Capítulo 1

En menos de un año, había acudido a tres bodas y un funeral. A finales de mayo (durante la segunda boda, pero antes del funeral), había decidido que ese sería el peor año de mi vida.

La segunda boda fue ciertamente alegre desde mi punto de vista, pero al día siguiente la cara no dejó de dolerme por culpa de la sonrisa nerviosa que había forzado en mis labios. Ser la hija de la novia era un poco extraño.

Mi madre y su novio avanzaron entre las sillas plegables dispuestas en el salón de ella y se detuvieron frente al atractivo sacerdote episcopaliano. Así, Aida Brattle Teagarden se convirtió en la señora de John Queensland.

Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que eran mis padres los que se habían emancipado mientras yo me había quedado en casa. Mi padre y su segunda esposa, junto con mi hermanastro Phillip, habían atravesado el país para afincarse en California el año anterior. Ahora, mi madre, si bien seguiría viviendo en el mismo pueblo, tendría definitivamente unas prioridades muy distintas.

Sería todo un alivio.

Así que sonreí a los hijos casados de John Queensland y a sus respectivas esposas. Una de ellas estaba embarazada (¡mi madre no tardaría en ser madrastra!). Esbocé una amable sonrisa al nuevo sacerdote episcopaliano de Lawrenceton, Aubrey Scott. Exudé buenas intenciones hacia los comerciales de la inmobiliaria de mi madre. Sonreí a mi mejor amiga, Amina Day, hasta que me dijo que me relajara.

– Tampoco hace falta que sonrías en todo momento -me susurró por la comisura de la boca mientras el resto de su cara permanecía atenta a la ceremonia del corte de la tarta. Enseguida recompuse mi expresión en líneas más sobrias, agradecida por que Amina hubiese conseguido unos días libres de su trabajo en Houston como secretaria de un bufete. Pero más tarde, en la recepción, me dijo que la boda de mi madre no era la única razón por la cual había venido a Lawrenceton a pasar el fin de semana.

– Me caso -me contó, azorada, cuando pudimos encontrar un rincón de soledad-. Se lo dije a mis padres anoche.

– ¿Con… quién? -logré articular, estupefacta.

– ¡No has escuchado nada de lo que te he dicho cuando te llamé!

Es posible que hubiese dejado correr los detalles específicos como una corriente fluvial. Amina había tenido muchos novios. Desde los catorce años, su increíble carrera de citas solo se había visto interrumpida por un breve matrimonio.

– ¿El gerente de los almacenes? -Empujé mis gafas sobre la nariz para poder verla mejor, con su buen metro sesenta y cinco. En los días buenos, yo digo que ando por el metro cincuenta y cinco.

– No, Roe -suspiró Amina-. Con el abogado del bufete de la otra firma, que está al otro lado del pasillo donde trabajo. Se llama Hugh Price. -Puso una cara de lo más empalagoso.

Así que formulé las preguntas de rigor: cómo se lo había pedido, durante cuánto tiempo habían salido juntos, si su madre era tolerable… y la fecha y lugar de la ceremonia. Amina, que era muy tradicional, se casaría en Lawrenceton, y esperaría unos meses, lo que me parecía una gran idea. Su primera boda se produjo a resultas de una fuga en la que habíamos participado yo misma y el mejor amigo del novio a modo de acompañantes incompatibles.

Otra vez sería dama de honor. Amina no era la única amiga a la que había acompañado en casos similares, pero sí la única por quien lo haría dos veces. ¿Cuántas veces se puede ser dama de honor de la misma novia? Me pregunté si la última vez que lo hiciera debería apoyarme en un andador.

Entonces mi madre y John escenificaron su digna salida, brillantes el pelo y los dientes blancos del novio, mi madre tan glamurosa como de costumbre. Iban a pasar una luna de miel de tres semanas en las Bahamas.

El día de la boda de mi madre.


Me vestí para la primera boda, la de enero, como quien se enfunda en una armadura para ir a la batalla. Me había recogido la espesa y rebelde melena en un sofisticado peinado (eso esperaba) hacia atrás, me puse el sujetador que mejor resaltaba mis atributos y estrené un vestido dorado y azul con hombreras acolchadas. Los zapatos de tacón eran los mismos que me puse durante mi cita con Robin Crusoe, y suspiré pesadamente mientras me los ponía. Habían pasado meses desde la última vez que vi a Robin, y el día ya era lo bastante depresivo como para tener que pensar en él. Esos tacones al menos me harían tocar el techo del metro cincuenta y siete. Me maquillé con la cara lo más cerca posible del espejo iluminado, ya que sin mis gafas no veo tres en un burro. Me puse el maquillaje justo como para sentirme cómoda y un poquito más. Mis ojos redondos se hicieron más redondos todavía, las pestañas se alargaron y luego lo cubrí todo con mis amplias gafas de caparazón de tortuga.

