Gaspar Heredia: Llegué a Z mediada la primavera

LLEGUÉ A Z MEDIADA la primavera, una noche de mayo, proveniente de Barcelona. Apenas me quedaba algo de dinero, pero no estaba preocupado pues en Z me esperaba un trabajo. Remo Morán, a quien no veía desde hacía muchos años pero de quien constantemente había tenido noticias, salvo aquel tiempo en que de él nada se supo, me ofreció, por mediación de una amiga común, un trabajo de temporada desde mayo hasta septiembre. Debo aclarar que yo no pedí el trabajo, que ni entonces ni antes intenté ponerme en contacto con él, y que nunca tuve intención de venir a vivir a Z. Es cierto que habíamos sido amigos pero hacía mucho tiempo de eso y yo no soy de los que piden caridad. Hasta entonces vivía en un piso compartido con otras tres personas, en el barrio chino, y las cosas no me iban tan mal como se pudiera imaginar. Mi situación legal en España, salvo los primeros meses, era, por decirlo de una forma suave, desesperada: no tengo permiso de residencia, no tengo permiso de trabajo, vivo en una especie de purgatorio indefinido a la espera de conseguir dinero suficiente para ahuecar el ala o pagar un abogado que arregle mis papeles. Por supuesto, ese día es un día utópico, al menos para los extranjeros que como yo poco o nada poseen. De todas formas no me iba mal. Durante mucho tiempo estuve haciendo trabajos eventuales, desde atender un puesto en la Rambla hasta coser con una Singer destartalada bolsos de cuero para una fábrica pirata, y así comía, iba al cine y pagaba mi habitación. Un día conocí a Mónica, una chilena que tenía una parada en la Rambla, y hablando resultó que ambos, en diferentes épocas de nuestras vidas, yo años antes, ella en Europa y de forma más regular, habíamos sido amigos de Remo Morán. Por ella supe que éste ahora vivía en Z (yo sabía que vivía en España, pero no dónde) y que era imperdonable que en mi situación actual no lo fuera a visitar o que no lo llamara por teléfono. ¡Para pedirle ayuda! Por supuesto, nada hice; la distancia entre Remo y yo me parecía insalvable y tampoco era cuestión de molestar. Así que seguí viviendo o malviviendo, depende, hasta que un día Mónica me contó que había visto a Remo Morán en un bar de Barcelona, y que tras explicarle mi situación éste había dicho que partiera inmediatamente rumbo a Z pues allí podría vivir y trabajar al menos durante la temporada de verano. ¡Morán se acordaba de mí! La verdad, debo reconocerlo, es que no tenía nada mejor y que las perspectivas, hasta ese momento, eran negras como un cubo de petróleo. La propuesta, además, me emocionó. Nada me ataba a Barcelona, acababa de salir del peor resfriado de mi vida (llegué a Z todavía con fiebre), la sola idea de vivir cinco meses seguidos junto al mar me hacía sonreír como un tonto, sólo tenía que coger el tren de la costa y marcharme. Dicho y hecho: metí en la mochila los libros y la ropa y me largué con viento fresco. Todo lo que no cupo lo regalé. Al dejar atrás la Estación de Francia pensé que nunca más volvería a vivir en Barcelona. ¡Atrás y fuera de mí! ¡Sin dolor ni amargura! A la altura de Mataró comencé a olvidar todos los rostros… Pero, claro, eso es un decir, nada se olvida…

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