Capítulo 10

Deambulé inquieta por la casa «nueva» durante unas horas. Era mía, toda mía, pero de alguna manera ya no me sentía tan feliz al respecto. En realidad, prefería mi propia casa, un recinto alquilado y sin espíritu. Era más espaciosa, estaba acostumbrada a ella y me gustaba tener un piso de arriba que no tenía que limpiar si venía alguna visita. Me preguntaba si sería capaz de vivir justo enfrente de Arthur y de Lynn; al lado de la impredecible Marcia Rideout. Los libros de Jane ya rebosaban en las estanterías. ¿Dónde colocaría los míos? Pero si vendía esa casa y me compraba una mayor, probablemente el jardín también lo sería, y nunca había mantenido uno… Si Torrance no hubiera cortado el césped por mí, no habría sabido muy bien por dónde empezar. Quizá podría recurrir a la gente que mantenía los jardines de las casas adosadas.

Dejé que las ideas fluyeran desordenadas en mi mente, decidiendo qué cazos y sartenes se repetían con los que yo tenía para llevármelos a la iglesia baptista local, que almacenaba artículos domésticos para familias que hubieran sufrido algún tipo de desastre en casa. Sumida en la apatía, al final escogí algunas y las saqué hasta el coche tal cual; ya no me quedaban cajas. Me sentía emocionalmente indecisa, incapaz de enzarzarme definitivamente en ninguna tarea específica.

Deseaba dejar mi trabajo.

Pero tenía miedo de hacerlo. El dinero de Jane parecía demasiado bueno para ser cierto. De alguna manera, temía que alguien pudiera arrebatármelo.

Sentía deseos de arrojar la calavera al lago. También me inspiraba temor quienquiera que hubiese reducido una cabeza a ese estado.

Quería vender la casa de Jane porque no me importaba particularmente. Quería vivir en ella porque era mía.

Deseaba que Aubrey Scott me adorase; seguro que la boda con un sacerdote sería especialmente bonita, ¿no? Pero no quería casarme con él, porque ser la esposa de un sacerdote requería de más fuerza interior de la que yo tenía. Una esposa de sacerdote como Dios manda habría salido de la casa con la calavera y habría ido directamente a la comisaría sin pensárselo dos veces. Pero Aubrey parecía un hombre demasiado serio para salir con alguien sin la perspectiva de que la relación fuese a ir en esa dirección.

Llevé los cazos y las sartenes a la iglesia baptista, donde me lo agradecieron tan efusivamente que no pude evitar sentir cierto alivio, haciéndome pensar acerca de mi pobreza de carácter.

De vuelta a la casa nueva, hice una parada en el banco de Jane guiada por un impulso. Llevaba la llave de la caja encima, ¿no? Sí, estaba en el bolso. Entré cargada de dudas, pensando de repente que el banco podría ponerme trabas para acceder al contenido de la caja de seguridad. Pero no fue para tanto. Se lo tuve que explicar a tres personas, pero cuando una de ellas recordó a Bubba Sewell, todo se arregló. Acompañada por una mujer vestida con un sobrio traje de ejecutiva, finalmente llegué a la caja de seguridad de Jane. Hay algo en esos subterráneos donde las mantienen que siempre me hace pensar que al abrir una descubriré un terrible secreto. ¡Todas esas cajas cerradas, la enorme puerta de seguridad, mi acompañante! Accedí a un pequeño cuarto donde solo había una mesa y una silla y cerré la puerta. Entonces abrí la caja, asegurándome de que un contenedor tan pequeño no podía albergar nada tan terrible. No era terrible, sino bonito. Al ver el contenido de la alargada caja de metal, dejé escapar el aliento en un suspiro. ¿Quién habría podido imaginar que Jane quisiera conservar cosas como esas?

