Los ciudadanos plantaban ajo para mantener a sus familias,
enojando a los codiciosos tirarlos que están llenos de odio, enviando
hordas de recaudadores de impuestos para oprimir a las masas, que
se lamentaban de su suerte…
Extracto de una balada cantada en mayo de
1987 por Zhang Kou, el rapsoda ciego, en la
avenida de la Piedra Negra de la capital del
Condado.
Los policías salieron del bosque de acacias abatidos y cubiertos de suciedad, sujetando las pistolas de acero gris en la mano y abanicándose con los sombreros. La cojera del tartamudo había desaparecido, pero sus pantalones estaban desgarrados a raíz de su encuentro con el puchero oxidado; la tela rasgada ondulaba al caminar como si fuera un pedazo de piel muerta. Rodearon el árbol y se situaron delante de Gao Yang. Ambos llevaban la cabeza rapada. El tartamudo, cuyo cabello era negro como el carbón, tenía la cabeza redonda como una pelota de voleibol, mientras que la del otro policía, cuyo cabello era más claro, sobresalía por delante y por detrás, como si fuera un bombo o un tambor.
La hija ciega de Gao Yang se abrió paso por el bosque con su caña de bambú. Él hizo un esfuerzo por mirarla. Cuando su hija llegó a la hilera de árboles que se extendía detrás de la casa de Gao Ma, tuvo que andar a tientas, yendo de acá para allá y gimiendo.
– Papá… Papá… ¿Dónde está mi papá…?
– ¡Maldita sea! -se quejó el policía tartamudo-. ¿De quién fue la idea de dejarle escapar de esa manera?
– ¡Si fueras un poco más rápido, podrías haberle puesto las esposas en la otra muñeca! -replicó Cabeza de Tambor-. Si hubiera tenido las dos manos esposadas, no se habría podido escapar, ¿verdad?
– La culpa es de éste -dijo el tartamudo mientras se ponía de nuevo el sombrero.
Se estiró y tocó el cuero cabelludo de Gao Yang como si lo estuviera frotando y, a continuación, le dio una bofetada.
– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes? -gimió Xinghua mientras chocaba su caña contra un árbol; cuando alargó la mano para tocarlo, se golpeó la cabeza contra una rama. Su cabeza rapada tenía la raya en el medio como la de un niño… Sus ojos eran negros como el carbón… Su rostro presentaba el típico aspecto ceroso de los desnutridos, como si fuera un tallo de ajo marchito… Desnuda de cintura para arriba, iba vestida únicamente con unos calzones rojos cuya goma se había dado tanto de sí que colgaban sueltos sobre sus caderas… Calzaba unas sandalias rojas de plástico con los cordones rotos…
– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?
El bosque de acacias, como una densa nube, se convirtió para ella en un oscuro telón. Gao Yang trató de gritarle, pero los músculos de su garganta estaban atados con nudos y no salió de ella el menor sonido. No estoy llorando. No estoy llorando…
El policía volvió a golpearle en la cabeza, pero no lo sintió; trató por todos los medios de liberarse y de gritar y su nariz detectó el traslúcido sudor pegajoso en su cuerpo: el hedor de una espeluznante pesadilla. Era el hedor del sufrimiento. Los policías arrugaron la nariz, que estaba llena de aire viciado, reflejando en su rostro una expresión de desagrado.
– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?
– Muy bien, niños, cogeos las manos, cantad, dad vueltas, mirad lo fácil que es -exclamó el maestro.
Xinghua se encontraba en mitad de la carretera, con su caña en la.mano, y se dirigió hacia la puerta del colegio; se agarró a la verja metálica con una mano mientras sujetaba su caña de bambú con la otra, para escuchar a los niños que cantaban y bailaban con el maestro. Los crisantemos florecían por todo el patio del colegio. Su padre trató de arrastrarla hacia casa, pero ella se resistió a moverse. El le gritó enfadado y le dio una patada…
– Papá, mamá, cogedme la mano, rápido. Quiero bailar y cantar y dar vueltas; ¡mirad lo fácil que es!
Xinghua lloraba amargamente.
Incapaz de pronunciar una sola palabra, torturado por los recuerdos, Gao Yang mordisqueó con frenesí la corteza, raspándose los labios hasta que el árbol quedó teñido de sangre. Pero no advertía el dolor. Se tragó la amarga mezcla de saliva y resina del árbol, que hizo que su garganta se refrescara notablemente: sus cuerdas vocales se soltaron, los nudos se desenmarañaron. Con cuidado, con mucho cuidado, temeroso de que su capacidad de hablar le volviera a abandonar, logró pronunciar algunas palabras:
– Xinghua, papá está aquí… -acertó a decir antes de que su rostro se bañara de lágrimas.
– ¿Y ahora qué? -preguntó el policía tartamudo a su compañero.
– Vuelve y consigue un cartel de Se busca -replicó Cabeza de Tambor-, ¡No se va a escapar!
– ¿Y qué pasa con el jefe de la aldea?
– Se largó hace tiempo, como si fuera un delincuente común.
