Capítulo 12

Me desperté. Supe dónde estaba al instante; en la casa de Jane. Saqué las piernas por un lado de la cama automáticamente, dispuesta a iniciar mi excursión hasta el baño. Pero, de una forma lenta y sonámbula, me di cuenta de que no necesitaba ir.

Los gatos estaban en silencio.

Entonces, ¿por qué me había despertado?

Entonces oí movimiento en otra parte de la casa y vi un haz de luz destellar por el pasillo. Había alguien más en la casa. Apreté los labios frenéticamente para no gritar.

El reloj de mesilla de Jane tenía un lado que brillaba e iluminaba la silueta del teléfono que tenía al lado. Con dedos casi inútiles, levanté el auricular, con tanto cuidado, tanto cuidado… Ni un solo ruido. Menos mal que era de los de botones. Por puro instinto, pulsé el número que mejor conocía, uno que traería ayuda antes que el 911.

– ¿Diga? -respondió una voz somnolienta en mi oído.

– Arthur -susurré-. Despierta.

– ¿Con quién hablo?

– Soy Roe, estoy al otro lado de la calle, en la casa de Jane. Alguien ha entrado.

– Estaré allí en un minuto. No hagas ruido. Escóndete.

Colgué el auricular muy delicadamente, muy suavemente, intentando controlar mis manos. «Oh, Señor, no permitas que haga ningún ruido».

En ese momento supe lo que me había delatado. Fue cuando bajé la mirada al ser mencionada la calavera, durante la fiesta. Alguien había estado observando, a la espera de una reacción justamente parecida.

Me puse las gafas mientras pensaba. Tenía dos opciones de escondite: bajo la cama o en el armario, con los gatos. El intruso estaba en el cuarto de invitados, apenas a unos pasos por el pasillo. Podía ver el haz de la linterna yendo y viniendo, ¡buscando otra vez la maldita calavera! El mejor escondite sería el gran armario de la ropa sucia, en el baño; yo era lo bastante pequeña como para caber ahí, ya que tenía prácticamente el mismo tamaño que el armario de la colada, justo encima. Si me ocultaba en el armario del dormitorio, el intruso podría oír el ruido de los gatos y sentirse tentado a investigar. Pero ahora no podía arriesgarme a salir hacia el baño. El haz de la linterna era demasiado impredecible.

En respuesta a mis pensamientos, o eso parecía, la luz salió del cuarto de invitados para dirigirse al salón a través del pequeño pasillo y el pasaje abovedado. Una vez dentro del salón, salí de la cama de puntillas…

… Y aterricé justo en la cola de Madeleine. La gata maulló desbocadamente, yo grité y una desconcertada exclamación surgió del salón. Oí pasos sordos y, cuando la luz de la linterna llegó a la puerta, hizo una pausa, quizá en busca de un interruptor de la luz. Di un salto. Golpeé a alguien justo en el pecho, le rodeé el ancho cuello con el brazo y con la mano izquierda le agarré un puñado de pelo corto y tiré con todas mis fuerzas. Algún fragmento de un curso de autodefensa que hice afloró en mi mente y empecé a gritar con toda la fuerza de mis pulmones.

Algo me golpeó con tremenda fuerza en la espalda, pero mi reacción fue afianzar mi presa del cuello y tirar del pelo con más fuerzas aún.

– Para -siseó una voz grave-. ¡Para, para!

Y recibí una lluvia de golpes en la espalda y en las piernas. Con tanto zarandeo y mi propio peso, se estaba deshaciendo de mí. Tenía que dejar de gritar para recuperar el aliento. Pero conseguí reponer el aire en los pulmones y abrí la boca para reanudar el grito cuando se encendieron las luces.

Mi atacante se volvió para encararse a la persona que había dado al interruptor, y en ese movimiento me arrojó al suelo, donde aterricé de mala manera y trastabillé hasta el poste de la cama. Más cardenales para la colección.

Lynn Liggett Smith estaba apoyada en la pared del pasillo, respirando pesadamente, con una pistola en la mano apuntando hacia Torrance Rideout, que solo iba «armado» con su linterna. Si la linterna hubiese sido un cuchillo, me hubiera estado desangrando por una docena de heridas; aun así, me sentía como si el ejército de Lee hubiese pasado sobre mí. Me agarré al poste de la cama, jadeando. ¿Dónde estaba Arthur?

