El velero de Ismael afloró puntualmente entre el velo de calima que acariciaba la superficie de la bahía. Irene y su madre, tranquilamente sentadas en el porche, degustando una taza de café con leche, intercambiaron una mirada.
– No hace falta que te diga… -empezó Simone.
– No hace falta que lo digas -respondió Irene.
– ¿Cuándo fue la última vez que tú y yo hablamos de los hombres? -preguntó su madre. -Cuando cumplí los siete años y nuestro vecino Claude me convenció para que le diese mi falda a cambio de sus pantalones.
– Menuda pieza.
– Tenía sólo cinco años, mamá.
– Si son así a los cinco, imagínate a los quince.
– Dieciséis.
Simone suspiró. Dieciséis años, Dios mío. Su hija planeaba fugarse con un viejo lobo de mar. -Entonces estamos hablando de un adulto.
– Sólo es un año y pico mayor que yo. ¿Dónde me deja eso a mí?
– Tú eres una cría.
Irene sonrió pacientemente a su madre. Simone Sauvelle no tenía futuro como sargento. -Tranquila, mamá. Sé lo que hago.
– Eso es lo que me da miedo.
El velero cruzó la pequeña bocana de la cala. Ismael lanzó un saludo desde el bote. Simone observaba al muchacho con una ceja alzada en señal de alerta.
– ¿Por qué no sube y me lo presentas?
– Mamá…
Simone asintió. De todos modos, no albergaba esperanzas de que semejante ardid diese fruto. -¿Hay algo que tenga que decirte? -ofreció Simone, en franca retirada.
Irene le propinó un beso en la mejilla. -Deséame un buen día.
Sin esperar respuesta, Irene corrió hasta el embarcadero. Simone contempló cómo su hija tomaba la mano de aquel extraño (que, para sus suspicaces ojos, de muchacho tenía poco) y saltaba a bordo de su velero. Cuando Irene se volvió a saludada, su madre forzó una sonrisa y devolvió el saludo. Los vio partir rumbo a la bahía bajo un sol resplandeciente y tranquilizador. Sobre la baranda del porche, una gaviota, tal vez otra madre en crisis, la observaba con resignación.
– No es justo -le dijo a la gaviota-. Cuando nacen, nadie te explica que acabarán haciendo lo mismo que tú a su edad.
El ave, ajena a tales consideraciones, siguió el ejemplo de Irene y echó a volar. Simone sonrió ante su propia ingenuidad y se dispuso a volver a Cravenmoore. El trabajo todo lo cura, se dijo.
En algún momento de la travesía, la orilla lejana se transformó en apenas una línea blanca tendida entre la tierra y el cielo. El viento del este impulsaba las velas del Kyaneos y la proa del velero se abría camino sobre un manto cristalino de reflejos esmeraldas a través del cual podía entreverse el fondo. Irene, cuya única experiencia previa a bordo de un barco había sido la breve travesía de días atrás, contemplaba boquiabierta la hipnótica belleza de la bahía desde aquella nueva perspectiva. La Casa del Cabo se había reducido a una muesca blanca entre las rocas, y las fachadas de colores vivos del pueblo parpadeaban entre los reflejos que ascendían del mar. A lo lejos, la cola de una tormenta cabalgaba hacia el horizonte. Irene cerró los ojos y escuchó el sonido del mar a su alrededor. Cuando los abrió de nuevo, todo seguía allí. Era real.
Una vez encauzado el rumbo, poco más le quedaba a Ismael que contemplar a Irene, que parecía estar bajo los efectos de un encantamiento marino. Con metodología científica, inició su observación por sus pálidos tobillos, ascendiendo lenta y concienzudamente hasta detenerse en el punto en que la falda velaba con inusitada impertinencia la mitad superior de los muslos de la muchacha. Procedió entonces a evaluar la afortunada distribución de su esbelto torso. Este proceso se prolongó por un espacio indefinido de tiempo hasta que, inesperadamente, sus ojos se posaron sobre los de Irene e Ismael advirtió que su inspección no había pasado desapercibida.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella.