– ¡Papá, no puedo encontrar la salida! Ven a sacarme de aquí, deprisa…
Xinghua se encontraba perdida en aquel laberinto de árboles y la visión de ese pequeño punto rojo casi rompió el corazón de Gao Yang. Parecía como si hubiera sido ayer cuando dio una patada a ese pequeño punto rojo que había detrás de ella sin ningún motivo, haciendo que cayera al suelo en mitad del patio, con una mano extendida como una garra que trata de aferrarse a un montón de excrementos negros de gallina. Ella consiguió incorporarse y agazaparse contra la pared con los labios temblando mientras luchaba contra los gemidos y las lágrimas que inundaban sus ojos negros. Superado por los remordimientos, se golpeó la cabeza contra el árbol.
– ¡Dejadme marchar! -gritó-. ¡Dejadme marchar!
Cabeza de Tambor le agarró inmovilizándole la cabeza para evitar que se hiciera daño mientras su compañero rodeaba el árbol para quitarle las esposas.
– Ga-Gao Yang -dijo el tartamudo-, no intentes hacer ninguna tontería.
Pero en cuanto sintió que tenía las manos libres, comenzó a revelarse -arañando, pateando y mordiendo- y le hizo heridas que sangraban en el rostro del tartamudo. Mientras se liberaba de la llave que le habían hecho en la cabeza y se giraba para correr hacia el pequeño punto rojo, un rayo de luz pasó ante sus ojos, luego una lluvia de chispas verdes y advirtió débilmente que en la mano del policía había algo espeluznante que emitía chispas de aquel color verde en cuanto tocó su pecho. Los alfileres agujerearon su cuerpo. Lanzó un grito, crispándose por la agonía, y se derrumbó en el suelo.
Lo primero que advirtió después de recuperar la consciencia fue las esposas brillantes que tenía atadas alrededor de las muñecas y que se le clavaban profundamente en la carne, a punto de cortársela hasta llegar al hueso. Se encontraba demasiado conmocionado como para recordar dónde estaba. El policía tartamudo agitó aquel terrible objeto delante de él.
– Empieza a caminar -dijo severamente-. ¡Y no vuelvas a hacer tonterías!
Ascendió sumisamente el banco de arena detrás de Cabeza de Tambor en dirección al bosque de sauces. Luego giraron y atravesaron el lecho seco del río, donde la fina arena aguijoneaba su tobillo dañado y le quemaba las plantas de los pies.
Caminaba cojo, con el policía tartamudo justo a sus espaldas. Los gemidos de Xinghua, que procedían del bosque de acacias, eran como un imán que le hacía volver la cabeza hacia ella. El tartamudo le golpeó con aquel terrible objeto y un escalofrío le recorrió toda la espalda. Escondió el cuello entre los hombros; con la carne de gallina, se preparó para ese terrible dolor que sabía que estaba a punto de recibir. Pero, en lugar de ello, sólo oyó una orden.
– ¡Sigue caminando!
Mientras avanzaba, la imagen de aquel objeto en la mano del policía hizo que se olvidara de los gemidos de su hija y entonces se dio cuenta de lo que era: una de esas porras eléctricas de las que habla la gente. El escalofrío que recorrió toda su espalda le penetró en el tuétano de los huesos.
Después de abrirse paso a través de otra arboleda, atravesaron un segundo banco y aparecieron en un campo abierto de unos cincuenta metros de longitud que, a su vez, conducía a una carretera asfaltada. Los policías introdujeron a Gao Yang en el recinto del gobierno municipal, donde Bigotes Zhu, un miembro de la subestación de policía, se precipitó a felicitar a Cabeza de Tambor y a su tartamudo compañero por el magnífico trabajo que habían hecho.
El corazón de Gao Yang se llenó de esperanza al ver un rostro familiar.
– Viejo Zhu -dijo-, ¿a dónde me llevan?
– A un lugar donde no se necesitan cartillas de racionamiento para comer.
– Por favor, diles que me dejen marchar. Mi esposa acaba de tener un bebé.
– ¿Y qué? Todos somos iguales ante la ley.
Invadido por el abatimiento, Gao Yang dejó caer la cabeza.
– ¿Ya han vuelto Guo y Zheng? -preguntó Cabeza de Tambor.
– Guo está aquí, pero Zheng todavía no ha regresado -respondió Zhu.
– ¿Dónde ponemos al prisionero? -preguntó Cabeza de Tambor.
– Enciérralo en la oficina -dijo Zhu, dirigiéndose hacia ella, seguido por Gao Yang y su escolta policial.
Lo primero que vio mientras le introducían en la comisaría fue a un joven con cara de caballo esposado que yacía enroscado en el suelo contra la pared. Era evidente que le habían dado una buena paliza, porque tenía el ojo amoratado, y la hinchazón hacía que estuviera prácticamente cerrado. Una luz heladora emergía a través de la abertura, mientras el ojo derecho, que permanecía intacto, desprendía una mirada llena de patética desesperación. Dos jóvenes y apuestos policías estaban sentados en un banco de madera fumando cigarrillos.
