TOMAMOS EL TREN a Barcelona una tarde nublada, después de una mañana lluviosa que anegó las pocas tiendas que aún quedaban de pie en el Stella Maris. Los objetos que poseíamos resultaron más numerosos de lo que a simple vista parecía y nos hicieron falta bolsas de plástico, que conseguimos en el único supermercado que permanecía abierto. Incluso así nos vimos obligados a dejar en el camping muchas cosas que Caridad no se resignaba a perder: revistas, recortes, conchas de mar, piedras y un surtido variado de souvenirs de Z. Espero que cuando Bobadilla encuentre esos despojos los tire sin más dilación a la basura. La noche anterior a nuestra partida Remo apareció por la recepción para entregarme un sobre con mi paga y un extra con la cantidad suficiente como para que Caridad y yo cogiéramos un avión con destino a México. Luego estuvimos hablando detrás de la piscina, en un lugar donde nadie pudiera escucharnos. Sospecho que ambos nos ocultamos algo. La despedida fue breve: lo acompañé hasta la salida, le di las gracias, Morán dijo que me cuidara, nos dimos un abrazo y desapareció. Nunca más lo he vuelto a ver. Aquella misma noche Caridad y yo nos despedimos también del Carajillo. La mañana siguiente fue ajetreada: el agua entró en la tienda y nos mojó la ropa y los sacos de dormir. Cuando marchamos hacia la estación estábamos empapados. Al llegar ya no llovía. Al otro lado de las vías, en un huerto, vi un burro. Estaba bajo un árbol y de vez en cuando lanzaba un rebuzno que hacía que todos los viajeros que esperaban en los andenes se volvieran a mirarlo. El burro, después de la lluvia, parecía feliz. Entonces, como vomitados por una nube negra, por un extremo de la estación aparecieron dos policías nacionales y un guardia civil. Pensé que venían a detenernos. Con el rabillo del ojo los vi avanzar lentamente, con pachorra, hacia nosotros, las manos prestas a desenfundar. Ese bicho y yo nos parecemos, dijo Caridad con voz soñadora. Somos extranjeros en nuestro propio país. Hubiera querido decirle que se equivocaba, que allí al único que podían aplicarle la ley de extranjería era a mí, pero no abrí la boca. La cogí suavemente de la cintura y esperé. Caridad, pensé, era extranjera para Dios, para la policía, para sí misma, pero no para mí. Lo mismo podía decir del burro. Los policías se detuvieron a medio camino. Entraron en el bar de la estación, primero los nacionales, después el guardia civil, y, ¡milagro auditivo!, los oí claramente pedir dos cortados y un carajillo. El burro volvió a rebuznar. Durante un buen rato estuvimos contemplándolo. Caridad pasó un brazo por mis hombros y permanecimos así hasta que llegó el tren…