9. LA NOCHE TRANSFIGURADA

El eco lejano de un repiqueteo insistente arrancó a Simone de un mundo de acuarelas danzantes y lunas que se fundían en monedas de plata candente. El sonido llegó de nuevo a sus oídos, pero esta vez Simone despertó completamente y comprendió que de nuevo el sueño había podido con ella y con su intento de avanzar algún capítulo antes de la medianoche. Mientras recogía sus lentes de lectura, oyó de nuevo aquel sonido y por primera vez lo identificó. Alguien estaba golpeando suavemente con los nudillos en la ventana que daba al porche. Simone se incorporó y reconoció el rostro sonriente de Lazarus al otro lado del cristal. Al instante sintió que sus mejillas se ruborizaban. Mientras abría la puerta observó su imagen en el espejo del recibidor. Un desastre.

– Buenas noches, madame Sauvelle. Tal vez no sea éste un buen momento… -dijo Lazarus.

– En absoluto. Me… Lo cierto es que estaba leyendo y me he quedado completamente dormida.

– Eso significa que debe usted cambiar de libro -apuntó Lazarus.

– Supongo que sí. Pero pase, por favor.

– No quisiera importunada.

– No diga tonterías. Adelante, por favor.

Lazarus asintió amablemente y entró en la casa.

Sus ojos trazaron un rápido reconocimiento del lugar. -La Casa del Cabo nunca ha estado mejor -comentó-. La felicito.

– Todo el mérito es de Irene. Ella es la decoradora de la familia. ¿Una taza de té? ¿Café?…

– Un té sería perfecto, pero…

– Ni una palabra más. También a mí me vendrá bien.

Sus miradas se cruzaron por un instante. Lazarus sonrió cálidamente. Simone, súbitamente azorada, bajó la mirada y se concentró en preparar el té para ambos.

– Se preguntará el porqué de mi visita -empezó el fabricante de juguetes.

Efectivamente, pensó Simone en silencio.

– Lo cierto es que todas las noches doy un pequeño paseo por el bosque hasta los acantilados. Me ayuda a relajarme -llegó la voz de Lazarus.

Una pausa apenas marcada por el sonido del agua en la tetera medió entre ambos.

– ¿Ha oído hablar del baile anual de máscaras en Bahía Azul, madame Sauvelle?

– La última luna llena de agosto… -recordó Simone.

– Así es. Me preguntaba… Bien, quiero que entienda que no hay compromiso alguno en mi proposición, de lo contrario no me atrevería a formulada, es decir, no sé si me explico…

Lazarus parecía debatirse como un colegial nervioso. Ella le sonrió serenamente.

– Me preguntaba si le apetecería ser mi acompañante este año -concluyó finalmente el hombre.

Simone tragó saliva. La sonrisa de Lazarus se desmoronó lentamente.

– Lo siento. No debería habérselo pedido.

Acepte mis disculpas…

– ¿Con o sin azúcar? -cortó amablemente Simone.

– ¿Perdón?

– El té. ¿Con o sin azúcar?

– Dos cucharadas.

Simone asintió y diluyó las dos cucharadas de azúcar lentamente. Una vez lista, tendió la taza a Lazarus y le sonrió.

– Tal vez la he ofendido…

– No lo ha hecho. Es que no estoy acostumbrada a que me inviten a salir de casa. Pero me encantaría acudir a ese baile con usted -respondió la mujer, sorprendida de su propia decisión.

El rostro de Lazarus se iluminó con una amplia sonrisa. Por un instante, Simone se sintió treinta años más joven. Era una sensación ambigua y a medio camino entre lo sublime y lo ridículo. Una sensación peligrosamente embriagadora. Una sensación más poderosa que el pudor, que el reparo o el remordimiento. Había olvidado lo reconfortante que era sentir que alguien se interesase por ella.

Diez minutos más tarde, la conversación continuaba en el porche de la Casa del Cabo. La brisa del mar balanceaba los faroles de aceite suspendidos en la pared. Lazarus, sentado sobre la baranda de madera, contemplaba las copas de los árboles agitándose en el bosque, un mar negro y susurrante.

Simone observó el rostro del fabricante de juguetes.

– Me alegra saber que se encuentran a gusto en la casa -comentó Lazarus-. ¿Qué tal se adaptan sus hijos a la vida en Bahía Azul?

– No tengo queja. Al contrario. De hecho, Irene parece que ya está tonteando con un chico del pueblo. Un tal Ismael. ¿Lo conoce?

– Ismael…, sí, por supuesto. Un buen muchacho, tengo entendido -dijo Lazarus, distante. -Eso espero. Lo cierto es que aún estoy esperando que me lo presente.

– Los chicos son así. Hay que ponerse en su lugar… -sugirió Lazarus.

– Supongo que hago como todas las madres: el ridículo, sobreprotegiendo a mi hija de casi quince años.

– Es lo más natural.

– No sé si ella opina lo mismo.

Lazarus sonrió, pero no dijo nada.

– ¿Qué sabe usted de él? -preguntó Simone.

– ¿De Ismael?… Bien…, poca cosa… -empezó él-. Me consta que es un buen marinero. Se lo tiene por un joven introvertido y poco dado a hacer amigos. Lo cierto es que yo tampoco estoy muy versado en los asuntos de la vida local… Pero no creo que tenga que preocuparse.