Torrance tomó nota de la débil postura de Lynn y su barriga hinchada y se volvió hacia mí.

– Tienes que decírmelo -exclamó desesperadamente, como si Lynn ni siquiera se encontrase allí-. Tienes que decirme dónde está la calavera.

– Pon las manos contra la pared -ordenó Lynn con tono cortante, aunque débil-. Soy agente de policía y no dudaré en disparar.

– Estás embarazada de nueve meses y a punto de parir -contestó Torrance por encima de su hombro. Volvió a mirarme-. ¿Dónde está la calavera? -Su ancha cara estaba surcada por arrugas que nunca había visto antes, y la sangre le caía del cráneo hasta la camisa blanca. Al parecer, le había arrancado un poco de pelo.

Lynn disparó al techo.

– Pon las manos contra la pared, maldito bastardo -repitió fríamente.

Él obedeció.

No se había dado cuenta de que, si Lynn disparaba, había bastantes probabilidades de que me diese a mí también. Antes de que se le ocurriese la idea, me desplacé hasta el otro lado de la cama. Pero entonces dejé de ver a Lynn. Ese dormitorio era demasiado pequeño. No me gustaba la idea de que Torrance se encontrara entre la puerta y yo.

– Roe -dijo Lynn desde el pasillo lentamente-. Cachéalo para ver si tiene una pistola. O un cuchillo. -Hablaba desde el dolor.

Odiaba la idea de acercarme tanto a Torrance. ¿Respetaba lo suficiente la pistola de Lynn? ¿Había captado la debilidad en su voz? Por un momento, deseé que le hubiese disparado.

La única noción de cachear a un sospechoso procedía de las películas. Sentí un abrumador asco al tocar el cuerpo de Torrance, pero apreté los labios y lo registré con las manos.

– Solo tiene monedas sueltas en el bolsillo -indiqué con voz ronca. Mis gritos me habían pasado más factura a mí que a los oídos de Torrance.

– Vale -dijo Lynn lentamente-. Toma las esposas.

Cuando la miré a la cara, me quedé pasmada. Tenía los ojos muy abiertos y llenos de miedo y se estaba mordiendo el labio inferior. Sostenía la pistola con firmeza, pero saltaba a la vista que le hacía falta cada gramo de fuerza de voluntad para lograrlo. La moqueta estaba más oscura bajo sus pies, que estaban calzados con unas chanclas rosas, una más oscura que la otra. Miré con más detenimiento. Lo que confería la diferencia de tono era la humedad. Un fluido le caía por las piernas. El aire se había impregnado de un olor extraño. Lynn había roto aguas.

¿Dónde estaba Arthur?

Cerré los ojos un momento, sumida en una honda consternación. Cuando los volví a abrir, Lynn y yo nos estábamos intercambiando miradas de pánico, pero Lynn endureció su mirada y me ordenó:

– Coge las esposas, Roe.

Estiré el brazo por la estrecha puerta y las cogí. Una vez, Arthur me enseñó cómo se usaban las suyas, así que no me costaría cerrarlas alrededor de las muñecas de Torrance.

– Extiende las manos por detrás -dije tan exasperada como pude. Lynn y yo perderíamos el control en cualquier momento. Le había puesto una de las esposas cuando Torrance se volvió. Giró rápidamente el brazo esposado y la parte suelta de las esposas me golpeó en la cabeza. Pero ¡no debía hacerse con la pistola! Lo agarré por donde pude, cegada por el dolor, y lo entorpecí lo suficiente como para que los dos aterrizáramos en el suelo, rodando por el espacio limitado, luchando yo por mi propia vida y él intentando librarse desesperadamente de mí.

– ¡Torrance, para! -gritó otra voz, y todos nos quedamos quietos, él sobre mí, resoplando, y yo debajo, apenas capaz de respirar. Por encima de su hombro podía ver a Marcia, su pelo aún bien peinado, aunque se veía que se había vestido apresuradamente-. Cariño, ya no supone ninguna diferencia, tenemos que parar -dijo ella dulcemente. Torrance se apartó de mí para volverse hacia ella y dedicarle una dura mirada. Entonces Lynn sollozó; un sonido terrible.

Fue como si Torrance hubiese sido hipnotizado por su mujer. Me arrastré entre ellos para alejarme. De hecho, rocé la pierna de Marcia al pasar. Ambos me obviaron de la manera más escalofriante.

