Capítulo 11

En un estallido de energía matutina, me encontraba cantando bajo la ducha cuando sonó el teléfono. Benditos sean los contestadores automáticos, porque no interrumpí mi particular versión del himno nacional. La ducha es probablemente el único lugar donde debería cantarse el himno nacional, sobre todo en casos de franca limitación vocal, categoría que sin duda me incluía a mí. Mientras me enjuagaba el champú del pelo, hice un popurrí de mis anuncios favoritos. Como broche final, mientras me secaba con la toalla, gorjeé Three Little Ducks.

Vivir sola tiene sus ventajas cuando quieres cantar sin que nadie te oiga.

No sabría decir por qué me encontraba de un humor tan festivo. Tenía por delante cinco horas de trabajo para luego volver al adosado a prepararme para la fiesta. Me alegraba la perspectiva de ver a Aubrey, aunque tampoco se me caía la baba. Empezaba a acostumbrarme a la idea de ser rica, aunque la palabra aún me provocaba escalofríos en la espalda. Aún tenía que decidir qué hacer con la calavera. Bizqueé delante de mi espejo de maquillaje y me puse un poco de sombra de ojos.

– Voy a dejar el trabajo -le dije a mi reflejo, sonriente.

¡Qué placer me provocaba poder decir eso! ¡Tomar una decisión como esa! El dinero era maravilloso.

Recordé que tenía un mensaje en el contestador y pulsé el botón de reproducción, sonriendo hacia mi reflejo en el espejo como una idiota, y con el secador lanzando una ventolera caliente que me revolvió el pelo, convirtiéndolo en un nimbo negro alrededor de mi cabeza.

«¿Roe?», dijo la voz, débil e insegura. «Soy Robin Crusoe, te llamo desde Italia. Llamé a casa y Phil me dio el mensaje… El chico que subarrienda mi piso. ¿Te encuentras bien? Me dijo que Arthur se ha casado con otra. ¿Podría ir a verte cuando vuelva de Europa? Si no te parece bien, manda un recado a mi antigua dirección. Bueno, escríbeme de todos modos y lo recibiré cuando vuelva. Creo que será dentro de unas pocas semanas, probablemente el mes que viene. Puede que antes, me estoy quedando sin dinero. Adiós».

Me quedé petrificada en cuanto oí su voz. Me quedé sentada, respirando profundamente, durante un momento, con el cepillo del pelo en la mano y los dientes mordiéndome el labio inferior suavemente. El corazón me latía muy deprisa, he de admitirlo. Robin había sido mi inquilino, mi amigo y casi mi amante. Tenía muchas ganas de volver a verlo. Ahora tendría el placer de escribir una nota donde diría muy delicadamente que deseaba, sin lugar a dudas, que viniese a verme cuando volviese. No quería que se llevase la impresión de que estaba en Lawrenceton con la lengua fuera y jadeante, pero quería que viniese, si es que sentía lo mismo a varias semanas vista. Y yo también. Podría tomarme mi tiempo para redactar la nota.

Me cepillé el pelo, que empezó a chisporrotear y a rebelarse contra la gravedad con más ahínco si cabe. Conseguí dominarlo poniendo una cinta elástica hacia la mitad, algo menos firme que una cola de caballo como Dios manda. Intenté hacer un frívolo lazo sobre la cinta. Aun así, me puse una de mis indumentarias de bibliotecaria que tanto disgustaban a Amina: una falda azul marino lisa de longitud neutra con una blusa a rayas a juego, medias prácticas y cómodas y unos zapatos nada atractivos, pero muy cómodos. Me limpié las gafas, las empujé sobre la nariz, asentí ante mi reflejo en el espejo de cuerpo entero y bajé las escaleras.

Si hubiese sabido bailar un chachachá, creo que lo habría hecho mientras subía la rampa que unía el aparcamiento de los empleados con la propia biblioteca.

– ¡Qué contenta vienes hoy! -dijo Lillian amargamente, dando un sorbo a su taza de café en la mesa donde arreglábamos los libros dañados.

– Sí, señora -respondí, depositando mi bolso en la pequeña taquilla, echando después el cierre. El único título que había reclamado jamás como bibliotecaria de Lawrenceton era que nunca había perdido la llave de mi taquilla. La mantenía en un broche de seguridad que me adhería a la falda o la blusa. Esta vez me lo puse en el cuello de la blusa y me dirigí hacia el despacho del señor Clerrick, tarareando una melodía militar. O lo que yo creía que era una melodía militar.

Llamé a la puerta entreabierta y asomé la cabeza. El señor Clerrick ya estaba enzarzado con un montón de papeles, una humeante taza de café junto a su codo y un cigarrillo encendido en el cenicero.

– Buenos días, Roe -dijo, levantando la vista del escritorio. Sam Clerrick era un hombre casado y padre de cuatro hijas, y desde que trabajaba en la biblioteca eso significaba que estaba rodeado de mujeres desde que se despertaba hasta que volvía a acostarse. Cabría pensar que habría aprendido a tratarlas, pero su mayor y más evidente fracaso se había dado en el terreno de la gestión de personal. Nadie podría acusar jamás a Sam Clerrick de pasarse mimando a nadie o de favoritismo; ninguna de nosotras le importábamos, no tenía la menor idea de cómo eran nuestras vidas fuera del trabajo y no hacía concesión alguna por la personalidad de nadie o sus preferencias laborales. Jamás llegaría a gustarle a nadie, pero tampoco podrían acusarlo de ser injusto.

Siempre me sentía un poco nerviosa cuando me encontraba frente a alguien que mantenía sus cartas emocionales tan cerca de su pecho como Sam Clerrick. De repente, irme no me pareció algo tan sencillo.