El sonido de las voces trepaba hasta su ventana como la pira de humo de un cigarrillo mal apagado, caprichosa y sinuosamente; ignorarlo era imposible. El murmullo del mar apenas enmascaraba las palabras de Lazarus y su madre, abajo, en el porche, aunque, por un instante, Dorian habría deseado que lo hiciera y que aquella conversación jamás hubiese llegado a sus oídos. Había algo que lo inquietaba en cada inflexión, en cada frase. Algo indefinible, una presencia invisible que parecía impregnar cada giro de la conversación.

Tal vez fuese la idea de escuchar a su madre charlar plácidamente con un hombre que no era su padre, aunque ese hombre fuese Lazarus, a quien Dorian tenía por amigo. Quizá fuese el color de intimidad que parecía teñir las palabras entre ambos. Quizá, se dijo por fin Dorian, eran tan sólo celos y una estúpida obstinación por pretender que su madre no podía volver a disfrutar de una conversación de tú a tú con otro hombre adulto. Yeso era egoísta. Egoísta e injusto. Al fin y al cabo, Simone, además de su madre, era una mujer de carne y hueso, necesitada de amistad y de la compañía de alguien más que de sus hijos. Cualquier libro que se preciase lo dejaba bien claro. Dorian repasó el aspecto teórico de ese razonamiento. A ese nivel, todo le parecía perfecto. La práctica, sin embargo, era otra cuestión.

Tímidamente, sin encender la luz de su habitación, Dorian se aproximó a la ventana y echó un vistazo furtivo hacia el porche. «Egoísta y, encima, espía», pareció susurrar una voz en su interior. Desde el cómodo anonimato de las sombras, Dorian observó la sombra de su madre proyectada sobre el suelo del porche. Lazarus, de pie, miraba el mar, negro e impenetrable. Dorian tragó saliva. La brisa agitó las cortinas que lo ocultaban y el chico dio un paso atrás instintivamente. La voz de su madre pronunció algunas palabras ininteligibles. No era asunto suyo, concluyó, avergonzado de haber estado espiando en secreto.

El muchacho estaba a punto de alejarse suavemente de su ventana cuando advirtió un movimiento en la penumbra por el rabillo del ojo. Dorian se volvió en seco, sintiendo cómo todos los cabellos de la nuca se le erizaban. La habitación estaba sumida en la oscuridad, apenas rasgada por retales de claridad azul que se filtraban entre las cortinas ondulantes. Lentamente, su mano palpó la mesilla de noche en busca del interruptor de la lámpara. La madera estaba fría. Sus dedos tardaron un par de segundos en dar con el botón. Dorian presionó el interruptor. La espiral metálica del interior de la bombilla prendió en una llama fugaz y se extinguió con un suspiro. El destello vaporoso lo cegó por un instante. Luego, la oscuridad se hizo más densa, como un profundo pozo de agua negra.

«La bombilla se ha fundido -se dijo-o Algo común. El metal con el que se forja la espiral de la resistencia, wolframio, tiene una vida limitada.» En la escuela le habían explicado eso.

Todos estos pensamientos tranquilizadores se desvanecieron cuando Dorian advirtió de nuevo aquel movimiento entre las sombras. Más concretamente, de las sombras.

Sintió una oleada de frío al comprobar que una forma parecía moverse en la oscuridad, frente a él.

La silueta, negra y opaca, se detuvo en el centro de la estancia. «Me está observando», murmuró la voz interna en su mente. La sombra pareció avanzar entre la oscuridad y Dorian comprobó que no era el suelo lo que se movía, sino sus rodillas, que temblaban de puro terror ante aquella forma espectral de negrura que se acercaba paso a paso.

Dorían retrocedió unos pasos hasta que la escasa claridad que penetraba por la ventana lo envolvió en un halo de luz. La sombra se detuvo en el umbral de la tiniebla. El chico sintió que sus dientes pugnaban por rechinar, pero presionó la mandíbula con fuerza y reprimió sus deseos de cerrar los ojos. De pronto, alguien pareció pronunciar unas palabras. Tardó unos segundos en comprobar que era él mismo quien estaba hablando. Con tono firme y sin rastro de temor.

– Fuera de aquí -murmuró Dorian en dirección a las sombras-. He dicho fuera.

Un sonido escalofriante llegó hasta sus oídos, un sonido que parecía el eco de una risa lejana, cruel y maléfica. En aquel instante, las facciones de aquella sombra asomaron entre la penumbra como un espejismo de aguas de obsidiana. Negras. Demoníacas.

– Fuera de aquí -se oyó decir a sí mismo.

La forma de vapor negro se desvaneció ante sus ojos y la sombra cruzó la habitación a toda velocidad, como una nube de gas candente, hasta la puerta. Una vez allí la silueta formó una espiral fantasmagórica que se filtró a través del orificio de la cerradura, un tornado de tinieblas succionado por una fuerza invisible.

Sólo entonces la resistencia de la bombilla prendió de nuevo y, esta vez, la cálida luz bañó la habitación. El impacto súbito de la luz eléctrica le arrancó un alarido de pánico que se ahogó en su garganta. Sus ojos recorrieron cada rincón de la estancia, pero no quedaba rastro de la aparición que había creído ver segundos antes.

