AL DÍA SIGUIENTE de la fiesta en la discoteca apareció la maldita vieja como una tromba en mi oficina del Ayuntamiento. La mañana era tranquila, como envuelta en una toalla mojada y silenciosa, una mañana otoñal, aunque la tranquilidad era sólo aparente, o mejor dicho estaba únicamente en un lado de la mañana, en el lado izquierdo, por poner un ejemplo, mientras en el lado derecho hervía el caos, un caos que sólo yo escuchaba y percibía. Ateniéndome a los hechos debo decir que desde el momento en que abrí los ojos comencé a sentirme inquieto, como si hasta en el aire de mi cuarto fuera posible oler la desgracia. Esta sensación, que no me era desconocida, después de ducharme y desayunar, y luego mientras viajaba en coche rumbo a Z, se fue atenuando considerablemente, pero los aspectos irracionales del problema seguían allí, en el coche y después en la oficina, no sé si me explico, con la leve forma de un presentimiento. Vaya, me parecía advertir segundo a segundo el envejecimiento de las cosas y de las personas, todos atrapados en una corriente de tiempo que sólo conducía a la miseria y a la tristeza. Entonces la puerta del despacho se abrió con un golpe sordo y apareció la vieja seguida por mi secretaria que entre afligida y enojada intentaba hacerla volver a la antesala. La vieja, menuda y con el pelo cortado en forma dispareja, clavó sus ojillos en mí, en un reconocimiento rápido e intenso, antes de anunciar que tenía algo que decirme. Al principio ni siquiera me levanté, estaba demasiado concentrado en mis propias intuiciones como para darle importancia a un hecho que, dentro de lo que cabe, no era anormal en mi trabajo. Un porcentaje alto de usuarios piensan que acudiendo al jefe encontrarán una solución efectiva a sus problemas. En casos así lo que hago es enviarlos, con alguna palabra amable y mucha paciencia, a los despachos instalados en el barrio de M, en donde encontrarán la ayuda de nuestras asistentes y educadoras. A punto estaba de hacerlo cuando la vieja, tras verificar que era yo y no otro quien la miraba tranquilamente desde el otro lado de la mesa, pronunció en voz baja y guiñándome un ojo su frase talismán: quería discutir conmigo o con la alcaldesa el asunto de la pista de hielo. Todo lo que había sospechado y temido a lo largo de la mañana afloró de golpe, se corporeizó, como si estuviera presenciando una película de ciencia-ficción, con una fuerza demoledora. No exagero si digo que poco faltó para que me echara a temblar. No obstante, en un ejercicio de autodominio, conseguí que los nervios no me delataran y fingiendo un súbito y divertido interés pedí a mi secretaria que nos dejara solos. Ésta soltó a la vieja, a la que tenía cogida del brazo, y me miró como si no diera crédito a sus oídos. Tras repetirle la orden se marchó cerrando la puerta. La famosa discusión que ahora dicen que tuve con la vieja es, por supuesto, una mentira, una más de las muchas que se han dicho. Desde la mesa de mi secretaria no se puede escuchar nada de cuanto se dice en mi oficina, a menos que se hable a gritos, y puedo asegurar que no hubo gritos, ni amenazas, ni chillidos. La puerta en todo momento permaneció cerrada. Mi estado de ánimo, como es fácil de suponer, era de lo peor que pueda imaginarse. El término agotado describe con bastante precisión la actitud que adopté en presencia de la vieja; ésta, por el contrario, parecía poseída por una vitalidad y energía desbordantes. Mientras hablaba, a veces con un timbre normal y a veces en susurros, era capaz de mover las manos de forma tal que invariablemente recordaba una película de faraones y pirámides. Entendí, en medio de la vorágine de despropósitos, que quería un piso de protección oficial, una "pensión o una ayuda", un trabajo para un monstruo innominado. Dije que nada de aquello estaba en mis manos. Exigió entonces la presencia de la alcaldesa. De alguna manera nos asociaba a ambos con la existencia de la pista de hielo. Pregunté qué pensaba sacar de una entrevista con la alcaldesa y su respuesta confirmó mis temores: según la vieja, Pilar sería más receptiva a sus demandas. Dije entonces que no era necesario, que ya vería yo de arreglar algo su situación y acto seguido saqué mi billetera y le di diez mil pesetas que la vieja guardó en su bolso de inmediato. A continuación, procurando que mi voz sonara distendida, le expliqué que por el momento nada se podía hacer con respecto al piso de protección oficial, que cuando acabara el verano, digamos a mediados de septiembre, ya vería la manera de encontrarle algo. La vieja inquirió por su pensión. Saqué una hoja y le tomé algunos datos: el problema, expliqué, era exactamente el mismo que con respecto al piso, hasta que los funcionarios no volvieran de vacaciones no había nada que hacer. La vieja permaneció pensativa durante un rato, y poco después me di cuenta que, al menos de momento, el asunto había quedado en suspenso. Antes de despedirse dijo que con este trato ella echaba borrón y cuenta nueva a nuestros antiguos conflictos. Sin poder ocultar mi sorpresa le aseguré que difícilmente podíamos haber tenido algún problema puesto que era la primera vez que nos veíamos. La vieja, entonces, se puso a hacer memoria y resultó que hacía años había aparecido por los Servicios Sociales. Rememoró lo pasado con palabras claras y lúcidas que me hicieron temblar de pies a cabeza. Quiero que lo entiendan: yo estaba sentado detrás de la mesa y la maldita bruja, con palabras llenas de aceite y filos, fue componiendo una imagen en medio de la cual únicamente existíamos ella y yo, y ambos sin posibilidad de escapar. Pero ahora borrón y cuenta nueva, dijo con los ojos brillantes. Asentí moviendo la cabeza. Tenía el convencimiento de que no había podido engañarla con ninguna de mis mentiras. Me sentí, como cualquiera de ustedes, atrapado…