– En el viento -mintió impecablemente Ismael-. Está cambiando y se desplaza hacia el sur. Suele ocurrir cuando hay tormenta. He pensado que te gustaría rodear el cabo primero. La vista es espectacular.
– ¿Qué vista? -preguntó inocentemente Irene. Esta vez no había duda, pensó Ismael; la muchacha le estaba tomando el pelo. Haciendo caso omiso de las ironías de su pasajera, Ismael llevó el velero hasta el vértice de la corriente que bordeaba el arrecife a una milla del cabo. Tan pronto rebasaron la frontera, sus ojos pudieron contemplar la inmensidad de la gran playa desierta y salvaje que se extendía hasta las neblinas que envolvían el monte Saint Michel, un castillo que se alzaba entre la bruma.
– Ésa es la Bahía Negra -explicó Ismael-. La llaman así porque sus aguas son mucho más profundas que en Bahía Azul, que es básicamente un banco de arena de apenas siete u ocho metros de profundidad. Un varadero.
A Irene toda aquella terminología marina le sonaba a mandarín, pero la rara belleza que desprendía aquel paraje le erizaba el vello de la nuca. Su mirada reparó en lo que parecía una oquedad en la roca, unas fauces abiertas al mar.
– Ésa es la laguna -dijo Ismael-. Es corno un óvalo cerrado a la corriente y conectado al mar por una estrecha abertura. Al otro lado está la Cueva de los Murciélagos. Es ese túnel que se adentra en la roca, ¿ves? Al parecer, en 1746 una tormenta empujó un galeón pirata hacia ella. Los restos del barco, y de los piratas, siguen allí.
Irene le dedicó una mirada escéptica. Ismael podía ser un buen capitán, pero en lo relativo a mentir era un simple grumete.
– Es la verdad -matizó Ismael-. Yo voy a bucear a veces. La cueva se adentra en la roca y no tiene fin.
– ¿Me llevarás allí? -preguntó Irene, fingiendo creer la absurda historia del corsario fantasma.
Ismael se sonrojó levemente. Aquello sonaba a continuidad. A compromiso. En una palabra, a peligro.
– Hay murciélagos. De ahí el nombre… -advirtió el chico, incapaz de encontrar un argumento más disuasorio.
– Me encantan los murciélagos. Ratitas voladoras -señaló ella, empeñada en seguir tomándole el pelo.
– Cuando quieras -dijo Ismael, bajando las defensas.
Irene le sonrió cálidamente. Aquella sonrisa desconcertaba totalmente a Ismael. Por unos segundos no recordaba si el viento soplaba del norte o si la quilla era una especialidad de repostería. Y lo peor era que la muchacha parecía advertirlo. Tiempo para un cambio de rumbo. En un golpe de timón, Ismael viró prácticamente en redondo al tiempo que volteaba la vela mayor, escorando el velero hasta que Irene sintió la superficie del mar acariciando su piel. Una lengua de frío. La muchacha gritó entre risas. Ismael le sonrió. Todavía no sabía muy bien qué era lo que había visto en ella, pero estaba seguro de una cosa: no podía quitarle los ojos de encima.
– Rumbo al faro -anunció.
Segundos más tarde, cabalgando sobre la corriente y con la mano invisible del viento a sus espaldas, el Kyaneos se deslizó como una flecha sobre la cresta del arrecife. Ismael sintió cómo Irene aferraba su mano. El velero atronaba como si apenas tocase el agua. Una estela de espuma blanca dibujaba guirnaldas a su paso. Irene miró a Ismael y advirtió que él la contemplaba a su vez. Por un instante, sus ojos se perdieron en los de ella e Irene sintió que el muchacho le apretaba suavemente la mano. El mundo nunca había estado tan lejos.
A media mañana de aquel día, Simone Sauvelle cruzó las puertas de la biblioteca personal de Lazarus Jann, que ocupaba una inmensa sala ovalada en el corazón de Cravenmoore. Un universo infinito de libros ascendía en una espiral babilónica hacia una claraboya de cristal tintado. Miles de mundos desconocidos y misteriosos convergían en aquella infinita catedral de libros. Por unos segundos, Simone contempló boquiabierta la visión, su mirada atrapada en la neblina evanescente que danzaba en ascenso hacia la bóveda. Tardó casi dos minutos en advertir que no estaba sola allí.
