente?
En alguna parte, en algún rincón de esa casa acechaba un problema. Por alguna razón, el legado de Jane no era del todo bienintencionado.
Tras informar a la policía del allanamiento y llamar a los cristaleros para que arreglasen la ventana, Bubba Sewell se fue.
– Ni siquiera creo que se presente la policía, ya que no falta nada. Pero haré una parada en la comisaría de regreso a mi despacho -dijo mientras se encaminaba hacia la puerta.
Eso me alivió considerablemente. Había conocido a la mayoría de los agentes locales mientras salía con Arthur; son todos muy corporativistas.
– No hay necesidad de encender el aire acondicionado hasta que arreglen esa ventana -añadió-, pero el termostato está en el pasillo, para cuando lo necesite.
Estaba siendo excesivamente cauteloso con mi dinero. Ahora que era rica, podía permitirme abrir las ventanas y las puertas de par en par y poner el termostato a cuarenta si me daba la gana hacer algo tan insensato y derrochador.
– Si tiene algún problema, cualquier cosa que no pueda solucionar, no dude en llamarme -insistió Sewell. Ya había expresado esa disposición varias veces, de varias formas distintas, pero solo una dijo-: La señora Jane tenía una alta opinión de usted. Estaba convencida de que podría lidiar con cualquier problema que se le presentase y dar con la solución.
Pillé la idea. Por el momento no salía de mi aprensión; deseaba de todo corazón que el señor Sewell se marchase. Por fin salió por la puerta principal y yo me arrodillé en el asiento empotrado en la ventana saliente y abrí ligeramente la persiana para observar cómo se alejaba con su coche. Una vez segura de que estaba lejos, abrí todas las persianas y me volví para observar mi nuevo territorio. El salón estaba enmoquetado (era la única estancia que lo estaba), y cuando Jane encargó que lo hicieran, extendió la moqueta para cubrir el asiento de la ventana saliente. Había algunos cojines bordados a mano dispuestos encima, y el efecto era bastante bonito. La moqueta que tanto le había gustado a Jane era de un rosa apagado con un leve entramado azul, y el mobiliario del salón (un sofá y dos sillones) iba a juego con ese tono azulado, mientras que las lámparas derivaban más hacia el blanco o el rosa. Había un pequeño televisor en color colocado para ser visto cómodamente desde el sillón favorito de Jane. La antigua mesa junto al sillón aún estaba atestada de revistas, un extraño y variado surtido que Jane coleccionaba: Southern Living Mystery Scene, Lear’s y una publicación de la iglesia.
Las paredes de esa pequeña estancia estaban vestidas con estanterías separadas rebosantes de libros. Se me hizo la boca agua al repasarlos. Había una cosa que sabía que compartía con Jane: nos encantaban los libros, sobre todo los de misterio, especialmente aquellos que trataban de auténticos asesinatos. Siempre había envidiado la colección de Jane.
En la parte trasera del salón había una zona de comedor, con una bonita mesa y unas sillas que estaba segura de que Jane había heredado de su madre. No sabía nada sobre antigüedades y tampoco era algo que me importase demasiado, pero las piezas de mobiliario brillaban bajo la fina capa de polvo y, cuando enderecé los cojines contra la pared (¿por qué iba nadie a mover un sofá al irrumpir en una casa?), ya me preocupaba el cuidado del conjunto.
Al menos no habían tirado al suelo todos los libros. Ordenar la estancia en realidad apenas me llevó unos minutos.
Fui a la cocina. Estaba evitando el dormitorio de Jane. Podía esperar.
La cocina tenía un amplio ventanal doble que daba al jardín trasero, así como una diminuta mesa con dos sillas justo debajo. Allí era donde Jane y yo nos tomábamos el café cuando iba a visitarla y no nos quedábamos en el salón.
El desorden de la cocina era igual de desconcertante. Los poco profundos armarios superiores estaban bien, no los habían tocado, pero los más hondos de abajo habían sido vaciados sin cuidado alguno. No habían vertido ningún contenido al suelo ni provocado destrozos gratuitos, pero habían apartado afanosamente los contenidos como si los propios armarios fuesen el objeto del registro; un botín imposible de llevarse encima. Y el armario escobero, alto y estrecho, había recibido una atención especial. Encendí la luz y observé el fondo del armario escobero. Estaba dañado con…
– Marcas de cuchilladas, tan segura como que me llamo Roe -murmuré.
Mientras me encorvaba para rellenar los armarios con cazos y sartenes, pensé en esas marcas. El asaltante quería ver si el armario tenía un falso fondo; esa era la única interpretación que se me ocurría. Y solo había registrado los armarios más hondos y los muebles más amplios del salón.