Empujaron a Gao Yang contra la pared, junto al joven con cara de caballo, y mientras ambos se escrutaban mutuamente, el otro hombre torció la boca y asintió con la cabeza significativamente. Gao Yang estaba seguro de que conocía de algo a aquel tipo, pero no era capaz de recordarlo. ¡Maldita sea!, se lamentó. ¡Aquel cacharro ha debido freírme el cerebro!
Los cuatro policías estaban hablando: con un hijo de puta como ése tienes que golpear primero y preguntar después. Vive en su propio mundo, sin importarle todo lo que haya a su alrededor. Ese hijo de puta de Gao Ma saltó por una tapia y se escapó. Vosotros dos, idiotas, volved y colocad un cartel de Se busca. ¿Por qué el viejo Zheng y Song Anni no han vuelto todavía? Tenían la tarea más fácil. Esa vieja dama tiene un par de hijos. Aquí vienen el viejo Zheng y Anni.
Escuchó el largo y prolongado llanto de una mujer y, según advirtió, alguien más lloraba en la sala. El joven policía llamado Guo tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el talón.
– Que se vayan al infierno las mujeres -murmuró con desdén-. Lo único que saben hacer es llorar y volverte loco. Trae acá a nuestro joven héroe.
Luego dijo señalando con la barbilla al joven con cara de caballo:
– No podrías sacarle una lágrima aunque le pusieras una nava ja en el cuello.
El joven con cara de caballo replicó ruidosamente:
– ¿Llo-llo-llorar por tipos como tú?
Durante un instante, los policías se quedaron mudos de asombro antes de echarse a reír. Cabeza de Tambor se dirigió a su compañero:
– ¡Por lo que parece, Kong, compañero, te-te-tenemos aquí a tu hermano!
Eso no le sentó demasiado bien al tartamudo.
– ¡Que-que te den por el culo, Tambor, viejo camarada! -replicó.
El problema en el habla del joven con cara de caballo avivó los recuerdos de Gao Yang. Fue el exaltado que destrozó el teléfono del administrador.
Los dos oficiales de policía -un hombre y una mujer- entraron en la sala empujando a una mujer anciana que llevaba el pelo alborotado. En cuanto consiguieron que se sentara en el suelo, ésta comenzó a golpearlo con los puños y a gritar entre sollozos.
– Dios mío, Dios mío… Estoy condenada, Dios mío… Mi propio marido, cómo me ha podido hacer esto, dejándome aquí, completamente sola. Baja y llévame contigo dondequiera que estés, Dios mío…
La mujer policía, que apenas había cumplido los veinte años, llevaba el pelo corto, tenía grandes ojos y largas pestañas -una joven muy hermosa cuyo rostro ovalado estaba encendido por el calor-.
– ¡Deja de gritar! -espetó.
El ceño fruncido de su rostro asustó a Gao Yang, que nunca antes había visto una ferocidad así en una mujer. Llevaba unos zapatos de punta marrones hechos de cuero, tacones altos y de su cinturón colgaba una pistola enfundada. Miró con el ceño fruncido para mostrar el desagrado que le producía ser escudriñada tan minuciosamente. Gao Yang bajó la cabeza y, en el momento en el que la volvió a subir, vio un par de gafas de sol de espejo ocultando los ojos de la mujer policía, que estaba pateando a la anciana en el suelo.
– ¿Todavía estás llorando? ¡Astuta perra vieja, anciana contrarrevolucionaria!
La anciana gritó de dolor.
– Ah, mujer de corazón cruel, me… me estás haciendo daño.
Uno de los jóvenes policías se tapó la boca y rió disimuladamente.
– Parece, Song -se burló-, que has conseguido herirla.
La mujer policía se sonrojó y le escupió.
La anciana todavía estaba sollozando.
– Tía Fang -dijo Bigotes Zhu-, reprímete. Tarde o temprano, tendrás que afrontar las consecuencias de tus hechos y llorar no va a ayudarte.
– Si no paras -amenazó la mujer policía-, voy a coserte la boca para que la mantengas cerrada.
La anciana levantó la mirada y gritó histéricamente:
– Adelante, cósela. Pequeña hija de puta, nadie debería ser tan despiadado a tu edad. ¡Si sigues así, no tendrás un hijo ni de un idiota!
Mientras sus compañeros se morían de risa, la mujer policía trató de volver a darle una patada, pero el hombre llamado Zheng la detuvo.
Gao Yang conocía a la mujer que lloraba y armaba todo ese jaleo: era Cuarta Tía Fang. Ella no se había dado cuenta de que sus manos estaban atadas hasta que trató de limpiarse las lágrimas y la vista de las brillantes esposas hizo que volviera a estallar.
– Camaradas -metió baza Zhu-, todo esto nos ha dado un montón de problemas. Vamos a comer algo.
El recadero del restaurante local se dirigió a la comisaría en su bicicleta, agarrando una cesta de comida con una mano y unas cuantas botellas de cerveza con la otra, y dejó que la bicicleta girara por sí sola. Se detuvo en una parada que había en la puerta y se bajó de la bicicleta con la comida y la cerveza.
– No cabe duda de que ese chico sabe montar en ese cacharro -dijo Zheng.