Una figura pulcramente trajeada ocupaba un escritorio bajo un rayo de luz que caía en vertical desde la claraboya. Al oír sus pasos, Lazarus se volvió y, cerrando el libro que estaba consultando, un viejo tomo de aspecto centenario encuadernado en piel negra, le sonrió amablemente. Una sonrisa cálida y contagiosa.
– Ah, madame Sauvelle. Bienvenida a mi pequeño refugio -dijo, incorporándose.
– No deseaba interrumpido…
– Al contrario, me alegro de que lo haya hecho -dijo Lazarus-. Quería hablar con usted acerca de un pedido de libros que deseo hacer a la firma de Arthur Francher…
– ¿Arthur Francher, en Londres? El rostro de Lazarus se iluminó. -¿La conoce?
– Mi esposo solía comprar libros allí en sus viajes. Budington Arcade.
– Sabía que no podía haber escogido persona más idónea para este puesto -dijo Lazarus, sonrojando a Simone.
»¿Qué tal si discutimos esto en torno a una taza de café? -invitó.
Simone asintió tímidamente. Lazarus sonrió de nuevo y devolvió el grueso tomo que sostenía en las manos a su lugar, entre cientos de otros volúmenes semejantes. Simone lo observó mientras lo hacía y sus ojos no pudieron dejar de advertir el título que podía leerse labrado a mano sobre el lomo. Una sola palabra, desconocida e inidentificable:
Dopplelgänger
Poco antes del mediodía, Irene vislumbró el islote del faro a proa. Ismael decidió rodeado para acometer la maniobra de aproximación y atracar en una pequeña ensenada que albergaba el islote, rocoso y arisco. Para entonces, Irene, gracias a las explicaciones de Ismael, ya estaba más versada en las artes navegatorias y en la física elemental del viento. De este modo, siguiendo sus instrucciones, ambos lograron capear el empuje de la corriente y deslizarse entre el pasillo de acantilados que conducía al viejo embarcadero del faro.
El islote era apenas un pedazo de roca desolada que emergía en la bahía. Una considerable colonia de gaviotas anidaba allí. Algunas de ellas observaban a los intrusos con cierta curiosidad. El resto emprendió el vuelo. A su paso, Irene pudo ver antiguas casetas de madera carcomidas por décadas de temporales y abandono.
El faro en sí era una esbelta torre, coronada por una linterna de prismas, que se erguía sobre una pequeña casa de apenas una planta, la vieja vivienda del farero.
– Aparte de mí, las gaviotas y algún que otro cangrejo, nadie ha venido aquí en años -dijo Ismael.
– Sin contar al fantasma del buque pirata -bromeó Irene.
El muchacho condujo el velero hasta el embarcadero y saltó a tierra para asegurar el cabo de proa. Irene siguió su ejemplo. Tan pronto el Kyaneos estuvo convenientemente amarrado, Ismael tomó un cesto con provisiones que su tía le había dejado preparado, bajo la convicción de que no había modo de abordar a una señorita con el estómago vacío y que había que atender a los instintos por orden de prioridad.
– Ven. Si te gustan las historias de fantasmas, esto te va a interesar…
Ismael abrió la puerta de la casa del faro e indicó a Irene que lo precediese. La muchacha se adentró en la vieja vivienda y sintió como si acabase de dar un paso de dos décadas hacia el pasado. Todo seguía intacto, bajo una capa de niebla formada por la humedad de años y años. Decenas de libros, objetos y muebles permanecían intactos, como si un fantasma se hubiese llevado al farero de madrugada. Irene miró a Ismael, fascinada.
– Espera a ver el faro -dijo él.
El muchacho la tomó de la mano y la condujo hacia la escalera que ascendía en espiral hasta la torre del faro. Irene se sentía como una intrusa al invadir aquel lugar suspendido en el tiempo y, a la vez, como una aventurera a punto de desvelar un extraño misterio.