Había un broche con forma de lazo, hecho de piedras preciosas, el nudo central de diamantes. Había más joyas y pendientes a juego. Había también una fina cadena de oro con una solitaria esmeralda y un collar de perlas con pulsera a juego. Encontré también varios anillos, ninguno de ellos especialmente llamativo o valioso, pero todos ellos caros y ciertamente bonitos. Me sentí como si acabase de abrir el cofre del tesoro en la cueva de un pirata. ¡Y ahora era mío! No podía asociarles ningún sentimiento, ya que nunca había visto a Jane con ninguno de esos objetos puesto; puede que las perlas sí, había llevado unas a una boda a la que fuimos invitadas las dos. De lo demás, nada me estimuló la memoria. Me probé los anillos. Me estaban un poco grandes. Jane y yo teníamos los dedos pequeños. Me pregunté qué me podría poner con el broche y los pendientes; lucirían estupendos con un chaquetón de invierno blanco, decidí. Pero, mientras sostenía las piezas y las tocaba, sabía que, a pesar de la declaración de Bubba Sewell de que no había nada más en la caja de seguridad, me decepcionó no encontrar una carta de Jane.

Tras conducir de regreso a casa, a pesar de la hora que pasé observando a Madeleine y sus gatitos, fui incapaz de poner los pies en el suelo. Al final me dejé caer en el sofá y puse la CNN mientras leía uno de mis pasajes favoritos del ejemplar de Jane del libro de Jack el Destripador de Donald Rumbelow. Había marcado la página en la que se había quedado con un papel, y por un momento el corazón se me desbocó, pensando que Jane me había dejado otro mensaje, algo más explícito que «Yo no lo hice». Pero no era más que una lista de la compra: huevos, nuez moscada, tomates, mantequilla…

Me incorporé en el sofá. ¡Solo porque ese papel fuese una falsa alarma no quería decir que no hubiese más notas! Jane las colocaría donde pensase que las encontraría. Sabía que solo yo repasaría sus libros. La primera nota la encontré en un libro sobre Madeleine Smith, el principal campo de estudio de Jane. Revisé los demás libros de Jane sobre el caso Smith. Los agité todos.

Nada.

Entonces, quizá ocultase algo en alguno de los libros del caso que más me intrigaba a mí… Pero ¿cuál? Jack el Destripador o el asesinato de Julia Wallace. Ya estaba leyendo el único volumen de Jane que trataba sobre Jack el Destripador. Recorrí sus hojas y no encontré ninguna nota. Jane también tenía un libro sobre Julia Wallace, pero allí tampoco había ningún mensaje. Theodore Durrant, Thompson-Bywaters, Sam Sheppard, Reginald Christie, Crippen… Revolví toda la colección de Jane sobre crímenes auténticos sin obtener resultados satisfactorios.

Entonces recurrí a su colección de ficción, llena de escritoras: Margery Allingham, Mary Roberts Rinehart, Agatha Christie…, la vieja escuela del misterio. Pero Jane tenía una estantería inesperadamente dedicada al género de espada y brujería, así como a la ciencia ficción. No me molesté con esos, al menos en un principio; Jane no habría esperado que yo hurgase allí.

Pero al final también los repasé. Al cabo de dos horas, había agitado, zarandeado y metido mano a todos los libros que había en las estanterías, había contenido el impulso de arrojarlos al suelo cuando terminaba con cada uno apenas por un hilo de sentido común. Incluso había leído todos los sobres del anaquel de las cartas de la cocina, de esos que se compran en las ferias de bricolaje. Todas las cartas parecían ser de organizaciones benéficas y viejas amistades, y las volví a depositar de golpe y de mala gana para repasarlas tranquilamente más adelante.

Jane no me había dejado ningún otro mensaje. Tenía el dinero, la casa, la gata (y sus gatitos), la calavera y esa nota que aseguraba que ella no lo había hecho.

Una apremiante llamada a la puerta delantera me hizo saltar. Había estado sentada en el suelo, tan perdida en mi propio abatimiento que no había oído a nadie acercarse. Me levanté y fui a mirar por la mirilla. Abrí la puerta. La mujer estaba tan bien acicalada como Marcia Rideout, tan fresca como una zanahoria; no sudaba por el calor. Era varios centímetros más alta que yo. Se parecía a Lauren Bacall.