Bigotes Zhu se giró para saludar al chico de los recados.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Hoy hay muchas fiestas. Sólo en las oficinas municipales hay cinco, además de una en la cooperativa de abastecimiento y comercio, una en el banco y otra en el hospital. No he dado abasto aquí, por no hablar de las aldeas que hay cerca de la ciudad.
– Menuda mina de oro tenéis montada -dijo Zhu.
– Tal vez para el jefe, pero lo que es yo, no he parado de pedalear y no me va a dar un céntimo más de lo que gano ahora -dijo mientras abría la cesta de comida, que estaba llena de carne, pescado y aves. Los aromas incitantes que emanaban de ella hicieron que Gao Yang empezara a salivar.
– Vuelve a poner la tapa en su sitio hasta que arregle un poco la habitación -dijo Zhu.
– Date prisa, porque todavía tengo que ir a casa del secretario Wang, en la Aldea Norte. Llamó para preguntar dónde estaba su pedido.
– Encuentra una habitación vacía para los prisioneros -dijo Zheng.
– ¿Dónde se supone que voy a encontrar una habitación vacía? -preguntó Zhu.
– Mé-mételos en el camión -sugirió entonces el policía tartamudo.
– ¿Quién se hará responsable si se escapan?
– Espósalos a un árbol -dijo Cabeza de Tambor-. De ese modo, también estarán un poco a la sombra.
– ¡Vamos, levantaos! -ordenó uno de los policías a los prisioneros.
Gao Yang fue el primero en incorporarse, seguido por el joven con cara de caballo. Cuarta Tía Fang permaneció en el suelo, llorando.
– No pienso levantarme. Si voy a morir, lo haré con un tejado sobre mi cabeza…
– Señora Fang -dijo Zheng-, si te sigues comportando así, tendremos que emplear la fuerza.
– ¿Y qué? -gritó-. ¿Qué vais a hacer, golpearme hasta la muerte?
– No, no voy a golpearte hasta la muerte -replicó Zheng con desdén-, pero si te niegas a obedecer las órdenes y decides armar alboroto, tengo todo el derecho a utilizar la fuerza. Puede que no sepas cómo te hace sentir la electricidad, pero tu segundo hijo lo sabe muy bien.
Zheng sacó de su cinturón una porra eléctrica y la agitó delante de ella.
– Si no te pones de pie cuando cuente hasta tres, vas a probar de esto. Uno…
– Adelante, hazme probar un poco. ¡Cerdo!
– Dos…
– ¡Vamos, dame con eso!
– ¡Tres! -gritó Zheng mientras colocaba la porra debajo de la nariz de Fang. Ésta lanzó un grito y rodó por el suelo antes de ponerse de pie.
Mientras el otro policía reía, el que se llamaba Guo señaló al hombre con cara de caballo.
– Este hijo de puta se encuentra en su propio mundo -dijo-. Ni siquiera le perturba una sacudida eléctrica.
– Estás de broma -replicó Zheng,
– Si no me crees, pruébalo.
Zheng apretó el botón que encendía ra porra y que lanzaba chispas verdes de electricidad.
– No te creo -dijo, tocando el cuello del joven.
No se produjo ni una contracción nerviosa, sólo una sonrisa desdeñosa.
– Qué extraño -se maravilló Zheng-. A lo mejor está estropeada.
– Sólo hay una forma segura de averiguarlo -sugirió Gao.
– Imposible -masculló Zheng, y luego tocó su propio cuello con ella, lanzando un agudo chillido mientras dejaba caer la porra. Sujetándose la cabeza con las manos, se derrumbó en el suelo.
El otro policía se echó a reír.
– Eso es lo que llamamos probar la ley con el legislador -comentó Gao sarcásticamente.
Caminaron aproximadamente cincuenta pasos por el amplio patio del complejo. Gao Yang iba conducido por el policía tartamudo, el joven con cara de caballo estaba custodiado por uno de los policías jóvenes y Cuarta Tía Fang iba arrastrada por Zheng y la mujer policía. El camino conducía a la carretera provincial, a cuyos lados se extendía una docena de elevados álamos, cada uno de ellos tan grande y redondo como una bañera.
Les quitaron las esposas y empujaron a los prisioneros contra los árboles, con los brazos doblados hacia atrás alrededor de los troncos, de tal modo que su escolta policial pudiera ponerles las esposas.
– ¡Ah! ¡Maldita sea, me estás rompiendo los brazos! -se quejó Cuarta Tía Fang.
– Li-limítate a quedarte en el lugar seguro -dijo el tartamudo a Song Anni, la mujer policía.
Su respuesta fue un perezoso bostezo.
Todos los policías volvieron al interior de la comisaría para disfrutar de la comida y de la cerveza, ahora que sus prisioneros estaban atados a los árboles; pero éstos enseguida resbalaron por los troncos hasta que acabaron sentados en el suelo, con los brazos doblados a su espalda.
La sombra seguía virando hacia el este, hasta que los últimos rayos de sol de la tarde incidieron directamente sobre los prisioneros. Las cosas se habían puesto feas para Gao Yang, que sentía como si los brazos le fueran a la deriva, dejándole una sensación ardiente en los hombros. El joven con cara de caballo que había junto a él estaba vomitando escandalosamente. Gao Yang se giró para mirarle.