– ¿Qué pasó con el farero?
Ismael se tomó su tiempo para responder. -Una noche cogió su bote y dejó el islote. No se molestó ni en recoger sus cosas.
– ¿Por qué haría una cosa así?
– Nunca lo dijo -contestó Ismael.
– ¿Por qué crees tú que lo hizo?
– Por miedo.
Irene tragó saliva y miró por encima de su hombro, esperando de un momento a otro encontrarse con el espectro de aquella mujer ahogada ascendiendo como un demonio de luz por la escalera de caracol, con las garras extendidas hacia ella, el rostro blanco como porcelana y dos círculos negros en torno a sus ojos encendidos.
– No hay nadie aquí, Irene. Sólo tú y yo -dijo Ismael.
La muchacha asintió sin mucho convencimiento. -Sólo gaviotas y cangrejos, ¿eh?
– Exacto.
La escalera desembocaba en la plataforma del faro, una atalaya sobre el islote desde la que podía contemplarse toda Bahía Azul. Ambos salieron al exterior. La brisa fresca y la luz resplandeciente desvanecían cuantos ecos fantasmales evocaba el interior del faro. Irene respiró profundamente y se dejó embrujar por la visión que sólo podía contemplarse desde aquel lugar.
– Gracias por traerme aquí -murmuró. Ismael asintió, desviando nerviosamente la mirada.
– ¿Te apetece comer algo? Me muero de hambre -anunció.
De esta guisa, ambos se sentaron al extremo de la plataforma del faro y, con las piernas colgando en el vacío, procedieron a dar buena cuenta de los manjares que ocultaba la cesta. Ninguno de ellos tenía realmente mucho apetito, pero comer mantenía las manos y la mente ocupadas.
A lo lejos, Bahía Azul dormía bajo el sol de la tarde, ajena a cuanto sucedía en aquel islote apartado del mundo.
Tres tazas de café y una eternidad más tarde, Simone se encontraba todavía en compañía de Lazarus, ignorando el paso del tiempo. Lo que había empezado como una simple charla amistosa se había transformado en una larga y profunda conversación acerca de libros, viajes y antiguos recuerdos. Tras apenas unas horas, tenía la sensación de conocer a Lazarus de toda la vida. Por primera vez en meses se descubrió a sí misma desenterrando dolorosos recuerdos de los últimos días de la vida de Armand y experimentando una grata sensación de alivio al hacedo. Lazarus escuchaba con atención y respetuoso silencio. Sabía cuándo desviar la conversación o cuándo dejar fluir los recuerdos libremente.
Le costaba pensar en Lazarus como en su patrón. A sus ojos, el fabricante de juguetes se parecía más a un amigo, un buen amigo. A medida que avanzaba la tarde, Simone comprendió, entre el remordimiento y una vergüenza casi infantil, que en otras circunstancias, en otra vida, aquella rara comunión entre ambos tal vez podría haber sido la semilla de algo más. La sombra de su viudedad y el recuerdo flotaban en su interior como el rastro de un temporal; del mismo modo en que la presencia invisible de la esposa enferma de Lazarus mojaba la atmósfera de Cravenmoore. Testigos invisibles en la oscuridad.
Le bastaron unas horas de simple conversación para leer en la mirada del fabricante de juguetes que idénticos pensamientos cruzaban su mente. Pero también leyó en ellos que el compromiso con su esposa sería eterno y que el futuro apenas deparaba para ambos más que la perspectiva de una simple amistad. Una profunda amistad. Un puente invisible se alzó entre dos mundos que se sabían separados por océanos de recuerdos.
Una luz áurea que anunciaba el crepúsculo inundó el estudio de Lazarus y tendió una red de reflejos dorados entre ellos. Lazarus y Simone se observaron en silencio.
– ¿Puedo hacerle una pregunta personal, Lazarus?
– Por supuesto.
– ¿Por qué razón se convirtió en un fabricante de juguetes? Mi difunto esposo era ingeniero, y de cierto talento. Pero su trabajo evidencia un talento revolucionario. Y no exagero; usted lo sabe mejor que yo. ¿Por qué juguetes?