Dorian respiró profundamente y se dirigió hacia la puerta. Posó la mano sobre el pomo. El metal estaba frío como el hielo. Armándose de determinación, la abrió y estudió las sombras del pasillo. Nada.

Suavemente, cerró de nuevo la puerta de su habitación y volvió hasta la ventana. Abajo, en el porche, Lazarus se despedía de su madre. Justo antes de partir, el fabricante de juguetes se inclinó y la besó en la mejilla. Un beso breve, casi un roce. Dorian sintió que el estómago se le encogía hasta el tamaño de un guisante. Un instante después, desde las sombras, el hombre alzó la mirada y le sonrió. La sangre se le heló en las venas.

El fabricante de juguetes se alejó lentamente rumbo al bosque, bajo la luz de la luna y, por más que Dorian lo intentó, fue incapaz de ver dónde se reflejaba la sombra de Lazarus. Poco después, la oscuridad lo engulló.

Tras atravesar un largo corredor que comunicaba la fábrica de juguetes con la mansión, Ismael e Irene se adentraron en las entrañas de Cravenmoore. Bajo el manto de la noche, la morada de Lazarus parecía un palacio de tinieblas, cuyas galerías, pobladas por decenas de criaturas mecánicas, se extendían hacia la oscuridad en todas las direcciones. La luz central que coronaba la escalinata en espiral en el centro de la mansión esparcía una lluvia de reflejos púrpuras, dorados y azules que reverberaban hacia el interior de Cravenmoore, como burbujas escapadas de un caleidoscopio.

A los ojos de Irene, las siluetas aletargadas de los autómatas y los rostros inanimados sobre los muros sugerían un extraño encantamiento que hubiese apresado las almas de decenas de antiguos habitantes de la mansión. Ismael, más prosaico, no veía en ellas más que el reflejo de la mente laberíntica e insondable que los había creado. Y ello no lo tranqui1izaba en absoluto; al contrario, a medida que se aventuraban en los dominios privados de Lazarus Jann, la presencia invisible del fabricante de juguetes parecía más intensa que nunca. Su personalidad estaba en cada recóndito detalle de aquella barroca construcción: desde el techo, tramado en una bóveda de frescos que mostraban escenas de cuentos célebres, hasta el suelo que pisaban, un interminable tablero de ajedrez que formaba una red hipnótica y engañaba a la vista con un extravagante efecto óptico de profundidad infinita. Caminar por Cravenmoore era como adentrarse en un sueño embriagador y a la vez aterrador.

Ismael se detuvo al pie de una de la escalera e inspeccionó cuidadosamente el recorrido en espiral que se perdía en las alturas. Mientras lo hacía, Irene advirtió que el rostro de uno de los relojes mecánicos de Lazarus en forma de sol abría los ojos y les sonreía. Al tiempo que la manecilla de las horas alcanzaba la vertical de la medianoche, la esfera giró sobre sí misma y el sol dio paso a una luna que irradiaba una luz espectral. Los ojos oscuros y brillantes de la luna giraban de un lado a otro lentamente.

– Vayamos arriba -murmuró Ismael-. La habitación de Hannah estaba en el segundo piso. -Aquí hay decenas de habitaciones, Ismael. ¿Cómo sabremos cuál era la suya?

– Hannah me contó que su habitación estaba en el extremo de un corredor, de cara a la bahía.

Irene asintió, pese a que aquélla le parecía poca aclaración. El muchacho parecía tan abrumado por la atmósfera del lugar como ella, pero no lo admitiría ni en cien años. Ambos echaron un último vistazo al reloj.

– Ya es medianoche. Lazarus volverá pronto -dijo Irene.

– Andando.

La escalera ascendía en una espiral bizantina que parecía desafiar la ley de la gravedad, arqueándose progresivamente como los conductos de acceso a la cúpula de una gran catedral. Tras un vertiginoso ascenso, rebasaron la entrada al primer piso. Ismael aferró la mano de Irene y siguió subiendo. La curvatura de los muros se hacía más pronunciada ahora, y el trayecto se transformaba paulatinamente en un esófago claustrofóbico horadado en la piedra.

– Sólo un poco más -dijo el chico, leyendo el angustioso silencio de Irene.

Una eternidad más tarde -en realidad, unos treinta segundos-, ambos pudieron escapar de aquel asfixiante conducto y alcanzar la puerta de acceso a la segunda planta de Cravenmoore. Frente a ellos se extendía el corredor principal del ala este. Una jauría de figuras petrificadas acechaba en las sombras.

– Sería conveniente que nos separásemos -apuntó Ismael.

– Sabía que dirías eso.

– A cambio, escoge tú qué extremo quieres explorar -ofreció Ismael, tratando de bromear.

Irene dirigió una mirada en ambas direcciones.

Hacia el este se distinguían los cuerpos de tres figuras encapuchadas en torno a una enorme marmita: brujas. La muchacha señaló en la dirección opuesta.

– Hacia allí.

– Son sólo máquinas, Irene -dijo Ismael-.

No tienen vida. Simples juguetes.

– Dímelo por la mañana.

