Capítulo 7

Yo no lo hice.

Lo primero que sentí fue un abrumador alivio. Jane, que me había dejado tantas cosas, no me había dejado el muerto, por así decirlo, de un asesinato cometido por ella.

Pero sí me había dejado en la posición de ocultar un asesinato que había cometido otra persona, uno que ella también había ocultado por razones que no era capaz de vislumbrar.

Hasta entonces, había creído que la única pregunta que requería una respuesta era de quién era la calavera. Ahora tenía que averiguar también quién le había hecho el agujero.

¿Había mejorado en algo mi situación? No, decidí tras un momento de deliberación. Puede que mi conciencia pesase un gramo menos. La cuestión de si acudir a la policía adquiría un nuevo cariz ahora que significaba otra cosa que acusar a Jane de asesinar a una persona y guardar su calavera. Pero tuvo algo que ver con ello. ¡Oh, qué lío!

No era la primera vez (ni sería la última) que deseaba poder tener una conversación de cinco minutos con Jane Engle, mi benefactora y mi cruz. Intenté pensar en el dinero para alegrarme; me acordé de que el testamento estaba un poquito más cerca de su legalización y que podría gastar algo de su dinero sin tener que consultárselo a Bubba Sewell de antemano.

Y, a decir verdad, todavía me sentía de maravilla respecto a la suma. Había leído demasiadas novelas de misterio donde el detective privado devolvía un cheque porque el cliente era inmoral o porque el trabajo por el que había sido contratado contravenía su código de honor. Jane quiso que yo tuviese ese dinero para que disfrutara de él y para que la recordase. Pues allí estaba yo, recordándola cada día, santo cielo, y estaba decidida a disfrutar del dinero plenamente. Pero, mientras tanto, tenía un problema que resolver.

Tenía la sensación de que Bubba Sewell sabía algo. ¿Sería aconsejable conservarlo como mi abogado y consultarle qué hacer a continuación? ¿Bastaría la confidencialidad entre abogado y cliente para mantener en secreto que había encontrado la calavera? ¿O estaría Bubba, como funcionario judicial, obligado a revelar mi pequeño desliz? Había leído muchos misterios que probablemente contuvieran respuestas a esas preguntas, pero ahora los tenía todos enmarañados en mi cabeza. Además, seguro que las leyes variaban según el Estado.

¿Podría contárselo a Aubrey? ¿Estaría él obligado a decírselo a la policía? ¿Tendría algún consejo práctico que ofrecerme? Estaba bastante segura de cuál sería su consejo moral: tenía que llevar la calavera a la comisaría, hoy, ya. Estaba ocultando la muerte de alguien que llevaba muerto y desaparecido más de tres años, como poco. Alguien, en alguna parte, tenía que saber que esa persona había muerto. ¿Y si era el hijo de Macon Turner? Hacía mucho que Macon quería saber el paradero de su hijo y lo había estado buscando otro tanto; si existía la menor probabilidad de que sus cartas hubiesen sido falsificadas, sería inhumano ocultar el hecho a Macon.

A menos que el propio Macon hiciera ese agujero en el cráneo.

Carey Osland había creído durante todos esos años que su marido la había abandonado. Debía saber que le impidieron volver a casa con esos pañales.

A menos que la propia Carey se lo impidiera.

Marcia y Torrance Rideout tenían que saber que su inquilino no había dejado el alquiler voluntariamente.

A menos que ellos mismos cancelaran el acuerdo por lo sano.

Me puse en pie como un resorte y fui a la cocina para hacerme algo. Cualquier cosa. Por supuesto, todo lo que había estaba enlatado o en paquetes cerrados. Al final opté por un tarro de mantequilla de cacahuete y una cuchara. Metí la cuchara en el tarro y me quedé junto a la encimera lamiendo la mantequilla.