Lazarus sonrió en silencio.
– No tiene por qué contestarme -añadió Simone.
Él se incorporó y caminó lentamente hasta el umbral de la ventana. La luz de oro tiñó su silueta.
– Es una larga historia -empezó-. Cuando apenas era un niño, mi familia vivía en el antiguo distrito de Les Gobelins, en París. Probablemente usted conoce el área, un barrio pobre y plagado de viejos edificios oscuros e insalubres. Una ciudadela fantasmal y gris, de calles angostas y miserables. En aquellos días, si cabe, la situación estaba incluso mucho más deteriorada de lo que usted pueda recordar. Nosotros ocupábamos un diminuto piso en un viejo inmueble de la rue des Gobelins. Parte de la fachada estaba apuntalada ante la amenaza de desprendimientos, pero ninguna de las familias que lo ocupaban estaba en condiciones de mudarse a otra zona más deseable del barrio. Cómo conseguíamos meternos allí mis otros tres hermanos y yo, mis padres y el tío Luc aún me parece un misterio. Pero me estoy desviando del tema…
»Yo era un muchacho solitario. Siempre lo fui. La mayoría de los chicos de la calle parecían interesados en cosas que a mí me aburrían y, en cambio, las cosas que a mí me interesaban no despertaban el interés de nadie a quien conociese. Yo había aprendido a leer: un milagro; y la mayoría de mis amigos eran libros. Esto hubiese constituido motivo de preocupación para mi madre de no ser porque había otros problemas más acuciantes en casa. Mi madre siempre creyó que la idea de una infancia saludable era la de corretear por las calles aprendiendo a imitar los usos y juicios de cuantos nos rodeaban.
»Mi padre se limitaba a esperar que mis hermanos y yo cumpliésemos la edad suficiente para que pudiésemos aportar un sueldo a la familia.
»Otros no eran tan afortunados. En nuestra escalera vivía un muchacho de mi edad llamado Jean Neville. Jean y su madre, viuda, estaban recluidos en un mínimo apartamento en la planta baja, junto al vestíbulo. El padre del muchacho había muerto años atrás a consecuencia de una enfermedad química contraída en la fábrica de azulejos donde había trabajado toda la vida. Algo común, al parecer. Supe todo esto porque, con el tiempo, yo fui el único amigo que el pequeño Jean tuvo en el barrio. Su madre, Anne, no lo dejaba salir del edificio o del patio interior. Su casa era su cárcel.
»Ocho años atrás, Anne Neville había dado a luz dos niños mellizos en el viejo hospital de Saint Christian, en Montparnasse. Jean y Joseph. Joseph nació muerto. Durante los restantes ocho años de su vida, Jean aprendió a crecer en la oscuridad de la culpa por haber matado a su hermano al nacer. O eso creía. Anne se encargó de recordarle cada uno de los días de su existencia que su hermano había nacido sin vida por su culpa; que, si no fuese por él, un muchacho maravilloso ocuparía ahora su lugar. Nada de cuanto hacía o decía conseguía ganar el afecto de su madre.
»Anne Neville, por supuesto, dispensaba a su hijo las muestras de cariño habituales en público. Pero en la soledad de aquel apartamento, la realidad era otra. Anne se lo recordaba día a día: Jean era un vago. Un holgazán. Sus resultados en la escuela eran lamentables. Sus cualidades, más que dudosas. Sus movimientos, torpes. Su existencia, en resumen, una maldición. Joseph, por su parte, hubiese sido un muchacho adorable, estudioso, cariñoso…, todo aquello que él nunca podría ser.
»El pequeño Jean no tardó en comprender que era él quien debería haber muerto en aquella tenebrosa habitación de hospital ocho años atrás. Estaba ocupando el lugar de otro… Todos los juguetes que Anne había estado guardando durante años para su futuro hijo fueron a parar al fuego de las calderas a la semana siguiente de volver del hospital. Jean jamás tuvo un juguete. Estaban prohibidos para él. No los merecía.