Tras colar un precavido pañuelo en el bolso, me eché un vistazo en el espejo con la esperanza de parecer digna y despreocupada, y bajé las escaleras hacia la cocina de mi apartamento adosado para coger las llaves y un buen abrigo antes de acudir a uno de los eventos obligatorios más miserables: la boda de un reciente exnovio.

Arthur Smith y yo nos conocimos en el club que los dos frecuentamos: Real Murders [1]. Me ayudó en la investigación del asesinato de una de las socias y el reguero de muertes que siguió. Salí con Arthur durante varios meses tras la conclusión de la investigación, y aquella había sido hasta el momento mi única experiencia en lo que se refiere a romances al rojo vivo. Cada vez que nos juntábamos, crepitábamos y trascendimos nuestra condición de bibliotecaria cercana a la treintena y policía divorciado.

Y entonces, tan pronto como se encendió, la llama se extinguió, pero antes por su lado que por el mío. El mensaje que recibí fue: «Seguiré con esta relación hasta que encuentre la forma de salirme sin montar una escena», y con un inmenso esfuerzo auné la dignidad que me quedaba y di carpetazo a la relación sin dar lugar a tan temida escena. Pero por el camino perdí toda mi energía emocional y fuerza de voluntad y, durante al menos seis meses, no dejé de llorarle a mi almohada.

Justo cuando me sentía mejor y llevaba una semana sin pasar por delante de la comisaría, vi el anuncio del compromiso en el Sentinel.

Me puse verde de celos, roja de rabia y azul de depresión. Decidí que nunca me casaría, que me limitaría a acudir a las bodas de las demás personas durante el resto de mi vida. Quizá encontrase una excusa para estar fuera de la ciudad el fin de semana de la ceremonia para evitar la tentación de atravesar la iglesia con el coche.

Entonces me llegó la invitación al buzón.

Lynn Liggett, novia de Arthur y detective como él, me había arrojado el guante. O al menos así fue como interpreté la invitación.

Ahora, ataviada de azul y dorado, con mi elegante peinado, lo acababa de comprender. Había comprado una bandeja cara e impersonal, al estilo de Lynn, en los grandes almacenes y le había pegado mi tarjeta. Ahora sí que iba a la boda.

El ujier era un oficial de policía que conocí cuando salía con Arthur.

– Me alegro de verte -dijo dubitativo-. Estás muy guapa, Roe. -Él parecía rígido e incómodo en su esmoquin, pero me ofreció su brazo según mandaban los cánones-. ¿Amiga de la novia o del novio? -preguntó automáticamente, pero entonces se puso rojo como un tomate.

– Digamos que amiga del novio -sugerí con cortesía, orgullosa de mi actitud. El pobre detective Henske me condujo por el pasillo hasta un asiento vacío y me dejó allí con evidente alivio.

Miré a mi alrededor lo menos posible, destinando todas mis energías a parecer relajada e indiferente, como si hubiese visto por casualidad la invitación en casa, estuviese casualmente vestida para la ocasión y hubiese decidido dejarme caer por allí. No me importó mirar a Arthur cuando hizo acto de presencia; todo el mundo lo estaba haciendo. Llevaba el pálido cabello rubio crespo, rizado y corto, los ojos azules tan directos y cautivadores como de costumbre. No resultó tan doloroso como había imaginado.

Cuando empezó la «Marcha nupcial», todo el mundo se levantó para recibir a la novia y yo apreté los dientes con expectación. Estaba bastante convencida de que mi rígida sonrisa tenía más de mueca que de gruñido. Reacia, me volví para contemplar la entrada de Lynn. Allí estaba ella, envuelta de blanco, el velo tapándole la cara, tan alta como Arthur y el corto pelo rizado para la ocasión. Lynn era casi treinta centímetros más alta que yo, cosa que en su momento le había molestado, pero tenía la sensación de que pronto dejaría de hacerlo.

Llegó el momento de que pasara ante mí. Cuando la vi de perfil, no pude evitar abrir la boca. Lynn estaba embarazadísima.