Lynn se había dejado caer, la espalda apoyada en la pared. Estaba haciendo un valiente esfuerzo por mantener la pistola en alto, pero ya era incapaz. Al verme, sus ojos me lanzaron una llamada de socorro y su mano cayó al suelo, soltando el arma. La cogí y me di la vuelta, dispuesta de alguna manera a disparar a la pareja Rideout, nuestros recientes anfitriones. Pero seguían embelesados la una con el otro. Podría haberlos acribillado a los dos sin problemas. Con el mismo sentimiento de ofensa de una niña cuyos padres adultos no se toman su rabia en serio, me giré hacia Lynn.

Tenía los ojos cerrados y su respiración era espasmódica. Entonces me di cuenta de que estaba controlándola.

– Vas a parir -dije con gravedad.

Ella asintió, los ojos cerrados, sin dejar de respirar profundamente.

– Has pedido ayuda, ¿verdad?

Volvió a asentir.

– Arthur debía de estar de servicio, eras tú la del teléfono -observé, y me dirigí hacia el baño que tenía a mis espaldas para lavarme las manos y traer algunas toallas-. No tengo ni idea de cómo se traen los bebés al mundo -le dije a mi reflejo en el espejo, me empujé las gafas sobre la nariz, me maravillé de que no se me hubieran roto en el forcejeo y volví junto a Lynn. Le levanté la falda del camisón cautelosamente y dispuse las toallas debajo de ella mientras levantaba las rodillas.

– ¿Dónde está la calavera? -me preguntó Torrance. Su voz estaba teñida de derrota.

– En casa de mi madre, en un armario -informé escuetamente, mi atención absorta por Lynn.

– Entonces Jane la tuvo todo el tiempo -dijo con una voz seca que se había desprendido de toda incertidumbre-. Esa vieja la tuvo todo el tiempo. Estaba furiosa después de lo del árbol, ya sabes. No me lo podía creer, tantos años de buenos vecinos, y entonces esa estupidez con el árbol. Lo siguiente que supe fue que había un agujero en el jardín y la cabeza había desaparecido, pero nunca relacioné las dos cosas. Incluso dejé la casa de Jane en último lugar porque pensaba que era el escondite menos probable.

– Oh, Torrance -exclamó Marcia lastimeramente-. Ojalá me lo hubieras dicho. ¿Fuiste tú quien irrumpió en todas las casas?

– Buscaba la cabeza -admitió-. Sabía que alguien de por aquí la tenía, pero nunca se me habría ocurrido que fuese Jane. Debía de ser alguien que me viera enterrándolo, pero no Jane, no esa dulce anciana. Estaba seguro de que si me hubiera visto hacerlo, habría llamado a la policía. Y tuve que esperar -Torrance vagó sin rumbo- tanto tiempo entre casa y casa porque, después de cada incidente, la gente se volvería más y más cauta…

– Incluso fingiste que alguien entró en nuestra casa -se maravilló su mujer.

Con cuidado, eché un vistazo bajo el camisón. Enseguida lo lamenté.

– Lynn -le dije dubitativamente-, creo que he visto lo que parece la cabeza del bebé.

Lynn asintió enfáticamente. Abrió los ojos de golpe, centrando la mirada en algún punto de la pared de enfrente. Su respiración se descontroló durante un momento.

– ¡No te rindas ahora! -la animé con firmeza. Lynn era la única persona que sabía lo que estaba pasando. Pareció tomarse eso como un consejo compasivo y me apretó la mano hasta que pensé que iba a gritar otra vez.

De repente, recuperó el aliento y todo su cuerpo se tensó.

Volví a echar un vistazo.

– Oh, Dios -resoplé. Aquello era sin duda mucho peor que ver parir a Madeleine. Seguí mi propio consejo y no me rendí, a pesar de mis apremiantes deseos de salir gritando de la casa para no volver. Me deshice de la mano de Lynn y me centré en su entrepierna. Apenas había espacio. Menos mal que era una persona pequeña.

Lynn volvió a tensarse.

– Está bien, Lynn -dije, tranquilizadora-, ya viene. Yo lo sacaré.

Lynn pareció aliviarse por una fracción de segundo.

– ¿De quién es la calavera? -le pregunté a Torrance. Marcia se había dejado caer al suelo, y estaban los dos sentados, rodilla con rodilla, agarrados de las manos.

