Encendí el televisor de Jane y escuché las noticias con un oído mientras seguía repasando sus papeles. Al parecer, toda la documentación relativa al coche había sido entregada ya a Parnell Engle, ya que no había ningún recibo antiguo de inspección técnica ni nada parecido. Habría sido de ayuda que Jane conservase ese tipo de documentos en una especie de categoría, me dije malhumoradamente, tratando de no pensar en mis propios papeles, amontonados de cualquier manera en cajas de zapatos, dentro del armario.
Había empezado con la caja más antigua, datada siete años atrás. Jane conservaba recibos que ahora podían tirarse sin problemas: vestidos que había comprado, visitas del exterminador de plagas, la compra de un teléfono. Empecé a clasificarlos a medida que los ojeaba, aumentando por momentos el montón de descartes definitivos.
Hay cierto placer en tirar cosas. Me encontraba concentrada en mi satisfacción, por lo que me llevó un momento darme cuenta de que estaba escuchando un ruido en el exterior. Alguien parecía estar haciendo algo en la puerta enmallada de la cocina. Me quedé quieta, sentada en el suelo del salón, escuchando con cada molécula de mi cuerpo. Estiré la mano y apagué el televisor. Poco a poco me fui relajando. Fuese lo que fuese, no lo estaban haciendo con ánimo de ocultarlo. Fuese lo que fuese ese sonido, estaba aumentando.
Puse la espalda rígida y fui a investigar. Abrí la puerta de madera con cuidado, justo cuando el ruido se repetía. Había un gato muy grande y muy naranja encaramado a la puerta enmallada, las patas muy abiertas. Eso parecía explicar las curiosas rasgaduras que había visto anteriormente en la malla.
– ¿Madeleine? -dije para mi asombro.
La gata lanzó un desdeñoso maullido y saltó de la malla al escalón superior. Sin pensarlo demasiado, abrí la puerta y Madeleine se coló en la casa como un rayo.
– Quién diría que una gata tan gorda podría ser tan ágil -apunté.
Madeleine estaba ocupada husmeando por la casa, olisqueando y frotando su costado contra los marcos de las puertas.
Decir que estaba molesta sería quedarse corta. Esa gata era ahora de Parnell y de Leah. Jane sabía que no me gustaban las mascotas, para nada. Mi madre nunca me había dejado tener una, y con el tiempo sus convicciones sobre la higiene y las inconveniencias de las mascotas habían acabado influyéndome. Ahora tendría que llamar a Parnell, volver a hablar con él, llevarle la gata o esperar a que viniese a recogerla… Seguramente ella me arañaría si intentaba meterla en mi coche… Otra complicación en mi vida. Me dejé caer en una de las sillas de la cocina y apoyé la cabeza entre mis manos, deprimida.
Madeleine completó su gira por la casa y vino a sentarse delante de mí, sus patitas delanteras pulcramente cubiertas por su plumosa cola. Alzó la mirada, expectante. Sus ojos eran muy redondos y dorados, y algo en ellos me recordó a Arthur Smith. Esa mirada decía: «Soy la más dura y la más mala, no te metas conmigo». Me sorprendí lanzando media risita ante la actitud de Madeleine. De repente se agazapó e hizo saltar su montón de pelo del suelo a la mesa de la cocina, ¡donde comía Jane!, pensé horrorizada.
Desde allí podía observarme con más eficiencia. Cada vez más impaciente ante mi estúpida indecisión, Madeleine chocó su dorada cabeza contra mi mano. Le di unas palmaditas inseguras. Aún parecía esperar algo más. Intenté imaginar a Jane con la gata y creí recordar que solía acariciarla detrás de las orejas. Lo intenté. Un profundo ronroneo se desencadenó en alguna parte dentro de la gata. Entrecerró los ojos de placer. Animada por su respuesta, seguí acariciándola suavemente detrás de las orejas y luego pasé a la zona bajo la barbilla. Eso también le gustaba.
