Capítulo 6

Mientras recogía de mi puerta el ejemplar dominical del periódico que raramente leía, sabía que la temperatura ya rondaba los treinta grados. El periódico preveía una máxima de treinta y seis para ese día, pero pensé que el pronóstico se había quedado corto. Mi aire acondicionado ya estaba zumbando. Me duché y, poco convencida, me ondulé el pelo con el rizador, intentando llevar un poco de orden al caos. Me hice un café y preparé el desayuno (un panecillo dulce al microondas) mientras echaba un vistazo a los titulares. Me encantan las mañanas de domingo si consigo levantarme lo suficientemente temprano para disfrutar del periódico. Aunque tengo mis límites: solo leo la sección de sociedad si pienso que mi madre aparecerá en ella, y paso absolutamente de las que se refieren a las tendencias de la siguiente temporada. La madre de Amina Day era propietaria de una tienda de ropa de mujer que había bautizado como Great Day [5], y siempre había preferido dejarme aconsejar directamente por ella. Influida por la señora Day, había empezado a desembarazarme de mis prendas de bibliotecaria, mis blusas y mis faldas intercambiables de colores lisos. Ahora, mi fondo de armario era un poco más variado.

Tras apurar el periódico, subí las escaleras y me lavé las gafas en el cuarto de baño. Mientras se secaban, bizqueé, como miope que era, hacia el armario. ¿Qué era lo más adecuado para la novia de un pastor? La manga larga se me antojaba imprescindible, pero hacía demasiado calor. Repasé las perchas que pendían de la barra, tarareando desafinadamente, ensimismada. ¿No debía ser la novia de un pastor vivaz a la par que modesta? Aunque quizá, cerca de los treinta, ya era un poco mayor para ponerme vivaz.

Durante un vertiginoso instante imaginé toda la ropa que podía comprar con mi herencia. Tuve que sacudirme un poco para regresar a la realidad y seguir revisando el armario que tenía aquí y ahora. ¡Allá vamos! Una blusa camisera azul marino, sin mangas, con grandes flores blancas estampadas. Iba con una falda larga, collar y cinturón blancos. Sería perfecto, a juego con mi bolso y mis sandalias blancas.

Ya vestida, con el maquillaje puesto, me volví a poner las gafas y escruté el resultado. El pelo se me había tranquilizado lo suficiente como para parecer convencional, y las sandalias me alargaban considerablemente las piernas. Aunque eran una tortura para caminar, y mi tolerancia para el tacón alto caducaría justo después de asistir a la iglesia.

Caminé tan rápida y seguramente como pude desde la puerta trasera, atravesando el patio, para salir por la verja, hasta el coche, que se encontraba bajo un refugio que cobijaba a todos los coches de los propietarios. Abrí la puerta del conductor de par en par para que se escapase el terrible calor. Al cabo de un minuto, me subí y encendí el aire acondicionado justo después de arrancar el motor. Había trabajado demasiado en mi aspecto como para permitirme llegar a la iglesia episcopaliana embadurnada en sudor.

Acepté una hoja informativa que me tendió un ujier y me senté a una cuidadosamente calculada distancia del púlpito. La pareja de mediana edad del otro extremo del banco me echó una mirada con abierto interés y sendas sonrisas de bienvenida. Les devolví el gesto antes de sumergirme en las indicaciones del himno y el libro de plegarias. Un largo acorde marcó la entrada de sacerdote, acólito, lector laico y coro, y me levanté al igual que el resto de la congregación.

Aubrey estaba guapísimo en sus prendas religiosas. Me fui perdiendo en un embriagador sueño con los ojos abiertos en el que era la esposa del pastor. Me sentía muy rara al haber besado al hombre que conducía el servicio. A continuación, me centré absolutamente en entender el libro de plegarias y dejé de pensar en Aubrey por un momento. Un detalle sobre los episcopalianos: no se pueden dormir durante el servicio a menos que sean cabezadas breves. Hay que levantarse y volver a sentarse demasiadas veces, responder y desplazarse hasta el borde del altar para comulgar. Es un servicio muy ocupado, nada que ver con los de otras iglesias, donde los feligreses son meros espectadores. Y eso que había estado en todas las iglesias de Lawrenceton, salvo quizá una o dos de las negras.