– Oh -dijo él desinteresadamente-, es de Mark. Mark Kaplan. El muchacho que nos alquiló el apartamento.

Lynn redobló fuerzas y volvió a empujar. Tenía los ojos vidriosos y a mí me entró el pánico. No sin titubear, coloqué las manos donde pensé que podrían ser de ayuda.

– Lynn, veo algo más que la cabeza -le informé.

Por asombroso que parezca, Lynn sonrió. Se recompuso y empujó.

– Tengo la cabeza, Lynn -anuncié con voz temblorosa. Intentaba sonar confiada, pero no lo conseguí. ¿Se rompería el cuello del bebé si lo dejaba colgar? Oh, Jesús bendito, necesitaba ayuda, yo no podía con eso.

Lynn volvió a empujar.

– Los hombros -susurré, sosteniendo esa cosita diminuta, frágil y ensangrentada-. Un empujón más y debería salir -dije con tono reconfortante, sin la menor idea de lo que estaba diciendo. Pero parecía que daba ánimos a Lynn, así que aunó fuerzas y siguió empujando. Ojalá pudiese tomarse un descanso, y yo de paso, pero resultó que le había dicho la verdad, por pura ignorancia. Lynn empujó como si estuviese en las Olimpiadas del alumbramiento y la cosita resbaladiza salió disparada de su cuerpo como un balón lanzado, o eso me pareció a mí. Lo cogí al vuelo.

– ¿Qué? -preguntó Lynn débilmente.

Me llevó un momento de pura estulticia comprender lo que quería preguntar. ¡Tenía que hacer algo! ¡Tenía que conseguir que se echara a llorar! ¿No era eso importante?

– Sostenlo por las piernas hacia abajo y dale un golpecito en la espalda -indicó Marcia-. Es lo que hacen en la televisión.

Sumida en el terror, eso hice. El bebé dejó escapar un aullido. ¡Respiraba, estaba vivo! Menos mal. Si bien aún ligada a Lynn, la criatura se encontraba bien por el momento. ¿Debía hacer algo con el cordón umbilical? ¿Qué? En ese momento oí sirenas acercándose. Gracias a Dios.

– ¿Qué? -inquirió Lynn con más urgencia.

– ¡Una niña! -exclamé tontamente-. ¡Es una niña! -Sostuve a la pequeña de la forma que lo había visto en las imágenes, mientras hacía planes para quemar el camisón rosa.

– Bueno -dijo Lynn con una diminuta sonrisa mientras alguien llamaba con fuerza a la puerta-, que me maten si le pongo tu nombre.


Hizo falta algo de tiempo para solucionar la situación en la pequeña casa de Jane, que parecía más concurrida que nunca con toda la policía de Lawrenceton dentro.

Algunos de los agentes, al ver a la antigua novia de Arthur arrodillada ante su nueva esposa, ambas ensangrentadas, supusieron que era a mí a quien debían arrestar. Pero ponerme las esposas no era cosa fácil, habida cuenta de que sostenía al bebé, que aún estaba ligado a Lynn. Y cuando todos se dieron cuenta de que sostenía a un neonato y no algún trozo de las entrañas de Lynn, se volvieron locos. Nadie parecía recordar que se había producido un allanamiento y que, por consiguiente, el asaltante podría estar presente en el escenario.

Arthur había salido en respuesta a una llamada por robo, pero cuando llegó estaba tan asustado que venía dispuesto a matar a cualquiera. Sostenía su pistola vagamente y, cuando divisó a Lynn y toda la sangre, se puso a gritar.

– ¡Una ambulancia, una ambulancia!

El propio Jack Burns se abrió paso entre los Rideout para usar el teléfono del dormitorio.

Arthur apareció a mi lado en un abrir y cerrar de ojos, balbuceando.

– ¡El bebé! -dijo. No sabía qué hacer con su pistola.

– Guarda esa pistola y coge al bebé -mandé con una contundencia que me sorprendió-. Todavía está enganchado a Lynn y no sé qué hacer al respecto.

– Lynn, ¿cómo te encuentras? -preguntó Arthur, aún estupefacto ante lo que estaba pasando.

– Cariño, cúbrete el traje con una toalla y coge a tu hija -ordenó Lynn con debilidad.