La cabeza caída al final del largo cuello del joven le obligaba a enderezar los omóplatos. Su pecho palpitaba con violencia y el suelo estaba cubierto de una sustancia pegajosa y desagradable, una mezcla de rojo y blanco; las moscas salieron de las letrinas y revolotearon por encima de él. Gao Yang giró la cabeza mientras sentía cómo su estómago se contraía y un torrente de aire se precipitaba ruidosamente por su garganta. Su boca se abrió de par en par y emanó un líquido amarillo.
La desconsolada Cuarta Tía, que se encontraba a su izquierda, comenzó a hipar y ahora incluso sus llantos habían empezado a remitir. ¿Estaba muerta? Alarmado por este pensamiento, se giró para mirarla. No, no estaba muerta. Estaba tratando de recuperar la respiración y, si sus brazos no estuvieran atados con tanta tuerza por detrás de su espalda, se habría derrumbado boca abajo sobre el suelo. Había perdido uno de los zapatos y mostraba un pie oscuro y afilado, extendido hacia un lado, donde las hormigas se arremolinaban a su alrededor. Su cabeza no tocaba el suelo, aunque sí lo hacía su pelo gris.
No estoy llorando, murmuró Gao Yang para sus adentros. No estoy llorando.
Haciendo acopio de toda su energía, se puso de pie y apretó la espalda contra el tronco con toda la fuerza que pudo, para poder quitar algo de presión en sus brazos. Song Anni, la mujer policía, apareció para inspeccionar la escena. Se había quitado la gorra, alisando su espeso cabello negro, pero no se quitó las galas de sol mientras se limpiaba sus labios húmedos y brillantes con un pañuelo que rápidamente cubrió su boca al contemplar el vómito que había dejado el joven con cara de caballo.
– j Va todo bien por aquí? -preguntó con voz apagada.
A Gao Yang no le apetecía responder y Cuarta Tía era incapaz de hacerlo, así que todo estaba en manos del joven con cara de caballo.
– ¡No hay pro-problema, así que ya te puedes ir a tomar por el culo!
Aterrorizado al pensar que iba a golpear al joven, Gao Yang se giró para mirar hacia él. Pero la mujer policía se había dado la vuelta y se alejó, con la boca tapada por el pañuelo.
– Honorable hermano -dijo Gao Yang, esforzándose por pronunciar alguna palabra-, no hagas que las cosas se pongan peor de lo que ya están.
El joven se limitó a sonreír. Su rostro estaba pálido como una hoja de papel.
La mujer policía regresó con Zhu y Zheng a remolque. Zhu llevaba un cubo de metal y Zheng portaba tres botellas de cerveza vacías, mientras la mujer policía sujetaba un cacillo.
En el grifo la presión del agua era tan intensa que hacía que el cubo de Zhu emitiera un canturreo; lo había llenado hasta el borde y lo arrastraba sin cortar el agua, que se extendía sobre los ladrillos y las baldosas del suelo. El aire transporto la fragancia a agua fresca hasta el lugar donde se encontraba Gao Yang, que la inhalaba profundamente. Era casi como si una bestia extraña en su estómago estuviera gritando: «Agua… Su Excelencia… Sé misericordioso… Agua, por favor…». Apenas Zheng puso una de sus botellas bajo el grifo, ésta se llenó hasta el borde y, a continuación, se dirigió hacia Gao Yang con tres botellas llenas.
– ¿Quieres un poco?
Gao Yang asintió enérgicamente. Podía oler el agua y la imagen del rostro hinchado de Zheng le llenó de tanta gratitud que casi se echó a llorar.
Zheng colocó una de las botellas en la boca de Gao Yang, que la sujetó con los dientes y la chupó sediento, tomando un trago enorme hasta el punto de que un poco de agua se le fue por el otro lado y descendió por la tráquea. Tosió con tanta violencia que sus ojos se pusieron en blanco. Zheng dejó caer la botella al suelo y comenzó a darle golpes en la espalda. El agua finalmente salió por la boca y la nariz de Gao Yang.
– Despacio -dijo Zheng-. Hay mucha.
Después de haberse bebido las tres botellas de agua, Gao Yang todavía seguía sediento. Le abrasaba la garganta, pero por la mirada de desagrado que lucía el rostro de Zheng, advirtió que no sería prudente pedir más.
El joven con cara de caballo hizo un esfuerzo por ponerse de pie y Bigotes Zhu le dio agua. Gao Yang miraba con codicia mientras el joven bebía cinco botellas. Dos más que yo, protestó para sus adentros.
Cuarta Tía probablemente se encontraba inconsciente, ya que la mujer policía estaba echando agua sobre ella. Aunque era clara cuando la echaba por encima, el agua se derramaba por el suelo teñida de una coloración grisácea. Su chaqueta de manga corta, hecha con una mosquitera y desde hacía tiempo alejada del agua y el jabón, recuperó con el chapuzón algo de su blancura original. Con las ropas empapadas y pegadas a la espalda parecía un esqueleto, con los omóplatos sobresaliendo como si fueran riscos afilados. Tenía el pelo pegado al cráneo, del cual goteaba el agua sucia hacia el suelo y formaba pequeños charcos brillantes.
