¿CÓMO CREEN QUE ME SENTÍ cuando supe que entre Nuria y Remo Morán existía algo más que una amistad? Fatal, me sentí fatal. Creí que el mundo se abría bajo mis pies y mi espíritu se rebeló ante lo que consideré un sarcasmo y una injusticia. Debería decir: la repetición de una injusticia, pues hace unos años tuve ocasión de ver en circunstancias similares a Lola, mi mejor asistente social, una chica eficientísima, con una moral y equilibrio envidiables, caer en las garras del mencionado comerciante sudamericano, quien no tardó en destrozar su vida. Todo lo que Morán tocaba se envilecía, se empobrecía, se ensuciaba. Ahora Lola está divorciada y aparentemente lleva una vida normal, pero yo sé que en su interior sufre y que tal vez le cueste años recuperar la frescura, la alegría que irradiaba antes de su infortunado encuentro. No, Morán nunca me cayó bien; como suele decirse, nunca conseguí tragarlo; tengo una capacidad innata para juzgar a las personas y desde el primer momento supe que se trataba de un farsante, un embaucador redomado. Hay quien ha dicho que yo lo odiaba porque era artista. ¡Artista! ¡Me encanta el arte! ¿Por qué, si no, me jugué seguridad y futuro en la pista de hielo? Sucede, simplemente, que a mí no me dio el pego con sus aires de estar de vuelta de todo. ¿Que venía de una guerra? ¿Que había aparecido un par de veces en la televisión? ¿Que la tenía de 30 centímetros?¡Dios mío, Dios mío! ¡Estoy rodeado de perros rabiosos! Mis antiguos subordinados, los más bajos correveidiles de Ferias y Fiestas, de Juventud, los voluntarios de Protección Civil, todos aquellos a quienes recorté en alguna ocasión el presupuesto, a quienes trasladé a oficinas más pequeñas o a quienes lisa y llanamente puse en la calle porque no quería inútiles en mis departamentos, se desquitan ahora inventando historias que favorecen al sudaca y me perjudican. Morán es un mamarracho que jamás ha estado en ninguna guerra, que tal vez haya salido en la televisión (en el programa regional) ahora que todo el mundo sale, y, por último, debo deciros que desde hace mucho tiempo sé que el tamaño no lo es todo. ¡Un hombre debe ser cariñoso y tierno para ser hombre y ser querido! ¡O tal vez pensáis que le va a meter los 30 centímetros al clítoris! ¡O tal vez pensáis que con los 30 centímetros va a despertar el punto G! Cuando pienso en Lola caminando por la playa de la mano de su pequeñín, un crío al que en mala hora bautizaron con un nombre indio que soy incapaz de retener en la memoria, mi odio o lo que llamáis mi odio contra Morán encuentra todas las justificaciones. Sí, intenté cargármelo, pero siempre dentro de la más estricta legalidad. En toda mi vida, antes de los desgraciados incidentes del Palacio Benvingut, lo habré visto tres veces y en las tres, creo recordar, se ufanó de saltarse a la torera la reglamentación vigente en lo que respecta a los extranjeros sin permiso de trabajo. Morán y los payeses de los alrededores de Z eran los únicos, por lo que yo sabía, que creían estar al margen de la ley. En los sembradíos, al menos en algunos payeses, era comprensible aunque no disculpable: había que recoger las lechugas, por ejemplo, y la disponibilidad de braceros se reducía al colectivo de negros, la mayoría sin papeles en regla. No me gustan los negros. Menos aún si son musulmanes. En alguna ocasión, como sin darle importancia, sugerí a mi equipo de trabajo de Servicios Sociales un proyecto que recogería a todos los jóvenes marginales de Z en un amplio abanico de labores de campo, sembrar, cosechar, manejar tractores, incluso vender en el mercado cada mañana; hubiera sido sensacional ver a esa promoción de futuros quinquis, cuando no yonquis, labrando la tierra. Por supuesto, la idea fue rechazada casi como si la hubiera dicho en broma. Ni yo mismo creía suficientemente en ella. No sé, tenía algo de trabajo esclavo, dijeron, mala publicidad. En fin, nunca lo sabré. Como decía, los payeses tenían razones de peso. Morán, en cambio, ¡contrataba legales sólo para tocar las pelotas! Una vez, de pasada, se lo comenté a Lola, cuando aún era su esposa, y su respuesta no la he olvidado. Según Lola, Morán daba trabajo a los amigos que tuvo a los 18 años, a un grupo de poetas que el tiempo y las circunstancias habían hecho recalar en la Madre Patria. Él los encontraba, o el azar aunado a su voluntad hacía que los encontrara, les daba trabajo, los hacía ahorrar (les obligaba a ahorrar) y al final de la temporada, indefectiblemente, sus antiguos compañeros regresaban a sus respectivos lugares de origen en América. O al menos eso era lo que Morán le contaba a Lola; ésta nunca llegó a intimar con ninguno, aunque todos le parecieron dignos de ser tratados profesionalmente. Seres zarrapastrosos y heridos, resentidos, desadaptados, silenciosos, enfermos, con los que uno preferiría no encontrarse en una calle desierta. Debo decir que con Lola, pese al abismo que me separaba de su esposo, me unía, confío en que aún sea así, una amistad y un compañerismo sólo superado por el que me vinculaba con la alcaldesa, por lo que nada podía hacerme dudar de la veracidad de sus confidencias. Los referidos poetas, unos perfectos desconocidos tanto en España como en Hispanoamérica, nunca fueron muchos, en realidad debían confundirse con el resto del variopinto personal, donde había gente para todos los gustos. Jamás vi a ninguno, y si ahora he recordado esta historia