Los asesinos tenían que quedar expuestos, la verdad tenía que salir a la luz, y todo eso. Entonces se me ocurrió otra cosa: quienquiera que irrumpiera en la casa en busca de la calavera había sido el asesino.

Me estremecí. Era una idea terrible.

E incluso en ese momento, ese pequeño pensamiento fue creciendo. El asesino se estaba preguntando si ya habría encontrado la calavera y qué haría con ella.

– Mal asunto -murmuré-. Muy, muy malo.

Eso sí que era un pensamiento constructivo.

Empecemos por la zona cero.

Vale. Jane había presenciado un asesinato, o quizá cómo alguien enterraba un cuerpo. Para que se hiciera con la calavera, tenía que conocer la existencia del cadáver, ¿no? Jane sabía literalmente dónde enterraban los cuerpos. Me sorprendí sonriendo ante la gracia.

¿Por qué no se lo diría a la policía inmediatamente?

Sin respuesta.

¿Por qué se quedaría con la calavera?

Sin respuesta.

¿Por qué escoger el momento de la muerte de Jane para buscar la calavera, cuando era obvio que la había tenido durante años?

Posible respuesta: el asesino no estaba seguro de que Jane la tuviese.

Imaginé a alguien que hubiera cometido un terrible crimen impulsado por a saber qué pasión o apremio. Tras ocultar el cuerpo en alguna parte, el asesino descubre de repente que la calavera ha desaparecido, la calavera con su revelador agujero, con sus dientes identificables. Alguien se ha tomado la molestia de excavar y llevársela, y el asesino no sabe quién es.

Qué horrible. Casi podía compadecer al asesino. Qué miedo, qué terror, qué temible incertidumbre.

Me sacudí. Debería sentir lástima por la calavera, me dije.

¿Dónde podría haber visto Jane el asesinato?

«En su propio patio trasero». Debía saber dónde enterraron al cuerpo exactamente; presumiblemente debió de tener el tiempo libre suficiente para excavar sin interrupción o que la descubrieran; era imposible que hubiese transportado la calavera durante cierta distancia. Mi razonamiento de unos días antes seguía siendo válido, fuese Jane una asesina o no. El asesinato había tenido lugar en esa calle, en una de esas casas, en alguna parte que Jane pudiese ver.

Así que salí al patio trasero y miré.

Me vi observando los dos bancos de piedra que flanqueaban el estanque para aves. A Jane siempre le había gustado sentarse allí por las tardes, recordé que me dijo una vez. A veces los pájaros se posaban en el estanque mientras ella permanecía allí, tan quieta podía quedarse, según me relató en una ocasión. Me pregunté si Madeleine estuvo con Jane disfrutando de la experiencia, pero desestimé la idea por intrascendente. Jane había sido muchas cosas; al parecer, cada día descubría más y más cosas, pero jamás fue una sádica sin complejos.

Me senté en uno de los bancos de piedra dando la espalda a la casa de Carey Osland. Podía ver casi toda la terraza superior de los Rideout claramente. Por supuesto, hoy no había rastro de Marcia y su biquini rojo. Podía ver su jardín y el césped despejado. La parte más cercana de su jardín se veía oscurecida por los arbustos de mi propio jardín. Más allá de la propiedad de los Rideout, podía discernir una pequeña sección de la de Macon Turner, salpicada de numerosos arbustos más grandes que un césped alto. Tendría que salir ahí por la noche, pensé, para descubrir si podía ver a través de las ventanas de alguna de esas casas.

Hacía calor y estaba llena de asado y mantequilla de cacahuete. Me sumí en un trance, desplazando mentalmente a la gente en sus jardines traseros en diversas posturas asesinas.

– ¿Qué haces? -preguntó una voz curiosa a mi espalda.

Abrí la boca y di un respingo.

Era una niña pequeña. Tendría unos siete u ocho años, puede que algo más, y vestía pantalones cortos y una camiseta rosa. Su pelo, negro y ondulado, le llegaba a la barbilla y hacía juego con sus grandes ojos enmarcados tras unas gafas.

