2. GEOGRAFÍA Y ANATOMÍA

En su primer día en la Casa del Cabo, Irene y su madre trataron de poner algo de orden en el que habría de ser su nuevo hogar. Dorian, por su parte, descubrió mientras tanto su nueva pasión: la geografía o, más concretamente, dibujar mapas. Pertrechado con los lápices y un cuaderno que Henri Leconte le había regalado al partir, el hijo menor de Simone Sauvelle se retiró a un pequeño santuario entre los acantilados, una privilegiada atalaya desde la que gozaba de una vista espectacular.

El pueblo y su pequeño muelle de pescadores presidían el centro de la gran bahía. Hacia el este se extendía una playa infinita de arenas blancas, un desierto de perlas frente al mar, conocida como la Playa del Inglés. Más allá, la aguja del cabo se adentraba en el mar como una garra afilada. La nueva casa de los Sauvelle estaba construida sobre su extremo, que separaba Bahía Azul del amplio golfo que los lugareños denominaban Bahía Negra, por sus aguas oscuras y profundas.

Mar adentro, alzándose entre la calima evanescente, Dorian divisaba el islote del faro, a media milla de la costa. La torre del faro se erguía oscura y misteriosa, fundiéndose en las brumas. Si volvía la vista a tierra, Dorian podía ver a su hermana Irene y a su madre en el porche de la Casa del Cabo.

Su nueva morada era una construcción de dos pisos de madera blanca, enclavada sobre los acantilados: una terraza suspendida en el vacío. Tras la casa se levantaba la espesura del bosque y, alzándose sobre las copas de los árboles, se distinguía la majestuosa residencia de Lazarus Jann, Cravenmoore.

Cravenmoore semejaba más bien un castillo, una invención catedralicia, producto de una imaginación extravagante y torturada. Un laberinto de arcos, arbotantes, torres y cúpulas sembraba su angulosa techumbre. La construcción respondía a una planta cruciforme de la que brotaban diferentes alas. Dorian observó atentamente la siniestra silueta de la morada de Lazarus Jann. Un ejército de gárgolas y ángeles esculpidos sobre la piedra guardaba el friso de la fachada cual bandada de espectros petrificados a la espera de la noche.

Mientras cerraba su cuaderno y se disponía a regresar a la Casa del Cabo, Dorian se preguntó qué clase de persona elegiría un lugar como aquél para vivir. No tardaría en averiguado: aquella noche estaban invitados a cenar en Cravenmoore. Cortesía de su nuevo benefactor, Lazarus Jann.

La nueva habitación de Irene estaba orientada hacia el noroeste. Desde su ventana podía contempIar el islote del faro y las manchas de luz que el sol dibujaba sobre el océano, lagunas de plata encendida. Tras meses de encierro en el reducido piso de París, el disfrutar de una habitación para ella sola se le antojaba un lujo casi ofensivo. La posibilidad de cerrar la puerta y gozar de un espacio reservado a su intimidad era una sensación embriagadora.

Mientras contemplaba cómo el sol poniente teñía de cobre el mar, Irene afrontó el dilema de qué indumentaria lucir para su primera cena con Lazarus Jann. Apenas conservaba una pequeña parte del que había sido un extenso vestuario. Ante la idea de ser recibidos en la gran casa de Cravenmoore, todos sus vestidos le parecían despojos harapientos y vergonzantes. Tras probarse los dos únicos atavíos que podrían reunir las condiciones para semejante ocasión, Irene se percató de la existencia de un nuevo problema con el que no había contado.

Desde que había cumplido los trece años, su cuerpo parecía empeñado en adquirir volumen en determinados lugares y perderlo en otros. Ahora, al borde de los quince y enfrentándose al espejo, los caprichos de la naturaleza se hacían más evidentes que nunca para Irene. Su nuevo perfil curvilíneo no casaba con el severo corte de su polvoriento guardarropía.

Una guirnalda de reflejos escarlatas se extendía sobre Bahía Azul cuando, poco antes del anochecer, Simone Sauvelle llamó suavemente a su puerta.

– Adelante.

Su madre cerró la puerta a sus espaldas y realizó una rápida radiografía de la situación. Todos los vestidos de Irene estaban tendidos sobre el lecho. Su hija, ataviada con una simple camiseta blanca, contemplaba desde la ventana las luces lejanas de los barcos en el canal. Simone observó el esbelto cuerpo de lrene y sonrió para sí.