Así que, señorita Genio, él buscaba algo grande. Bueno, también podía ser una mujer, pero no tenía intención de complicarme con su género. Un «él» genérico bastaría por el momento. ¿Qué sería eso tan grande que Jane escondiera y por lo que alguien se tomaría la molestia de asaltar la casa? Pregunta sin respuesta hasta saber más, y tenía la clara sensación de que acabaría sabiendo más.
Al acabar de ordenar la cocina, me dirigí hacia el dormitorio de invitados. El único desorden allí, ahora que había retirado los cristales rotos, eran los dos armarios individuales, que habían abierto y vaciado. Una vez más, no habían intentado destruir o mutilar los objetos contenidos; se habían limitado a vaciarlos rápida y concienzudamente. Jane guardaba sus maletas en uno de los armarios. Habían abierto las más grandes. Ropa de fuera de temporada, cajas de fotografías y recuerdos, una máquina de coser portátil, dos cajas de adornos de Navidad…, todas esas cosas que tendría que repasar y sobre las que decidirme, pero por el momento me bastaba con volver a meterlas en su sitio. Mientras colgaba un pesado abrigo, me di cuenta de que las paredes de los armarios habían recibido el mismo tratamiento que el armario escobero de la cocina.
Las escaleras del desván se encontraban en el pequeño pasillo, flanqueado por las puertas de dos dormitorios a los lados y culminado al fondo por la puerta del cuarto de baño. Lo cierto, me percaté, es que esa casa era varios metros cuadrados más pequeña que la mía. Si me mudaba, tendría menos espacio, pero más independencia.
Seguramente haría calor en el desván, pero haría mucho más por la tarde. Aferré el cordón del tirador y tiré. Contemplé con cuidado las escaleras que se habían desplegado ante mí. No parecían muy robustas.
A Jane tampoco le gustaba usarlas, según pude averiguar tras ascender los quejumbrosos peldaños. Allí arriba había poco más que polvo y un aislamiento perturbador. Allí también había estado el intruso, y al parecer no había escatimado esfuerzos. Habían desenrollado un sobrante de la moqueta del salón y un baúl yacía con los cajones a medio sacar. Cerré el ático con cierto alivio y me lavé el polvo de las manos y la cara en el cuarto de baño, que era bastante amplio, con un gran armario para la colada bajo el cual una puerta daba a un espacio lo bastante amplio como para meter una cesta para la ropa sucia. También había recibido las atenciones del intruso.
Fuese quien fuese, buscaba un escondite oculto donde dejar algo que cupiese en un armario, pero no detrás de unos libros… Algo imposible de esconder entre sábanas y toallas, pero sí en una cacerola amplia. Intenté imaginar a Jane escondiendo… ¿una maleta llena de dinero? ¿Qué si no? ¿Una caja con… documentos reveladores de un terrible secreto? Abrí la mitad superior del armario para ver las sábanas y toallas de Jane, pulcramente dobladas, sin verlas en realidad. Menos mal que no habían desordenado todo aquello, cavilé con la mitad de mi cerebro, ya que Jane era una campeona del doblado; las toallas estaban más pulcras de lo que jamás sería capaz de conseguir, y al parecer había planchado las sábanas, algo que no había visto desde mi infancia.
Nada de dinero o documentos; quizá los hubiera repartido para que cupieran en los espacios que el intruso había pasado por alto.
Sonó el timbre, provocando que diera un respingo.
Eran los cristaleros, un equipo formado por un matrimonio al que ya había recurrido cuando tuve algunos problemas de ventanas en los apartamentos de mi madre. Aceptaron mi presencia en la casa sin hacer preguntas. La mujer comentó que últimamente estaban forzando muchas ventanas traseras, cosa nada habitual cuando ella era «una niña».
– Toda esta gente que viene de la capital -dijo, arqueando unas cejas profusamente pintadas.
– ¿Usted cree? -pregunté para establecer mi buena voluntad.
– Oh, claro, cielo. Vienen aquí huyendo de la gran ciudad, pero se traen sus costumbres con ellos.
Lawrenceton amaba el dinero de los inmigrantes, pero no confiaba en sus personas.
Mientras se dedicaban a quitar cristales rotos y poner los nuevos, fui al dormitorio de Jane, que daba a la parte delantera. De alguna manera, me resultaba más fácil estar allí acompañada. No soy supersticiosa, al menos no conscientemente, pero tenía la impresión de que la presencia de Jane era más fuerte allí, y tener a otras personas trabajando en la casa hacía que mi irrupción en la habitación fuese menos… personal.