– Estoy sentada -dije tensamente-. ¿Y qué haces tú?

– Mi mamá me ha mandado para que te pregunte si quieres tomar café con ella.

– ¿Quién es tu mamá?

Eso sí que sería divertido: alguien que no supiera quién era su madre.

– Carey Osland. -Rio-. Es en esa casa de ahí -indicó, creyendo genuinamente que trataba con una persona mentalmente deficiente.

El patio trasero de los Osland estaba prácticamente despejado de cualquier arbusto u obstáculo que impidiera su visión. Había un columpio y una caja de arena; podía ver la calle al otro lado de la casa sin ninguna dificultad.

Esta era la niña que necesitaba pañales la noche que su padre salió de casa para no volver nunca.

– Sí, iré -dije-. ¿Cómo te llamas?

– Linda. Venga, vamos.

Así que seguí a Linda Osland hasta la casa de su madre, preguntándome qué tendría que decirme Carey.


Carey, decidí al cabo de un rato, se había limitado a ser hospitalaria.

La tarde anterior había ido a buscar a Linda al campamento, lavó sus pantalones y camisetas, que estaban sucios más allá de toda descripción; el domingo por la mañana, escuchó todas sus historias del campamento y ahora estaba lista para tener compañía adulta. Me dijo que Macon había salido para jugar al golf en el club de campo. Me lo contó como si tuviera derecho a conocer su paradero en todo momento, asegurándose de que los demás lo supieran. Así que, si su relación había tenido sus momentos clandestinos, cada vez eran más explícitos. Me di cuenta de que no comentó nada acerca de casarse, ni siquiera insinuando la posibilidad en un futuro cercano.

Quizá fuesen felices tal como estaban.

Debía de ser maravilloso no anhelar casarse. Suspiré, esperaba que imperceptiblemente, y le pregunté por Jane.

– Ahora quisiera haberla conocido mejor -dije, encogiéndome de hombros, como pidiéndole un remedio.

– Bueno, Jane era un mundo aparte -contestó Carey, arqueando sus cejas oscuras.

– Era una vieja mala -soltó Linda de repente. Estaba sentada en la mesa, recortando ropa de papel para su muñeca.

– Linda -la amonestó su madre sin demasiado énfasis en la voz.

– ¡Acuérdate, mamá, lo mal que se portó con Burger King!

Intenté parecer desconcertada sin perder los modales.

La cara redonda de Carey adquirió un fugaz aire de resentimiento.

– ¿Más café? -preguntó.

– Sí, gracias -dije, para ganar más tiempo antes de tener que irme.

Carey vertió el café sin hacer ademán de explicar el comentario de Linda.

– ¿Era Jane una vecina difícil? -tanteé.

– Oh -suspiró Carey, los labios fruncidos-. Ojalá Linda no hubiese dicho nada. Cielo, tienes que aprender a olvidar las cosas desagradables y las antiguas peleas, no merece la pena recordar cosas así.

Linda asintió, obediente, y siguió con sus tijeras.

– Burger King era nuestro perro; Linda le puso el nombre, por supuesto -explicó Carey, reacia-. No lo teníamos atado, sé que debimos hacerlo, y, como sabrás, nuestro jardín no está vallado…

Asentí, animándola a proseguir.

– Naturalmente, de vez en cuando se escapaba. Lamento profundamente haber tenido un perro fuera sin vallado -confesó Carey, meneando la cabeza ante su propia negligencia-. Pero Linda quería una mascota, y es alérgica a los gatos.

– Estornudo y los ojos se me ponen rojos -explicó Linda.

– Sí, cielo. Y, claro, tuvimos al perro justo cuando Jane se hizo con su gata, y cada dos por tres Burger King salía detrás de ella cada vez que Jane la dejaba salir, lo que se daba muy a menudo, pero de vez en cuando… -Carey perdió el hilo del relato.