El hedor que emanaba su cuerpo hizo que a Gao Yang se le revolviera el estómago. Tal vez, pensó, ya esté muerta. Pero justo cuando meditaba sobre esa terrible idea, vio cómo el cabello gris de la anciana se levantaba lentamente, llevando hasta el límite el cuello de la pobre mujer. El agua hizo que su cabello pareciera más fino que nunca, y lo único que pensó en ese momento fue que las mujeres calvas eran mucho más feas que los hombres calvos. A su vez, aquella escena le recordó a su madre, que era calva cuando murió, y casi se echó a llorar.
Hubo un tiempo en el que su madre también fue una mujer de pelo cano aunque llena de energía. Pero todo eso cambió en mitad de la Revolución Cultural, cuando su hermoso cabello blanco fue arrancado por los campesinos de clase baja y media. Tal vez se lo merecía, ya que se había casado con un terrateniente. ¿A quién iban a atacar si no era a ella? Un miembro fornido de mediana edad de la familia Guo llamado Qiulang la agarró por el pelo y le bajó la cabeza con toda su fuerza. «¡Inclínate, vieja canosa!», gritó. Gao Yang la observaba desde la distancia y esa escena le vino en ese momento a la mente con tanta intensidad como si fuera el día en que sucedió. Podía oír llorar a su anciana madre canosa como si fuera una niña pequeña…
Una vez recuperado el conocimiento con el chapuzón, Cuarta Tía pasó los labios sobre sus encías desdentadas y comenzó a llorar como una niña…
– ¿Tienes sed? -Escuchó cómo la mujer policía preguntaba a Cuarta Tía con un asomo de dulzura.
Pero en lugar de contestar, ésta comenzó a gimotear. Su voz era ronca y al mismo tiempo estridente y sus lamentos carecían de la fuerza y la viveza que tenían antes.
– ¿Qué ha pasado con todos estos valientes que rompen cristales? -preguntó la mujer policía mientras vertía otro cacillo de agua fría sobre la cabeza de Cuarta Tía como gesto final antes de coger el cubo de agua y dirigirse hacia Gao Yang.
Incapaz de ver sus ojos por culpa de las gafas de espejo, dirigió su atención hacia la estrecha ranura que formaban sus labios fuertemente apretados. Se estremeció al recordar por alguna razón a un cerdo desmembrado y no dijo una sola palabra mientras ella dejaba el cubo en el suelo. Sacó un poco de agua y la lanzó contra el pecho de Gao Yang, quien con una reacción involuntaria encogió el cuello entre los hombros y emitió un extraño grito apagado. Ella sonrió, con sus hermosos y perfectos dientes brillando a la luz del día, luego volvió a coger un poco de agua y la vertió por encima de la cabeza de Gao Yang. Esta vez no se estremeció, ya que sabía lo que le esperaba y después de que el agua fría resbalara lentamente por su espalda y por su pecho, dejó unos churretes grises sobre sus piernas. Revitalizado al instante y con la cabeza inusitadamente despejada, tuvo la sensación de que el agua fresca era la mayor fuente de alegría que jamás había conocido. En ese momento, mientras miraba la maravillosa boca de la mujer policía, le invadía una inmensa sensación de agradecimiento.
Ella le empapó un par de veces más antes de dirigirse hacia el joven con cara de caballo, cuyo rostro tenía una palidez mortecina, con un ojo hinchado y cerrado y el otro abierto de par en par, con el labio torcido en una sonrisa dedicada a la mujer policía. Insultada por aquella mirada, lanzó con toda su fuerza un cacillo de agua y empapó el pálido rostro del joven, que también encogió el cuello entre los hombros.
– ¿Qué dices a eso? -gruñó enfadada.
El joven sacudió su cabeza empapada.
– Está fresca y es agradable -respondió, todavía sonriendo-. Simplemente maravillosa.
Ella lanzó otro cacillo y le salpicó el rostro, sin importarle el lugar ni la fuerza con la que le golpeaba.
– ¡Ya te enseñaré lo que es fresco y agradable! -gritó-. ¡Ya veremos lo maravillosa que te parece!
– Lo que es fresco y agradable es fresco y agradable… -gritó el joven, retorciendo la cintura, lanzando patadas al aire con los dos pies y sacudiendo la cabeza hacia atrás y hacia delante.
Tras tirar el cacillo contra el suelo, la mujer policía cogió el cubo y lo vació sobre la cabeza del joven. Pero ni aún así consiguió aplacar su ira, de modo que le golpeó varias veces en la cabeza con el borde del recipiente, como si quisiera asegurarse de que caía sobre él hasta la última gota de agua. Luego dejó caer el cubo y se colocó delante del joven, con las manos en las caderas y el pecho palpitando.
Para Gao Yang, el sonido del cubo golpeando contra la cabeza de aquel joven era apagado y húmedo, y le produjo dentera.