– Dios m… Oh. -Se enfundó la pistola y cogió una toalla del montón que yo había traído. Me pregunté si Jane se habría imaginado alguna vez que las toallas blancas con sus iniciales bordadas se usarían alguna vez para asistir a un parto. Entregué al bebé con presteza y me incorporé, temblando debido a un cóctel de miedo, dolor y shock. Estaba más que feliz de abandonar mi posición entre las piernas de Lynn.

Uno de los auxiliares de ambulancia se me acercó y dijo:

– ¿Eres la parturienta? ¿Te han herido?

Señalé con dedo tembloroso a Lynn. No podía culpar al hombre por pensar que estaba herida; estaba cubierta de sangre, de Lynn, de Torrance y un poco de la mía.

– ¿Estás bien?

Miré hacia el origen de la voz y descubrí que era Torrance. Aquello era de lo más extraño.

– Me pondré bien -dije, exhausta.

– Lo siento. No estoy hecho para ser un criminal.

Pensé en la ineptitud de los asaltos; que Torrance ni siquiera se hubiese llevado nada para que parecieran robos de verdad. Asentí.

– ¿Por qué lo hiciste? -le pregunté.

De repente, sus rasgos se tensaron.

– Simplemente lo hice -contestó.

– Entonces, cuando Jane desenterró la calavera, ¿tú sacaste el resto de los huesos y los tiraste junto a la señal de tráfico?

– Sabía que nadie desbrozaría esa maleza durante años -afirmó-. Y tenía razón. Estaba demasiado asustado como para llevar los huesos en mi maletero, aunque solo fuese un momento. Aguardé a la noche siguiente, cuando Macon fue a casa de Carey, y transporté los huesos metidos en una bolsa de plástico, atravesando su jardín trasero, lo más lejos que pude hasta el lado de su casa. Luego solo fueron unos metros hasta los arbustos… Nadie me vio esa vez. Estaba seguro de que quienquiera que se llevara la calavera llamaría a la policía. Esperé. Entonces reparé en que quien la tuviera solo quería… quedársela. Para que me retorciera en mi culpa. Casi me había olvidado del problema del árbol. Jane era tan elegante y femenina. Jamás pensé…

– A mí nunca me lo contó -terció Marcia desde su izquierda-. Nunca quiso que me preocupara. -Lo miró con ternura.

– Entonces, ¿por qué lo hiciste? -le pregunté a Torrance-. ¿Es que le tiró los tejos a Marcia?

– Bueno… -titubeó Torrance.

– Oh, cariño -dijo Marcia con reprobación. Se inclinó hacia mí sonriendo ante el torpe gesto del hombre-. Él no lo hizo -continuó-. Fui yo.

– ¿Mataste a Mark Kaplan y lo enterraste en el jardín?

– Oh, Torrance lo enterró cuando le dije lo que había hecho.

– Oh -exclamé inadecuadamente, sintiéndome tragada por sus enormes ojos azules-, y lo mataste porque…

– Vino a verme mientras Torrance estaba fuera -dijo, meneando la cabeza con tristeza-. Yo pensaba que era una buena persona, pero no lo era. Era muy sucio.

Asentí, por responder algo.

– Mike Osland también -prosiguió Marcia, meneando aún la cabeza ante la perfidia de los hombres.

De repente, sentí mucho, mucho frío. Torrance cerró los ojos en un profundo abatimiento.

– Mike -murmuré interrogativamente.

– Está bajo la terraza. Por eso la construyó Torrance, creo -indicó Marcia seriamente-. Jane no sabía nada sobre él.

– Está confesando -dijo una voz tan afónica como incrédula.

Aparté la mirada de los hipnotizadores ojos de Marcia para ver que Jack Burns estaba acuclillado frente a mí.

– ¿Acaba de confesar un asesinato? -me preguntó.

– Dos -dije.

– Dos asesinatos -repitió. Ahora le tocó a él menear la cabeza. Debería encontrar a alguien a quien menearle la cabeza con incredulidad-. Te acaba de confesar dos asesinatos. ¿Cómo lo haces?

Enfrentada a sus ojos redondos y ardientes, me di cuenta de que estaba totalmente desaliñada y bastante parca, enfundada en un camisón que había acabado bastante malparado durante la noche. Me acordé de forma bastante obvia que no era la persona favorita de Jack Burns. Me pregunté lo que podría recordar Lynn de lo que había oído mientras estaba teniendo al bebé. ¿Recordaría que le dije a Torrance que conocía el paradero de la calavera?