»Una noche en que el muchacho se despertó gritando en sueños, su madre acudió a su lecho y le preguntó qué le sucedía. Jean, aterrorizado, confesó que había soñado que una sombra, un espíritu maligno lo perseguía a lo largo de un túnel interminable. La respuesta de Anne fue clara. Aquel signo era una señal. La sombra con la que había estado soñando era el reflejo de su hermano muerto, que clamaba venganza. Debía hacer un nuevo esfuerzo por ser un mejor hijo, por obedecer en todo a su madre, por no cuestionar ni una sola de sus palabras o acciones. De lo contrario, la sombra cobraría vida y acudiría para llevarlo a los infiernos. Con estas palabras, Anne cogió a su hijo y lo llevó al sótano de la casa, donde lo dejó a solas en la oscuridad durante doce horas para que meditase sobre lo que le había contado. Ése fue el primero de sus encierros.
»Un año después, cuando una tarde el pequeño Jean me contó todo esto, una sensación de horror me invadió. Deseaba ayudar al muchacho, reconfortarlo y compensar en algo la miseria en la que vivía. El único modo en que se me ocurrió hacerla fue reunir las monedas que había guardado durante meses en mi hucha y acudir a la tienda de juguetes de monsieur Giradot. Mi presupuesto no daba para mucho, y sólo conseguí un viejo títere, un ángel de cartón que podía ser manipulado con unos hilos. Lo envolví en papel brillante y, al día siguiente, esperé a que Anne Neville hubiese salido a hacer sus compras. Llamé a la puerta de la casa y dije que era yo, Lazarus. Jean abrió y le entregué el paquete. Era un obsequio, dije, y me marché.
»No volví a vedo en tres semanas. Supuse que Jean estaba disfrutando de mi regalo, ya que yo no podría disfrutar de mis ahorros en mucho tiempo. Supe más adelante que aquel ángel de trapo y cartón apenas sobrevivió un día. Anne lo encontró y lo quemó. Cuando le preguntó de dónde lo había sacado, Jean, que no quería implicarme, dijo que lo había hecho con sus propias manos.
»Y cierto día, el castigo fue mucho más terrible.
Anne, fuera de sí, llevó a su hijo al sótano y lo encerró allí, amenazándolo con que esta vez la sombra iría a por él en la oscuridad y se lo llevaría para siempre.
»Jean Neville pasó allí una semana entera. Su madre se había complicado en un altercado en el mercado de Les Halles y la policía la encerró, junto con otros tantos, en una celda comunal. Cuando la soltaron, estuvo vagando por las calles durante días.
»A su regreso, encontró la casa vacía y la puerta del sótano atrancada. Unos vecinos la ayudaron a derribada. El sótano estaba desierto. No había señal de Jean por ninguna parte…
Lazarus hizo una pausa. Simone guardó silencio, esperando a que el fabricante de juguetes finalizase su relato.
– Nadie volvió a ver a Jean Neville en el barrio.
La mayoría de quienes tuvieron conocimiento de la historia supusieron que el muchacho había huido por alguna trampilla del sótano y había puesto tanta distancia entre él y su madre como había podido. Supongo que eso es lo que sucedió, aunque si le hubiese preguntado usted a su madre, que pasó semanas, meses, llorando desconsoladamente la pérdida del muchacho, estoy seguro de que le hubiese dicho que la sombra se lo había llevado… Le he dicho antes que yo fui probablemente el único amigo de Jean Neville. Sería más justo decir que fue al revés. Él fue mi único amigo. Años más tarde, me prometí que, si estaba en mi mano, nunca jamás ningún niño quedaría privado de un juguete. Ningún niño volvería a vivir la pesadilla que atormentó la infancia de mi amigo Jean. Todavía hoy me pregunto dónde estará, si vive todavía. Supongo que le parecerá una explicación un tanto extraña…
– En absoluto -respondió ella, su rostro camuflado en las sombras.
Simone salió a la luz y esbozó una amplia sonrisa para recibir a Lazarus.