Al rato, me cansé y dejé de acariciarla. Madeleine se estiró, bostezó y saltó pesadamente desde la mesa. Caminó despacio hacia uno de los armarios y se sentó delante, lanzándome una significativa mirada por encima del hombro. Tonta de mí, me llevó unos minutos captar el mensaje. Madeleine me lanzó un maullido digno de una soprano. Abrí el armario inferior y no vi más que cazos y sartenes que había colocado yo el día anterior. Madeleine mantuvo la mirada fija. Se daba cuenta de que yo era una alumna lenta. Registré el armario superior y vi unas latas de comida para gatos. Bajé la mirada hasta Madeleine y dije feliz:
– ¿Eso es lo que querías?
Ella volvió a bostezar y empezó a moverse atrás y adelante, los ojos clavados en la lata negra y verde. Busqué el abrelatas eléctrico, lo enchufé y me puse manos a la obra. Triunfal, deposité la lata en el suelo. Tras un segundo de dubitativa pausa (era evidente que no estaba acostumbrada a comer de la lata), Madeleine se lanzó al contenido. Tras otra búsqueda, encontré un cuenco de plástico, lo llené de agua y se lo puse junto a la lata. Aquello también gozaba de la aprobación de la gata.
Me dirigí hasta el teléfono para llamar a Parnell, arrastrando los pies de mala gana, pero, por supuesto, no tenía línea. Volví a acordarme de que tenía que hacer algo al respecto y miré de nuevo a la gata, que ahora se estaba acicalando con suma concentración.
– ¿Qué voy a hacer contigo? -murmuré. Decidí dejarla allí esa noche y llamar a Parnell desde mi propia casa. Él podría pasarse a recogerla por la mañana. Odiaba dejarla fuera; era una gata doméstica, me acordé que me dijo Jane una vez…, aunque lo cierto era que solía distraer mi atención siempre que me hablaba de la gata. Los dueños de mascotas pueden llegar a ser un verdadero aburrimiento. Madeleine necesitaría una caja para hacer sus necesidades; sabía que Jane tenía una guardada al lado de la nevera. Ya no estaba allí. Quizá se encontraba en la clínica veterinaria donde la habían cuidado durante su enfermedad. Lo más probable es que yaciera inútil en la casa de los otros Engle en ese momento.
Revisé entre los restos que se habían amontonado tras limpiar el armario de la habitación de Jane. Encontré una caja del tamaño y la forma apropiados. La coloqué en el rincón, junto a la nevera y, mientras Madeleine observaba con suma atención, registré los armarios hasta que encontré una bolsa de arena para gatos medio llena.
Me sentí orgullosa de mí misma por poder lidiar con el inesperado problema de la gata tan rápidamente, aunque, bien pensado, parecía que Madeleine había guiado todo el proceso. Había vuelto a su casa de siempre, había logrado entrar, comer, beber y hacer sus necesidades. Ahora saltó al sillón de Jane en el salón y se hizo un ovillo antes de quedarse dormida. La contemplé durante un instante, con cierta envidia, antes de suspirar y seguir con la clasificación de documentos.
Encontré lo que quería en la cuarta caja. La moqueta había sido instalada hacía tres años. Eso quería decir que la cabeza se había convertido en calavera antes. De repente caí en una obviedad. Por supuesto que Jane no había matado a nadie y había dejado su cabeza en el asiento de la ventana nada más hacerlo, por así decirlo. La calavera ya lo era antes de que Jane forrara el asiento. Estaba dispuesta a creer que Jane tenía un lado que no conocía, ni yo ni nadie, aunque quienquiera que allanase la propiedad al menos ya tenía sus sospechas. Pero no podía creer que fuese capaz de vivir en una casa junto con una cabeza en descomposición en el asiento de la ventana. Jane no era un monstruo.
Pero ¿qué era? Doblé las rodillas y las rodeé con los brazos. Detrás de mí, Madeleine, que había observado a Jane más que nadie, bostezó y se recolocó.