Procuré escuchar con gran atención el sermón de Aubrey, ya que lo más probable es que más tarde tuviera que hacer algún comentario inteligente. Para mi satisfacción, fue un sermón excelente, con algunos argumentos sólidos acerca de las relaciones de trabajo de las personas y también de cómo deberían amoldarse a las enseñanzas religiosas, así como también de las relaciones personales. ¡Y no empleó ni un solo símil deportivo! Mantuve la mirada cuidadosamente baja cuando subí a comulgar y procuré pensar en Dios antes que en Aubrey cuando puso la oblea en mi mano.

Mientras replegábamos los reclinatorios, vi a una de las parejas que estuvieron hablando con Aubrey mientras guardábamos cola en el cine. Me sonrieron y saludaron con la mano y siguieron conversando con la pareja con la que había compartido banco. Después, me sonrieron más radiantemente y la pareja del cine me presentó a la pareja del banco, que me bombardearon con veinte preguntas en tiempo récord para hacer un completo repaso a la nueva querida del pastor.

Me sentía un poco fuera de lugar; lo cierto es que solo habíamos salido una vez. Empecé a desear no haber ido, pero me lo había pedido Aubrey y lo cierto es que había disfrutado del servicio. Al parecer, ahora tenía que pagar el peaje, ya que no veía que fuese a salir muy pronto de allí. La gente había formado un cuello de botella cerca de la puerta de la iglesia, estrechando la mano e intercambiando charlas breves con Aubrey.

– Qué buen sermón -le dije cálidamente cuando finalmente me llegó el turno. Me estrechó la mano con las dos suyas durante un momento, apretó y me soltó. Un gesto sutil y fugaz para demostrarme que era especial, pero sin presumir demasiado.

– Gracias, y gracias también por venir -respondió-. Si vas a estar en casa esta tarde, me gustaría llamarte.

– Si no estoy, deja un mensaje en el contestador y te devolveré la llamada. Quizá tenga que volver a la casa.

Comprendió que me refería a la casa de Jane y asintió, dirigiéndose a la anciana que iba detrás de mí con un alegre: «¡Hola, Laura! ¿Qué tal vas de la artritis?».

Mientras abandonaba el aparcamiento de la iglesia, sentí una marcada desilusión. Supongo que pensé que Aubrey me propondría acompañarle al almuerzo dominical, un gran evento social en Lawrenceton. Mi madre siempre me había invitado a comer los domingos cuando estaba en casa, y me pregunté, no por primera vez, si aún seguiría siendo así tras el regreso de su luna de miel con John Queensland. John era socio del club de campo. Quizá quisiera llevarse a mi madre allí.

Estaba tan desanimada cuando entré en casa por la puerta trasera que me alegró ver que la luz del contestador parpadeaba.

– Hola, Roe, soy Sally Allison. ¡Hace mucho que no nos vemos, nena! Oye, ¿qué es eso que he oído sobre que has heredado una fortuna? Ven a almorzar conmigo si escuchas esto a tiempo o llámame cuando puedas y quedamos para otro día.

Abrí mi agenda por la A, busqué el número de Sally y pulsé la combinación de teclas que lo formaba.

– ¡Diga!

– Sally, acabo de escuchar tu mensaje.

– ¡Genial! ¿Estás libre para almorzar ahora que tu madre sigue de luna de miel?

Sally lo sabía todo.

– Pues la verdad es que sí. ¿Qué has pensado?

– Oh, vente a casa. Me aburría tanto que he hecho un asado con patatas y una ensalada. Me gustaría compartirlo con alguien.

Sally era una mujer soltera, como yo. Pero también estaba divorciada, y era sus buenos quince años mayor que yo.

– Estaré allí en veinte minutos, tengo que cambiarme. Los pies me están matando.

– Pues ponte lo primero que veas cuando abras el armario. Yo me he puesto los pantalones cortos más viejos que he encontrado.

– Vale, hasta luego.

Me quité el vestido azul y blanco y me desprendí de esas incómodas sandalias. Me puse unos pantalones cortos tono oliva y una blusa a juego con unas sandalias mexicanas y bajé las escaleras. Llegué a casa de Sally en veinte minutos.