– ¡Madre! -dije, sintiendo que la felicidad me inundaba, y le di un breve abrazo. Me quería, sin duda, pero no le gustaba arrugarse la ropa.

– Aurora -murmuró, y me acarició el pelo.

– ¿Cuándo has vuelto? ¡Entra!

– Llegué anoche a última hora -explicó, entrando y paseando la mirada por la estancia-. Intenté llamarte esta mañana al levantarnos, pero no estabas en casa. Tampoco estabas en la biblioteca. Así que, al cabo de un rato, decidí llamar a la oficina y Eileen me dijo lo de la casa. ¿Quién es esa mujer que te ha dejado tal herencia?

– ¿Cómo está John?

– No, no me cambies de tema. Sabes que te contaré todo el viaje más tarde.

– Jane Engle. John sabe… John la conoce también. Estaba en Real Murders.

– Menos mal que se disolvió -dijo mi madre con cierto alivio. Hubiese sido difícil para ella que John asistiese a las reuniones de un club que consideraba una faceta más de la obscenidad.

– Sí. Bueno, Jane y yo éramos amigas del club, ella nunca se casó, así que, al morir, me dejó todas sus… propiedades.

– Sus propiedades -repitió mi madre. Su voz derivó hacia un tono más duro-. Y, si no te importa que pregunte, ¿en qué consisten esas propiedades?

Podía decírselo o cerrarme en banda. Si no se lo contaba, le bastaría con tirar de algunos hilos hasta descubrirlo por sus propios medios, y no le faltaban hilos de los que tirar.

– Jane Engle era hija de la señora de John Elgar Engle -dije.

– ¿La misma que vivía en esa increíble mansión de Ridgemont? ¿La que la vendió por ochocientos cincuenta mil porque necesitaba una reforma?

Mi madre conoce muy bien su negocio.

– Sí, Jane era su hija.

– Tuvo un hijo, ¿no?

– Sí, pero murió.

– Fue apenas hace diez o quince años. No pudo haberse gastado todo el dinero, viviendo aquí. -Mi madre tasó la casa al momento.

– Creo que esta casa estaba casi pagada cuando murió la vieja señora Engle -dije.

– Así que la heredaste -comentó mi madre-, ¿y…?

– Y quinientos cincuenta mil dólares -respondí sin rodeos-. Aproximadamente, así como algunas joyas.

La boca de mi madre se quedó abierta. Creo que era la primera vez en mi vida que la dejaba sin palabras. No es una persona precisamente avara, pero profesa un gran respeto por los patrimonios económicos e inmobiliarios, y es la vara con la que mide su propio éxito profesional. Se sentó bruscamente en el sofá y cruzó automáticamente sus elegantes piernas enfundadas en su ropa de sport de diseño. Como mucho se pone pantalones holgados cuando está de vacaciones, cuando acude a fiestas en piscinas y los días que no trabaja; antes preferiría asarse que llevar pantalones cortos.

– Y también tengo una gata y sus gatitos -continué maliciosamente.

– Una gata -repitió mi madre, ausente.

Justo entonces, la cuestión felina entró en el salón, seguida por una retahíla de desamparados maullidos de los gatitos, procedentes del armario de Jane. Mi madre descruzó las piernas y se inclinó hacia Madeleine, como si nunca hubiese visto una gata. Madeleine fue directamente a los pies de mi madre, alzó la vista para mirarla un momento y saltó sobre el sofá con un movimiento fluido para acurrucarse en su regazo. Mi madre estaba tan horrorizada que no se movió.

– ¿Esta -dijo- es la gata que has heredado?

Le expliqué lo de Parnell Engle y la odisea de Madeleine por tener a su camada en «su» casa.

Mi madre no tocó a Madeleine, ni agitó las piernas para que se fuera.

– ¿De qué raza es? -preguntó rígidamente.

– Es una gata cruzada -dije, sorprendida. Entonces me di cuenta de que mi madre estaba tasando la gata-. ¿Quieres que la aparte?

– Por favor -respondió, aún con tensión en la voz.