– Voy a dejar el trabajo -espeté tranquilamente, aferrándome a lo que me quedaba aún de valor. Cuando se me quedó mirando, ese rescoldo empezó a enfriarse-. En cualquier caso vengo a media jornada, no creo que me necesites tanto.

Siguió contemplándome por encima de sus gafas de media montura.

– ¿Me estás preavisando o te vas desde ya mismo?

– No lo sé -contesté tontamente. Tras pensarlo un momento, añadí-: Como tienes al menos tres bibliotecarias sustitutas en la lista, y sé que al menos dos de ellas estarían encantadas con un puesto a media jornada, he decidido dejarlo cuando acabe el turno de cinco horas.

– ¿Hay algún problema del que podamos hablar?

Entré del todo en el despacho.

– El trabajo no está mal -le señalé-. Pero es que ya no lo necesito, desde un punto de vista económico, y siento que necesito un cambio.

– No necesitas el dinero -dijo, sorprendido.

Él era probablemente la única persona que trabajaba en la biblioteca, y puede que la única de Lawrenceton, que aún no estaba al corriente de mi herencia.

– He recibido una herencia.

– Dios mío, no habrá muerto tu madre, ¿verdad?

De hecho, se había preocupado tanto que dejó el lapicero sobre el escritorio.

– No, una conocida.

– Oh, bien. Bueno, lamento que te marches, a pesar de que el año pasado fuiste mi empleada más famosa. Supongo que ha pasado el tiempo.

– ¿Pensaste en despedirme entonces?

– En realidad lo estaba posponiendo hasta que matases a Lillian.

Me lo quedé mirando con la expresión en blanco hasta que asumí el asombroso hecho de que Sam Clerrick había hecho un chiste. Empecé a reír, él también, y de repente pareció un ser humano.

– Ha sido un placer -dije, siendo sincera por primera vez, y me volví para salir del despacho.

– Tu seguro seguirá vigente durante un mes -respondió por detrás.

Quiso la suerte que esa mañana en el trabajo se me hiciera angustiosamente lenta. No quería decir a nadie que lo dejaba hasta que llegara el momento de marcharme, así que opté por esconderme entre los libros durante toda la mañana, repasando las estanterías, limpiando el polvo y llevando a cabo todo tipo de tareas triviales. No me tomé una pausa para almorzar, ya que mi turno solo duraría cinco horas; se suponía que debía llevar algo yo misma o encargar a alguna de las compañeras que me trajera algo de comida rápida y comer a toda prisa. Pero eso significaría almorzar en la sala de descanso, y eso suponía que seguramente no estaría sola, y mantener una conversación sin revelar mis intenciones se consideraría fraudulento, en cierto sentido. Así que me escabullí por aquí y por allí, haciéndome notar lo menos posible, y cuando dieron las dos estaba famélica. Luego tuve que pasar por el ritual de las despedidas; que si he trabajado muy a gusto contigo, que si vendré a menudo a por libros para que nos veamos…

Me entristeció más de lo que pensaba. Incluso despedirme de Lillian no me supuso el inmenso placer que esperaba. Echaría de menos su presencia, porque ella me hacía sentir muy virtuosa e inteligente por contraste, pensé con algo de vergüenza. Yo no lloriqueaba por cada cambio minúsculo en la rutina laboral, no aburría a los demás con relatos detallados de acontecimientos aburridos y sabía quién era Benvenuto Cellini. Pero recordé que Lillian se había mantenido a mi lado cuando las cosas se pusieron tan feas durante los asesinatos, meses antes.

– Quizá ahora puedas dedicarte a cazar un marido a jornada completa -dijo Lillian a modo de despedida, y mi vergüenza se desvaneció por completo. Entonces leí en su cara que lo único que ella tenía y yo podía desear era un marido.

– Ya veremos -le contesté, manteniendo las manos a la espalda para no estrangularla.

Cogí mi bolso y devolví la llave de mi taquilla, antes de salir por la puerta trasera por última vez.

Fui directamente a la tienda de alimentación. Quería algo para comer, quería algo que meter en la nevera de la casa de Honor y picar el tiempo que pasase allí. Recorrí la tienda, echando cajas y bolsas de comida al carro con desidia. Celebré el abandono de mi trabajo con la compra de uno de esos platos al microondas realmente caros, esos que llevan un plato elegante y reutilizable. Empezaba a ser una costumbre, al menos en lo que a comer se refería. Quizá a partir de ahora tendría tiempo de cocinar. Pero ¿hasta qué punto quería ahondar en el arte culinario? Podía limitarme a hacer unos espaguetis o elaborar una torta de cereales. ¿Necesitaba aprender otras cosas? Me debatí interiormente en la duda mientras perdía la mirada en el microondas, en mi adosado.

Podía decidir lo que se me antojase. Ahora era una mujer de antojos.

Me gustaba cómo sonaba.

La mujer de antojos decidió celebrarlo comprando ropa nueva que ponerse en la fiesta de los Rideout. Decidí que no iría a Great Day; haría buen uso de mi dinero e iría a Marcus Hatfield. Normalmente, Marcus Hatfield me ponía nerviosa; pensaba que no era más que una versión limitada de los grandes almacenes de Atlanta; la oferta era enorme y las vendedoras demasiado agresivamente emperifolladas. Quizá mi contacto con Marcia me estaba acostumbrando al emperifollamiento inmaculado; sentía que hasta sería capaz de afrontar el mostrador de cosmética sin siquiera pestañear.