Era un dormitorio amplio, con una gran cama de cuatro columnas con una mesilla a juego, una amplia cómoda con cajones y un espacioso tocador con un gran espejo cómodamente dispuesto. En lo que ya era una estampa familiar, el armario de puerta doble estaba abierto y su contenido, esparcido por el suelo de cualquier manera. A los lados había estanterías de obra, de donde el intruso había arramblado con zapatos y bolsos.
No hay nada tan deprimente como los zapatos de otra persona cuando tu tarea es la de disponer de ellos. Jane no se había preocupado demasiado en invertir en ropa y accesorios personales. No recordaba haberla visto nunca con una prenda que me llamase la atención, o siquiera algo que pudiera tildar de nuevo. Sus zapatos no eran caros y todos estaban gastados. Me daba la sensación de que Jane no había disfrutado de su dinero en absoluto; se había limitado a vivir en su pequeña casa con su fondo de armario de Penny’s y Sear’s, permitiéndose la única extravagancia de comprarse libros. Y siempre había parecido satisfecha; trabajó hasta que tuvo que jubilarse y luego volvió como sustituta en la biblioteca. Empezaba a sumirme en la melancolía y hube de sacudirme para desembarazarme de las penas.
Lo que necesitaba, me dije bruscamente, era volver con unas grandes cajas de cartón, meter toda la ropa de Jane y donarla a la beneficencia. Jane había sido un poco más alta que yo, y más recia también; así que sabía que no encontraría nada útil. Apilé toda la ropa tirada por el suelo y arrojé los zapatos sobre la cama; de nada serviría volver a ordenarlos en el armario cuando sabía que no los iba a necesitar. Al acabar, pasé unos minutos registrando los recovecos del armario.
No parecía ser más que eso, un armario.
Me di por vencida y me senté al borde de la cama, pensando en todos los cazos, sartenes, toallas, sábanas, revistas, libros, material de costura, adornos navideños, horquillas, redecillas y pañuelos que ahora eran míos y cuyo uso era mi responsabilidad. Solo mirar todo aquello resultaba agotador. Escuché ociosamente las voces de la pareja provenientes del dormitorio trasero. Una podría pensar que, como se pasaban las veinticuatro horas juntos, ya se lo habrían dicho todo, pero de vez en cuando se les oía lanzar algún comentario. Ese diálogo, tranquilo e intermitente, parecía afable y me ayudó a entrar en una especie de trance mientras permanecía sentada en el borde de la cama.
Tenía que trabajar tres horas esa tarde, de una a cuatro. Apenas tendría tiempo para ir a casa y prepararme para mi cita con Aubrey Scott… ¿De verdad necesitaría ducharme y cambiarme para ir al cine? Tras mi paso por el desván, no sería mala idea. Aquel día hacía más calor que el anterior. Cajas de cartón… ¿Dónde encontrar algunas resistentes? La licorería era una opción, pero las que tenían eran demasiado pequeñas para meter ropa. ¿Tendrían un buen aspecto las estanterías de Jane junto a las mías? ¿Debería traer mis libros aquí? Podía convertir el dormitorio de invitados en un estudio. La única persona que había pasado alguna vez la noche en mi casa y con quien no me había acostado, mi hermanastro Phillip, vivía ahora en California.
– Ya hemos terminado, señorita Teagarden -anunció el marido del equipo matrimonial.
Me arranqué de mi propio estupor.
– Envíen la factura a Bubba Sewell al edificio Jasper. Aquí tienen la dirección -dije, arrancando una hoja de un bloc que Jane había dejado junto al teléfono. ¡El teléfono! ¿Estaba conectado? No, según pude descubrir cuando se marchó el equipo de reparación. Sewell lo había considerado un gasto innecesario. ¿Debería volver a darlo de alta? ¿Con qué nombre? ¿Podía permitirme tener dos números de teléfono, uno allí y otro en mi adosado?
Ya había tenido bastante herencia por ese día. Justo cuando miraba la puerta principal, oí unos pasos avanzando rápidamente por el césped. Resultó ser un hombre de amplios pectorales proveniente de la casa de la izquierda.
– Hola -dijo apresuradamente-, veo que eres nuestra nueva vecina.
– Tú debes de ser Torrance Rideout. Muchas gracias por cuidar tan bien del jardín.
– Bueno, de eso quería preguntarte. -De cerca, Torrance Rideout parecía un hombre que había sido guapo en el pasado pero que no había perdido todo su atractivo. Su pelo era marrón con apenas unas vetas grises y su barba parecía lo bastante hirsuta como para necesitar un par de afeitados diarios. Tenía un rostro escarpado, ojos marrones rodeados por lo que pensé que eran arrugas provocadas por el sol, piel morena y un llamativo polo verde y pantalón corto azul marino-. Mi esposa Marcia y yo lamentamos profundamente lo de Jane. Era una vecina maravillosa y estamos muy apesadumbrados por su muerte.