– Está bien, yo exploraré esta parte. Nos encontraremos aquí dentro de quince minutos. Si no hemos encontrado nada, mala suerte. Nos largamos -concedió-. Lo prometo.

Ella asintió. Ismaelle tendió su caja de fósforos. -Por si acaso.

Irene la guardó en el bolsillo de su chaqueta y dirigió una última mirada a Ismael. El muchacho se inclinó y la besó ligeramente en los labios. -Buena suerte -murmuró.

Antes de que pudiera responderle, él se alejó hacia el extremo del corredor enterrado en la negrura. «Buena suerte», pensó Irene.

El eco de los pasos del chico se perdió a su espalda. La muchacha respiró profundamente y se encaminó rumbo al otro extremo de la galería que atravesaba el eje central de la mansión. El corredor se bifurcaba al llegar a la escalinata central. Irene se asomó levemente al abismo que descendía hasta la planta baja. Un haz de luz descompuesta caía en vertical desde una especie de linterna ubicada en la cúspide trazando un arco iris que arañaba las tinieblas.

Desde aquel punto, la galería se adentraba en dos direcciones: hacia el sur y hacia el oeste. El ala oeste era la única que tenía vistas a la bahía. Sin dudarlo un instante, Irené se internó en el largo pasillo, dejando tras de sí la reconfortante claridad que emanaba de la linterna. Súbitamente, la muchacha advirtió que un velo semitransparente cruzaba el pasillo, apenas una cortinilla de gasa más allá de la cual el corredor adquiría una fisonomía ostensiblemente diferente de la del resto de la galería. No se veía la silueta de ninguna figura más acechando en la sombra. Una letra aparecía bordada sobre la corona que sostenía la cortina divisoria. Una inicial:

A

Irene separó con los dedos el velo de la cortina y cruzó aquella extraña frontera que parecía dividir en dos el ala oeste. Un frío aliento invisible le acarició el rostro y por primera vez la muchacha vislumbró que los muros estaban recubiertos por una compleja maraña de relieves labrados sobre la madera. Sólo tres puertas podían verse desde allí. Dos a ambos lados del corredor y una tercera, la mayor de las tres, situada en el extremo y marcada con la inicial que había visto sobre la cortina a sus espaldas.

Irene se encaminó lentamente hacia aquella puerta. Los relieves a su alrededor mostraban escenas incomprensibles que personificaban extrañas criaturas. Cada una de ellas, a su vez, se yuxtaponía con otras, creando un océano de jeroglíficos cuyo significado se le escapaba completamente. Para cuando Irene llegó a la puerta del extremo, la noción de que era improbable que Hannah hubiese ocupado una estancia en aquel lugar ya había tomado forma en su mente. El embrujo de aquel espacio, sin embargo, podía más que la siniestra atmósfera de santuario prohibido que allí se respiraba. Una intensa presencia parecía flotar en el aire. Una presencia casi palpable.

Irene sintió que el pulso se le aceleraba y posó su mano temblorosa sobre el pomo de la puerta. Algo la detuvo. Un presentimiento. Aún estaba a tiempo de volver atrás, de reunirse de nuevo con Ismael y escapar de aquella casa antes de que Lazarus advirtiese su incursión. El pomo giró suavemente bajo sus dedos, resbalando sobre la piel. Irene cerró los ojos. No tenía por qué entrar allí. Le bastaba con rehacer sus pasos. No tenía por qué ceder a aquella atmósfera irreal, de ensueño, que le susurraba que abriese la puerta y cruzase el umbral sin retorno. La muchacha abrió los ojos.

El corredor ofrecía el camino de regreso entre las tinieblas. Irene suspiró y, por un instante, sus ojos se perdieron en los reflejos que teñían la cortina de gasa. Fue entonces cuando aquella silueta oscura se recortó tras la cortina y se detuvo al otro lado.

– ¿Ismael? -murmuró Irene.

La silueta permaneció allí por espacio de unos instantes y, después, sin producir sonido alguno, se retiró de nuevo a las sombras.

– Ismael, ¿eres tú? -preguntó de nuevo.

El lento veneno del pánico había empezado a insuflarse en sus venas. Sin apartar la mirada de aquel punto, abrió la puerta de la habitación y penetró en el interior, cerrando a su espalda. Por un segundo, la luz de zafiro que se filtraba desde los grandes ventanales, altos y estrechos, la cegó. Luego, mientras sus pupilas se aclimataban a la luminosidad evanescente de la cámara, Irene atinó a encender, con manos temblorosas, uno de los fósforos que Ismael le había proporcionado. La lumbre cobriza de la llama la ayudó a desvelar una suntuosa sala palaciega, cuyo lujo y esplendor parecían escapados de las páginas de una fábula.

El techo, coronado por un artesonado laberíntico, dibujaba un remolino barroco en torno al centro de la estancia. En un extremo, un suntuoso palanquín del que pendían largos velos dorados albergaba un lecho. En el centro de la habitación una mesa de mármol sostenía un gran tablero de ajedrez, cuyas piezas estaban labradas en cristal. En el otro extremo, Irene descubrió otra fuente de luz que contribuía a configurar esa atmósfera irisada: las fauces cavernosas de un hogar donde ardían gruesos troncos en brasa pura. Encima, se alzaba un gran retrato. Un rostro blanco y dotado de las facciones más delicadas que puedan imaginarse en un ser humano rodeaba los ojos profundos y tristes de una mujer de conmovedora belleza. La dama del retrato aparecía enfundada en un largo atuendo blanco y tras ella podía distinguirse el islote del faro en la bahía.