Jane era una mujer de setenta y muchos años, una melena gris siempre peinada con un regio moño. Nunca había llevado pantalones; siempre vestidos. Tenía una mente despierta (muy inteligente) y buenos modales. Se interesó en los asesinatos auténticos desde una distancia segura; sus casos favoritos eran todos de la época victoriana o anteriores. Su madre fue adinerada y gozó de una posición preeminente en la sociedad de Lawrenceton, pero Jane se había comportado como si no tuviese ninguna de esas dos cosas. No obstante, de alguna parte había heredado un fuerte sentido de la propiedad. Pero en cuanto a la liberación de la mujer…, bueno, Jane y yo habíamos tenido nuestras discusiones al respecto. Jane era una tradicionalista, y si bien como mujer trabajadora creyó en la igualdad de salarios por el mismo trabajo, no desarrolló otros aspectos de la reivindicación feminista. «Las mujeres no tienen que enfrentarse a los hombres, cielo», me había dicho una vez. «Las mujeres siempre pueden sortearlos». Tampoco había sido una persona de fácil perdón; si se enfadaba mucho y no recibía una disculpa adecuada, era capaz de mantener la disputa durante el tiempo que fuese necesario, pero ni siquiera era consciente del rencor que era capaz de mantener, según pude observar. De haberlo sido, lo habría combatido, como hizo con otros rasgos suyos que no consideraba muy cristianos. ¿Qué más había sido? Convencionalmente moral, fiable y con un inesperadamente astuto sentido del humor.
De hecho, dondequiera que estuviese Jane ahora, estaba dispuesta a apostar a que me estaba mirando y se estaba riendo. De mí, con su dinero, su casa, su gata y su calavera.
Tras clasificar más documentos (pensé que, ya que estaba, podía terminar lo que había empezado), me levanté y me estiré. Fuera estaba lloviendo, descubrí para mi sorpresa. Me senté en el asiento de la ventana y oteé por las rendijas de la persiana. La lluvia arreció y empezaron a retumbar los truenos. Las luces de la pequeña casa blanca con persianas amarillas de enfrente se encendieron. Vi que Lynn seguía desempaquetando cajas, moviéndose lenta y torpemente. Me pregunté qué se sentiría estando embarazada, si alguna vez lo sabría. Finalmente, por razones que no era capaz de discernir, mis sentimientos por Arthur se apagaron y el dolor se disipó. Cansada de bucear entre papeles de una vida que había terminado, pensé en mi propia vida. Vivir sola a veces era divertido, pero no quería que fuese así para siempre, como le pasó a Jane. Pensé en Robin Crusoe, el escritor de novelas de misterio, que abandonó la ciudad cuando mi romance con Arthur cogió impulso. Pensé en Aubrey Scott. Estaba cansada de sentirme sola con mi estrambótico problema. Estaba cansada de estar sola, punto.
Rápidamente, me obligué a cambiar de pensamiento.
Había algo innegablemente agradable en contemplar la lluvia de fuera a solas desde mi casa, consciente de que no debía ir a ninguna parte si no quería hacerlo. Estaba rodeada de libros en una habitación acogedora; podía leer el que me apeteciera. «Venga», me dije con valentía. «¿Qué vas a hacer?». Casi decidí ponerme a llorar, pero preferí levantarme de un salto, buscar un estropajo y limpiar el baño. Ningún lugar es realmente tuyo hasta que limpias el baño. La casa de Jane se hizo mía, aun temporalmente, esa tarde. Limpié, ordené, tiré e hice inventario de todas las cosas. Abrí una lata de sopa y la calenté en mi cazo sobre mi fogón. Me la comí con mi cuchara. Madeleine se acercó a la cocina cuando oyó los ruidos y saltó sobre la mesa para verme comer. Esta vez no me horroricé. Levanté la vista sobre el libro que había sacado de los estantes de Jane y lancé unas cuantas observaciones a Madeleine mientras comía.
