Gaspar Heredia: Faltaba una semana para que nos fuéramos

FALTABA UNA SEMANA para que nos fuéramos. Bobadilla había empezado a despedir de forma escalonada al personal y un día, al despertarme, me dijeron que Rosa y Azucena habían regresado al Prat. Antes de marcharse compraron una tarta y prepararon una pequeña despedida. La noticia me dolió y lamenté haber estado dormido. Caridad guardaba mi pedazo de tarta, que me comí en el fondo del camping, mirando las cercas y las sombras que se desplazaban por los edificios colindantes, casi todos vacíos. La perspectiva de abandonar Z me llenaba de inquietud, sin embargo, era inevitable que nos fuéramos. Mientras esperábamos que eso sucediese Caridad sugirió visitar por última vez el Palacio Benvingut. Me negué resueltamente. ¿Para qué ir allí? ¿Qué se nos había perdido? Nada. Así que mejor era seguir recluidos en el camping hasta el día de nuestra definitiva partida de Z. Caridad pareció convencida, pero no lo estaba. En sus ojos, brevemente, vi la placa borrosa que ya conocía y que en ella, en su rostro, actuaba como un succionador hacia otra realidad. Los ojos borrosos, me dije a mí mismo, son producto del agotamiento y de la mala alimentación de esta muchacha, y punto. O bien: es natural que unos ojos oscuros, cabalmente negros, se vean borrosos con tal y cual luz. Pero la verdad es que nada conseguía tranquilizarme. Cada día que pasaba se iba acrecentando mi miedo. ¿Miedo de qué? Con certeza no puedo decirlo, aunque supongo que era miedo a dejar de ser feliz. Resultaba sintomático que cuando estaba solo me entretuviera haciendo números en un papel o en el suelo con un palito: el dinero que me debía Remo Morán, más el finiquito, contra los meses que tardaría en evaporarse, aproximadamente en Navidad, la mejor época para estar sin un duro. Para entonces confiaba tener otro trabajo, aunque fuera de Papá Noel o de Rey Mago. Otras veces me daba por pensar en la policía. Soñaba con comisarías crepusculares barridas por el viento, archiveros despanzurrados en el suelo, fichas amarillas de extranjeros con permisos de residencia caducados desde hacía muchos años, papeles que ya nadie leía y que el tiempo iba borrando. Casos archivados y perdidos. Rostros de asesinos archivados y perdidos. Todos los legales ahora pueden trabajar, la guerra ha terminado. Cuando despertaba intentaba darme valor diciéndome que lo peor ya había pasado, que todo había ido bien, pero la sensación de no estar pisando terreno firme persistía. En otra ocasión, mientras dormía, escuché la voz de Caridad, en sordina, diciendo que quería ir al Palacio Benvingut para vengar a Carmen. Abrí los ojos creyendo que hablaba con alguien afuera de la tienda, pero no, estaba a mi lado, extendida junto a mí, y las palabras eran susurradas directamente en mi oído. ¿Para qué estropearlo todo con el maldito Palacio?, musité, a medio camino entre la vigilia y el sueño. Caridad se rió como si hubiera sido sorprendida jugando a algo infame. A través de la lona no se distinguía la más leve señal de luz diurna por lo que supuse que ya había oscurecido; el silencio de la tarde, de una tarde vacía de campistas, enfriaba el cuerpo; tuve la impresión, no sé por qué, que en el exterior había dos palmos de neblina. ¿Vengar a Carmen, de qué manera?, dije. Caridad no contestó. ¿Crees que el asesino volverá al lugar del crimen?, dije. Sentí cómo los labios de Caridad bajaban de mi oreja al cuello y ahí se posaban: primero los labios, luego los dientes, luego la lengua. Me di vuelta, casi enfermo, y busqué el contorno de su rostro. En la oscuridad los ojos de Caridad habían desaparecido. Pobre Carmen, dijo, yo sé quién la mató. Con tu amigo Remo hemos hablado de esto. ¿Cuando?, dije. Vino a verme hace unos días y hablamos de todo. ¿Remo sabe quién mató a Carmen? Yo también, dijo Caridad. ¿Y para qué quieres ir al Palacio Benvingut?, deberías ir a la policía, dije, incapaz de volver a quedarme dormido…

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