Irene se acercó lentamente hasta el pie del retrato, sosteniendo en alto el fósforo encendido hasta que la llama le quemó los dedos. Lamiéndose la quemadura, la joven distinguió un portavelas sobre un escritorio. No lo necesitaba estrictamente, pero encendió la vela con otro fósforo. La llama irradió de nuevo un vaho de claridad en torno a ella. Sobre el escritorio, un libro de piel aparecía abierto por la mitad.

Los ojos de Irene reconocieron la caligrafía que le era tan familiar sobre el papel apergaminado y cubierto por una capa de polvo que apenas permitía leer las palabras escritas en la página. La muchacha sopló levemente y una nube de miles de partículas brillantes se esparció sobre la mesa. Cogió el libro en sus manos y pasó las páginas hasta llegar a la primera. Acercó el tomo a la luz y dejó que sus ojos leyesen las palabras impresas en letras plateadas. Lentamente, a medida que su mente comprendía lo que todo aquello significaba, un intenso escalofrío se le clavó como una aguja helada en la base de la nuca.

Alexandra Alma Maltisse

Lazarus Joseph Jann

1915

Una brizna de madera encendida chasqueó entre el fuego, escupiendo pequeñas chispas que se desvanecieron al contacto con el suelo. Irene cerró el libro y lo depositó sobre el escritorio. Fue entonces cuando advirtió que, en el otro extremo de la estancia, tras el velo que ondeaba en el palanquín que rodeaba el lecho, alguien la observaba. Una silueta esbelta yacía tendida sobre la cama. Una mujer. Irene avanzó unos pasos hacia ella. La mujer alzó una mano.

– ¿Alma? -susurró Irene, aterrada por el sonido de su propia voz…

La muchacha recorrió los metros que la separaban del lecho y se detuvo al otro lado. El corazón le batía con fuerza y respiraba entrecortadamente.

Despacio, empezó a separar los cortinajes. En aquel instante, una fría ráfaga de aire cruzó la estancia y agitó los velos suspendidos. Irene se volvió a mirar a la puerta. Una sombra se extendía sobre el suelo, como un gran charco de tinta esparciéndose bajo la puerta. Un sonido fantasmal, una voz lejana y llena de odio, pareció susurrar algo desde la oscuridad.

Un instante después, la puerta se abrió con una fuerza incontenible y golpeó contra el interior de la habitación, prácticamente arrancando los goznes que la sujetaban. Cuando la garra de uñas afiladas como largas cuchillas de acero emergió de las sombras, Irene gritó hasta donde le llegó la voz.

Ismael empezaba a pensar que había cometido algún error al tratar de ubicar mentalmente la habitación de Hannah. Cuando ella le había descrito la casa, el muchacho había trazado su propio plano de Cravenmoore. Una vez en el interior, sin embargo, la estructura laberíntica de la mansión se le antojaba indescifrable. Todas las habitaciones del ala que había decidido explorar estaban cerradas a cal y canto. Ni una sola de las cerraduras había cedido a sus artes, y el reloj no parecía mostrar compasión alguna para con su completo fracaso.

Los quince minutos acordados se habían evaporado en vano, y la idea de abandonar la búsqueda por aquella noche empezaba a resultarle tentadora. Un simple vistazo al lúgubre decorado de aquel lugar le sugería mil y una excusas con tal de escapar de él. Ya había tomado la decisión de abandonar la mansión cuando oyó el grito de Irene, apenas un hilo de voz atravesando las tinieblas de Cravenmoore desde algún lugar recóndito. El eco se esparció en varias direcciones. Ismael sintió la punzada de adrenalina quemándole las venas y se lanzó tan de prisa como sus piernas se lo permitieron hacia el otro extremo de aquella monumental galería.

Sus ojos apenas se detuvieron en el siniestro túnel de formas tenebrosas que se deslizaba a su alrededor. Cruzó bajo el halo espectral de la linterna en la cúspide y rebasó la encrucijada de galerías en torno a la escalinata central. El entramado de baldosas del suelo parecía extenderse bajo sus pies, y la vertiginosa fuga del pasillo se alargaba frente a sus ojos como un corredor que cabalgase hacia el infinito.

Los gritos de Irene llegaron de nuevo a sus oídos, esta vez más cercanos. Ismael atravesó el umbral de cortinajes transparentes y por fin detectó la entrada a la cámara del extremo del ala oeste. Sin pensarlo un segundo, el muchacho se lanzó al interior, desconocedor de lo que lo esperaba allí dentro.

La fisonomía velada de una monumental habitación se desplegó ante sus ojos a la luz de las brasas que chispeaban en el fuego. La silueta de Irene, recortada contra un amplio ventanal bañado en luz azul, lo reconfortó por un instante, pero pronto pudo leer el terror ciego en los ojos de la muchacha. Ismael se volvió instintivamente y la visión que descubrió frente a sí le nubló la mente, paralizándolo como hubiese hecho la danza hipnótica de una serpiente.