Mi fuerte impresión era fácil de entender; siempre tuve claro que no quería quedarme embarazada mientras salía con Arthur, y me habría horrorizado verme obligada a casarme en tal situación. Pero a menudo sí que había pensado en el matrimonio, incluso en tener hijos algún día. La mayoría de las mujeres de mi edad piensan en una cosa o en la otra, si no en las dos. De alguna manera, durante un breve instante, me sentí como si me hubieran robado algo.

Saliendo de la iglesia me aseguré de hablar con el mayor número de personas posible para que mi presencia llegara a oídos de la feliz pareja. Y me salté la recepción. No tenía ningún sentido someterme a ella. De hecho, pensaba que había sido una completa estupidez presentarme siquiera. Nada galante, nada valiente; simplemente estúpida.


El funeral vino en tercer lugar, a pocos días de la boda de mi madre, y fue bastante decente en cuanto a ese tipo de eventos se refiere. A pesar de ser primeros de junio, el día en que Jane Engle fue enterrada no fue insufriblemente cálido ni tampoco llovió. La pequeña iglesia episcopaliana albergaba a un razonable número de personas (yo no diría que dolientes, porque la muerte de Jane fue más bien un momento que marcar en el calendario antes que una ocasión trágica). Jane era mayor y resultó que también estaba muy enferma, aunque no se lo había dicho a nadie. Los ocupantes de los bancos de la iglesia habían acudido a ese mismo sitio con ella o la recordaban de los años que trabajó como bibliotecaria en el instituto, pero no tenía más familia que un primo igualmente mayor, Parnell Engle, que estaba demasiado enfermo ese día para acudir. Aubrey Scott, el sacerdote episcopaliano, a quien no había visto desde la boda de mi madre, fue muy elocuente acerca de la vida inofensiva de Jane, su encanto y su inteligencia. Claro que también había tenido su lado más agrio, pero el reverendo Scott había tildado sutilmente esa característica como «pintoresca». No era un adjetivo que yo hubiese empleado para la canosa de Jane, solterona como yo, me recordé tristemente, preguntándome cuánta gente acudiría a mi funeral. Recorrí con la mirada los rostros que ocupaban los bancos, todos ellos más o menos familiares. Aparte de mí, había otro miembro de Real Murders, un club disuelto en el que Jane y yo habíamos trabado amistad. Se trataba de LeMaster Cane, un hombre de negocios negro. Estaba sentado solo en un banco del fondo.

Decidí que me pondría a su lado en el cementerio para que no se sintiese tan solo. Cuando le murmuré que me alegraba de verlo, respondió:

– Jane era la única persona blanca que me miraba como si no tuviese claro de qué color era mi piel. -Lo cual bastó para cerrarme la boca.

Me di cuenta de que no conocía a Jane tan bien como pensaba. Por primera vez sentí que la echaría de menos realmente.

Pensé en su pequeña y ordenada casa, atestada con los muebles de su madre y sus propios libros. Recordé que le gustaban los gatos y me pregunté si alguien se había hecho cargo de Madeleine, su dorada atigrada. La había llamado así en honor a la prisionera escocesa del siglo XIX Madeleine Smith, la asesina favorita de Jane. Puede que Jane fuera más «pintoresca» de lo que pensé en un principio. No conocía a muchas ancianitas que tuvieran un asesino favorito. A lo mejor yo también era «pintoresca».

Avancé lentamente hacia mi coche, dejando a Jane Engle para siempre en el cementerio de Shady Rest. Creí oír que alguien pronunciaba mi nombre a mi espalda.

– ¡Señorita Teagarden! -jadeó un hombre que corría para alcanzarme. Lo esperé preguntándome qué demonios querría de mí. Su rostro redondo y enrojecido, coronado por un cabello marrón cada vez más escaso, me resultaba familiar, pero fui incapaz de recordar su nombre-. Bubba Sewell -se presentó, dándome un apresurado apretón de manos. Tenía el acento sureño más marcado que había escuchado nunca-. Era el abogado de la señora Engle. Usted es Aurora Teagarden, ¿verdad?

– Sí, disculpe -dije-. Es que me ha cogido por sorpresa. -Recordé que había visto a Bubba Sewell en el hospital durante la enfermedad de Jane.

– Pues menos mal que ha venido hoy -respondió Bubba Sewell. Había recuperado el aliento y lo vi tal como pretendía presentarse a los demás: como un hombre capaz de comprarse un traje caro, sofisticado pero accesible. Un chico bueno de universidad. Sus pequeños ojos marrones me miraban con agudeza y curiosidad-. La señora Engle incluyó una cláusula en su testamento que le concierne -explicó elocuentemente.

