Gaspar Heredia: Caridad se adaptó bastante bien a la vida del camping

CARIDAD SE ADAPTÓ bastante bien a la vida del camping, aunque al principio no era fácil notarlo pues casi no hablaba y yo casi no le hacía preguntas. Más que compartir una tienda nos la turnábamos: a la hora en que me iba a dormir ella se despertaba y a la hora en que yo me despertaba ella recién empezaba a tener algo de sueño. Sólo hacíamos una comida juntos, la de la mañana, que para mí era la cena y para ella el desayuno, y que consistía en queso, yogur, frutas, jamón dulce, pan integral, en fin, una dieta pensada para devolverle los colores y que Caridad tomaba a regañadientes. A veces nos encontrábamos en el bar del camping, por pura casualidad, y solíamos beber una cerveza juntos. Hablábamos poco. Pese a ello no tardé en descubrir que su voz era la voz más inquietante que jamás había escuchado. Entrar a gatas en la canadiense y encontrar su olor entre el revoltijo de ropas me producía un placer intenso. Más agradable aun era despertar y encontrarla a unos pasos de la tienda, sentada en el suelo, leyendo un libro alumbrada por una lámpara de camping-gas. Su mala salud, de la que me había hablado la cantante, sólo se manifestaba en frecuentes hemorragias nasales, que Caridad achacaba al sol sin darle mayor importancia. Lo peor era que a veces no se daba cuenta hasta que la sangre comenzaba a gotearle por el mentón, y su rostro, pintado de tal manera, asustaba a quien no estuviera avisado. Cuando esto ocurría, una vez cada 48 horas, se ponía un pañuelo mojado sobre el tabique nasal y se tumbaba de espaldas en la tierra, junto a la tienda, a esperar que pasara. Eran ocasiones que aprovechaba para hablar con ella. Con mucho tacto. Empezaba por el tiempo y acababa con su salud. Por descontado, cada vez que insinué que fuéramos a ver a un médico obtuve rotundas negativas por respuesta. Caridad, lo comprendí más tarde, odiaba los hospitales tanto como las escuelas, los cuarteles de policía y los asilos de ancianos. Nunca la vi sangrar de la boca, ni escupir sangre, por lo que supuse que a este respecto Carmen se había equivocado o había exagerado los males de su amiga animada por el interés que veía en mí. Si tenía padres, hermanos, una familia, es algo que nunca supe. Su pasado era algo guardado en el más estricto silencio, lo que de por sí resultaba curioso en una persona que todavía no cumplía los veinte años. Un día el chico de la moto y ella se encontraron en el bar del camping. Los vi de lejos y preferí no acercarme pero tampoco alejarme demasiado. Conversaron -el chico habló y Caridad de tanto en tanto movió los labios- durante unos diez minutos. Parecían dos baterías recargadas. Luego se separaron, como naves espaciales con singladuras divergentes, y el vacío que quedó temblando en la barra amenazó con tragarse al resto de los parroquianos. Otro día, mientras bebíamos una cerveza, el chico apareció junto a nosotros y se puso a hablar. Lo hacía en castellano pero usando términos que sólo él y Caridad, al parecer, entendían. Antes de marcharse me dedicó una sonrisa que podía significar cualquier cosa. La próxima vez apareció por la recepción, montado en su moto, y dijo que quería hablar conmigo. En realidad sólo deseaba mostrar su agradecimiento por lo que había hecho por Caridad. Está más loca que una cabra, dijo, pero es buena persona. Era de noche y la moto hacía un ruido considerable. Le dije que apagara el motor y la empujara hasta su tienda, y eso hizo. Durante muchos días Caridad y yo no salimos del camping más que para comprar provisiones. No es que lo planeáramos así sino que simplemente, cada uno por motivos diferentes, no teníamos ganas de salir. En lo que a mí concierne esta situación hubiera podido durar siempre, pero el chico de la moto comenzó a venir todas las tardes, ya sin tapujos, directamente a nuestra tienda. Medio dormido lo escuchaba llegar y al poco rato se ponía a hablar con Caridad que a esas horas, si no estaba en el bar, se quedaba sentada afuera, con un libro entre las manos y sin hacer nada, pensando. Una tarde el muchacho llegó con su moto y tras unos minutos de charla a media voz ambos se marcharon. Pensé que no la volvería a ver. Cuando regresaron, a las tres o cuatro de la mañana, yo estaba sentado junto a la barrera metálica, en la entrada del camping, y Caridad me saludó con un gesto de cabeza. Dos días después el chico se marchó del camping y Caridad siguió conmigo. Por aquellas fechas, según el Carajillo, el pueblo andaba revolucionado y nervioso; la estafa del Palacio Benvingut estaba teniendo una resonancia mayor que el crimen del Palacio Benvingut, pero yo no sabía nada; no compraba periódicos, no escuchaba la radio y sólo ocasionalmente veía la televisión en la recepción del camping. Remo vino a verme un par de veces. Intentamos, con la mejor voluntad, hablar de lo que fuera, pero nada nos salió bien. El espectáculo fue lamentable. Ni siquiera nos mirábamos a los ojos. Sólo cuando se puso a recordar machaconamente a México (yo me limité a escuchar) la cosa fue un poco más fluida. Fluida, pero triste. Menos mal que no llegamos al extremo de leernos poemas recientes. Tal vez se debiera, por lo demás, a que no existían poemas recientes. Una noche vi al gordo en la tele: escoltado por dos policías salía de un coche y se perdía tras la puerta de un juzgado. No intentó taparse el rostro con la americana o con las manos esposadas; por el contrario, miraba a la cámara con curiosidad y distancia, como si el negocio no fuera con él y los asesinos y estafadores estuvieran en el otro lado, lejos del alcance del objetivo. Una tarde, mientras dormía, Caridad entró en la tienda, se desnudó e hicimos el amor, más o menos de la misma manera, como si el asunto no fuera con nosotros y los amantes de verdad estuvieran muertos y enterrados. Pero era la primera vez y fue bonito y a partir de entonces empezamos a hablar un poco más, no mucho, pero un poco más sí…

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