Alzándose de entre las sombras, una titánica silueta desplegó dos grandes alas negras, las alas de un murciélago. O de un demonio.

El ángel extendió dos largos brazos, coronados por dos garras, a su vez formadas por dedos largos y oscuros, y el filo acerado de sus uñas brilló frente a su rostro, velado por una capucha.

Ismael retrocedió un paso en dirección al fuego y el ángel alzó el rostro, desvelando sus facciones a la claridad de las llamas. Había algo más en aquella siniestra figura que una simple máquina. Algo se había refugiado en su interior, convirtiéndola en un títere infernal, una presencia palpable y maléfica. El muchacho luchó por no cerrar los ojos y agarró el extremo intacto de un tronco medio reducido a brasas. Blandiendo el tronco encendido frente al ángel, señaló la puerta de la habitación.

– Ve hacia la puerta lentamente -le murmuró a Irene.

La muchacha, paralizada por el pánico, ignoró sus palabras.

– Haz lo que te he dicho -ordenó Ismael enérgicamente.

El tono de su voz despertó a Irene. Asintió temblando e inició su camino en dirección a la puerta. Apenas había recorrido un par de metros cuando el rostro del ángel se volvió hacia ella como un depredador atento y paciente. Irene sintió sus pies fundirse con el suelo.

– No lo mires y sigue andando -indicó Ismael, sin cesar de blandir el tronco frente al ángel.

Irene dio un paso más. La criatura ladeó la cabeza hacia ella y la joven dejó escapar un gemido.

Ismael, aprovechando la distracción, golpeó con el tronco al ángel en un lado de la cabeza. El impacto levantó una lluvia de briznas encendidas. Antes de que pudiese retirar el tronco, una de las garras aferró el madero y unas uñas de cinco centímetros, poderosas como cuchillos de caza, lo hicieron añicos ante sus ojos. El ángel dio un paso hacia Ismael. El muchacho pudo sentir la vibración sobre el piso bajo el peso de su oponente.

– Eres sólo una maldita máquina. Un maldito montón de hojalata… -murmuró, tratando de borrar de su mente el efecto aterrador de aquellos dos ojos escarlatas que asomaban bajo la capucha del ángel.

Las pupilas demoníacas de la criatura se redujeron lentamente hasta formar un filamento sangrante sobre córneas de obsidiana, emulando los ojos de un gran felino. El ángel dio otro paso hacia él. Ismael echó un rápido vistazo en dirección a la puerta. Mediaban más de ocho metros hasta ella. No tenía escapatoria posible, pero Irene sí.

– Cuando te lo diga, echa a correr hacia la puerta y no pares hasta que estés fuera de la casa.

– ¿Qué estás diciendo?

– No discutas ahora -protestó Ismael, sin apartar los ojos de la criatura-. ¡Corre!

El muchacho estaba calculando mentalmente el tiempo que podía tardar en correr hasta la ventana y tratar de escapar por los riscos de la fachada cuando sucedió lo inesperado. Irene, en vez de dirigirse hacia la puerta y huir, asió un madero encendido del fuego y se encaró con el ángel.

– Mírame, mal nacido -gritó, prendiendo la capa que cubría al ángel con las llamas del tronco y arrancando un alarido de rabia a la sombra que se ocultaba en su interior.

Ismael, atónito, se lanzó hacia Irene y llegó justo a tiempo de derribarla sobre el suelo, antes de que las cinco cuchillas de la garra la rebanasen en el aire. La capa del ángel se transformó en un manto de llamas y la colosal silueta de la criatura se tornó en una espiral de fuego. Ismael agarró a Irene del brazo y la incorporó. Juntos trataron de correr hacia la salida, pero el ángel se interpuso en su camino tras arrancarse la capa de fuego que lo enmascaraba. Una estructura de acero ennegrecido afloró bajo las llamas.

Ismael, sin soltar a la chica ni un segundo (en previsión de nuevas intentonas de heroísmo), la arrastró hasta la ventana y lanzó una de las sillas contra el cristal. Una lluvia de cristales estalló sobre ellos y el frío viento de la noche impulsó los cortinajes hasta el techo. Sentían los pasos del ángel avanzando hacia ellos a su espalda.

– ¡Rápido! ¡Salta a la cornisa! -gritó el muchacho.

– ¿Qué? -gimió una incrédula Irene.

Sin entretenerse en razonar, él la empujó hasta el exterior. La muchacha cruzó las fauces abiertas en el cristal y se encontró con una caída en vertical de casi cuarenta metros. El corazón le dio un vuelco, convencida de que en décimas de segundo su cuerpo se precipitaría al vacío. Ismael, sin embargo, no aflojó su presa ni un ápice y de un tirón la aupó de nuevo sobre la estrecha cornisa que bordeaba la fachada, como un pasillo entre las nubes. Él saltó tras ella y la empujó hacia adelante. El viento le heló el sudor que le caía por el rostro.

– ¡No mires abajo! -gritó.

Habían avanzado apenas un metro justo cuando la garra del ángel asomó por la ventana a su espalda; sus uñas arrancaron una lluvia de chispas sobre la roca, horadando cuatro cicatrices en la piedra. Irene gritó al sentir que sus pies temblaban sobre la cornisa y su cuerpo parecía balancearse peligrosamente hacia el vacío.