Me arreglé la falda y enderecé la espalda antes de entrar. Podía comprar lo que me viniese en gana en esa tienda, me recordé. Atravesé la entrada con mi deprimente indumentaria de bibliotecaria. Enseguida me asedió una vendedora de finas curvas, un vivo estampado de flores, uñas perfectas y maquillaje sutil, como una visión.

– Hola, vecina -exclamó la visión. Era Carey Osland con su indumentaria de trabajo. Entendía por qué prefería los mocasines y las batas de andar por casa. Tenía un aspecto maravilloso, casi apetitoso, pero claramente incómodo-. Me alegro de verte -me decía Carey mientras decodificaba su identidad.

– Lo mismo digo -logré decir.

– ¿En qué puedo ayudarte?

– Necesito algo nuevo para ponerme esta noche.

– Para la fiesta de la terraza.

– Así es. Los Rideout son muy amables al darla.

– Marcia adora agasajar. Nada le gusta más que recibir montones de visitas a la vez.

– Dijo que no lo pasaba bien cuando su marido tenía que pasar tiempo fuera.

– No. Supongo que te habrás dado cuenta de que en esos momentos bebe un poco de más. Hace lo mismo desde que la conozco, supongo…, aunque admito que no la conozco demasiado bien. Conoce a mucha gente en la ciudad, pero nunca parece estrechar lazos con nadie. ¿Pensabas en ropa informal o prefieres algo más elegante?

– ¿Cómo?

– Para la fiesta.

– Oh, disculpa, se me ha ido la cabeza. Eh…, ¿tú qué vas a ponerte?

– Oh, yo estoy demasiado gorda para enseñar carnes -dijo Carey alegremente-. Pero seguro que tú estás guapísima con un vestido de verano; y para que no sea excesivamente formal, deberías ponerte unas sandalias planas y no pasarte demasiado con las joyas.

Examiné dubitativa el vestido que Carey me había sacado. La señora Day jamás me habría sugerido algo así. Pero también era verdad que ella tampoco tenía muchas cosas así en su tienda. Era blanco y naranja, muy bonito, pero también muy casual, y enseñaba demasiado la espalda.

– No podría ponerme sujetador con eso -señalé.

– Oh, no -convino Carey con calma.

– Se me movería todo -dije dubitativa.

– Tú pruébatelo -me invitó Carey con un guiño-. Si no te gusta, tenemos todo tipo de conjuntos de pantalón corto y pantalones ligeros la mar de monos. Cualquiera de ellos irá bien también, pero tú ponte este.

Casi nunca había tenido que desnudarme prácticamente para probarme ropa. Me enfundé el vestido y me impulsé varias veces arriba y abajo con los pies, los ojos clavados en el espejo del probador. Intentaba evaluar el grado de zarandeo de mis pechos. Soy una mujer con un pecho bastante grande, para mi altura, y ahí notaba que se me movía demasiado.

– ¿Cómo va eso? -preguntó Carey desde el exterior.

– Oh… No sé -dije, sin salir de mis dudas. Volví a botar-. Ten en cuenta que voy a ir con un sacerdote.

– Es humano -observó Carey-. Dios también creó las tetas.

– Es verdad -contesté, volviéndome para verme la espalda. Muy descubierta-. No me puedo llevar esto, Carey -le comenté.

– Déjame ver.

Reacia, abrí la puerta del probador.

– Caramba -exclamó Carey-. Estás estupenda -dijo con ojos entrecerrados-. Muy sexi -añadió con un susurro conspirativo.

– Es que me siento demasiado llamativa. Tengo frío en la espalda.

– Le encantará.

– Yo no estaría tan segura.

Me miré en el espejo grande del final del pasillo de los probadores. Lo sopesé. No, decidí finalmente. No podía salir así vestida con alguien con quien no me acostaba.

– No creo que me lo ponga esta noche. Tengo que encontrar otra cosa -le dije a Carey-. Pero creo que lo compraré de todos modos.

Carey dejó salir del todo la vendedora que llevaba dentro. El vestido naranja y blanco desapareció de mis manos para acabar en una percha y me trajo otras cosas para probármelas. Carey estaba empeñada en que quería ir en plan sexi y sofisticada, y yo me arrepentí de no haber optado por Great Day. Finalmente encontramos unos pantalones cortos de algodón y una camiseta que era todo un compromiso. La camiseta era de cuello ancho, blanca con estampado de círculos, y los pantalones, rojos, eran muy amplios, como una especie de falda, con un ancho cinturón de atar que iba a juego con la camiseta. Sin duda se me veía mucha piel, pero al menos no era la espalda. Carey me propuso unas sandalias rojas y un brazalete y pendientes a juego antes de que la tuviese que detener.

Al volver a mi adosado para dejar allí las prendas recién adquiridas, llamé a Aubrey a la iglesia.

– ¿De parte de quién? -preguntó la secretaria de la iglesia cuando pedí que me lo pasaran.

– Roe Teagarden.

– ¡Oh! -exclamó ella sin aliento-. Claro, Roe, voy a buscarlo. Es un hombre adorable, aquí en Saint John lo adoramos.

Me quedé mirando el teléfono durante un segundo antes de darme cuenta de que me estaban dando un empujoncito en mi esfuerzo por ganarme el corazón de su sacerdote. La congregación de Saint John debía de pensar que había llegado el momento de que su líder se casase otra vez, y yo debía de parecer lo suficientemente respetable a primera vista como para resultar una candidata adecuada.

– ¿Roe?

– Hola, Aubrey -dije, sacudiéndome de mis propios pensamientos-. Oye, ¿te importaría que nos viésemos en mi casa de Honor en vez de pasar a recogerme aquí? Quiero dar de comer a la gata antes de la fiesta.