– El tiempo pasa y no nos damos cuenta, ¿eh?

– No me entra ni uno solo. Lo siento -repuso lrene-. Y lo he intentado.

Simone se acercó hasta la ventana y se arrodilló iunto a su hija. Las luces del pueblo en el centro de la bahía dibujaban acuarelas de luz sobre las aguas. Por un instante, ambas contemplaron el espectáculo sobrecogedor del crepúsculo sobre Bahía Azul. Simone acarició el rostro de su hija y sonrió.

– Creo que este sitio nos va a gustar. ¿Tú qué dices? -preguntó.

– ¿Y nosotros? ¿Vamos a gustarle nosotros a él?

– ¿A Lazarus?

Irene asintió.

– Somos una familia encantadora. Nos adorará -respondió Simone.

– ¿Estás segura?

– Más nos vale, jovencita.

Irene señaló su vestuario.

– Ponte uno de los míos -sonrió Simone-. Me parece que te sentarán mejor que a mí.

Irene se sonrojó ligeramente. -Exagerada -le recriminó a su madre.

– Tiempo al tiempo.

La mirada que Dorian dedicó a su hermana cuando la vio aparecer al pie de la escalera, envuelta en un vestido de Simone, hubiera ganado concursos. Irene clavó sus ojos verdes en Dorian y, alzando un dedo índice amenazador, le dirigió una velada advertencia:

– Ni una palabra.

Dorian, mudo, asintió, incapaz de despegar los ojos de aquella desconocida que hablaba con la misma voz que su hermana Irene y lucía su mismo rostro. Simone advirtió su semblante y reprimió una sonrisa. Luego, con solemne seriedad, colocó una mano sobre el hombro del muchacho v se arrodilló frente a él para arreglar su pajarita morada, herencia de su padre.

– Vives rodeado de mujeres, hijo. Ve acostumbrándote.

Dorian asintió de nuevo, entre la resignación y el asombro. Cuando el reloj de la pared anunció las ocho de la noche, todos estaban listos para la gran cita y enfundados en sus mejores galas. Por lo demás, muertos de miedo.

Una tenue brisa soplaba desde el mar y agitaba la espesura en el bosque que rodeaba Cravenmoore. El siseo invisible de las hojas acompañaba el eco de los pasos de Simone y sus hijos en la senda que atravesaba la arboleda, un verdadero túnel tallado entre una jungla oscura e insondable. La pálida tez de la luna pugnaba por atravesar el sudario de sombras que cubría el bosque. Las voces invisibles de los pájaros que anidaban en las copas de aquellos gigantes centenarios formaban una inquietante letanía.

– Este sitio me da escalofríos -apuntó Irene.

– Tonterías -se apresuró a atajar su madre-. Es simplemente un bosque. Andando.

Dorian contemplaba en silencio las sombras de la floresta desde su posición de retaguardia. La oscuridad creaba siniestras siluetas y catapultaba su imaginación a dilucidar docenas de criaturas diabólicas al acecho.

– A la luz del día todo esto no son más que matojos y árboles -matizó Simone Sauvelle, pulverizando el hechizo fugaz con que Dorian se estaba deleitando.

Unos minutos más tarde, tras una travesía nocturna que a Irene se le antojó interminable, la imponente y angulosa silueta de Cravenmoore se alzó frente a ellos como un castillo de leyenda que emergía en la niebla. Haces de luz dorada parpadeaban tras los grandes ventanales de la inmensa residencia de Lazarus Jann. Un bosque de gárgolas se recortaba contra el cielo. Más allá podía distínguirse la fábrica de juguetes, un anexo de la mansión.

Rebasado el umbral de la floresta, Simone y sus hijos se detuvieron a contemplar la sobrecogedora inmensidad de la residencia del fabricante de juguetes. En ese momento, un pájaro semejante a un cuervo emergió de la maleza, aleteando, y trazó una curiosa trayectoria sobre el jardín que rodeaba Cravenmoore. El ave voló en círculos sobre una de las fuentes de piedra y fue a posarse a los pies de Dorian. Al cesar el batir de sus alas, el cuervo se tendió sobre uno de sus costados y se abandonó a un lento balanceo hasta quedar inerte. El muchacho se arrodilló y aproximó lentamente su mano derecha al animal.

– Ten cuidado -le advirtió Irene.