El joven, que estaba escupiendo, apoyó su cabeza -que parecía hincharse y adquirir cierto color caoba- sobre el tronco del árbol. Gao Yang escuchó cómo el estómago del joven hacía ruido y observó que su cuello se estiraba hacia delante hasta que los tendones parecieron estar a punto de atravesar su tirante piel. Intentó una y otra vez cerrar la boca, pero no podía. Entonces, de repente, la boca se ensanchó y un torrente de agua mugrienta salió a borbotones, golpeando en pleno pecho de la mujer policía antes de que pudiera apartarse a un lado.
Ella gritó y dio un salto. Pero el joven con cara de caballo estaba demasiado ocupado vomitando como para prestar atención a su pecho.
– Muy bien, Song -dijo Zheng, mirando su reloj-. Ya casi es la hora de cenar. Acabaremos con esto después de comer algo.
Bigotes Zhu cogió el cubo y el cacillo y se marchó detrás del viejo Zheng y de Song Anni.
Gao Yang escuchó cómo Bigotes Zhu gritaba por el teléfono de la oficina para acelerar la entrega de las albóndigas estofadas que había pedido, y sintió una enorme repulsa. Tuvo que apretar los dientes para no regurgitar las tres botellas de agua que acababa de beber y que tanto necesitaba. El joven con cara de caballo todavía estaba vomitando, aunque ahora sólo tenía arcadas secas. Gao Yang advirtió una espumosa hilera de esputos sangrientos en la comisura de la boca y sintió lástima por aquel joven de lengua afilada.
La luz del atardecer había perdido algo de fuerza; eso y el hecho de que no sentía los brazos insuflaron a Gao Yang una sensación de bienestar. Se levantó una ligera brisa que refrescó su cuero cabelludo, que estaba bronceado por el sol y luego se empapó de agua hasta que sintió un ligero hormigueo. En general, todavía se sentía bastante bien -de hecho, se sentía tan bien que quería hablar-. Las arcadas secas del joven con cara de caballo le estaban poniendo de los nervios, así que Gao Yang ladeó la cabeza y dijo:
– Vamos a ver, amigo, ¿no puedes detener las náuseas? Pero sus palabras no surtieron efecto. Las arcadas seguían produciéndose.
Un par de camiones y una pequeña furgoneta azul estaban aparcados en el otro extremo del recinto municipal, donde una bulliciosa cuadrilla de hombres cargaba cajas de cartón, armarios, mesas, sillas, taburetes. Probablemente están ayudando a hacer la mudanza a algún oficial, dedujo mientras miraba absorto toda aquella actividad. Pero, unos instantes después, la presencia de todo aquello era más de lo que podía soportar, así que miró hacia otro lado.
Cuarta Tía estaba arrodillada en silencio, con el pelo barriendo el suelo. Cuando Gao Yang escuchó un tenue ruido en la garganta de la anciana, pensó que se habría quedado dormida. Y, a continuación, pasó por delante de sus ojos otra imagen que se remontaba a la Revolución Cultural: la de su anciana madre vilipendiada y apoyándose en el suelo con las manos y las rodillas. Sacudió la cabeza para espantar algunas moscas que revoloteaban por el apestoso charco que había delante del joven con cara de caballo. Su madre se encontraba arrodillada sobre los ladrillos, con los brazos en la espalda… Apoyó una mano en el suelo para aliviar el dolor, pero una agresiva bota de cuero la pisó con fuerza… Ella gritó… Con los dedos doblados y retorcidos hasta el punto de no poder enderezarlos…
– Cuarta Tía -susurró-. Cuarta tía…
La anciana gruñó ligeramente, en lo que Gao Yang consideró que era una respuesta.
El chico de los recados del restaurante llegó montando hábilmente sobre su bicicleta. Esta vez, llevaba la comida en una mano y movía el manillar con la otra mientras se abría paso entre un par de álamos blancos, dejando tras de sí un aroma a vinagre y ajo.
Gao Yang miró la puesta de sol, cuya luz era cada vez más tenue y agradable. Sabía que los camaradas policías estarían en ese momento mojando las albóndigas estofadas en la salsa de vinagre y ajo, y esto encerraba un terrible significado oculto. Cuando acaben de comer, se recordó a sí mismo, saldrán a meterme en una furgoneta de color rojo y me llevarán… ¿A dónde me llevarán? Sea donde sea, va a ser mejor que estar atado a un árbol, ¿verdad? Aunque, ¿quién sabe? Lo cierto es que, tal y corno lo veía, no había ninguna diferencia pasara lo que pasara. «El corazón del pueblo está hecho de acero, pero la ley es una fragua». Si me declaran culpable, me cortarán la cabeza. Se volvió a levantar la brisa, agitando las hojas de los álamos y transportando el aroma de una muía lejana, que le heló el cogote. Se obligó a sí mismo a dejar de pensar en lo que podría suceder.