– Claro que no. ¿Tenemos que llevar algo, como una botella de vino? Imagino que les gustaría. -Buena idea por parte de Aubrey-. Es informal, ¿verdad?

– Se va a celebrar en su terraza, así que las probabilidades son muy elevadas.

– Bien, pues nos veremos en tu nueva casa a las siete.

– Perfecto.

– Estoy deseando que llegue la hora -me dijo en voz baja.

– Yo también.


Llegué allí temprano y metí el coche hasta el fondo del garaje para dejar espacio a Aubrey. Tras atender las necesidades de Madeleine, pensé en la ropa que aún seguía en los cajones de Jane. Había despejado el armario en sí, pero no los cajones. Abrí uno al azar para ver su contenido. Resultó ser donde Jane guardaba sus cosas de dormir. Tenía un inesperado gusto para los camisones. No eran precisamente los que habría esperado en una señora mayor como ella, aunque tampoco eran especialmente sugerentes. Saqué el más bonito, uno rosa de nailon, y decidí que podría quedármelo. Y entonces pensé que podría pasar la noche allí. Por alguna razón, la idea me pareció divertida. Las sábanas estaban limpias; las había cambiado una asistenta contratada tras la marcha de Jane al hospital. Y allí mismo tenía un camisón. Solo tenía que meter algo de comida en la nevera. El aire acondicionado funcionaba. Había un cepillo para los dientes en su envoltorio en el baño y un tubo de pasta abierto. Sabría lo que era despertarme en mi nueva casa.

Sonó el timbre de la puerta, anunciando la llegada de Aubrey. Fui a abrir algo azorada por el amplio cuello de la camiseta. Por supuesto, los ojos de Aubrey fueron directamente al canalillo.

– Deberías haber visto el que no me compré -dije a la defensiva.

– ¿Tanto se me ha notado? -preguntó, un poco avergonzado.

– Carey Osland me señaló que Dios también creó las tetas -le dije, y cerré los ojos deseando que el suelo me tragase.

– Carey Osland dice la verdad -respondió fervientemente-. Estás preciosa.

Aubrey tenía una gran facilidad para acabar con el bochorno de las situaciones delicadas.

– Tú también estás muy guapo -le dije. Sus atuendos eran adecuados para el noventa por ciento de los eventos sociales de Lawrenceton: una camisa azul marino y unos pantalones holgados caqui, con mocasines.

– Bueno, ahora que nos hemos admirado mutuamente, ¿no será mejor que nos vayamos?

Eché un vistazo a mi reloj.

– Justo a tiempo.

Me ofreció su brazo como un ujier en una boda, y no pude evitar reírme al aceptárselo.

– Voy a ser dama de honor otra vez -le dije-. Y ya sabes lo que cuentan de las mujeres que son damas de honor tantas veces. -Entonces me sentí furiosa conmigo misma por volver a sacar el tema de las bodas.

– Suelen decir: «Qué dama de honor más guapa» -contestó Aubrey con delicadeza.

– Es verdad -confirmé, aliviada. Si no era capaz de hacerlo mejor, más me valdría mantener la boca cerrada en lo que quedaba de noche.

Tras un primer vistazo a Marcia, supe que vivía para ocasiones como esa. La comida incluso estaba cubierta por unas mallas para mantener a raya a los insectos, un toque de lo más práctico en Lawrenceton en pleno verano. Los manteles dispuestos en las mesas repartidas por la terraza estaban almidonados y no podían ser más blancos. Marcia presentaba su aspecto más cuidado, tan almidonada y brillante como sus manteles, con unos pantalones cortos azules de algodón y blusa a juego. Lucía unos generosos pendientes y las uñas perfectamente pintadas, tanto las de las manos como las de los pies. Lanzó exclamaciones de admiración cuando le entregamos la botella de vino y nos preguntó si queríamos una copa en ese momento. Rehusamos educadamente y ella entró en casa para meterla en la nevera, mientras Torrance, excepcionalmente moreno con sus pantalones y su camisa blancos a rayas, tomaba nota de lo que queríamos tomar. Ambos optamos por unos gin-tonics con mucho hielo, y fuimos a sentarnos en el banco de obra que rodeaba la amplia terraza. Aubrey se sentó muy cerca de mí.

Carey y Macon vinieron justo detrás de nosotros y les presenté a Aubrey. Macon lo había conocido anteriormente, en un consejo pastoral que había cubierto para el periódico, y pronto se enzarzaron en una ferviente conversación acerca de lo que el consejo esperaba lograr en los próximos meses. Carey echó un vistazo a mi ropa y guiñó el ojo. Mientras los hombres seguían a lo suyo, nosotras charlamos sobre el buen aspecto de Marcia y de la fiesta. Entonces, una pareja que vivía en la casa frente a la de Carey, los McLean, se acercaron para presentarse, dando por sentado que Aubrey y yo éramos los propietarios de la casa de Jane, que vivíamos juntos allí. Mientras aclarábamos ese punto, llegaron Lynn y Arthur. Lynn estaba hinchadísima y obviamente muy incómoda con sus pantalones cortos de premamá. Arthur parecía un poco preocupado y dubitativo. Cuando lo vi…, no sentí nada.

Cuando Arthur y Lynn se las arreglaron para llegar hasta nosotros, él parecía haberse sacudido de encima lo que fuese que le atribulaba. Lynn también parecía un poco más contenta.

– Antes no me sentía muy bien -confesó mientras Arthur y Aubrey buscaban algo de lo que hablar-, pero parece que, de momento, estoy mejor.