– No puedo seguir, Ismael-anunció-. Si doy un paso más, me caeré.

– Puedes. Y lo harás. Andando -la urgió él, aferrándola de la mano con fuerza-. Si te caes, nos caemos los dos.

La muchacha trató de sonreírle. De pronto, un par de metros más adelante, una de las ventanas explotó violentamente y proyectó mil pedazos de vidrio hacia el exterior. Las garras del ángel asomaron por ella y, un instante después, todo el cuerpo de la criatura se adhirió a la fachada como una araña.

– Dios mío… -gimió Irene.

Ismael intentó retroceder, tirando de ella. El ángel reptó sobre la piedra; su silueta se confundía casi con los rostros diabólicos de las gárgolas que apuntalaban el friso superior de la fachada de Cravenmoore.

La mente del chico examinó el campo visual que se abría ante ellos a toda velocidad. La criatura avanzaba palmo a palmo en su dirección. -Ismael…

– ¡Ya lo sé, ya lo sé!

El muchacho calculó las posibilidades que tenían de sobrevivir a un salto desde aquella altura. Cero, siendo generoso. La alternativa de volver a entrar en la habitación requería demasiado tiempo. En el intervalo que tardasen en rehacer sus pasos sobre la cornisa, el ángel estaría sobre ellos. Sabía que le quedaban apenas unos segundos para tomar la decisión, fuera cual fuese. La mano de Irene se aferró con fuerza a la suya; estaba temblando. El chico dirigió una última mirada al ángel, que reptaba hacia ellos lenta pero inexorablemente. Tragó saliva y miró en dirección contraria. El sistema de canalización del desagüe descendía junto a la fachada a sus pies. La mitad de su cerebro se estaba preguntando si aquella estructura podría soportar el peso de dos personas, mientras la otra mitad estaba tramando el modo de asirse a aquella gruesa cañería, su última oportunidad.

– Agárrate fuerte a mí -murmuró por fin. Irene lo miró; luego miró hacia el suelo, un abismo, y leyó su pensamiento. -¡Ay, Dios mío!

Ismaelle guiñó un ojo. -Buena suerte -susurró.

La garra del ángel se clavó a cuatro centímetros de su rostro. Irene gritó y se aferró a Ismael, cerrando los ojos. Estaban cayendo en un descenso vertiginoso. Cuando la muchacha volvió a abrirlos, ambos estaban suspendidos en el vacío. Ismael descendía por el canal de desagüe prácticamente sin poder frenar su trayectoria. El estómago se le subió a la garganta. Sobre ellos, el ángel golpeó la cañería, aplastándola contra la fachada. Ismael notó que el roce le arrancaba la piel de las manos y los antebrazos sin piedad, produciendo una quemazón que, al cabo de pocos segundos, habría de convertirse en un dolor agudo. El ángel reptó hacia ellos y trató de agarrar el canalón… Su propio peso lo arrancó de la pared.

y la masa metálica de la criatura se precipitó al vacío, arrastrando tras de sí toda la cañería. Ésta, con Ismael e Irene, trazó un arco en el aire hacia el suelo. El muchacho luchó por no perder el control, pero el dolor y la velocidad a la que caían pudieron más que sus esfuerzos.

La cañería resbaló entre sus brazos y ambos se vieron cayendo sobre el gran estanque que bordeaba el ala oeste de Cravenmoore. El impacto sobre la lámina helada de agua negra los golpeó con rabia. La inercia de la caída los propulsó hasta el fondo resbaladizo de la laguna. Irene sintió que el agua helada le penetraba por las fosas nasales y le quemaba la garganta. Una oleada de pánico la asaltó. Abrió los ojos bajo el agua y sólo vio un pozo de negrura entre el escozor. Una silueta apareció a su lado: Ismael. El muchacho la agarró y la llevó a la superficie. Ambos emergieron al aire libre con una exhalación.

– De prisa -urgió Ismael.

Irene advirtió marcas y heridas en sus manos y sus brazos.

– No es nada -mintió el muchacho, saltando fuera del estanque.

Ella lo siguió. Sus ropas estaban empapadas y el frío de la noche las adhería a su cuerpo simulando un doloroso manto de escarcha sobre la piel. Ismael escrutó las sombras a su alrededor.

– ¿Dónde está? -preguntó Irene.

– Tal vez el impacto de la caída lo ha…

Algo se movió entre los arbustos. En seguida reconocieron los dos ojos escarlatas. El ángel seguía allí y, fuera lo que fuese lo que guiaba sus movimientos, no estaba dispuesto a dejarlos escapar con vida.

– ¡Corre!

Ambos se precipitaron a toda velocidad hacia el umbral del bosque. Sus ropas empapadas dificultaban la marcha, y el frío empezaba a calar sus huesos. El sonido del ángel entre la maleza llegó hasta ellos. Ismael tiró con fuerza de la chica, dirigiéndose hacia la zona más profunda del bosque, donde la niebla se espesaba.

– ¿Adónde vamos? -gimió Irene, consciente de que estaban internándose en una parte del bosque que le era desconocida.