es por el regusto de película de terror que dejó en mí. En cualquier caso, como le hice notar a Lola, ¿aquello era un acto de amistad hacia sus antiguos colegas o bien pretendía deshacerse de ellos? Según Lola, tal vez no todos volvieran a Latinoamérica, tal vez simplemente no volvieran a Z, sin más, pero yo me incliné por la simetría de las temporadas de verano y de los viajes de regreso. Otra cuestión era si volvían con las manos vacías, aparte de las pocas pesetas que hubieran podido ahorrar, o si el viaje era una manera de seguir trabajando para Morán, como correos o como mensajeros. La droga, es sabido, campa a sus anchas en Z y en más de una ocasión, aunque honestamente debo decir que sin fundamentos, oí decir que Morán estaba en el negocio. Esto, por supuesto, nunca lo comenté con Lola, más que nada por respeto, después de todo se trataba del padre de su hijo. En dos oportunidades telefoneé a unos conocidos de Gerona, a ver si por ahí podían trincarlo. Cero absoluto. La gente se muere sólo cuando le pican el culo. Demás está decir que todas las visitas que realizaron los inspectores de trabajo resultaron inútiles. Tampoco me hacía muchas ilusiones al respecto: conozco a ese tipo de burócratas como si los hubiera parido y sé que jamás debieron intentar tomarlo por sorpresa, llegar en horas intempestivas, interrogar a todo el personal, informarse con los vecinos, etcétera. Con los métodos tradicionales Morán se escabulló siempre, sin ni siquiera una multa pequeña, testimonial. Otra salida hubiera sido denunciarlo a UGT o a Comisiones Obreras, pero mi relación con los representantes sindicales de Z no es muy buena. Sólo una vez en toda mi vida he llegado a las manos: hará unos cinco o seis años, en las puertas de la sede de UGT, tuve que enfrentarme a un grupo de exaltados. Junto a un policía municipal, hoy jubilado, contra ocho o nueve matones del comité de huelga. La verdad es que eran tantos que no recuerdo el número con exactitud. La pelea, por suerte, fue a mano abierta y breve, y su desarrollo y resolución más a empujones que con golpes. De todas maneras terminé sangrando por la nariz y con una ceja abierta, y Pilar dejó no sé qué cosa importante por venir a verme enseguida. Es extraño: yo que en mi infancia nunca agredí ni fui agredido, tuve que venir a Z y trabajar como un burro y conocer el amor para que me llovieran los palos. A Nuria, quiero que esto quede claro, nada le dije; ni una recriminación, ni nada que ella pudiera entender como tal. Me tragué la rabia, los celos (por qué no decirlo) y el estupor que todo el asunto me producía. En sus gestos, en su modo de abordar el tema, vi claramente que lo de Morán era algo que ni ella entendía del todo, y que mi intromisión sólo contribuiría a empeorar. Ella mintió y yo fingí creerle. El dolor hizo que mi amor, sin decrecer en intensidad, experimentara variaciones, placeres mentales nuevos. Por cierto, no me faltaban cosas en qué ocuparme; mi animadversión por Remo Morán nunca ha consumido, bendito sea Dios, más del tres por ciento de mis pasiones. Por aquellas fechas volví a soñar con la pista de hielo. El sueño parecía una prolongación del que ya había tenido: afuera el mundo soportaba más de 40 grados a la sombra y en el interior del Palacio Benvingut un aire gélido quebraba los viejos espejos. El sueño empezaba en el momento en que me calzaba los patines y echaba a correr, sin ningún esfuerzo, por la superficie blanca y lisa, de una pureza que entonces me parecía sin igual. Un silencio profundo, definitivo, lo envolvía todo. De pronto, impulsado por la propia fuerza de mi patinaje, salía de la pista, de lo que yo creía que era la pista, y comenzaba a patinar por los pasillos y las habitaciones del Palacio Benvingut. La maquinaria debe estar loca, pensaba, y ha cubierto de hielo toda la casa. Deslizándome a una velocidad de vértigo llegaba a la azotea desde donde contemplaba un ángulo del pueblo y las torres de electricidad. Estas parecían sobrecargadas, a punto de estallar o de echar a caminar hacia las calas. Más atrás veía un bosquecillo de pinos, en pendiente, casi negro, y encima unas nubes rojas como picos de patos apenas entreabiertos. ¡Picos de patos con dentaduras de tiburones! Por el camino comarcal, muy lentamente, surgía la bicicleta de Nuria en el preciso instante en que estallaban llamaradas gigantescas en Z. El resplandor duraba sólo unos segundos y luego la oscuridad cubría todo el horizonte. Estoy perdido, pensaba, ha llegado el apagón general. Despertaba cuando debajo de mis pies el hielo comenzaba a derretirse a una velocidad inusitada. Este sueño me hizo recordar un libro que leí en mi adolescencia. Según el autor del libro (cuyo nombre he olvidado) existe una leyenda o algo así sobre la lucha entre el bien y el mal. El mal y sus seguidores imponen la fuerza del fuego sobre la tierra. Se expanden, libran combates, son invencibles; en su última batalla, la más importante, el bien descarga el hielo sobre los ejércitos del mal y los detiene. De forma paulatina el fuego se apaga de la faz de la tierra. Deja de ser un peligro. La victoria final es para los seguidores del bien. No obstante, la leyenda advierte que la lucha no tardará en reiniciarse puesto que el infierno es inagotable. Mi sensación, cuando el hielo empezaba a derretirse, era precisamente esa: que el Palacio Benvingut y yo mismo nos hundíamos a plomo en el infierno…