– Se hace tarde -dijo suavemente el fabricante de juguetes-o Debo ir a ver a mi esposa.
Simone asintió.
– Gracias por su compañía, madame Sauvelle -dijo Lazarus, retirándose de la habitación en silencio.
Ella lo observó partir y respiró profundamente.
La soledad trazaba extraños laberintos.
El sol empezaba a declinar sobre la bahía y las lentes del faro destilaban destellos de ámbar y escarlata sobre el mar. La brisa era ahora más fresca y el cielo se teñía de un azul claro, surcado por algunas nubes que viajaban perdidas como zepelines de algodón blanco. Irene yacía ligeramente apoyada contra el hombro de Ismael, en silencio.
El muchacho dejó que uno de sus brazos la rodease lentamente. Ella alzó los ojos. Sus labios estaban entreabiertos y temblaban imperceptiblemente. Ismael sintió un cosquilleo en el estómago y oyó un extraño repiqueteo en sus oídos. Era su propio corazón, martilleando a toda velocidad. Paulatinamente, los labios de ambos se aproximaron con timidez. Irene cerró los ojos. Ahora o nunca, parecía susurrar una voz dentro de Ismael. El muchacho optó por la opción ahora y dejó que su boca acariciase la de Irene. Los siguientes diez segundos duraron diez años.
Más tarde, cuando ambos sintieron que ya no existía una frontera entre ellos, que cada mirada y cada gesto era una palabra de un lenguaje que sólo ellos podían comprender, Irene e Ismael permanecieron abrazados en silencio en lo alto del faro. Si hubiese dependido de ellos, habrían seguido allí hasta el día del Juicio.
– ¿Dónde te gustaría estar dentro de diez años? -preguntó Irene de improviso.
Ismael se paró a meditar la respuesta. No era fácil.
– Menuda pregunta. No lo sé.
– ¿Qué es lo que te gustaría hacer? ¿Seguir los pasos de tu tío en el barco?
– No creo que fuese una buena idea.
– ¿Qué, entonces? -insistió ella.
– No sé, supongo que es una tontería…
– ¿Qué es una tontería?
Ismael se sumió en un largo silencio. Irene esperó pacientemente.
– Seriales para la radio. Me gustaría escribir seriales para la radio -afirmó Ismael finalmente.
Ya lo había soltado.
Irene le sonrió. Otra vez aquella sonrisa indefinible y misteriosa.
– ¿Qué clase de seriales?
Ismael la observó cuidadosamente. No había hablado de ese tema con nadie y no se sentía en terreno seguro al hacerlo. Tal vez lo mejor era plegar velas y volver a puerto.
– De misterio -contestó finalmente, dudando.
– Pensaba que no creías en los misterios.
– No hace falta creérselos para escribir sobre ellos -replicó Ismael-. Hace tiempo que colecciono recortes sobre un individuo que hace seriales de radio. Se llama Orson Welles. Tal vez podría intentar trabajar con él…
– ¿Orson Welles? No he oído hablar de él, pero supongo que no será una persona accesible. ¿Tienes alguna idea ya?
Ismael asintió vagamente.
– Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie.
La muchacha alzó la mano solemnemente. La actitud de Ismaelle parecía infantil, pero el asunto la intrigaba.
– Sígueme.
Ismaella condujo de vuelta a la vivienda del farero. Una vez allí, el chico se acercó a un cofre que reposaba en uno de los rincones y lo abrió. Sus ojos brillaban de excitación.
– La primera vez que vine aquí estuve buceando y descubrí los restos del bote en que se supone que se ahogó aquella mujer hace veinte años -dijo en tono enigmático-o ¿Te acuerdas de la historia que te conté?
– Las luces de septiembre. La dama misteriosa desaparecida en la tormenta… -recitó Irene. -Exacto. ¿Adivinas qué encontré entre los restos del bote?
– ¿Qué?
Ismael introdujo las manos en el cofre y extrajo un pequeño libro encuadernado en piel, cobijado por una especie de caja metálica, apenas del tamaño de una pitillera.