Sally era reportera en un periódico, la veterana de un matrimonio fugitivo a la edad equivocada que la había dejado con un hijo que criar y una reputación que ganarse. Era una buena reportera, y se aferró (hace algo más de un año) a la esperanza de que informar acerca de los asesinatos múltiples de Lawrenceton le granjearía una oferta laboral ventajosa desde Atlanta; pero eso nunca ocurrió. Sally era una curiosa insaciable y conocía a todo el mundo en la ciudad, y todo el mundo sabía que, para saber lo que pasaba de verdad, Sally era la persona con quien había que hablar. Habíamos pasado por nuestros altibajos como amigas, los momentos buenos cuando compartimos presencia en Real Murders, y casi todos los malos mientras Sally intentó hacerse un nombre profesional a escala nacional, o al menos regional. Había sacrificado muchas cosas en esa apuesta por una vida profesional más luminosa y, cuando la apuesta no salió, lo pasó mal. Pero ahora Sally estaba enmendando sus errores locales, y estaba tan metida en los engranajes del poder local como nunca lo había estado. Si sus informes periodísticos no habían conseguido sacarla de la ciudad, al menos le habían permitido ganar más influencia en ella.

Siempre había visto a Sally muy bien vestida, con trajes caros y zapatos que le duraban mucho. Cuando llegué a su casa, vi que Sally era una ahorradora, como quien dice. Su pequeña casa no era tan bonita como la de Jane y estaba situada en un barrio donde no se cuidaba tanto del césped. Su coche no había sido lavado en semanas y yacía en su polvoriento esplendor a la intemperie. Meterse ahí debía de ser como entrar en un horno. Pero la casa era fresca, con varios aires acondicionados en las ventanas que lanzaban una gélida corriente que casi congeló el sudor de mi frente.

El pelo de Sally estaba tan perfecto como siempre. Era como si pudiese quitárselo y ponérselo sin que uno solo de sus broncíneos rizos se descolocara. Pero en vez de uno de sus habituales trajes clásicos, Sally vestía unos pantalones cortos y una vieja camiseta de trabajo.

– ¡Chica, qué calor hace! -exclamó mientras me dejaba pasar-. Me alegro de no tener que trabajar hoy.

– Hace buen día para quedarse en casa -convine, paseando una mirada curiosa por la casa. Nunca había entrado en ella antes. Estaba claro que la decoración le importaba un bledo. El sofá y los sillones estaban tapados con unas colchas de lo más desafortunadas, y la mesa de centro estaba llena de rodales. Mi ojo de administradora inmobiliaria me reveló que toda la casa necesitaba una mano de pintura. Pero la librería estaba maravillosamente nutrida de los volúmenes favoritos de Crimen Organizado de Sally, y el olor proveniente de la cocina era delicioso. Se me hizo la boca agua.

Pero, claro, tendría que pagar por esa suculenta comida con información, aunque quizá mereciese la pena.

– ¡Vaya, eso huele de maravilla! ¿Cuándo estará listo?

– Ahora estoy con la salsa. Acompáñame y charlemos mientras la remuevo. ¿Una cerveza? Tengo algunas botellas frías.

– Claro, tomaré una. Mientras esté helada…

– Toma, bebe un poco de agua fría antes para quitarte la sed y luego bebe la cerveza para regalarte el paladar.

Me bebí el vaso de agua de un trago y desenrosqué el tapón de la botella de cerveza. Sally había sacado uno de esos agarradores de botella sin que tuviese siquiera que pedirlo. Cerré los ojos para apreciar cómo caía la cerveza fría por mi garganta. No suelo beber cerveza en ninguna otra época del año, pero si hay una bebida hecha para el verano en el sur, es esa. Cerveza muy fría.

– Oh -murmuré, feliz.

– Ya lo sé. Si no me controlase, me bebería un paquete de seis botellas completo mientras cocino.

– ¿Quieres que ponga la mesa o algo?

– No, ya lo he preparado todo, creo. En cuanto la salsa esté lista… Oh, a ver las galletas…, sí están bien doraditas…, podemos empezar a comer. ¿He sacado la mantequilla?

