EL COCHE LO DEJABA APARCADO debajo del viejo parral, el parral romano de Benvingut que había sobrevivido al paso de los años y seguía allí, cubierto de polvo pero de pie. Nuria llegaba a eso de las siete, en bicicleta, y yo casi siempre estaba en la puerta, sentado en una silla de mimbre que había encontrado en una de las habitaciones y que tras limpiar y desinfectar coloqué en un sitio fresco y sombrío desde el cual podía ver la bicicleta de Nuria cuando aparecía por la carretera de Y, luego durante un trecho los árboles la ocultaban, hasta que volvía a aparecer por el largo camino que llevaba directamente al Palacio. Por supuesto, cuando la pista estuvo terminada, nos veíamos a diario. Yo solía llevar algo de fruta, melocotones, uvas, peras, y un termo de té amargo, y el radiocasete que Nuria utilizaba en sus entrenamientos. Ella traía un bolso deportivo con su traje y sus patines y una botella de agua. También tenía por costumbre llevar libros de versos, uno diferente cada tres días, que hojeaba en los descansos, apoyada sobre una de las muchas cajas de material que había preferido no sacar del galpón para no despertar suspicacias. ¿Quién más conocía la existencia de la pista? Bueno, podría decirse que nadie y muchos. Todos en Z sabían algo, un poco, pero nadie tuvo la suficiente inteligencia como para relacionar los fragmentos de información en un todo coherente. Engañarlos fue fácil. En el fondo, creo que a nadie le preocupaba lo que sucediera en el Palacio o con el dinero. Sí, el dinero les importaba, cómo no les iba a importar, pero no al grado de hacer horas extra para investigar su destino. De todas maneras, siempre fui prudente. Ni siquiera Nuria sabía toda la verdad, a ella le dije que la pista sería de utilidad pública y eso fue todo, no hizo más preguntas, aunque era obvio que durante aquel verano sólo nosotros fuimos al Palacio Benvingut. Claro que Nuria tenía sus propios problemas y yo eso lo respetaba. Dicen que el amor hace a las personas generosas. No sé, no sé; a mí sólo me hizo generoso con Nuria, nada más. Con el resto de la gente me volví desconfiado y egoísta, mezquino, maligno, tal vez porque era consciente de mi tesoro (de la pureza inmaculada de mi tesoro) y lo comparaba con la putrefacción que los envolvía a ellos. En mi vida, lo digo sin miedo, nada hubo semejante a las meriendas-cenas que tomamos juntos en las escalinatas que descienden del Palacio al mar. Ella tenía una manera, no sé, única, de comer fruta con los ojos perdidos en el horizonte. Aquellos horizontes de auténtico privilegio. Casi no hablábamos. Yo me acomodaba un escalón por debajo y la miraba, aunque no mucho, mirarla demasiado a veces era doloroso, y bebía mi té con delectación y parsimonia. Nuria tenía dos chandals, uno azul con rayas diagonales blancas, el oficial, creo, del equipo olímpico de patinaje, y uno negro ala de cuervo que resaltaba su pelo rubio y su cutis perfecto, arrebolado por el esfuerzo, de muchacha de Botticelli; éste último era un regalo de su madre. Para no mirarla a ella yo miraba los chandals y aún recuerdo cada pliegue, cada arruga, lo abombado que estaba el azul en las rodillas, el olor delicioso que desprendía el negro sobre el cuerpo de Nuria cuando la brisa del atardecer nos evitaba cualquier palabra. Olor a vainilla, olor a lavanda. A su lado, por supuesto, debí desentonar. A nuestras citas diarias yo acudía directamente del trabajo, no lo olvidéis, y a veces no tenía tiempo de quitarme el traje y la corbata. Otras veces, cuando Nuria tardaba en aparecer, sacaba del maletero unos pantalones vaqueros y una camiseta deportiva gruesa y holgada, una Snyder americana, y me cambiaba los zapatos por unos mocasines Di Albi que se llevan sin calcetines, aunque a veces olvidaba quitármelos, todo esto bajo el parral, sudando y escuchando el ruido de los insectos. Nunca quise usar mi chandal delante de ella. Los chandals me hacen ver el doble de gordo de lo que soy, me ensanchan cruelmente la cintura y hasta temo parecer más pequeño. En una ocasión, je je, Nuria quiso que patinara un rato con ella. Perdonad que me ría. Supongo que tenía ganas de verme en medio de la pista y con ese propósito aquella tarde llevó otro par de patines e insistió machaconamente que me los pusiera; incluso mintió, ella, que nunca decía una mentira, dijo que para el paso que debía ensayar necesitaba a una persona a su lado. Nunca la había visto así, como una niña caprichosa y enfurruñada, si se quiere hasta un poquito déspota, pero lo atribuí al cansancio, a la rutina, y tal vez a la tensión nerviosa. Su fecha clave se acercaba y aunque yo le decía que patinaba maravillosamente bien, quién era yo, en realidad, para saberlo. Lo cierto es que nunca me puse los patines. Por cobardía, por miedo al ridículo, por miedo a caerme, porque la pista estaba allí por ella y no por mí. Eso sí, alguna vez soñé que patinaba. Si hay tiempo y me dejáis, os lo contaré. Tampoco hay mucho que contar, simplemente estaba allí, en medio de la pista, con los patines en mis pies, y alrededor todo era tal como hubiera llegado a ser si no me descubren, con butacas nuevas y cómodas a los lados de la pista, una sala de duchas y masajes, un vestuario reluciente, y todo el Palacio Benvingut brillaba en mi sueño, y yo podía patinar, dar vueltas y saltos, y me deslizaba por el hielo montado en un silencio absoluto…