– ¿Qué te pasaba?

– Molestias, como de gases -dijo con la boca muy apretada-. En serio, nunca me había sentido tan mal en mi vida. Todo lo que como me da náuseas y la espalda me está matando.

– ¿Te falta mucho para salir de cuentas?

– Todavía me quedan dos semanas.

– ¿Coincidiendo con la última cita con el ginecólogo?

– En el último mes se va todas las semanas -dijo Lynn, que ya era una experta en esas lides-. Mañana me toca. Quizá me cuente algo.

Decidí admitir mi suma ignorancia al respecto. Sin duda, Lynn necesitaba algo con lo que sentirse superior. Miró con amargura mis pantalones rojos y blancos.

– ¿Y qué podría decirte? -le pregunté.

– Oh, bueno, por ejemplo podría decirme si he empezado a dilatar; ya sabes, que se te haga más grande para que salga el bebé. O podría decirme que me estoy esfacelando.

Asentí rápidamente para que Lynn no me explicara el significado de eso.

– O cuánto ha bajado el bebé y si su cabeza está en el lugar correcto.

Enseguida lamenté haber preguntado. Pero Lynn parecía encontrarse más animada, y se dedicó a contarle a Aubrey cómo habían decorado el cuarto del bebé, prosiguiendo con naturalidad de ese tema doméstico al de los allanamientos de la calle, que estaban en boca de todos. Los McLean se quejaron por la falta de acción de la policía al respecto, inconscientes de que estaban a punto de pasar un gran bochorno.

– Tenéis que comprender -dijo Arthur, abriendo mucho sus ojos azul pálido, lo que significaba que estaba sumamente irritado- que no se ha robado nada y que no se encontraron huellas. Además, nadie ha visto nada, por lo que va a ser casi imposible encontrar al ladrón a menos que surja un chivatazo o algo.

Los McLean, pequeños, tímidos y apocados, proyectaron idénticas sombras de mortificación cuando se dieron cuenta de que la pareja de la puerta de al lado estaba compuesta por detectives de policía. Tras una embarazosa sucesión de disculpas y retracciones, Carey habló de su propio allanamiento, que tuvo lugar cuando ella y su hija se encontraban en casa de unos amigos para celebrar el Día de Acción de Gracias, dos años atrás, y Marcia relató su experiencia, que le «había dado un susto de muerte».

– Volvía de hacer la compra y, por supuesto, era cuando Torrance estaba fuera de la ciudad -contó, lanzándole una mirada de lo más afilada-. Vi que la ventana trasera de la cocina estaba rota; oh, tendríais que haberme visto corriendo a casa de Jane.

– ¿Cuándo ocurrió? -pregunté-. ¿Más o menos cuando entraron en casa de Carey?

– Puedes jurarlo. Puede que pasado un mes. Recuerdo que hacía frío y tuvimos que mandar arreglar el cristal a toda prisa.

– ¿Cuándo entraron en la tuya? -pregunté a Macon, que tenía la mano de Carey cogida y lo estaba disfrutando.

– Después de la de los Lavery -dijo, tras pensarlo un momento-. Eran los dueños de la casa que compraste -le informó a Arthur-. Los trasladaron hace cinco meses, y me consta que les alivia no tener que pagar dos casas. Mi incursión, y la de los Lavery, fue como las demás…, por la ventana trasera. Registraron toda la casa, pero al parecer no se llevaron nada.

– ¿Cuándo fue? -insistí. Arthur me lanzó una dura mirada, pero Lynn parecía más interesada en su tripa, la cual masajeaba lentamente.

– Oh, hará un año y medio, puede que algo más.

– Entonces, ¿la casa de Jane fue la única que no fue allanada hasta hace poco?

Carey, Macon, los McLean, Marcia y Torrance intercambiaron miradas.

– Creo que sí -dijo Macon-. Ahora que lo pienso. Y ha pasado bastante tiempo desde el último. Sé que no pensaba en ello desde hacía siglos, hasta que Carey me contó lo de la casa de Jane.

– Entonces, ¿todos han sufrido incidentes de este tipo, todos los de la calle? -¿Era eso lo que Jack Burns me había dicho?

– Bueno -dijo Marcia mientras echaba aliño en su ensalada y la removía-, todos menos los Ince, cuya casa está a dos parcelas desde la de Macon y la nuestra. Son muy, muy mayores y ya no salen nunca. Su nuera les hace todo, como la compra y llevarlos a sus citas con el médico… Cosas así. No les han hecho nada, de lo contrario, estoy segura de que Margie (así se llama la nuera) habría venido a contármelo. De vez en cuando se deja caer para tomarse un café después de visitarlos.

– Me pregunto qué significará eso -pregunté al aire.

Se produjo un incómodo silencio.

– ¡Vamos, chicos, la comida está lista y nos está esperando! -anunció Marcia, alegre.

Todos se apresuraron a levantarse, salvo Lynn. Oí que Arthur murmuraba:

– ¿Quieres que te traiga algo, cariño?

– Solo un poco -dijo ella fatigosamente-. No tengo mucha hambre.

Yo no pensaba que a Lynn le quedase espacio para ingerir nada; el bebé lo ocupaba casi todo.

Torrance atravesó la casa para responder al timbre. Los demás formamos una fila, lanzando las apropiadas exclamaciones de admiración ante el magnífico banquete. Estaba presentado de una forma preciosa, todos los platos dispuestos y decorados como si estuviesen destinados a comensales más importantes que nosotros. A menos que Marcia hubiese contado con ayuda, esa mesa representaba horas de trabajo, pero la propia comida era reconfortantemente hogareña.