Eché un vistazo a la mesa, que estaba a un par de metros del fogón. Sally debía de haberse cocido ahí.

– Ahí está -le dije.

– Vale, pues allá vamos. Asado, galletas, patatas asadas y ensalada. Y de postre… -Sally destapó una bandeja, triunfal-. ¡Pastel rojo de queso!

– Sally, estás inspirada. Hacía años que no lo comía.

– Es una receta de mi madre.

– Esas son siempre las mejores. Eres muy lista. -Un buen cumplido sureño que podía significar prácticamente cualquier cosa, pero en esta ocasión era literal. No soy una persona que suela cocinar menús completos para sí misma. Sé que la gente soltera debe cocinar menús completos, poner la mesa y actuar como si tuviesen compañía, vale, pero ¿cuántos solteros lo hacen realmente? Al igual que Sally, cuando cocino para una comida importante, deseo que otros puedan apreciarla y disfrutar de ella.

– Bueno, ¿qué es eso de ti y el cura?

Directa al grano.

– Sally, al menos espera a que haya comido algo -dije-. ¿Lo valdrá el asado?

– ¿Qué?

– Oh, Sally, en realidad no es nada. He tenido una cita con Aubrey Scott, fuimos al cine. Nos lo pasamos bien y me pidió que asistiese a su iglesia, cosa que hice.

– ¿Fuiste? ¿Cómo fue su sermón?

– Muy bueno. Tiene la cabeza bien amueblada, de eso no cabe duda.

– ¿Te gusta?

– Sí, me gusta, pero eso es todo. Qué me dices de ti, Sally, ¿sales con alguien?

Sally siempre estaba tan ocupada haciendo preguntas a los demás que rara vez se las hacía a sí misma. Parecía bastante satisfecha.

– Bueno, ya que lo preguntas, sí.

– Pues cuéntame.

– Te va a hacer gracia, pero salgo con Paul Allison.

– ¿El hermano de tu marido?

– Sí, ese Paul Allison -dijo, agitando la cabeza, como si estuviese asombrada ante su propia locura.

– Me has dejado sin aliento. -Paul Allison era policía, un detective unos diez años mayor que Arthur (no muy de su agrado o del de Lynn, si no recordaba mal). Paul era un solitario, un hombre que nunca se había casado y que abrazó la camaradería del cuerpo de policía con mucho gusto. Tenía un decreciente pelo marrón, hombros anchos, agudos ojos azules y aire audaz. Lo había visto en muchas fiestas a las que asistí con Arthur, pero nunca lo había visto con Sally.

– ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? -pregunté.

– Unos cinco meses. Estuvimos en la boda de Arthur y Lynn. Intenté pillarte entonces, pero te fuiste de la iglesia antes de dar contigo. ¿Cómo es que no te vi en la recepción?

– Tenía un horrible dolor de cabeza y creí que estaba incubando una gripe. Me fui a casa.

– Oh, pues fue una recepción como otra cualquiera. Jack Burns se pasó con la bebida y quiso arrestar a uno de los camareros, a quien recordaba haber metido en prisión por asuntos de drogas.

Ahora me alegraba incluso más de habérmela perdido.

– ¿Qué tal Perry? -pregunté sin demasiado entusiasmo tras una pausa. Lamentaba sacar el tema del pobre y enfermo Perry, pero era de obligada cortesía.

– Gracias por preguntar -dijo-. Mucha gente ni siquiera se atreve por ser un enfermo mental en vez de tener cáncer o algo así. Pero sí que aprecio que se haga, y voy a verlo todas las semanas. No quiero que la gente se olvide de que sigue vivo. En serio, Roe, la gente actúa como si hubiese muerto solo porque está mentalmente enfermo.

– Lo lamento, Sally.

– Bueno, que sepas que agradezco que me preguntes. Está mejor, pero aún no está listo para salir. Puede que dentro de otros dos meses. Paul me ha estado acompañando a verlo las últimas tres o cuatro veces.

– Debe de quererte mucho, Sally -le dije de corazón.