Ismael no se molestó en contestar y se limitó a tirar de ella desesperadamente. Irene sintió la maleza desgarrándole la piel de los tobillos y el peso de la fatiga consumiéndole los músculos. No podía mantener aquel ritmo mucho más. En cuestión de segundos, la criatura los alcanzaría en las entrañas del bosque y los despedazaría con sus garras.

– No puedo seguir…

– ¡Sí puedes!

El muchacho la estaba arrastrando. La cabeza le daba vueltas y podía oír las ramas rotas crujiendo a sus espaldas, a escasos metros de ellos. Por un instante pensó que iba a desvanecerse, pero una punzada de dolor en la pierna la devolvió a una dolorosa conciencia. Una de las garras del ángel había emergido de entre los arbustos y le había abierto un corte en el muslo. La chica gritó. El rostro de la criatura surgió tras ellos. Irene intentó cerrar los ojos, pero no pudo apartar la mirada de aquel infernal depredador.

En aquel momento, la entrada de una gruta disimulada en la maleza apareció frente a ellos. Ismael se lanzó hacia el interior, arrastrándola consigo. Luego éste era el lugar hacia el que la estaba llevando. Una cueva. ¿Acaso Ismael creía que el ángel no dudaría en darles caza allí? Por toda respuesta, Irene oyó el sonido de las garras arañando las paredes de roca de la gruta. Ismael la arrastró a través del angosto túnel hasta detenerse junto a un orificio en el suelo, un agujero en el vacío. Un frío viento impregnado de salitre emanaba del interior. Un rumor intenso rugía más allá, en la oscuridad. Agua. El mar.

– ¡Salta! -le ordenó el chico.

Irene observó el orificio negro. A sus ojos, una entrada directa al infierno resultaba más apetecible. -¿Qué hay ahí abajo?

Ismael suspiró, agotado. Los pasos del ángel sonaban próximos. Muy próximos.

– Es una entrada a la Cueva de los Murciélagos.

– ¿Ésta es la segunda entrada? ¡Dijiste que era peligrosa!

– No tenemos elección…

Las miradas de ambos se encontraron en la penumbra. Dos metros más allá, el ángel negro hizo crujir sus garras. Ismael asintió. La chica tomó su mano y, cerrando los ojos, saltó al vacío. El ángel se lanzó tras ellos y atravesó la entrada a la gruta, cayendo hacia el interior de la caverna.

El descenso a través de la oscuridad se hizo infinito. Cuando finalmente sus cuerpos se sumergieron en el mar, una punzada de frío se filtró por cada poro de su piel, mordiente. Al emerger a la superficie, apenas un hilo de claridad se filtraba desde el agujero en la cúspide de la gruta. El vaivén de la marea los impulsaba contra unos muros de roca afilada.

– ¿Dónde está? -preguntó Irene, luchando por contener el temblor que le provocaba la gélida temperatura del agua.

Durante unos segundos, ambos se abrazaron en silencio, esperando que en cualquier momento aquella invención infernal emergiese de las aguas y pusiera fin a sus vidas en la oscuridad de aquella caverna. Pero ese momento nunca llegó. Ismael fue el primero en advertirlo.

Los ojos escarlatas del ángel brillaban con intensidad en el fondo de la gruta. El enorme peso de la criatura le impedía emerger a flote. Un rugido de ira llegó hasta ellos a través de las aguas. Aquella presencia que manipulaba el ángel se retorcía de rabia al comprobar que su títere asesino había caído en una trampa que lo hacía inservible. Aquella masa de metal jamás conseguiría llegar a la superficie. Estaba condenado a permanecer en el fondo de la cueva hasta que el mar lo transformase en un montón de chatarra oxidada.

Los muchachos se quedaron allí, observando cómo el brillo de aquellos dos ojos palidecía y se desvanecía bajo las aguas para siempre. Ismael dejó escapar un suspiro de alivio. Irene lloró en silencio.

– Se acabó -murmuraba temblando la muchacha-. Se acabó.

– No -dijo Ismael-. Eso no era más que una máquina, sin vida ni voluntad. Algo la movía desde el interior. Lo que ha intentado matarnos sigue ahí…

– Pero ¿qué es?

– No lo sé…

En aquel momento, una explosión se produjo en el fondo de la caverna. Una nube de burbujas negras emergió a la superficie, fundiéndose en un espectro negro que reptó sobre las paredes de roca hacia la entrada en la cúspide de la gruta. La sombra se detuvo y los observó desde allí.

– ¿Se marcha? -preguntó Irene, aterrada.

Una risa cruel y envenenada inundó la gruta. Ismael negó lentamente con la cabeza.

– Nos deja aquí… -dijo el muchacho-, para que la marea haga el resto…

La sombra escapó a través de la entrada a la cueva.

Ismael suspiró y condujo a Irene hasta una pequeña roca que emergía a la superficie y ofrecía el espacio justo para ambos. La aupó hasta la roca y la rodeó con los brazos. Temblaban de frío y estaban heridos, pero por unos minutos se limitaron a tenderse sobre la roca y respirar profundamente, en si1encio. En algún momento, Ismael advirtió que el agua parecía rozarle los pies de nuevo, y comprendió que la marea estaba subiendo. No era aquel ser que los perseguía quien había caído en la trampa, sino ellos mismos…

La sombra los había abandonado a merced de una muerte lenta y terrible.

Загрузка...