Al fin lo comprendí. Mi madre tenía miedo de la gata. De hecho, estaba aterrada. Pero, siendo como era, jamás lo admitiría. Esa era la razón por la que nunca tuvimos gatos cuando era niña. Todos sus argumentos sobre que todo acababa con pelos y tener que limpiar la caja de arena no eran más que excusas.

– ¿Los perros también te dan miedo? -pregunté, fascinada.

Retiré cuidadosamente a Madeleine del regazo de mi madre y la acaricié detrás de las orejas mientras la sostenía. Obviamente prefería el regazo de mi madre, pero se conformó conmigo durante unos segundos, antes de exigir que la soltase. Trotó hasta la cocina para usar su caja de arena, seguida por la mirada horrorizada de mi madre. Me empujé las gafas sobre la nariz para poder ver mejor su inédito aspecto.

– Sí -admitió, y apartó la mirada de Madeleine para mirarme a la cara. Alzó la guardia de inmediato-. Nunca me han gustado las mascotas. Por el amor de Dios, cómprate unas lentillas y deja de jugar con esas gafas -dijo con gran firmeza-. Bueno, entonces ahora tienes mucho dinero.

– Sí -asentí, aún cautivada por el aspecto de mi madre que acababa de conocer.

– ¿Y qué piensas hacer?

– No lo sé. Aún no he hecho planes. Claro que aún queda el papeleo del traspaso de titularidad, pero no debería llevar mucho tiempo, según Bubba Sewell.

– ¿Es el abogado que lleva el asunto?

– Sí, es el albacea testamentario.

– Es bueno.

– Sí, lo sé.

– Es ambicioso.

– Se presenta a las elecciones.

– Entonces lo hará todo bien. Presentarse a las elecciones es como permitir que se te examine al microscopio.

– Me pidió salir, pero le dije que no.

– Buena decisión -aceptó mi madre, para mi sorpresa-. Nunca es bueno mezclar las relaciones personales con las transacciones económicas o los acuerdos financieros.

Me pregunté qué opinaría sobre mezclar relaciones personales con religión.

– Bueno, ¿y te lo has pasado bien? -pregunté.

– Sí, mucho. Pero John enfermó con una especie de gripe y tuvimos que volver a casa. Ha pasado lo peor, y espero que mañana esté recuperado del todo.

– ¿Es que no quiso quedarse allí hasta recuperarse? -No era capaz de imaginarme viajando con fiebre.

– Se lo sugerí, pero dijo que no quería quedarse en un hotel de vacaciones estando enfermo, mientras los demás se divertían. Quería estar en su propia cama. Se empecinó bastante al respecto. Sin embargo, hasta ese momento, tuvimos una luna de miel fantástica. -Los rasgos de mi madre se suavizaron mientras decía eso y, por primera vez, asumí íntimamente que ella estaba enamorada, quizá no de forma tan empalagosa como Amina, pero sin duda sentía los vértigos del amor.

Caí en la cuenta de que John había vuelto y se había metido en la cama de mi madre, en vez de en la suya.

– ¿Ha vendido John su casa ya? -pregunté.

– Uno de sus hijos la quería -dijo con el tono más esquivo que pudo entonar-. Avery, el que está esperando el bebé. Es una gran mansión antigua, como ya sabes.

– ¿Cómo se ha sentido John David al respecto? Tampoco es que sea asunto mío. -John David era el segundo hijo de John.

– Jamás se me ocurriría aconsejar a John sobre cómo llevar sus asuntos familiares -respondió mi madre indirectamente-, ya que John y yo firmamos un acuerdo prenupcial acerca de los aspectos económicos.

Eso era una novedad, y sentí una clara oleada de alivio. Nunca me había parado a pensarlo antes, pero todas las complicaciones que surgirían al contar las partes con hijos ya mayores me asaltaron de repente. Solo había pensado en lo que dejaría mi madre al morir, hoy mismo. Era tan consciente de la propiedad que debí saber que habría cuidado cada detalle.

– Así que no le he asesorado al respecto -me contaba mi madre-, pero él pensó en voz alta cuando intentaba dar con la solución más justa.

– Eres la persona más apropiada a la que recurrir cuando se trata de asuntos inmobiliarios.