– Bueno -respondió y se le iluminó la cara-, ¡la verdad es que eso creo! Trae tu plato, creo que está listo.

Nos servimos en el fogón, lo cual me pareció muy bien. Ya en la mesa, untamos nuestras galletas con mantequilla y bendijimos la comida antes de lanzarnos como si nos estuviésemos muriendo de hambre.

– Supongo -dije tras declarar a Sally lo bueno que me parecía todo- que querrás que te cuente cosas de la casa de Jane.

– ¿Tanto se me nota? Bueno, lo cierto es que algo había oído, ya sabes que todo el mundo habla, y pensé que preferirías que te preguntase directamente antes de aceptar cualquier versión de segunda mano.

– ¿Sabes?, tienes razón. Preferiría que supieses la verdad y lejos de los circuitos del cotilleo. Me pregunto quién ha empezado a hablar.

– Eh, bueno…

– Parnell y Leah Engle -aventuré de repente.

– Has acertado a la primera.

– Está bien, Sally. Te voy a dar una exclusiva local. Esto no tiene que llegar de ninguna manera al periódico, pero hablas con todo el mundo, así que les puedes dar la versión de primera mano.

– Soy toda oídos -dijo Sally con una expresión absolutamente seria.

Así que le relaté la historia editada y enmendada, pasando por alto la cantidad de dinero, por supuesto.

– ¿Y sus ahorros también? -preguntó Sally, celosa-. Pero qué suerte tienes. ¿Y es mucho?

La alegría volvió a envolverme, como hacía de vez en cuando, siempre que me olvidaba de la calavera y recordaba el dinero. Sonreía abiertamente.

Sally cerró los ojos, tratando de imaginar cómo se sentiría si de repente fuese la dueña de tanto dinero.

– Es genial -dijo como en una ensoñación-. Me siento bien solo de saber que le ha pasado a alguien. Es como ganar la lotería.

– Sí, salvo que Jane tuvo que morir para que me tocase el gordo.

– Dios mío, chica, era mayor como ella sola.

– Oh, Sally, la gente puede envejecer mucho más hoy en día. Apenas rondaba los setenta.

– Eso es mucho. Yo no duraré tanto.

– Pues espero que sí -dije tibiamente-. Quiero que me vuelvas a hacer unas galletas.

Hablamos un poco más sobre Paul Allison, quien al parecer estaba haciéndola muy feliz. Luego le pregunté por Macon Turner, su jefe.

– Tengo entendido que se está viendo con mi no sé si llamarla nueva vecina, Carey Osland -dije casualmente.

– Están como locos el uno con la otra, y no es reciente -respondió Sally con un amplio asentimiento-. Esa Carey es muy atractiva para el sexo opuesto. Tiene un dilatado historial de novios… y maridos.

Comprendí lo que quería decir a la perfección.

– ¿Ah, sí?

– Por supuesto. Primero se casó con Bubba Sewell, cuando él era un don nadie, apenas un abogado recién salido de la universidad. Eso se torció y se casó con Mike Osland, quien, por los clavos de Cristo, se fue una noche a por pañales y nunca volvió. Todos sintieron mucha lástima por ella cuando la abandonó su marido, y yo, al haber compartido en cierto modo experiencia, no fui menos. Pero no dejo de pensar que quizá tuviera una razón para salir corriendo.

Mi atención se agudizó. Varios escenarios desfilaron en mi mente. El marido de Carey mata a su amante y huye. El amante podría haber sido Mark Kaplan, el desaparecido inquilino de los Rideout, o un desconocido. O quizá Mike Osland podría haber sido el propietario de la calavera, reducido a ese estado a manos del amante de Carey o la propia Carey.

– Pero tiene a una cría en casa -dije en honor a la justicia.

– Me pregunto qué le dirá a esa niña cuando tenga compañía nocturna -contestó Sally, sirviéndose más asado.

No me gustaba ese giro de la conversación.

– Pues fue muy maja conmigo cuando se pasó para darme la bienvenida al vecindario -empecé, con el tono adecuado para terminar la frase en ese punto. Sally me lanzó una mirada elocuente y me preguntó si quería más asado.

– No, gracias -dije, lanzando un suspiro para indicar que estaba llena-. Estaba buenísimo.