– ¿El perro acorralaba a la gata en un árbol? -sugerí amablemente.

– Oh, sí, no paraba de ladrar -explicó Carey con tristeza-. Era un desastre. Y Jane se enfadaba mucho.

– Dijo que llamaría a la perrera -intervino Linda-. Porque la ley señala que hay que poner correa a los perros y nosotros no la cumplíamos.

– Bueno, cielo, tenía razón -admitió Carey-. No la cumplíamos.

– No tenía por qué ser tan mala -insistió Linda.

– Era un poco cascarrabias -me confirmó Carey en tono de confidencia-. Quiero decir que sé que era culpa mía, pero ella no dudó en llevarlo hasta las últimas consecuencias.

– Oh, vaya -murmuré.

– Me sorprende que Linda lo recuerde, ya que ocurrió hace mucho tiempo. Diría que años.

– Entonces, ¿Jane llamó a los de la perrera?

– No, no. El pobre Burger fue arrollado por un coche en Faith, justo al lado de la casa, poco después de aquello. Por eso tenemos ahora a Waldo -dijo, tocando afectuosamente al dachshund con la punta de la zapatilla-. Y lo paseamos tres o cuatro veces al día. No es demasiado, pero es lo mejor que podemos hacer por él.

Waldo roncó, satisfecho.

– Hablando de Madeleine, ha vuelto a casa -le conté a Carey.

– ¡No me digas! Creía que Parnell y Leah se la llevaron del veterinario que cuidaba de ella durante la enfermedad de Jane.

– Y así era, pero Madeleine quiso volver a su casa. Por lo visto, estaba preñada.

Linda y Carey lanzaron una exclamación al unísono, y al momento lamenté habérselo dicho, porque la pequeña quería ver a los gatitos y su madre no deseaba que se pasase llorando y tosiendo toda la tarde.

– Lo siento, Carey -me disculpé, antes de marchar.

– No te preocupes -insistió Carey, aunque estaba segura de que deseaba que hubiese mantenido la boca cerrada-. Es algo con lo que Linda tiene que aprender a vivir. Ojalá pueda vallar algún día la parcela; le compraré un cachorro de scottie, lo juro. Un amigo los cría, y son los animales más dulces del mundo. Son como pequeños cepillos andantes.

Medité sobre el lindo factor de pasear cepillos mientras atravesaba el jardín trasero de Carey hacia el mío. El jardín de Carey estaba tan expuesto que resultaba difícil imaginar dónde habrían podido enterrar un cuerpo, pero tampoco podía excluirla a ella; quizá su jardín no estuviera tan descubierto unos años antes.

Podría quitarme todas esas dudas de encima metiéndome en mi coche y conduciendo hasta la comisaría, me recordé. Y, por un momento, me sentí profundamente tentada.

Y os diré lo que me detuvo: no era la lealtad hacia Jane, ni mantener la fe en los muertos; nada tan noble. Era el miedo que me inspiraba el sargento Jack Burns, el aterrador jefe de los detectives. En mis anteriores contactos con él, había observado que ardía en busca de la verdad como otros hombres ardían por una promoción o una noche con Michelle Pfeiffer.

Se enfadaría conmigo.

Querría mi pellejo.

Guardaría el secreto de la calavera un poco más de tiempo.

Con suerte, quizá saldría de esta con la conciencia tranquila, algo que me parecía imposible en ese momento, pero tampoco eran muy altas las probabilidades de que muriese alguien y me dejase toda su fortuna.

Fui a ver cómo estaba Madeleine. Estaba cuidando de sus crías, presumida y cansada a la vez. Rellené su cuenco de agua. Iba a poner su caja de arena a su lado, pero me lo pensé dos veces. Mejor dejarla donde estaba acostumbrada a encontrarla.