No me sentía la persona adecuada para aceptar las condolencias de nadie, pero tampoco estaba dispuesta a explicar que había heredado la casa de Jane no porque fuésemos grandes amigas, sino porque Jane quería a alguien que pudiese recordarla durante mucho tiempo. Así que me limité a asentir, esperando que fuese suficiente.
Torrance Rideout pareció darse por satisfecho.
– Bueno, he cortado el césped, y me preguntaba si querrías que lo siguiese haciendo durante una semana más, hasta que encuentres a un jardinero o lo hagas tú misma, o lo que prefieras hacer. Yo estaría encantado de hacerlo.
– Ya te has tomado demasiadas molestias…
– No, ninguna molestia. Cuando Jane ingresó en el hospital, le dije que no tendría que preocuparse del jardín, que yo me ocuparía de todo. Tengo una segadora automática, simplemente hay que subirse en ella, y tampoco hay tanta maleza, simplemente cuidar de unos cuantos parterres. He sacado la de Jane para cubrir los rincones más estrechos, por donde no puede pasar la mía. Pero lo que quería comentarte es que alguien ha excavado en el jardín trasero.
Caminamos hacia mi coche mientras Torrance hablaba. Me detuve con los dedos sobre el tirador de la puerta.
– ¿Excavado en el jardín trasero? -repetí, incrédula. Bien pensado, tampoco era tan sorprendente. Lo medité durante un momento. Vale, algo que cabía en la casa también podía caber en un agujero del suelo.
– He rellenado los agujeros -prosiguió Torrance-, y Marcia ha estado vigilando, ya que se pasa el día en casa.
Le conté que alguien había irrumpido en la casa y él expresó unas previsibles emociones de estupefacción y repugnancia. No había visto la ventana rota cuando cortó el césped dos días atrás, según me dijo.
– Te lo agradezco -repetí-. Has hecho mucho.
– No, no -protestó rápidamente-. Nos preguntábamos si pondrías la casa a la venta o te mudarías a vivir en ella… ¡Jane ha sido nuestra vecina durante tanto tiempo que casi nos da un poco de miedo que haya una nueva!
– Aún no me he decidido -dije sin dar más explicaciones, lo que pareció dejar a Torrance Rideout fuera de juego.
– Bueno, verás, nosotros alquilamos esa habitación sobre la cochera -explicó-, y tenemos para mucho tiempo. Este barrio no se ha diseñado precisamente para zonas de alquiler, pero a Jane nunca le importó, y nuestro vecino del otro lado, Macon Turner, es el director del periódico. ¿Lo conoces? A Macon tampoco le ha importado nunca. Pero con nueva propietaria en la casa de Jane, bueno, no sabíamos…
– Os lo diré en cuanto tome una decisión -repetí, tan cortésmente como pude.
– Bien, bien. Te lo agradecemos, y si necesitas cualquier cosa, ven a pedírselo a Marcia en cualquier momento. Estoy fuera de la ciudad casi todas las semanas. Soy vendedor de suministros de oficina, lo creas o no, pero suelo estar en casa todos los fines de semana y algunas tardes y, como he dicho, Marcia siempre está en casa y le encantará ayudarte si está en su mano.
– Gracias por el ofrecimiento -respondí-. Estoy segura de que pronto os podré decir algo. Gracias por todo lo que has hecho en el jardín.
Y finalmente me marché de allí. Hice una parada en el Burger King para almorzar, lamentando no haberme llevado uno de los libros de Jane para leer mientras comía. Pero tenía muchas cosas en las que pensar: los armarios vaciados, los agujeros en el jardín trasero, las insinuaciones de Bubba Sewell sobre que Jane me había dejado un problema sin resolver. La tarea puramente física de despejar la casa de las cosas que no deseaba conservar y luego la decisión de qué hacer con la propia casa. Al menos todas esas consideraciones eran preferibles a seguir pensando en mí misma como una amante rechazada, afincando mis pensamientos en el futuro bebé de los Smith…, sintiéndome de alguna manera engañada por el embarazo de Lynn. Era mucho mejor tener decisiones que dependieran de mí, en vez de ser un objeto pasivo de las mismas.
«¡Ya!», me amonesté bruscamente para desterrar la melancolía mientras tiraba al cubo de basura el vaso y el envoltorio. Ahora, a trabajar, luego a casa y después a una cita de verdad. ¡Mañana, a madrugar en busca de esas cajas de cartón!
Debí recordar que mis planes rara vez salen bien.