– Lo cierto es que Macon está más tratable en la oficina desde que sale con Carey -explicó Sally bruscamente-. Empezó a verse con ella cuando se fue su hijo, y la verdad es que le ha ayudado mucho a llevarlo.

– ¿Qué hijo? -No recordaba que mi madre me mencionase a ningún hijo durante el tiempo que estuvo saliendo con él.

– Tiene un hijo de dieciocho o diecinueve años, puede que un poco más ahora. Macon se mudó aquí después de divorciarse y se trajo al chico. Unos siete años hace de eso. Al cabo de unos meses, el chico (se llamaba Edward, creo) decidió que cogería unos ahorros que su madre le había dejado y desapareció. Le dijo a Macon que se iba a la India o algún lugar así, para meditar, comprar drogas o alguna cosa de esas. Una locura. Por supuesto, Macon cayó en una profunda depresión, pero no pudo hacer nada para detenerlo. El chico le escribió durante una temporada, incluso llamaba una vez al mes…, pero luego dejó de hacerlo. Y, desde entonces, Macon no ha visto un pelo de su hijo.

– Es terrible -afirmé, horrorizada-. ¿Sabe alguien qué le pudo pasar?

Sally sacudió la cabeza con aire pesimista.

– A saber lo que pudo pasarle yendo solo por un país cuyo idioma ni siquiera conocía.

Pobre Macon.

– ¿Su padre viajó hasta allí?

– Habló de ello un tiempo, pero decidió consultarlo con el Departamento de Estado y se lo desaconsejaron. Ni siquiera sabía dónde estaba Edward cuando desapareció… Podría estar en cualquier lugar desde que escribió la última carta que recibió Macon. Recuerdo que alguien de la embajada de allí se desplazó hasta el último sitio desde el que escribió Edward y, según lo que le dijeron a Macon, aquello estaba lleno de europeos que iban y venían, y nadie se acordaba de Edward. Al menos eso era lo que contaban.

– Eso es horrible, Sally.

– Y tanto. Creo que estar en un hospital mental, como Perry, es mucho mejor, en serio. ¡Al menos sé dónde está!

Una verdad indiscutible.

Perdí la mirada en mi botella de cerveza. Otro desaparecido que añadir a la lista. ¿Eran los últimos restos de Edward Turner lo que había guardado en la bolsa de la manta de mi madre? Dado que Macon le había dicho a todo el mundo que supo del muchacho después de su marcha, Macon debía de ser el culpable. Sonaba a final de telenovela.

– No se pierda el episodio de mañana -murmuré.

– Es como un folletín -comulgó Sally-, pero trágico.

Empecé a preparar mi partida. La comida estaba buenísima; la compañía, al menos, interesante y a veces incluso divertida. Esta vez, Sally y yo nos despedimos razonablemente satisfechas la una con la otra.


Al salir de la casa de Sally, recordé que debía comprobar cómo estaba Madeleine. Hice una parada en la tienda y compré algo de comida para gatos y otro saco de arena. Entonces me di cuenta de que aquello tenía pinta de algo permanente en vez de un apaño de dos semanas, mientras los Engle disfrutaban de sus vacaciones en Carolina del Sur.

Al parecer, tenía una mascota.

Lo cierto es que estaba deseando volver a ver al animal. Abrí la puerta de la cocina de la casa de Jane con la mano que me quedaba libre, la otra ocupada con las bolsas de la tienda.

– ¿Madeleine? -llamé. Ninguna dictadora ronroneante vino a recibirme-. ¿Madeleine? -repetí, algo más insegura.

¿Se habría escapado? La puerta trasera estaba cerrada, las ventanas también. Miré en el dormitorio de invitados, ya que el intruso se había colado por ahí, pero la ventana nueva seguía intacta.

– ¿Gatita? -dije con un deje melancólico. Y en ese momento creí oír un ruido. Temiendo no sé qué, me asomé al dormitorio de Jane. De nuevo ese ruido. ¿Le había hecho alguien daño a la gata? Empecé a temblar. Estaba segura de que iba a encontrarme con un horror. Había dejado la puerta del armario de Jane medio abierta, y estaba segura de que el ruido provenía del interior. Abrí la puerta del todo con el aliento contenido y los dientes apretados.