– Bueno, sí que me preguntó cuál era el valor de la casa en el mercado actual.

– ¿Y?

– Hice que la tasaran, y creo…, ahora no lo sé, pero lo creo…, que dio a John David el valor de la casa en metálico y la incluyó en el testamento a favor de Avery.

– ¿Es que John David no quería la casa?

– No, su trabajo exige que se mude cada pocos años, y no le veía sentido a poseer una casa en Lawrenceton.

– Un buen arreglo.

– Ahora te diré lo que hice respecto a mi casa.

– ¡Oh, mamá! -protesté.

– No -dijo ella firmemente-. Tienes que saberlo.

– Vale -acepté, reacia.

– Creo que todo el mundo necesita saber que hay una casa que es suya -expresó-. Y como John ha renunciado a la suya, le he dejado la mía mientras viva. Así que, si muero antes que John, podrá quedarse en ella hasta que muera. Pensé que era lo más correcto. Pero, cuando él muera, será tuya para que dispongas de ella como te plazca, por supuesto.

Al parecer, era temporada alta de que me incluyeran en testamentos. De repente me di cuenta de que mi madre me dejaría su negocio y todo su dinero, así como la casa; además del dinero de Jane y su pequeña casa. No necesitaría volver a trabajar un solo día en lo que me quedara de vida.

Qué perspectiva más desconcertante.

– Cualquier cosa que hagas me parecerá bien -dije apresuradamente, dándome cuenta de que mi madre me miraba de forma extraña-. No quiero hablar de ello.

– Alguna vez tendremos que hacerlo -me advirtió.

¿Qué le pasaba hoy? ¿Acaso el matrimonio le había despertado y reforzado la consciencia de su propia moralidad? ¿Acaso había firmado el acuerdo prenupcial con todas esas estipulaciones por lo que pudiera pasar a su muerte? Acababa de volver de su luna de miel. Debería sentirse más alegre.

– ¿Por qué me estás contando todo esto ahora? -pregunté a bocajarro.

Se pensó la respuesta.

– No lo sé -dijo con perplejidad-. La verdad es que no esperaba sacar el tema al venir aquí. Quería hablar del hotel, la playa y el tour que hicimos, pero por alguna razón me he desviado del tema. Quizá, cuando salió lo de que Jane Engle te había dejado sus cosas, me dio por pensar en lo que yo te dejaría a mi vez. Aunque, por supuesto, ya no lo necesitarás tanto. Se me hace extraño que Jane le dejara todo su dinero y propiedades a alguien que no sea de su familia, alguien que ni siquiera era una amiga íntima.

– A mí también me extraña, mamá -admití. No quería decirle que Jane me lo había dejado todo porque se veía a sí misma en mí: soltera y amante de los libros; y puede que también obedeciera a alguna otra razón: a ambas nos fascinaba la muerte en las páginas de un libro-. Y no serás la única.

Meditó la idea durante un momento. Aguardó delicadamente a ver si la iluminaba con las razones de Jane.

– Me alegro por ti -dijo mi madre al cabo de un minuto, asumiendo que no iba a ofrecerle más información acerca de mi relación con Jane-. Y no creo que debamos preocuparnos por lo que diga la gente.

– Gracias.

– Debo volver con mi marido enfermo -dijo con afecto.

Qué raro se me hacía escuchar eso. Le esbocé una sonrisa sin pensar demasiado.

– Yo también me alegro por ti -le respondí con toda honestidad.

– Lo sé. -Cogió sus llaves y su bolso y me levanté para acompañarla hasta su coche.

Me estaba contando que una vieja amiga quería celebrar una cena con ella y con John, y yo me preguntaba si debería pedirle a Aubrey Scott que me acompañara cuando Marcia Rideout apareció en su puerta. Lucía otro conjunto de pantalones cortos a juego y maravillosamente planchados, y su pelo estaba un poco más rubio, o eso me pareció a mí.

– ¿Es tu madre a quien veo contigo? -exclamó cuando estaba a media distancia del camino privado-. ¿Tenéis un momento?

