Remo Morán: Un día Rosquelles vio la bicicleta de Nuria en la calle

UN DÍA ROSQUELLES vio la bicicleta de Nuria en la calle, frente al Del Mar, y decidió entrar y averiguar qué ocurría. Para su sorpresa encontró a Nuria sentada en la barra, tomando un agua mineral junto a mí. Hasta ese día yo no sospechaba que entre ellos hubiera alguna relación y la situación que se produjo fue, por decir lo menos, embarazoso: Rosquelles me saludó con una mezcla de odio y desconfianza; Nuria saludó a Rosquelles con una impaciencia bajo la cual se adivinaba un poquito de felicidad; y yo, pillado de improviso, tardé en comprender que el maldito gordinflón nada quería de mí sino que venía en rescate de su ángel rubio. Turbado por su presencia, no supe qué hacer ni qué decir, al menos durante los segundos iniciales que Rosquelles aprovechó para tomar las riendas de la situación. Con una sonrisa de puerco preguntó por la salud de mi hijo, como dando a entender que éste estaba enfermo mientras su padre se divertía, y por la pobre madre, una "mártir infatigable" en pro del bienestar de los marginados. Nuria y yo nunca habíamos hablado de Lola, y las palabras del gordo atrajeron su atención de inmediato. Pero Rosquelles iba lanzado e intercaló sus preguntas con risitas y con algunos apartes a Nuria, del estilo qué haces tú aquí, pero qué sorpresa encontrarte, creí que te habían robado la bicicleta, etcétera, dichos con una voz tan impostada que en el fondo sólo producía pena. Por otra parte, como era inevitable, no tardó en darse cuenta de que el pelo de Nuria estaba mojado, acabado de lavar, igual que el mío, y me parece que sacó sus conclusiones. Cuando quise recobrar la iniciativa, Rosquelles, tan burbujeante unos instantes atrás, había caído en una especie de marasmo: estaba agarrado con las dos manos a la barra, los ojos clavados en el suelo, pálido y desencajado como si acabara de recibir una coz de burro. Era el momento ideal para machacarlo, pero preferí observar. Nuria se desentendió de mí y a media voz, de modo que no pudiera escucharlos, comenzó a hablar con el gordo. Éste asintió varias veces, no sin dificultad, como si tuviera el cuello agarrotado: parecía a punto de soltar las lágrimas cuando se marcharon. Me ofrecí a ayudarles a poner la bicicleta sobre la baca pero aseguraron que ellos solos podían. Al día siguiente Nuria no apareció por el hotel. Telefoneé a su casa (era la primera vez que lo hacía) y me dijeron que no estaba. Dejé recado de que me llamara, y esperé. No supe nada de ella hasta pasada una semana. Durante ese tiempo intenté pensar en otras cosas, distraerme, tal vez irme a la cama con otra chica, pero sólo conseguí entrar en un estado de abatimiento y desgano. Por las tardes hablaba con Lola por teléfono, aunque del hotel a su casa no había más de quince minutos; así me enteré de que pensaba irse de vacaciones a Grecia y que probablemente a su regreso dejaría el Ayuntamiento de Z por un nuevo trabajo en Gerona. Lola salía con un vasco recién llegado a la Costa Brava, un tipo simpático, funcionario de la Administración Pública, y la cosa iba en serio. Marcharían juntos, en coche, y se llevarían al niño. Le pregunté si era feliz y dijo que sí. Nunca he sido tan feliz, dijo. Por las noches, antes de subir a mi habitación, me tomaba una copa con Alex y hablábamos de cualquier cosa menos del trabajo. Astrología, la cura del limón, alquimia, las rutas de Nepal, cartomancia, quiromancia: los temas los escogía él, según su predilección. A veces, cuando Alex estaba demasiado ocupado con los libros de contabilidad (somos la fortuna número treinta de Z, solía gritar desde su pequeña oficina junto a la recepción y luego lo oía reírse solo, una risa de felicidad absoluta) dejaba que mis pasos me llevaran hasta el Cartago y preguntaba por Gasparín. Los camareros decían que rara vez aparecía por allí pero nunca tuve ánimo para prolongar mi paseo hasta el camping. Nel, majo. Su frase favorita. Durante aquellos días, como preludio a lo que iba a ocurrir, la temperatura subió a 35 grados. Me parece que adelgacé un kilo o un kilo y medio. Por las noches me despertaba una sensación de ahogo y salía al balcón. Desde allí arriba, lo más alto que jamás podría llegar, el paisaje lucía de manera distinta: las luces de Z, la línea quebrada de la costa, más allá las luces de Y y luego la oscuridad, una oscuridad aparente ribeteada por el resplandor de los incendios forestales, detrás de la cual estaba X y, más lejos aún, Barcelona. El aire era tan denso que si alzaba un brazo tenía la sensación de estar penetrando algo vivo, semisólido; el brazo mismo parecía aprisionado por cientos de pulseras de cuero, húmedas y cargadas de electricidad. Si uno adelantaba los dos brazos, como los señalizadores de los portaaviones, tenía la sensación de estar dándole simultáneamente por el culo y por el coño, a un delirio atmosférico o a una extraterrestre. Pese a estos fenómenos el verano continuó mostrándose pródigo en turistas; durante algunos días las calles de Z estuvieron intransitables y el hedor de los bronceadores y aceites para el sol invadió hasta el último rincón del pueblo. Finalmente Nuria volvió al Del Mar, a la misma hora de siempre y como si nada hubiera ocurrido, aunque en sus gestos noté un aire de indecisión que antes no tenía. Sobre lo ocurrido con Rosquelles sólo dijo que éste no sabía nada de lo nuestro y que era mejor que se mantuviera así. Por mi parte consideré que no tenía ningún derecho, y en realidad ningún motivo, para hacerle más preguntas. Tardé en comprender que Nuria estaba asustada…

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