– ¿Oh? -Sentí que mis tacones se hundían en el terreno suave y me pregunté si no debería quitarme los zapatos y quedármelos en la mano. Hacía el calor suficiente para humedecerme la cara; por supuesto, las gafas empezaron a deslizarse por mi nariz. Las devolví a su sitio con un empujón de mi dedo índice.

– ¿Cree que podría acompañarme a mi despacho para hablar del asunto?

Miré automáticamente el reloj.

– Sí, tengo tiempo -dije juiciosamente al cabo de una pausa. Era un farol para que el señor Sewell no pensase que era una mujer sin nada que hacer.

Lo cierto es que poco me faltaba para serlo. Un recorte del presupuesto había significado que, para que la biblioteca permaneciese abierta el mismo número de horas, parte de la plantilla tenía que pasar a tiempo parcial. Quería pensar que la primera en sentir el hacha había sido yo por haber sido la última en ser contratada. Ahora solo trabajaba entre dieciocho y veinte horas semanales. Menos mal que no tenía que pagar un alquiler y que tenía un pequeño sueldo como administradora de uno de los inmuebles de mi madre (de hecho, una fila de adosados), porque, de lo contrario, mi situación habría sido muy desesperada.

El señor Sewell me dio unas indicaciones tan precisas para llegar a su despacho que no me habría perdido aun intentándolo. Es más, insistió en que lo siguiera hasta allí. Durante todo el trayecto, puso los intermitentes con tanta antelación que casi giré donde no debía. Además, no paró de hacer indicaciones a través de su espejo retrovisor a la espera de que acusase recibo con algún gesto mío. Dado que siempre había vivido en Lawrenceton, resultó algo innecesario e intensamente irritante. Lo único que me impedía embestir la parte trasera de su coche y luego pedirle disculpas con mucho drama y pañuelos era la curiosidad por lo que iba a contarme.

– No ha costado mucho llegar, ¿eh? -dijo animoso mientras me apeaba del coche en el aparcamiento del edificio Jasper, uno de los bloques de oficinas más antiguos de la ciudad y punto de referencia de mi infancia.

– No -respondí escuetamente, desconfiando de lo que pudiera salir de mi boca.

– Estoy en la segunda planta -anunció el abogado Sewell, supongo que por temor a que me perdiera entre el aparcamiento y la puerta principal. Me mordí el labio y me subí al ascensor en silencio mientras Sewell mantenía una conversación de trámite sobre la asistencia al funeral, cómo afectaría la pérdida de Jane a todo el mundo, el tiempo y por qué le gustaba tener el despacho en el edificio Jasper (la atmósfera… Mucho mejor que en los edificios prefabricados).

Cuando abrió la puerta de su despacho yo me estaba preguntando cómo la mordaz de Jane había soportado a Bubba Sewell. Cuando vi que tenía tres empleados en su diminuto despacho, me di cuenta de que debía de ser más inteligente de lo que aparentaba, además de los inequívocos signos de prosperidad, como adornos del catálogo Sharper Image, cuadros importantes en las paredes, tapicería de cuero en las sillas, etcétera. Observé el despacho de Sewell mientras daba unas instrucciones rápidas a la elegante secretaria pelirroja que se encontraba en la primera línea de defensa. No parecía tonta y lo trató con una especie de respeto amistoso.

– Bueno, bueno, veamos lo suyo, señorita Teagarden -dijo alegremente el abogado cuando nos quedamos a solas-. ¿Dónde está esa carpeta? ¡Santo cielo, tiene que estar en alguna parte de este caos!

Buscó agitadamente entre los papeles que se amontonaban en su escritorio. Por el momento no me había dejado engañar. Por alguna razón, Bubba Sewell encontraba esa imitación de la torpeza de lord Peter Wimsey útil, pero de tonto no tenía un pelo.

– ¡Aquí está! ¡La tuve delante de las narices todo el tiempo! -Agitó la carpeta como si su existencia se hubiese puesto en duda.

Plegué las manos en mi regazo y procuré que el suspiro no fuese demasiado obvio. Tenía todo el tiempo del mundo, pero eso no quería decir que quisiera perderlo como la solitaria audiencia de un monólogo teatral.

– Qué bien, me alegro de que la haya encontrado -dije.

La mano de Bubba Sewell se quedó quieta mientras me lanzaba una aguda mirada desde debajo de sus pobladas cejas.

– Señorita Teagarden -anunció, prescindiendo por completo de su aspecto de buen universitario-, la señora Engle le ha legado todo lo que tenía.