– Piénsalo -le comenté a la gata-, la semana pasada no sabía que tendría una gata, cuatro gatitos, una casa, quinientos cincuenta mil dólares y una calavera. No sabía lo que me perdía.

Sonó el timbre.

Di un salto. Gracias a la críptica nota de Jane, ahora sabía que tenía algo que temer.

– Enseguida vuelvo, Madeleine -dije, para tranquilizarme a mí misma, más que a la gata.

Esta vez, en lugar de abrir la puerta, observé por la mirilla. Al ver tanto negro, supe que se trataba de Aubrey. Abrí la puerta con una sonrisa.

– Adelante.

– Había pensado en pasar a ver cómo era tu nueva casa -indicó, dubitativo-. ¿Te parece bien?

– Claro. Acabo de descubrir que he tenido gatitos. Ven a verlos.

Conduje a Aubrey hasta el dormitorio, relatándole de paso la saga de Madeleine.

La proximidad de la cama lo sobresaltó un poco, pero los gatos captaron toda su atención.

– ¿Quieres uno? -ofrecí-. Acabo de pensar que tendré que encontrarles una casa dentro de pocas semanas. Llamaré al veterinario para que me diga cuándo los puedo destetar. Y cuándo puedo esterilizarla.

– ¿No vas a devolvérsela al primo de Jane? -preguntó Aubrey, ligeramente divertido.

– No -dije sin siquiera pensarlo-. Ya veré cómo me las arreglo viviendo con una mascota. Parece muy apegada a esta casa.

– Quizá me lleve uno -contestó Aubrey, pensativo-. Mi pequeña casa puede ser muy solitaria. Tener un gato esperándote puede ser agradable. Suelo salir mucho. De hecho, he estado fuera desde el servicio; una de las familias me pidió que comiera con ellos.

– Apuesto a que no fue tan bueno como mi almuerzo. -Le conté lo del asado de Sally y él me contó que había comido pavo. Al final nos sentamos junto a los gatitos hablando un rato sobre comida. Él tampoco solía cocinar mucho para sí mismo.

Y el timbre volvió a sonar.

Habíamos estado tan a gusto que tuve que resistir la tentación de decir algo soez.

Lo dejé en el dormitorio, junto a los gatos, que eran diminutos y estaban dormidos, mientras corría por el salón para abrir la puerta.

Marcia Rideout, bien despierta y espléndida con sus pantalones cortos de algodón blanco y una viva camiseta roja, me devolvió la sonrisa. Sin duda, estaba sobria; alerta y contenta.

– Qué alegría volver a verte -dijo con una sonrisa.

Me volví a maravillar ante su aspecto perfecto. Era como si le hubiese pintado los labios un profesional, la sombra de ojos sutil pero visible, la tonalidad de su pelo uniforme y perfectamente peinado al estilo paje. Sus piernas estaban completamente depiladas y lucían un bonito bronceado. Incluso sus zapatillas de tenis blancas estaban inmaculadas.

– Hola, Marcia -saludé apresuradamente, consciente de que la estaba mirando como a un pececito de acuario.

– Solo robaré un minuto de tu tiempo -prometió. Me entregó un pequeño sobre-. Torrance y yo queríamos celebrar una pequeña fiesta en nuestra terraza el miércoles para darte la bienvenida al vecindario.

– Oh, pero yo… -armé una protesta.

– Nada, nada. Queríamos hacer una comida al aire libre de todos modos, y tu herencia de la casa ha sido la mejor excusa. Y tenemos otros vecinos nuevos al otro lado de la calle, y vendrán también. Así nos conoceremos todos. Sé que te aviso con poca antelación, pero Torrance tiene que viajar este viernes y no volverá hasta última hora del sábado. -Marcia parecía una persona completamente distinta de la indolente borracha que había conocido unos días antes. La perspectiva del entretenimiento parecía darle vida.