Madeleine, aparentemente intacta, estaba hecha un ovillo sobre la bata de Jane, que se había caído al fondo del armario mientras empaquetaba la ropa. Estaba tumbada de lado, los músculos tensos.

Estaba pariendo.


– ¡Ay, madre! ¡Ay, madre, ay, madre, ay, madre! -Me dejé caer sobre la cama. La energía parecía haberme abandonado. Madeleine me lanzó una dorada mirada y siguió a lo suyo-. ¿Por qué yo, Señor? -pregunté con autocompasión, aunque me daba la sensación de que Madeleine podría decir lo mismo si pudiera. En realidad, aquello era bastante interesante. ¿Le importaría que observara? Al parecer no, porque no siseó ni intentó arañarme cuando me senté en el suelo, justo en la puerta del armario, para hacerle compañía.

Por supuesto, Parnell Engle estaba perfectamente enterado de la preñez de Madeleine, y de ahí su satisfacción cuando le dije que me la quedaría un tiempo.

Lo sopesé durante unos segundos, intentando decidir si eso saldaba las cuentas entre los dos. Puede que sí, ya que la gata había parido ya tres crías, y parecía que había más de camino.

No paraba de decirme que estaba presenciando el milagro del nacimiento. Aunque era algo bastante sucio. Madeleine contaba con todas mis simpatías. Lanzó una última exhalación y de ella salió otro diminuto y viscoso gatito. Deseaba dos cosas: que ese fuese el último y que la madre no tuviese ninguna dificultad, porque yo era la última persona que podía ayudarla en este mundo. Al cabo de los minutos, pensé que mis dos deseos habían quedado satisfechos. Madeleine se dedicó a limpiar a sus crías. Las cuatro permanecían tumbadas, apenas realizando algún movimiento casi imperceptible, los ojos cerrados, indefensas como ellas solas.

Madeleine me miró con la agotada superioridad de quien acaba de superar valientemente un gran hito. Me preguntaba si tenía sed; le traje su cuenco del agua, y el de la comida también. Se levantó al cabo del rato para beber un poco, pero no parecía interesada en comer. Volvió a acurrucarse junto a sus crías. Parecía encontrarse perfectamente, así que me levanté y fui a sentarme al salón. Me quedé mirando los estantes de los libros, preguntándome qué demonios iba a hacer con cuatro gatitos recién nacidos. En un estante, apartado de los que contenían volúmenes de asesinatos auténticos y de ficción, vi varios libros sobre gatos. Quizá esa debía ser mi siguiente lectura.

Justo encima se encontraba la colección de Jane sobre Madeleine Smith, la envenenadora escocesa y personaje favorito de Jane. Todos los que fuimos miembros de Real Murders teníamos uno o dos favoritos. La del nuevo marido de mi madre era Lizzie Borden. Yo me decantaba más por Jack el Destripador, aunque bajo ningún concepto había alcanzado el grado de «destripadoróloga».

Pero Jane Engle siempre había sido una forofa de Madeleine Smith. Madeleine había sido liberada tras no hallarse pruebas de su culpabilidad en el juicio. Casi con toda seguridad había envenenado a su pérfido examante, un funcionario, para poder casarse en su entorno de clase media alta sin que el funcionario revelara sus intimidades. El veneno era curiosamente una especie de venganza secreta; el desventurado L’Anglier se había engañado a sí mismo, creyendo que trataba con una chica del montón de su época, si bien el ardor de sus expresiones físicas de amor debería haberle hecho ver lo pasional que era. Esa pasión incluía el afán de mantener su nombre limpio y su reputación intacta. L’Anglier amenazó con mandar sus explícitas cartas de amor a su padre. Madeleine fingió pretender una reconciliación y vertió arsénico en la taza de chocolate de L’Anglier.

A falta de nada mejor que hacer, saqué uno de los libros de Smith y empecé a hojearlo. Se abrió con mucha facilidad. Tenía un post-it amarillo pegado en lo alto de una página.

La nota, con letra de Jane, decía: «Yo no lo hice».

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