– ¡Costillas a la barbacoa! -exclamó Aubrey felizmente-. Qué bueno. Roe, creo que vas a tener que hacerte cargo; me pongo hecho un desastre cuando como costillas.

– No existe forma limpia de comer costillas -observé-. Y Marcia ha puesto servilletas extragrandes, por lo que veo.

– Será mejor que coja dos.

En ese momento, oí una voz familiar elevándose por encima del murmullo general. Me volví para mirar por encima del hombro de Aubrey, y me quedé con la boca abierta en una expresión algo boba.

– ¡Madre! -dije, profundamente sorprendida.

Sin duda era mi madre, con unos elegantes pantalones holgados color crema y una blusa azul medianoche, un collar tan impresionante como sencillo, con pendientes a juego, y su nuevo marido en ristre.

– Lamentamos llegar tarde -se estaba disculpando con su agraciado estilo a lo Lauren Bacall, con el que siempre lograba que le aceptasen las disculpas-. No estábamos seguros, hasta el último minuto, de que John se sintiera bien como para acompañarme. Pero tenía muchas ganas de conocer a los nuevos vecinos de Aurora, y habéis sido tan amables al invitarnos…

Los Rideout se deshicieron en elogios, hubo una ronda de presentaciones y de repente la fiesta se antojó más animada y sofisticada.

A pesar de sus ojos cansados, John tenía buen aspecto después de su luna de miel, y eso fue lo que le dije. Durante unos minutos, John se mostró desconcertado sobre el papel de Aubrey en la velada, pero cuando cayó en la cuenta de que su sacerdote era mi acompañante, John cogió aire y se puso a la altura de la ocasión, discutiendo asuntos eclesiásticos muy brevemente con Aubrey, lo justo como para que ambos estuvieran cómodos sin llegar a aburrir a los no episcopalianos. John y mi madre se unieron a la fila de la comida, detrás de nosotros. Mi madre dedicó una fría mirada a Arthur, que estaba sentado junto a su mujer, comiendo mientras le echaba miradas solícitas o le ponía la mano sobre el hombro cada poco tiempo.

– Está a punto de parir. Creía que se habían casado hace pocos meses -me siseó mi madre al oído.

– Madre, calla -le siseé de vuelta.

– Tengo que hablar contigo, jovencita -respondió en voz muy baja, tanto que empecé a preguntarme qué habría podido hacer que hubiese llegado a su conocimiento. Estaba casi tan nerviosa como cuando tenía seis años y usaba ese tono conmigo.

Nos sentamos en las mesas de picnic, dispuestas con sus brillantes manteles y servilletas, y Marcia acercó un carro con bebidas y hielo. Brillaba más con cada cumplido que recibía. Torrance también estaba exultante, orgulloso de su esposa. Observando a Lynn y a Arthur, me pregunté por qué los Rideout no habían tenido hijos. Me pregunté si Carey Osland y Macon intentarían tener otro si se casaban. Carey probablemente rondaba los cuarenta y dos, pero al parecer las mujeres concebían cada vez más tarde. Macon debía de ser entre seis y diez años mayor que Carey; por supuesto, tenía un hijo que al menos era un joven adulto… El hijo desaparecido.

– Cuando estuvimos en las Bahamas -me dijo John en voz baja al oído-, intenté encontrar un hueco para comprobar si la casa de sir Harry Oakes seguía en pie.

Tuve que pensar un momento. El caso Oakes… Vale, ya me acordaba.

– Alfred de Marigny, exculpado, ¿verdad?

– Sí -respondió John alegremente. Siempre es agradable hablar con alguien que comparte tu afición.

– ¿Es un enclave histórico de las Bahamas? -preguntó Aubrey por mi derecha.

– Bueno, en cierto sentido -le dije-. La casa de los Oakes fue el escenario de un famoso asesinato. -Me volví de nuevo hacia John-. Las plumas eran la parte más extraña del caso, tengo entendido.

– Oh, creo que eso tiene fácil explicación -apuntó John desinteresadamente-. Creo que un ventilador esparció las plumas de una almohada que había sido rajada.

– ¿Tras el incendio?

– Sí, debió de ser después -contestó John, meneando la cabeza de un lado a otro-. Eran muy blancas en la foto; de lo contrario, habrían salido negras.

– ¿Plumas? -preguntó Aubrey.

– Verás -le expliqué pacientemente-, el cuerpo, el de sir Harry Oakes, fue hallado parcialmente quemado, en su cama, cubierto de plumas. El cuerpo estaba cubierto de plumas, no la cama. Alfred de Marigny, su yerno, fue acusado del asesinato. Pero lo exculparon, en gran parte por la deplorable investigación llevada a cabo por la policía local.

Aubrey parecía un poco… No sé, no era capaz de identificarlo.

John y yo seguimos charlando alegremente del asesinato de sir Harry mientras que mi madre, a la izquierda de John, mantenía esporádicas conversaciones con los ratoniles McLean.

Me volví ligeramente hacia Aubrey para asegurarme de que apreciaba una argumentación mía acerca de una huella de mano ensangrentada en el biombo del dormitorio y me di cuenta de que había dejado las costillas en el plato y miraba ociosamente alrededor.

– ¿Qué pasa? -pregunté, preocupada.

– ¿Os importaría no hablar de este tema mientras me como estas costillas, que tenían un aspecto estupendo hace tan solo un minuto? -Intentaba poner un tono de broma, pero sabía que no estaba nada contento.

Tenía razón. Y, como resultado, me exasperé con Aubrey, así como conmigo misma. Me llevó unos segundos interiorizar una actitud penitente.