Un camillero estaba sacando a Lynn. Supuse que alguien se había encargado de la placenta. Esperaba no encontrármela más tarde en el baño o algo parecido.

– Ese hombre -le dije a Jack Burns señalando a Torrance- se ha colado en mi casa esta noche.

– ¿Estás herida? -preguntó el sargento Burns con reacio desvelo profesional.

Me volví para mirar a los ojos de Torrance Rideout.

– No -dije con claridad-. En absoluto. Y no tengo la menor idea de lo que estaba buscando.

Los ojos de Torrance mostraron un lento entendimiento. Y, para mi asombro, me lanzó un guiño cuando Jack Burns se volvió para llamar a sus hombres.

Al cabo de una eternidad, todos, salvo yo, la propietaria, habían abandonado la casa. ¿Qué haces la noche en que te han asaltado, te han apaleado, has asistido un parto y casi todo el departamento de policía de Lawrenceton, Georgia, ha desfilado por tu casa? A la lista añadí, mientras me quitaba los restos de camisón por la cabeza, la confesión de un doble asesinato y que los mismos policías que han estado a punto de arrestarte un momento antes no te quiten ojo del pecho apenas cubierto.

Bueno, me daría un baño muy caliente para poner en remojo los cardenales y los esguinces. Calmaría a una Madeleine que estaba prácticamente fuera de sí, agazapada en un rincón del armario del dormitorio, esperando pasar desapercibida bajo la manta que había arrojado yo dentro. Como era de esperar, Madeleine no había reaccionado bien a la invasión de la casa. Después, con suerte, podría meter mi maltrecho pellejo entre las sábanas y dormir un poco.

Tendría muchas cosas que hacer por la mañana.

Mi madre me llamaría.


Pero solo dormí cuatro horas. Cuando me desperté, eran las ocho en punto, pero me quedé tumbada en la cama, pensando.

Entonces me levanté y me cepillé los dientes, poniéndome los mismos pantalones cortos que la noche anterior. Me las arreglé para cepillarme el pelo, que no me había secado la noche anterior, antes de quedarme dormida. Dejé salir y entrar de nuevo a Madeleine -parecía haber recuperado la calma- y decidí que era hora de ir al supermercado.

Atravesé las puertas del establecimiento y encontré lo que buscaba tras consultárselo a uno de los dependientes. Hice una parada en mi adosado y saqué la caja que contenía el papel de regalo.

En casa de mi madre, no estaba ninguno de los dos coches. Al fin había logrado un respiro. Usé mi llave por última vez; no volvería a hacerlo ahora que John vivía allí. Subí corriendo las escaleras y saqué la vieja bolsa de las mantas del armario, envolví la nueva en papel de regalo y la dejé en la mesa de la cocina antes de salir. Deposité la llave junto a ella.

Entré rápidamente en mi coche, aceleré y conduje hasta la casa de Honor.

Otro golpe de suerte; aún no había ningún coche de policía en casa de los Rideout.

Salí por la puerta trasera de la cocina y oteé el horizonte con la misma cautela con que debió de hacerlo Torrance Rideout la noche que enterró a Mark Kaplan y a Mike Osland. Pero estaba a plena luz del día y era mucho más peligroso. Había contado los coches mientras entraba en mi camino privado: el de Lynn estaba aparcado frente a su casa, pero el de Arthur no estaba. Supuse que se encontraba en el hospital, con su mujer y su bebé.

En ese momento titubeé. Pero me obligué a reaccionar con una bofetada en la mejilla. No era el mejor momento para ponerme tonta.

Los ancianos Ince no eran ningún problema. Eché una mirada furtiva hacia la casa de Carey Osland. El coche estaba aparcado delante. Debieron de contarle la confesión de Marcia Rideout, según la cual Mike Osland descansaba en el jardín trasero de sus vecinos. Solo esperaba que Carey no saliese a comprobarlo personalmente.

