l. EL CIELO SOBRE PARÍS

Quienes recuerdan la noche en que murió Armand Sauvelle juran que un destello púrpura atravesó la bóveda del cielo, trazando un rastro de cenizas encendidas que se perdía en el horizonte;un destello que su hija Irene jamás pudo ver, pero que embrujaría sus sueños por muchos años.

Era un frío amanecer de invierno, y los cristales de la sala número catorce del hospital Saint George estaban teñidos por una fina película de hielo que dibujaba unas acuarelas fantasmales de la ciudad en la tiniebla dorada del alba.

La llama de Armand Sauvelle se apagó en silencio, sin apenas un suspiro. Su esposa Simone y su hija Irene alzaron la mirada cuando los primeros destellos que quebraban la línea de la noche trazaron agujas de luz a lo largo de la sala del hospital. Dorian, su hijo menor, descansaba dormido sobre una de las sillas. Un silencio sobrecogedor invadió la sala. No fue necesario cruzar ninguna palabra para comprender lo que había sucedido. Tras seis meses de sufrimiento, el fantasma negro de una enfermedad cuyo nombre jamás fue capaz de pronunciar había arrancado la vida a Armand Sauvelle. Sin más.

Ése fue el principio del peor año que recordaría la familia Sauvelle.

Armand Sauvelle se llevó a la tumba su magia y su risa contagiosa, pero sus numerosas deudas no lo acompañaron en el último viaje. Pronto, una cohorte de acreedores y toda suerte de criaturas carroñeras con levita y título honorífico tomaron por costumbre dejarse caer por la vivienda de los Sauvelle, en el bulevar Haussmann. Las frías visitas de cortesía legal dieron paso a las amenazas veladas. Y éstas, con el tiempo, a los embargos. Colegios de prestigio y ropas de impecable acabado fueron sustituidos por empleos a tiempo parcial y atuendos más modestos para Irene y Dorian. Era el inicio del vertiginoso descenso de los Sauvelle al mundo real. La peor parte del viaje, sin embargo, cayó sobre Simone. Retomar su empleo como maestra no bastaba para hacer frente al torrente de deudas que devoraban sus escasos recursos. En cada rincón aparecía un nuevo documento que Armand había firmado, una nueva suscripción de deuda impagada, un nuevo agujero negro sin fondo…

Fue por entonces cuando el pequeño Dorian empezó a sospechar que la mitad de la población de París la componían abogados y contables, una clase de ratas que habitaban en la superficie. Fue también entonces cuando Irene, sin que su madre tuviese conocimiento de ello, aceptó un empleo en un salón de baile. Danzaba con los soldados, apenas unos adolescentes asustados, por unas monedas (monedas que, de madrugada, introducía en la caja que Simone guardaba bajo el fregadero de la cocina).

Del mismo modo, los Sauvelle descubrieron que la lista de quienes se declaraban sus amigos y benefactores se reducía como la escarcha al amanecer. Con todo, llegado el verano, Henri Leconte, un antiguo amigo de Armand Sauvelle, ofreció a la familia la posibilidad de instalarse en el pequeño apartamento situado sobre la tienda de artículos de dibujo que regentaba en Montparnasse. El precio del alquiler lo dejaba a cuenta de futuras bonanzas y a cambio de que Dorian lo ayudase como chico de los recados, porque sus rodillas ya no eran lo que habían sido de joven. Simone nunca tuvo palabras suficientes para agradecer la bondad del viejo monsieur Leconte. El comerciante nunca las pidió. En un mundo de ratas, habían tropezado con un ángel.

Cuando los primeros días del invierno se insinuaron sobre las calles, Irene cumplió catorce años, aunque a ella le pesaron como veinticuatro. Por un día, las monedas que ganó en el salón de baile las empleó en comprar un pastel para celebrar su cumpleaños con Simone y Dorian. La ausencia de Armand pendía sobre todos como una opresora sombra. Juntos apagaron las velas del pastel en el angosto salón del apartamento de Montparnasse, rogando que, con las llamas, se extinguiese el espectro de la mala fortuna que los había perseguido durante meses. Por una vez, su deseo no fue ignorado. No lo sabían aún, pero aquel año de sombras estaba llegando a su fin.

Semanas más tarde, una luz de esperanza se abrió inesperadamente en el horizonte de la familia Sauvelle. Gracias a las artes de monsieur Leconte y su red de conocidos, apareció la promesa de un buen empleo para su madre en un pequeño pueblo de la costa, Bahía Azul, lejos de la tiniebla grisácea de París, lejos de los tristes recuerdos de los últimos días de Armand Sauvelle. Al parecer, un adinerado inventor y fabricante de juguetes, llamado Lazarus Jann, necesitaba una ama de llaves que se hiciera cargo del cuidado de su palaciega residencia en el bosque de Cravenmoore.

El inventor vivía en la inmensa mansión, contigua a su vieja fábrica de juguetes, ya cerrada, con la única compañía de su esposa Alexandra, gravemente enferma y postrada en una habitación de la gran casa desde hacía veinte años. La paga era generosa y, además, Lazarus Jann les ofrecía la posibilidad de instalarse en la Casa del Cabo, una modesta residencia construida sobre los acantilados en el vértice del cabo, al otro lado del bosque de Cravenmoore.

A mediados de junio de 1937, monsieur Leconte despidió a la familia Sauvelle en el andén seis de la estación de Austerlitz. Simone y sus dos hijos subieron a bordo de un tren que habría de llevados rumbo a la costa de Normandía.

Mientras el viejo Leconte observaba cómo se perdía el rastro del convoy, sonrió para sí y, por un instante, tuvo el presentimiento de que la historia de los Sauvelle, su verdadera historia, apenas había empezado.

Загрузка...