Aún llovía mientras lavaba el cuenco, el cazo y la cuchara, así que decidí sentarme en el sillón de Jane, en el salón, contemplando la lluvia y preguntándome qué hacer a continuación. Al cabo de un rato, la gata se acomodó en mi regazo. No sabía qué pensar acerca de las libertades que se estaba tomando, pero decidí darle una oportunidad. Le acaricié el suave pelaje y noté que se arrancaba con sus profundos ronroneos. Lo que yo necesitaba, decidí, era hablar con alguien que conociese Lawrenceton a fondo, alguien que supiera algo del marido de Carey Osland y el inquilino de los Rideout. Hasta entonces, había dado por sentado que la calavera perteneció a alguien que vivió en las cercanías, y de repente me di cuenta de que sería mejor cambiar esa presunción.
¿Por qué había pensado eso? Debía de haber una razón. Vale, Jane no habría sido capaz de desplazar ningún cuerpo a ninguna distancia. No creía que tuviese la fuerza suficiente. Pero recordé el agujero en la calavera y me estremecí, notando unas claras náuseas durante un instante. Quizá sí que hubiese tenido la fuerza suficiente para hacer eso. ¿Se había encargado ella misma de la decapitación? Ni siquiera era capaz de imaginarlo. Era verdad que los estantes de Jane, al igual que los míos, estaban repletos de historias de personas que habían hecho cosas horribles y habían pasado desapercibidas durante largos periodos de tiempo, pero era incapaz de admitir que Jane fuese así. Algo no encajaba.
Quizá fuesen mis preconcepciones a su favor. A fin de cuentas, Jane era una señora mayor.
Me sentía agotada mental y físicamente. Era hora de volver a mi casa. Me quité a la gata de encima, para su disgusto, y rellené su cuenco de agua mientras apuntaba mentalmente que debía llamar a Parnell. Llené mi coche de cosas para tirar o regalar, eché un último vistazo y me marché.
Por Navidad, mi madre me había regalado un contestador automático, y su luz estaba parpadeando cuando entré en la cocina. Me apoyé en la encimera mientras pulsaba el botón para escuchar mis mensajes.
«Roe, soy Aubrey. Lamento no haberte localizado. Hablamos luego. ¿Vendrás a la iglesia mañana?».
Oh, oh. Mañana era domingo. Quizá debería ir a la iglesia episcopaliana. Pero, como no siempre iba allí, ¿no sería un poco forzado aparecer justo después de tener una cita con el pastor? Por otro lado, me estaba invitando personalmente, y no quería dañar sus sentimientos si no me presentaba… Demonios.
«¡Hola, cariño! ¡John y yo nos lo estamos pasando muy bien y hemos decidido quedarnos unos días más! Pásate por la oficina y asegúrate de que nadie holgazanea, ¿vale? Llamaré a Eileen, pero creo que todos se impresionarían más si fueses tú personalmente. ¡Hasta luego! ¡No te vas a creer lo morena que estoy!».
Todo el mundo en la oficina de mi madre pensaba que yo era una advenediza y que no tenía la menor idea de propiedades inmobiliarias, aunque no era un tema aburrido. Era solo que no me apetecía trabajar a jornada completa para mi madre. Bueno, me alegraba de que se lo estuviese pasando tan bien en su segunda (literalmente) luna de miel y de que se hubiese tomado unas vacaciones. Eileen Norris, su segunda al mando, probablemente estuviese lista para el regreso de mi madre. Su fuerza de carácter y su encanto siempre hacían que las cosas pareciesen más sencillas.
«Roe, soy Robin». Contuve el aliento y casi abracé el contestador automático para no perderme una palabra. «Me voy esta noche a Europa durante casi tres semanas, de barato y sin reservas, así que no sabré ni dónde ni cuánto estaré. El año que viene ya no trabajaré en la universidad. James Artis se ha recuperado de su infarto, así que no tengo muy claro lo que haré. Te llamaré cuando vuelva. ¿Estás bien? ¿Qué tal Arthur?».
– Está casado -le dije a la máquina-. Está casado con otra.
Rebusqué frenéticamente en el cajón de los trastos.