– Lo siento, Aubrey -dije en voz baja. Lancé una mirada furtiva a John por el rabillo del ojo. Parecía consternado, mi madre había cerrado los ojos y meneaba la cabeza en silencio, como si sus hijos la hubiesen puesto a prueba más allá de lo creíble, y encima en público. Pero enseguida se recompuso y sacó ese tema de conversación tan neutral y alegre: la rivalidad de las compañías telefónicas en la zona.

Me sentía tan mal por mi falta de tacto que ni siquiera vino a la mente el descubrimiento de que mi compañía podía hacer sonar mi número en dos casas a la vez. Arthur dijo que se alegraba de haber podido conservar su viejo número. Me pregunté cómo se sentía Lynn al tener que renunciar al suyo, pero no parecía que le importase un comino una cosa u otra. Justo cuando Arthur terminó de comer y agradecieron a Marcia y Torrance la fiesta, la buena comida y la compañía en un cortés murmullo, se marcharon discretamente a su casa.

– Esa joven parece de lo más incómoda -comentó Torrance en un momento de tregua en la guerra de las compañías telefónicas. Por supuesto, eso llevó el debate hacia Arthur y Lynn y la carrera policial, y como yo también era nueva en la calle, el debate acabó tratando de mi propia carrera, de la que tuve que detallar (incluida mi madre) que había llegado a su fin.

Pensé que si el rostro de mi madre mantenía la sonrisa de su ligero interés por más tiempo, acabaría resquebrajándose.

Aubrey por fin había terminado de cenar y se unió a la conversación, pero más bien pasivamente. Pensaba que no tardaríamos en mantener una conversación acerca de mi interés por los casos de asesinato y el hecho de que a él le produjeran náuseas. Intentaba no pensar en lo divertido que había sido hablar con John sobre el fascinante caso Oakes…, ¡que se produjo mientras los duques de Windsor gobernaban las islas! Un día de estos debería coger a mi nuevo padrastro por banda para destripar el tema a fondo.

La voz de mi madre al oído me trajo de vuelta al mundo real.

– ¡Acompáñame al baño un momento!

Me excusé y entré en la casa con ella. Nunca había estado en el hogar de los Rideout, y tuve que admirar su pulcritud y la viveza de sus colores hasta que me arrastraron al baño del pasillo. Era como volver a la adolescencia, y cuando iba a abrir la boca para preguntar a mi madre si le habían pedido ir al baile de la promoción, se volvió hacia mí tras echar el pestillo de la puerta y me dijo:

– ¿Qué demonios hace una calavera en mi bolsa de las mantas?


Por lo que me pareció la enésima vez en un día, sentí que la mandíbula inferior se me descolgaba. Pero me recuperé.

– ¿Y qué demonios hacías tú sacando una manta con el tiempo que hace?

– Echársela a mi marido, que no paraba de tiritar por la fiebre -me contestó con los dientes apretados-. ¡Ni se te ocurra desviar el tema!

– Me la encontré -admití.

– Genial. Así que te encontraste una calavera humana y decidiste esconderla en la bolsa de las mantas de la casa de tu madre mientras estaba fuera de la ciudad. Esto tiene mucho sentido. Un procedimiento muy racional.

Iba a tener que calmar las aguas con ella, pero encerrada en el baño de Marcia Rideout no me parecía la mejor situación.

– Mamá, te juro que mañana iré a tu casa y te lo contaré todo.

– Seguro que cualquier hora te viene bien, ya que no tienes ningún trabajo al que acudir -respondió mi madre muy educadamente-. Sin embargo, yo sí que tengo que ganarme la vida, y tengo que ir a trabajar. Te espero en mi casa mañana a las siete de la tarde, momento en el que más valdrá que oiga una explicación satisfactoria para lo que has hecho. Y, ya que estoy, te diré algo más, aunque desde que eres adulta he intentado no darte ningún consejo en materia emocional, o como sea. No te acuestes con el sacerdote de mi marido. Sería muy embarazoso para John.

– ¿Para John? ¿Que sería embarazoso para John? -Contente, me dije. Respiré hondo, miré el brillante espejo y me empujé las gafas sobre la nariz-. Mamá, no sabes cómo me alegro de que te hayas contenido todos estos años de hacer comentarios sobre mi vida social, aparte de reiterarme que desearías que fuese más dilatada.

Nos miramos la una a la otra a través del espejo con chispas en los ojos. Luego intenté sonreírle. Ella hizo lo propio; las sonrisas eran diminutas, pero se mantuvieron.

– Está bien -dijo finalmente, con voz más moderada-. Nos veremos mañana por la tarde.

– Allí estaré -señalé.

Cuando volvimos a la terraza, la conversación había derivado hacia los huesos encontrados al final de la calle. Carey estaba contando que la policía le había preguntado si había algo que recordase que pudiese ayudar a identificar los huesos como los de su marido.

– Les dije -estaba contando- que ese tipo se había largado y me había dejado tirada, pero que nadie lo había matado. Durante semanas esperé verle pasar por la puerta con esos pañales. Ya sabe -le dijo a Aubrey a modo de aclaración-, se fue a por pañales para el bebé y nunca volvió.

Aubrey asintió, quizá para indicar comprensión o quizá porque ya había oído la historia en el folclore de Lawrenceton.