Cuando me eché a andar para atravesar mi propio jardín trasero, tuve que reprimir el impulso de agazaparme y correr, o quizá arrastrarme sobre el vientre. La bolsa rosa de las mantas me parecía de lo más sospechosa, pero era sencillamente incapaz de abrirla y llevar la calavera a la vista en mis manos. Además, ya le había borrado mis huellas. Accedí a la terraza sin que nadie me gritase: «¡Eh!, ¿qué estás haciendo?», y respiré profundamente varias veces. No hay prisa, me dije, y abrí la cremallera de la bolsa, cogí la cosa de dentro enganchando un dedo por la mandíbula y, procurando no mirarla, la arrojé lo más lejos que pude debajo de la cubierta. Estuve tentada de subir las escaleras de la terraza y mirar entre los tablones para comprobar que la calavera podía verse desde arriba. Pero, en vez de ello, me giré y volví corriendo a mi jardín, rezando por que nadie se hubiera percatado de mi extraño comportamiento. Aún aferraba con fuerza la bolsa de la cremallera. Una vez en casa, miré el interior de la bolsa para comprobar que no quedasen rastros de la presencia de la calavera. A continuación doblé una de las mantas de Jane, la metí, cerré la cremallera y metí el bulto al fondo de uno de los armarios del cuarto de invitados. Me senté en la pequeña mesa de la cocina y miré por la ventana hacia la casa de los Rideout. En ese momento, varios hombres estaban desmontando la terraza.

Había llegado justo a tiempo.

Me estremecí de arriba abajo. Hundí la cabeza entre las manos y lloré.

Al cabo de un rato, cuando se me secaron las lágrimas, me sentía débil y cansada. Me hice un café y me volví a sentar mientras lo bebía y observaba cómo los hombres desmontaban la terraza y descubrían la calavera. Agotado el revuelo causado por el hallazgo, colocaron la calavera cuidadosamente en una bolsa especial (lo cual me hizo sonreír ligeramente) y algunos hombres se pusieron a excavar. Hacía calor, estaban sudando, y vi que el sargento Burns echaba una mirada hacia mi casa, como si quisiera acercarse para hacerme algunas preguntas, pero ya le había respondido a todas la noche anterior. Ya le había dicho todo lo que iba a decir.

Entonces, uno de los hombres lanzó un grito y los demás se le acercaron. Decidí que quizá era el momento de dejar de mirar. A mediodía sonó el teléfono. Era mi madre, agradeciéndome tensamente la nueva bolsa de las mantas y recordándome que teníamos que cenar juntas para mantener una larga charla pendiente.

– Claro, madre -dije con un suspiro. Estaba tensa y hecha unos zorros; quizá ella abreviaría-. Mamá, mañana me pasaré por tu oficina para poner la casa en venta.

Bueno, eso eran negocios. Eso era distinto. O puede que no.

– Lo haré yo misma -me prometió de manera significativa antes de colgar.

El teléfono estaba en la pared, junto al anaquel de las cartas y el calendario, una disposición sensata y conveniente. Me quedé con la mirada perdida en el anaquel de las cartas durante varios segundos. Cogí una cuestación para obras benéficas, saqué la carta de solicitud, le eché un vistazo y la descarté. Saqué otra carta, que debió de ser una factura de los exterminadores de plagas, a juzgar por el sobre… ¿Cómo era que no estaba en poder de Bubba Sewell? Él debía tener todas las facturas. Pero estaba fechada meses antes.

De repente supe lo que era, incluso mientras sacaba el papel del interior del sobre, sabía que no me encontraría una factura de Orkin.

Por supuesto: La carta robada [7]. A Jane le gustaban los clásicos.

«Una veraniega noche de miércoles, hace cuatro años», empezaba la carta abruptamente.

yo, Jane Engle, me encontraba sentada en mi jardín trasero. Era muy tarde porque padecía de insomnio y suelo sentarme en la oscuridad del jardín cuando me pasa. Sería medianoche cuando vi a Mark Kaplan, el inquilino de los Rideout, acercarse a la puerta trasera de Marcia y llamar. Lo vi con toda claridad bajo el foco que los Rideout han instalado en su puerta trasera. Marcia siempre lo deja encendido cada vez que Torrance está fuera de la ciudad. Marcia abrió la puerta y Mark Kaplan la atacó sin mediar un instante. Creo que había estado bebiendo, que tenía una botella en la mano, pero no estoy segura. Antes de poder ir en su ayuda, ella consiguió noquearlo de alguna manera y vi que iba a coger algo a su cocina y golpeaba con ello a Mark Kaplan en la nuca. No sé exactamente qué era el objeto, pero creo que era un martillo. En ese momento vi que otro coche aparcaba en la cochera de los Rideout. Era Torrance, que volvía a casa.

Me metí en casa, segura de que no tardaría en oír las sirenas de los coches de policía y que tendría que relatarles lo que había visto. Así que me vestí (iba en camisón) y me senté en la cocina, sin encender las luces, a la espera de los acontecimientos.