Dorian, ajeno a su consejo, acarició el plumaje del cuervo. El pájaro no dio señales de vida. El chico lo tomó en sus manos y desplegó sus alas. Un gesto de perplejidad oscureció su rostro. Segundos después, se volvió hacia Irene y Simone:

– Es de madera -murmuró-. Es una máquina. Los tres intercambiaron una mirada en silencio.

Simone suspiró e invitó a sus hijos:

– Vamos a causar una buena impresión. ¿De acuerdo?

Ellos asintieron. Dorian devolvió el pájaro de madera al suelo. Simone Sauvelle sonrió débilmente y, a su setíal de asentimiento, los tres enfilaron la escalinata de mármol blanco que serpenteaba hacia el gran portón de bronce, tras el cual se ocultaba el mundo secreto de Lazarus Jann.

Las puertas de Cravenmoore se abrieron ante ellos sin necesidad de utilizar el extraño llamador forjado en bronce a imagen y semejanza del rostro de un ángel. Un intenso halo de luz áurea emanaba del interior de la casa. Una silueta inmóvil aparecía recortada en el haz de claridad. La figura cobró vida súbitamente ladeando la cabeza, al tiempo que se oía un ligero traqueteo mecánico. El rostro afloró a la luz. Ojos sin vida, simples esferas de cristal, enclaustrados en una máscara sin más expresión que una escalofriante sonrisa, los contemplaban.

Dorian tragó saliva. Irene y su madre, más impresionables, dieron un paso atrás. La figura tendió una mano hacia ellos y permaneció inmóvil de nuevo. -Confío en que Christian no los haya asustado. Es una creación antigua y torpe.

Los Sauvelle se volvieron hacia la voz que les hablaba desde el pie de la escalinata. Un rostro amable, de camino a una afortunada madurez, les sonreía no sin cierta picardía. Los ojos del hombre eran azules y brillaban bajo una espesa mata de cabellos plateados y cuidadosamente peinados. El hombre, pulcramente trajeado, con un bastón de ébano policromado, se acercó a ellos y les dedicó una respetuosa reverencia.

– Mi nombre es Lazarus Jann, y creo que les debo una disculpa -dijo.

Su voz era cálida, confortante, una de esas voces dotadas de un poder tranquilizador y una rara serenidad. Sus grandes ojos azules observaron detenidamente a cada uno de los miembros de la familia y, finalmente, se posaron en el rostro de Simone.

– Estaba dando mi habitual paseo nocturno por el bosque y me he retrasado. Madame Sauvelle, si no me equivoco…

– Es un placer, señor.

– Por favor, llámeme Lazarus.

Simone asintió.

– Ésta es mi hija Irene. Y éste es Dorian, el benjamín de la familia.

Lazarus Jann estrechó cuidadosamente las manos de ambos. Su tacto era firme y agradable; su sonrisa, contagiosa.

– Bien. Respecto a Christian, no deben temerlo en absoluto. Lo mantengo como un recuerdo de mi primera época. Es torpe y su aspecto dista de ser amigable, lo sé.

– ¿Es una máquina? -se apresuró a preguntar Dorían, fascinado.

La mirada de censura de Simone llegó tarde. Lazarus sonrió al muchacho.

– Podríamos llamarlo así. Técnicamente, Christian es lo que denominamos un autómata.

– ¿Lo construyó usted, señor?

– Dorian -recriminó su madre.

Lazarus sonrió de nuevo. Evidentemente, la curiosidad del muchacho no le molestaba en absoluto.

– Sí. A él y a otros muchos. Ése es, mejor dicho, ése era mi trabajo. Pero creo que la cena nos espera. ¿Qué tal si discutimos todo esto frente a un buen plato y así nos vamos conociendo mejor?

El aroma de un delicioso asado llegó hasta ellos como un elixir encantado. Incluso una piedra les hubiese leído el pensamiento.

Ni el sorprendente recibimiento del autómata ni el sobrecogedor aspecto del exterior de Cravenmoore podían presagiar el impacto que el interior de la mansión de Lazarus Jann causó en los Sauvelle. Tan pronto rebasaron el umbral de sus puertas, los tres se vieron sumergidos en un mundo fantástico que iba mucho más allá de lo que sus tres imaginaciones juntas podían llegar a concebir.