Esas son, sin duda, unas de las palabras más estremecedoras del idioma, pero no tenía intención de dejar caer la mandíbula. Mis manos, que habían estado enroscadas en mi regazo, se aferraron mutua y convulsivamente durante un instante, mientras me permitía recuperar el aliento larga y silenciosamente.

– ¿A qué se refiere con «todo»? -pregunté.

Bubba Sewell me dijo que todo lo que había en la casa de Jane, su contenido y la mayor parte de lo que había en su cuenta bancaria. Había legado su coche y cinco mil dólares a su primo Parnell y su esposa Leah, a condición de que se quedasen con su gata Madeleine. Me sentí aliviada. Nunca había tenido una mascota y no habría sabido muy bien qué hacer con el animal.

No tenía la menor idea de lo que debía hacer o decir. Estaba tan estupefacta que no alcanzaba a pensar qué sería lo más apropiado. Había pasado mi particular luto cuando supe que Jane había muerto, así como un momento antes en la lápida, pero sabía que dentro de poco me sentiría jubilosa, ya que últimamente había tenido problemas económicos. Sin embargo, en ese momento no era capaz de salir de mi asombro.

– ¿Por qué haría algo así? -le pregunté a Bubba Sewell-. ¿Lo sabe usted?

– Cuando vino a hacer el testamento el año pasado, cuando hubo todos esos problemas en el club al que ambas pertenecían, dijo que era la mejor forma que se le ocurría de que al menos alguien no se olvidase nunca de ella. No quería que le pusieran su nombre a un edificio. No era ninguna… -el abogado buscó la palabra adecuada- filántropa. No era una persona pública. Quería legar su dinero a una persona, no a una causa, y no creo que se llevara del todo bien con Parnell y Leah… ¿Los conoce?

Lo cierto es que soy una rareza en el sur; una «visitaiglesias». Había conocido al primo de Jane y a su esposa en una de las iglesias a las que solía acudir, no recordaba cuál, aunque creo que era una de las instituciones más fundamentalistas de Lawrenceton. Cuando se presentaron, les pregunté si estaban relacionados con Jane y Parnell admitió que era el primo, aunque con la boca pequeña. Leah se había limitado a mirarme y articular tres palabras durante toda la conversación.

– Coincidí con ellos -le dije a Sewell.

– Son mayores y no han tenido hijos -explicó el abogado-. Jane pensaba que no la sobrevivirían mucho tiempo y que probablemente dejarían su dinero a su iglesia, cosa que ella no quería. Así que, después de mucho pensárselo, se decidió por usted.

Yo también me permití darle varias vueltas durante un instante. Levanté la vista y me encontré al abogado lanzándome una mirada especulativa con retazos de desaprobación personal. Me imaginé que pensaba que Jane debió dejar su dinero a alguna institución de investigación del cáncer, a la protectora de animales o a algún orfanato.

– ¿Cuánto hay en la cuenta? -pregunté bruscamente.

– Oh, en la cuenta de cheques alrededor de tres mil -dijo-. Tengo los últimos extractos en la carpeta. Por supuesto, aún tienen que pasar algunas facturas de la reciente estancia de Jane en el hospital, pero el seguro se encargará de la mayor parte.

¡Tres mil! No estaba nada mal. Terminaría de pagar mi coche, lo que ayudaría con creces a mi presupuesto mensual.

– Ha dicho «cuenta de cheques» -dije tras pensarlo-. ¿Es que hay otra cuenta?

– Y tanto -contestó Sewell, recuperando su tono más cordial e inofensivo-. ¡Sí, señorita! La señora Jane tenía una cuenta de ahorros que apenas tocó. Intenté animarla un par de veces a que invirtiese, o que al menos comprase un certificado de depósito o un bono, pero se negó. Le gustaba tener su dinero en el banco. -Sewell agitó su incipiente calvicie un par de veces y se reclinó en el sillón.

Durante un fugaz segundo deseé que se volcara con él encima.

– ¿Podría saber cuánto hay en esa cuenta? -pregunté entre unos dientes que no tenía del todo apretados.

Bubba Sewell se encendió. Al fin había hecho la pregunta correcta. Se catapultó hacia delante en su sillón provocando un sonoro crujido, tomó la carpeta y sacó otro extracto bancario.

– Bueeeeno -dijo arrastrando las sílabas, resoplando en la abertura del sobre y sacando el papel que había en su interior-. El mes pasado, esa cuenta tenía…, veamos… Sí, unos quinientos cincuenta mil dólares.

Quizá, después de todo, no sería el peor año de mi vida.

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