En vez de coches de policía, sirenas y ajetreo, vi que Torrance salía de la casa al cabo de los minutos con un mantel. Había enrollado algo del tamaño de un cuerpo, y estaba segura de que era Mark Kaplan. Torrance avanzó por su jardín y empezó a cavar. Permanecí despierta el resto de la noche, observándolo. No llamé a la policía, aunque estuve tentada de hacerlo. Sabía lo que una declaración ante un tribunal supondría para Marcia Rideout, quien nunca ha conocido la estabilidad. Además, Mark Kaplan la había atacado, y yo lo sabía.

Así que no hice nada.

Pero poco más de año y medio después, tuve una disputa con Torrance por culpa de un árbol, al que podó arrogantemente algunas ramas. Cada vez que miraba por la ventana de mi cocina, el árbol tenía peor aspecto. Así que hice algo de lo que no me enorgullezco. Aguardé a que los Rideout estuvieran fuera de la ciudad y me colé en su parcela por la noche para rebuscar donde había visto a Torrance cavando tantos meses antes. Me llevó tres noches, ya que soy una anciana, pero encontré la calavera. La recuperé y me la llevé a casa. Dejé el agujero al descubierto, para asegurarme de que Torrance supiera que alguien tenía la cabeza y sabía lo que había hecho.

No estoy nada orgullosa de esto. Ahora me siento demasiado enferma para devolver la calavera a su sitio, pero Torrance me da demasiado miedo como para devolvérsela. Y he estado pensando en Mike Osland; desapareció antes de la muerte de Mark Kaplan y recordé haberlo visto mirando a Marcia durante las fiestas. Ahora pienso que Marcia, algo excéntrica en la superficie, de hecho está bastante perturbada y que Torrance lo sabe. Y, aun así, sigue con su vida negándolo, como si negando que necesite cuidados especiales fuera a curarla.

Me acerco demasiado al final de mi vida como para preocuparme por esto. Si mi abogado descubre todo esto, podrá hacer lo que crea más conveniente; pero me importa bien poco lo que pueda decir la gente cuando ya no esté. Si Roe descubre esto, deberá hacer lo que considere oportuno. La calavera está en el asiento de la ventana.

Jane Engle

Me quedé mirando el papel que sostenía entre las manos y a continuación lo doblé otra vez. Sin pensarlo demasiado, empecé a hacer añicos la carta, primero en mitades, luego en cuartos y luego en tercios, hasta dejarla reducida a una pila de confeti sobre la encimera. Lo reuní todo y lo eché al fregadero, abriendo el grifo y activando la trituradora. Tras dejarlo en marcha un rato, cerré el grifo y comprobé con cuidado el resto de las cartas del anaquel. Todas eran exactamente lo que parecían.

Miré el calendario de Jane, aún abierto dos meses antes. Lo descolgué, lo puse en la página del mes actual y lo volví a colgar. No tenía ni una sola marca. Lo más extraño de no tener un trabajo era que la semana era muy monótona. Ni siquiera necesitaba tomarme un día libre por nada. De repente, el vacío se abrió frente a mí como una rampa escurridiza. Seguro que había algo que pudiera hacer.

Claro que sí. Sacudí la cabeza, horrorizada. Se suponía que hoy debía recoger mi vestido de dama de honor remendado.

La señora Joe Nell no se tomaría demasiado bien que me olvidara.

Y entonces supe lo que haría al día siguiente.

Empezaría a buscar mi propia casa.

Me desvié por el cementerio de camino a Great Day. Ascendí la pequeña colina en cuya cima se encontraba la lápida de Jane, ya colocada. Si Bubba Sewell consiguió que lo hicieran tan rápido, quizá fuese merecedor de mi voto. Sintiéndome estúpida y sentimental, contemplé la lápida durante unos segundos. Había sido una idea estúpida. Finalmente me dije:

– Vale, lo disfrutaré.

No había sido necesario ir hasta el cementerio para llegar a esa conclusión. Podría haber hablado con Jane desde cualquier sitio. Una gota de sudor recorrió mi espalda.

– Muchas gracias -dije, esperando no sonar sarcástica-, pero no me hagas más favores -le pedí a la lápida y me eché a reír.

Volví a meterme en el coche y fui a buscar mi vestido de dama de honor.

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