¿Cómo podía rehusar? La idea de ser agasajada en la misma fiesta que Lynn y Arthur no era precisamente alentadora, pero no podía rechazar la invitación.

– Trae acompañante, si quieres, o ven sola -ofreció Marcia.

– ¿De verdad no te importa que lleve a alguien?

– ¡Por favor, hazlo! Uno más no hará ninguna diferencia. ¿Tienes a alguien en mente? -preguntó Marcia arqueando ostensiblemente las cejas.

– Sí -dije con una sonrisa, y no añadí más. Solo deseaba que Aubrey no escogiese ese momento para salir del dormitorio. Podía imaginar las cejas de Marcia alejarse un poco más de su cara.

– Oh -exclamó, obviamente un poco contrariada por mi falta de explicaciones-. Pues estará bien. Ven informal, no queremos nada elegante, ¡Torrance y yo no somos así!

Pues a mí Marcia no me parecía nada informal.

– ¿Puedo llevar algo?

– Solo a ti misma -respondió Marcia, tal como esperaba. Me di cuenta de que los preparativos de la fiesta la mantendrían emocionada y feliz durante los tres días siguientes-. Nos veremos entonces -añadió mientras descendía los escalones y se dirigía a su casa por la parte de atrás.

Me llevé la invitación conmigo cuando me reuní con Aubrey.

– ¿Te gustaría acompañarme aquí? -pregunté tendiéndole la invitación. Si la rechazaba, estaba convencida de que acabaría profundamente avergonzada, pero es que no tenía a nadie más a quien pedírselo, y si iba a asistir a una fiesta con Arthur y Lynn presentes, estaba determinada a ir acompañada.

Sacó la invitación del sobre y la leyó. En la portada había un chef con un delantal de barbacoa y un tenedor largo en la mano. «¡Se está cociendo algo muy rico!», rezaba el mensaje. Dentro ponía: «… y puedes compartirlo con nosotros el miércoles, a las 19 horas en casa de Marcia y Torrance. ¡Allí nos vemos!».

– Se les ve muy animados -dije con toda la neutralidad posible. No quería parecer poco compasiva.

– Es casi seguro que podré, pero deja que lo compruebe. -Aubrey sacó un pequeño cuaderno negro del bolsillo-. Es el calendario litúrgico -explicó. Creo que cada sacerdote episcopaliano lleva uno de estos. Paseó la mirada por las páginas y luego me miró-. Sí, podré ir.

Lancé un suspiro de puro alivio. Aubrey sacó un lapicero muy usado y anotó la hora y la dirección, así como, para mi diversión: «Recoger a Aurora». ¿Es que se iba a olvidar si no lo anotaba?

Metiéndose el cuaderno de nuevo en el bolsillo, se levantó y me dijo que tenía que marcharse.

– Tengo un grupo juvenil dentro de una hora -informó mirándose el reloj.

– ¿Qué haces con ellos? -pregunté mientras lo acompañaba hasta la puerta.

– Tratar de que se sientan bien aunque no sean baptistas y no tengan un gran centro recreativo al que ir, básicamente. Vamos con los luteranos y los presbiterianos, turnándonos para estar con los jóvenes las tardes de los domingos. Y ahora le toca a mi iglesia.

Al menos era demasiado temprano en nuestra relación como para sentirme obligada a formar parte de aquello.

Aubrey abrió la puerta para salir, pero pareció recordar algo que había olvidado. Se inclinó hacia mí para besarme, agarrándome suavemente de los hombros. Esta vez no hubo duda sobre el calambre que sentí hasta los pies. Cuando volvió a estirarse, me sentía bastante encendida.

– ¡Bueno! -dijo sin aliento-. Te llamaré esta semana. Tengo ganas de que llegue el miércoles.

– Yo también -contesté con una sonrisa, y vi por encima de su hombro cómo alguien corría una cortina en la casa de enfrente.

«¡Ja!», pensé muy maduramente mientras cerraba la puerta tras de mí.

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