– Cuando la policía encontró el coche en la estación de Amtrak -prosiguió Carey-, supe que se había escapado. Para mí, ha estado muerto desde entonces, pero no me creo que esos huesos sean los suyos. -Macon la rodeó con el brazo. Los McLean estaban absortos con ese drama verídico. Mi madre me observó con repentina consternación. Fingí que no la veía-. Así que les indiqué que se rompió la pierna una vez, un año antes de casarnos, por si eso servía de algo, me dieron las gracias y me dijeron que me informarían de lo que fuese. Pero tras el primer día de su marcha, cuando aún estaba tan destrozada, bueno, cuando la policía me informó de que habían encontrado su coche, dejé de preocuparme. Simplemente entré en cólera.

Carey se había alterado y se esforzaba sobremanera para no dejar que las lágrimas se derramaran sobre sus mejillas. Marcia Rideout la contemplaba fijamente, esperando que la fiesta no se fastidiara por culpa de las lágrimas desconsoladas de una de las invitadas.

Torrance, tranquilizador, dijo:

– Venga, Carey, no es Mike, será algún viejo vagabundo. Es triste, pero nada que deba preocuparnos. -Se levantó con su bebida en la mano, su recio cuerpo y voz tranquila inmensamente reconfortantes.

Todos parecieron relajarse un poco. Pero en ese momento Marcia preguntó:

– Pero ¿dónde está la calavera? En las noticias de esta tarde informaron de que faltaba la calavera. -Su mano temblaba mientras ponía la tapa sobre una cacerola-. ¿Cómo es que no estaba la cabeza?

Se produjo un momento de tensión. No pude evitar apretar mi vaso con fuerza y bajar la mirada al suelo de la terraza. Mi madre no me quitaba el ojo de encima; podía sentir la dureza de su mirada.

– Suena macabro -indicó Aubrey gentilmente-, pero puede que un perro o cualquier otro animal se llevara la calavera. No hay ninguna razón para pensar que no estuviera con el resto del cuerpo durante cierto tiempo.

– Es verdad -afirmó Macon al cabo de un instante de meditación.

La tensión volvió a disiparse. Tras un rato más de charla, mi madre y John se levantaron para irse. Nadie es inmune a la elegancia de mi madre; Marcia y Torrance aún sonreían abiertamente cuando ella atravesó la puerta principal, John justo detrás de ella, iluminado por su luz. Los McLean no tardaron en anunciar que tenían que pagar a su niñera y llevarla a casa, ya que al día siguiente tenía clase. Carey Osland dijo lo mismo.

– Aunque mi hija cada día está más convencida de que puede quedarse sola en casa -nos señaló con orgullo-. Pero, por ahora, necesita estar acompañada, aunque me encuentre a dos casas de distancia.

– Es una chica independiente -añadió Macon con una sonrisa. Parecía bastante encariñado con la hija de Carey-. Siempre he tenido chicos alrededor, y las chicas son muy diferentes a la hora de criarlas. Espero hacer un mejor trabajo ayudando a Carey con su hija de lo que conseguí con el mío.

Dado que los Rideout no tenían hijos, como yo y como Aubrey, no se nos ocurrió una respuesta pertinente.

Di las gracias a Marcia por la fiesta y les felicité por la comida y la decoración.

– Bueno, yo hice las costillas a la barbacoa -admitió Torrance pasándose la mano por la barbilla, que ya mostraba una barba incipiente-, pero el resto ha sido cosa de Marcia.

Dije a Marcia que debería dedicarse al catering, con lo que ella se sonrojó, complacida. Tenía el aspecto de una maniquí de gran almacén con un toque de rosa pintado en las mejillas para aportar algo de realismo, tan bonita y perfecta.

– Cada pelo en su sitio -le indiqué a Aubrey aburridamente mientras nos encaminábamos hacia su coche, aparcado en mi camino privado-. Ella nunca permitiría tenerlo así. -Hundí las manos en la mopa flotante que era mi pelo.

– Eso es lo que quiero hacer -dijo Aubrey de repente y, deteniéndose frente a mí, pasó los dedos por mi pelo-. Es precioso -añadió con una voz que no tenía nada de clerical.

Ay, ay. El beso que siguió fue lo bastante prolongado y profundo como para que me preguntase cuánto tiempo había pasado desde que no conocía a alguien bíblicamente. Sabía que Aubrey sentía lo mismo.

Nos separamos de mutuo acuerdo.

– No he debido hacerlo -se lamentó Aubrey-. Hace que me…

– A mí también -convine, y los dos nos reímos, y con ello se perdió la atmósfera. Menos mal que no llevaba el vestido naranja y blanco. Entonces sus manos podrían haberme acariciado la espalda desnuda… Empecé a charlar para distraerme. Nos apoyamos contra su coche, hablando sobre la fiesta, la fiebre de mi nuevo padrastro, el abandono de mi trabajo, el retiro para sacerdotes al que asistía cada viernes y sábado en un parque estatal cercano.

– ¿Quieres que te siga hasta tu casa? -preguntó metiéndose en su coche.

– Quizá pase la noche aquí -dije. Me agaché sobre la ventanilla y le di un ligero beso en los labios, una sonrisa, y me di la vuelta.

Entré por la puerta de la cocina. La luna se colaba entre las cortinas descorridas, proporcionándome toda la luminosidad que necesitaba, por lo que fui al dormitorio sin encender una sola luz. El contraste de la tranquilidad y la oscuridad con todo el parloteo que había mantenido ese día me dio más sueño del que hubiese podido proporcionarme un somnífero. Encendí brevemente la luz del baño para cepillarme los dientes y me quité la ropa. Me puse el camisón rosa, apagué la luz del baño y fui hasta la cama en la oscuridad. Envuelta en el sordo zumbido del aire acondicionado y los ocasionales maullidos de los gatitos del armario, me quedé dormida.

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