– ¿Dónde está la agenda? ¿Dónde está la maldita agenda? -murmuré. Mis nerviosos dedos finalmente dieron con ella. La revisé, di con la página que buscaba y marqué los números con el mismo frenesí.
Tono. Tono.
– ¿Diga? -dijo una voz de hombre.
– ¿Robin?
– No, soy Phil. Estoy subarrendado en el apartamento de Robin. Él se ha ido a Europa.
– Oh, no -gemí.
– ¿Quieres que le dé un mensaje? -se ofreció la voz, ignorando con gran tacto mi despliegue emocional.
– ¿Va a volver a ese apartamento? ¿Es algo seguro?
– Sí, sus cosas están todavía aquí.
– ¿Puedo fiarme de ti? ¿Podrás darle un mensaje dentro de tres semanas o cuando sea que vuelva?
– Lo intentaré -dijo la voz con un toque de humor.
– Es importante -advertí-. Lo es para mí, en todo caso.
– Vale, dispara. Tengo papel y lápiz aquí mismo.
– Dile a Robin -señalé, pensando mientras hablaba- que Roe, R-O-E, está bien.
– Roe está bien -repitió la voz, obediente.
– Dile también -proseguí- que Arthur se ha casado con Lynn.
– Vale, lo tengo… ¿Algo más?
– No, gracias. Eso es todo. Asegúrate de que le llega.
– Bueno, lo he apuntado en un bloc nuevecito en el apartado de «Mensajes para Robin», y lo dejaré junto al teléfono hasta que vuelva -dijo la voz tranquilizadora de Phil.
– Lamento parecer tan… Bueno, como si creyese que vas a tirar el mensaje a la cesta de la ropa sucia, pero es que esta es la única manera que tengo de contactar con él.
– Oh, lo comprendo -contestó Phil educadamente-. Estate tranquila, lo recibirá.
– Gracias -dije débilmente-. Te debo una.
– Adiós -se despidió Phil.
– ¿Parnell? Soy Aurora Teagarden.
– Oh, vaya, ¿qué puedo hacer por usted?
– Madeleine se ha presentado hoy en casa de Jane.
– ¡Esa maldita gata! La hemos buscado por todas partes. Notamos su ausencia hace un par de días y lo hemos pasado fatal. Jane adoraba a ese maldito animal.
– Bueno, pues ha vuelto a casa.
– Tenemos un problema. No se quedará con nosotros, Aurora. La hemos encontrado dos veces que se ha escapado ya, pero no podemos pasarnos la vida buscándola. De hecho, mañana nos vamos de la ciudad durante dos semanas, a nuestra casa veraniega en Beaufort, Carolina del Sur, y la pensábamos llevar al veterinario, solo para asegurarnos de que todo está en orden. Aunque los animales se cuidan muy bien ellos solos.
¿Cuidarse ellos solos? ¿De verdad los Engle esperaban que la mimada de Madeleine cazase sus propios ratones y pescase su propio pescado durante dos semanas?
– ¿He oído bien? -dije, permitiendo que la incredulidad impregnase mi voz-. No, creo que lo mejor será que se quede en casa esas dos semanas. Puedo alimentarla y limpiar su caja de arena cuando pase por allí.
– Bueno -contestó Parnell, dubitativo-, ya no le queda mucho tiempo.
¿La gata se estaba muriendo? Oh, Dios mío.
– ¿Es lo que ha dicho el veterinario? -pregunté asombrada.
– Así es -confirmó Parnell, igual de asombrado.
– La verdad es que está bastante gorda para ser una gata enferma -dudé.
No entendí por qué de repente Parnell Engle se echó a reír. Era una risa un poco ronca y áspera, pero le salía de las entrañas.
– Sí, señorita -convino con cierta alegría-. Madeleine está gorda para ser una gata enferma.
– Entonces me la quedaré -dije con incertidumbre.
– Oh, sí, señorita Teagarden, muchas gracias. Nos veremos cuando volvamos.
Aún luchaba por controlar sus toses cuando colgó. Hice lo propio y agité la cabeza. Algunas personas no tienen arreglo.