Ambas aguardamos con sonrisas amables y expectantes.

– Aida, puede que no me recuerdes -dijo Marcia, la cabeza inclinada tímidamente hacia un lado-, pero las dos estuvimos en el comité del Fallfest hace un par de años.

– Oh, por supuesto -dijo mi madre con una calidez profesional en la voz-. El festival salió muy bien ese año, ¿verdad?

– Sí, pero trabajamos de lo lindo, ¡más de lo que esperaba! Escucha, estamos todos muy emocionados de que Roe se venga a vivir a nuestra calle. No sé si te lo ha contado ya o no, tengo entendido que has estado fuera por tu luna de miel, pero Torrance y yo vamos a agasajar a Aurora y a nuestros demás vecinos -informó Marcia, indicando con un gesto de su impecable cabeza hacia la casa de las persianas amarillas, al otro lado de la calle- con una pequeña fiesta mañana por la noche. Nos encantaría que tu nuevo marido y tú nos acompañarais.

Nada es capaz de desconcertar a mi madre.

– Nos encantaría, pero me temo que John ha vuelto de las Bahamas con un poco de fiebre -explicó-. Pero te diré una cosa: quizá pueda pasarme yo sola para acompañaros unos minutos, aunque sea para conocer a los nuevos vecinos de Aurora. Si mi marido se encuentra mejor, quizá venga también. ¿Puedo dejar ese detalle pendiente?

– Oh, por supuesto, pobre hombre, ¡fiebre con el tiempo que hace! ¡Y durante su luna de miel! ¡Dios lo bendiga!

– ¿Quiénes son los otros recién llegados al vecindario? -preguntó mi madre para aplacar la compasión de Marcia.

– Un detective de policía y su esposa; están recién casados. ¡Ella también es detective de policía! Y está a punto de tener un bebé. ¿No es emocionante? Creo que nunca había conocido un detective hasta que se mudaron aquí, y ahora tenemos dos. ¡Ahora deberíamos sentirnos más seguros que nunca! Hemos padecido muchos allanamientos en esta calle a lo largo de los últimos años, pero estoy segura de que tu hija está lo más segura posible -matizó Marcia apresuradamente.

– Ese detective no será Arthur Smith, ¿verdad? -preguntó mi madre. Noté la gelidez que subyacía en sus palabras. Noté también que mis mejillas se encendían. No sabía hasta qué punto ella sabía o se imaginaba mi relación con Arthur, pero tenía la sensación de que contaba con una idea bastante nítida. Aparté un poco la cara con el pretexto de empujarme las gafas hacia arriba.

– Sí, es un joven de lo más solemne, y también muy guapo. Por supuesto, no tanto como el hombre con el que Roe está saliendo -añadió Marcia con un guiño.

– ¿Ah, no? -dijo mi madre alegremente. Me mordí el labio superior.

– Oh, qué va. Ese sacerdote es alto y moreno. ¿Sabes?, por mi matrimonio con Torrance, que me gustan los hombres altos y morenos. ¡Y ese bigote! Puede que no sea lo más adecuado refiriéndose a un hombre con hábitos, pero es de lo más sexi.

Mi madre sopesó la descripción.

– Pues cuenta conmigo, intentaré venir por todos los medios. Gracias por la invitación -terminó de forma educada e indiscutiblemente concluyente.

– Volveré a seguir limpiando la casa -dijo Marcia, alegre, y, tras un coro de despedidas, se giró y emprendió la marcha.

– ¿Sales con el padre Scott? -me preguntó mi madre cuando estuvo segura de que Marcia no podía oírnos-. ¿Y ya has terminado con ese ridículo policía?

– Sí, y sí.

Mi madre pareció bastante desconcertada durante un momento.

– Has rechazado una cita con Bubba Sewell, has terminado con ese Arthur Smith y sales con un sacerdote -dijo como si enumerase una lista de la compra-. Después de todo, aún queda esperanza para tu vida romántica.

Despidiéndola con la mano mientras veía su coche alejarse, me sentí positivamente satisfecha al pensar en la calavera metida en su bolsa de las mantas.

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