Una mujer que llevaba un fardo apareció en la puerta del recinto, donde discutió con un joven que no le dejaba pasar. Después de fracasar en su intento de entrar, tomó el largo camino que había alrededor del bosque de árboles. Gao Yang la observó mientras se aproximaba. Era Jinju, arrastrando pesadamente al bebé que llevaba en su vientre hasta el punto de que apenas podía caminar. Estaba llorando. El fardo que llevaba en sus manos era grande y redondo, con la forma y el tamaño exactos de una cabeza humana. Pero cuando estuvo más cerca, Gao Yang observó que sólo se trataba de un melón. Como no tenía el ánimo suficiente para mirarla a los ojos, Gao Yang suspiró y bajó la cabeza. Comparado con la pobre Jinju, él no tenía motivos para quejarse. La gente debería tener en cuenta las cosas positivas que hay en su vida.
– Madre… Madre… -Jinju se encontraba tan cerca que podía tocarla-. Madre… Madre… ¿Qué te ocurre?
No estoy llorando, se recordó Gao Yang a sí mismo, no estoy llorando, no estoy…
Jinju se puso de rodillas junto a Cuarta Tía y cogió entre sus manos la cabeza gris y mugrienta de la vieja dama. Estaba llorando y gimiendo como una anciana.
Gao Yang se sorbió la nariz, cerró los ojos e hizo un esfuerzo por escuchar los gritos de los granjeros que llamaban a su ganado en los campos. El rebuzno modulado y rítmico de una muía le llegó a los oídos. Era el sonido que más temía de todos, así que volvió a mirar a Jinju y a Cuarta Tía. Los suaves rayos anaranjados del sol iluminaban el rostro de Cuarta Tía, que estaba rodeado por las manos de Jinju.
– Madre… Todo es por mi culpa… Madre… Despierta…
Los párpados de Cuarta Tía se abrieron lentamente, pero el blanco de sus ojos apenas se dejó ver antes de que los párpados se volvieran a cerrar, dejando salir un par de lágrimas cetrinas que resbalaron por sus mejillas.
Gao Yang observó cómo la blanquecina y afilada lengua de Cuarta Tía asomaba para lamer la frente de Jinju, como una perra que lava a su cachorro o una vaca que limpia a su ternero. Al principio la escena le desagradó, pero se recordó a sí mismo que la anciana no habría hecho eso si tuviera las manos libres.
Jinju sacó el melón del fardo, lo partió con un certero golpe, sacó un poco de pulpa rojiza y la colocó entre los labios de Cuarta Tía, que comenzó a lloriquear como una niña.
Gao Yang dirigió su atención al melón, cuya presencia hacía que sintiera nudos en el estómago. Le invadió la ira. ¿Qué pasa conmigo?, se reprochó a sí mismo. Hay suficiente para todos.
El joven con cara de caballo, que había dejado de tener arcadas -Gao Yang estaba demasiado ocupado observando a Jinju como para darse cuenta de ello-, se había deslizado por el tronco que ayudaba a mantenerle cautivo, hasta que se sentó en la base del árbol, sacudiendo la cabeza y con el cuerpo inclinado hacia delante. Parecía estar haciendo una reverencia.
Madre e hija empezaron a gemir, sin lugar a dudas revividas por el melón que acababan de devorar. Eso es lo que pensó Gao Yang, pero se sorprendió al ver que ni siquiera se habían acabado una rodaja. Jinju estaba acunando la cabeza de su madre entre sus brazos y lloraba tan amargamente que todo su cuerpo se agitaba.
– Querida Jinju… Mi pobre niña -lloraba también Cuarta Tía-. No tenía que haberte golpeado… No volveré a entrometerme en tus asuntos… Ve y reúnete con Gao Ma… Vivid juntos y felices…
Los camiones, cargados con tantos muebles que casi sobresalían, se dirigieron con paso vacilante hacia ellos. La policía, una vez acabada la comida, apareció con ganas de conversación y cuando Gao Yang escuchó cómo se aproximaban sus pasos, volvió a sentir miedo. Un camión crujía y chirriaba mientras avanzaba, y los últimos rayos de sol se reflejaban con fuerza en el parabrisas, detrás del cual se sentaba un conductor de rostro encendido.
A continuación, sucedió algo que Gao Yang nunca podrá olvi dar. El camino era estrecho y el conductor probablemente había be bido demasiado. El destino habría sido un poco más favorable con el joven con cara de caballo si no hubiera tenido una cabeza tan larga, pero una pieza triangular de metal que sobresalía de aquel vehículo tan cargado le golpeó la frente y le abrió un terrible tajo, que por un instante fue blanco antes de que empezara a emanar un chorro de sangre espesa. De su boca salió un quejido mientras el cuerpo se lanzaba todavía más hacia delante. Sin embargo, a pesar de su extraordinaria longitud, su cabeza se detuvo cerca del suelo, ya que los brazos aún estaban atados alrededor del árbol. La sangre salpicaba la carretera curtida por el sol que se extendía ante su cuerpo.
Los policías se quedaron congelados en su camino.
El viejo Zheng rompió el silencio maldiciendo al conductor de rostro enrojecido con terrible furia.
– ¡Maldito bastardo hijo de puta!
El policía tartamudo rápidamente se quitó su casaca y envolvió con ella la cabeza del joven.