– El agua ha borrado alguna de las páginas, pero todavía hay fragmentos que pueden leerse. -¿ Un libro? -preguntó Irene, intrigada.
– No es un libro cualquiera -aclaró él-o Es un diario. Su diario.
El Kyaneos zarpó de vuelta a la Casa del Cabo poco antes del crepúsculo. Un campo de estrellas se extendía sobre el manto azul que cubría la bahía y la esfera sangrante del sol se sumergía lentamente en el horizonte, como un disco de hierro candente. Irene observaba en silencio a Ismael mientras pilotaba el velero. El muchacho le sonrió y siguió con la mirada en las velas, atento a la dirección del viento que se despertaba a poniente.
Antes que a él, Irene había besado a dos chicos.
El primero, el hermano de una de sus amigas en el colegio, fue más un experimento que otra cosa. Quería saber qué se sentía al hacer aquello. No le había parecido gran cosa. El segundo, Gerard, estaba más asustado que ella, y la experiencia no había disipado sus sospechas acerca del tema. Besar a Ismael había sido diferente. Había sentido una especie de corriente eléctrica recorriendo su cuerpo al rozar sus labios. Su tacto era diferente. Su olor era diferente. Todo en él era diferente.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó esta vez a ella Ismael, intrigado ante su semblante meditabundo.
Irene compuso un gesto enigmático, alzando una ceja.
Él se encogió de hombros y siguió pilotando el velero rumbo al cabo. Una bandada de aves los escoltó hasta el embarcadero entre los acantilados. Las luces de la casa dibujaban estelas danzantes sobre la pequeña cala. A lo lejos, los reflejos del pueblo trazaban una senda de estrellas sobre el mar.
– Ya es de noche -observó Irene con cierta preocupación-o No te pasará nada, ¿verdad?
Ismael sonrió.
– El Kyaneos se sabe el camino de memoria. No me pasará nada.
El velero se posó suavemente contra el embarcadero. Los graznidos de las aves en los acantilados formaban un eco lejano. Una franja de azul oscuro coronaba ahora la línea incandescente del crepúsculo sobre el horizonte, y la luna sonreía entre las nubes.
– Bueno…, se hace tarde -empezó Irene.
– Sí…
La chica saltó a tierra.
– Me llevo el diario. Prometo cuidado.
Ismael asintió a su vez. Irene dejó escapar una pequeña risa nerviosa. -Buenas noches.
Ambos se miraron en la penumbra. -Buenas noches, Irene.
Ismael soltó las amarras.
– Había pensado ir a la laguna mañana. Tal vez te gustaría venir…
Ella asintió. La corriente se llevaba el velero. -Te recogeré aquí…
La silueta del Kyaneos se desvaneció en la oscuridad. Irene permaneció allí, viéndolo partir, hasta que la negrura de la noche lo hubo engullido completamente. Luego, dos palmos por encima del suelo, se apresuró hacia la Casa del Cabo. Su madre esperaba en el porche, sentada en la oscuridad. No hacía falta un diploma en ingeniería óptica para adivinar que Simone había visto, y oído, el episodio completo en el embarcadero.
– ¿Qué tal tu día? -preguntó.
Irene tragó saliva. Su madre sonrió pícaramente. -Puedes contármelo.
Irene se sentó junto a su madre, dejándose abrazar por ella.
– ¿Y el tuyo? -preguntó la muchacha-o ¿Qué tal te ha ido a ti?
Simone dejó escapar un suspiro, recordando la tarde en compañía de Lazarus.
Abrazó en silencio a su hija y sonrió para sí. -Un día extraño, Irene. Supongo que me hago mayor.
– Qué tontería.
La joven miró en los ojos de su madre. -¿Algo va mal, mamá?
Simone sonrió débilmente y negó en silencio. -Echo de menos a tu padre -respondió finalmente, mientras una lágrima se deslizaba sobre su mejilla hasta sus labios.
– Papá se fue -dijo Irene-. Tienes que dejarlo ir.
– No sé si quiero dejarlo ir.
Irene la estrechó en sus brazos y oyó cómo Simone derramaba sus lágrimas en la oscuridad.