Una suntuosa escalera parecía ascender en espiral hacia el infinito. Alzando la vista, los Sauvelle contemplaron una fuga que conducía a la torre central de Cravenmoore, coronada por una linterna mágica que bañaba la atmósfera interna de la casa con una luz espectral y evanescente. Bajo ese manto de claridad fantasmal se descubría una interminable galería de criaturas mecánicas. Un gran reloj de pared, dotado de ojos y una mueca caricaturesca, sonreía a los visitantes. Una bailarina envuelta en un velo transparente giraba sobre sí misma en el centro de una sala ovalada, donde cada objeto, cada detalle, formaba parte de la fauna creada por Lazarus Jann.

Los pomos de las puertas eran rostros risueños que guiñaban sus ojos al girar. Un gran búho de magnífico plumaje dilataba sus pupilas de cristal y aleteaba lentamente en las brumas. Decenas o quizá cientos miniaturas y juguetes ocupaban una inmensidad de muros y vitrinas que hubiera llevado toda una vida explorar. Un pequeño y juguetón cachorro mecánico movía la cola y ladraba al paso de un ratoncillo de metal. Suspendido del techo invisible, un carrusel de hadas, dragones y estrellas danzaba en el vacío, en torno a un castillo que flotaba entre nubes de algodón al son del tintineo distante de una caja de música…

Dondequiera que dirigieran su mirada, los Sauvelle descubrían nuevos prodigios, nuevos artefactos imposibles que desafiaban todo lo que habían visto antes. Bajo la divertida mirada de Lazarus, los tres permanecieron así, presos de aquel estado de absoluto encantamiento, durante minutos.

– ¡Es… es maravilloso! -dijo Irene, incapaz de creer cuanto sus ojos le transmitían.

– Bien, esto es sólo el vestíbulo. Pero celebro que les guste -asintió Lazarus, guiándolos hacia el gran comedor de Cravenmoore.

Dorian, desprovisto de palabras, lo contemplaba todo con unos ojos como platos. Simone e Irene, no menos impresionadas, hacían lo posible por no caer en el hipnótico estado de ensueño que la casa producía. La sala donde se servía la cena estaba a la altura de lo que el vestíbulo auguraba. Desde las copas hasta los cubiertos, los platos o las lujosas alfombras que cubrían el suelo, todo llevaba el sello de Lazarus Jann. Ni un solo objeto en casa parecía pertenecer al mundo real, gris y aborreciblemente normal que habían dejado atrás al internarse en aquella vivienda. Con todo, a los ojos de Irene no escapó el inmenso retrato que reposaba sobre la chimenea, cuyas llamas brotaban de las fauces de unos dragones. Una dama de belleza deslumbrante lucía un vestido blanco. El poder de su mirada había rebasado frontera entre la realidad y los pinceles del artista. Por unos segundos, lrene se perdió en aquella mirada mágica y embriagadora.

– Mi esposa, Alexandra… Cuando todavía gozaba de buena salud. Días maravillosos; aquéllos -dijo la voz de Lazarus a sus espaldas, envuelta en un halo de melancolía y resignación.

La cena transcurrió agradablemente a la luz de las llamas. Lazarus Jann se reveló como un excelente anfitrión que pronto supo ganarse las simpatías de Dorian e Irene con bromas y narraciones sorprendentes. En el curso de la velada les explicó que los deliciosos platos que estaban degustando eran obra de Hannah, una muchacha de la edad de Irene que trabajaba para él como cocinera y doncella. A los pocos minutos, la tirantez inicial desapareció y todos se sumaron a la distendida conversación que el fabricante de juguetes sabía tejer con una habilidad imperceptible.

Cuando empezaron a degustar el segundo plato, el asado de pavo especialidad de Hannah, los Sauvelle se sentían en la presencia de un viejo conocido. Para su tranquilidad, Simone advirtió que la corriente de simpatía entre sus hijos y Lazarus era mutua, y que ella misma no era ajena a su encanto.

Entre anécdota y anécdota, Lazarus les facilitó cumplidas explicaciones acerca de la casa y la naturaleza de las obligaciones a las que su nuevo empleo los comprometía. El viernes era la noche libre de Hannah y la pasaba con su humilde familia en Bahía Azul. Pero Lazarus les informó de que tendrían oportunidad de conocerla tan pronto se incorporase de nuevo a su labor. Hannah era la única persona, sin contar a Lazarus y a su esposa, que vivía en Cravenmoore. Ella los ayudaría a aclimatarse y solventaría cuantas dudas tuviesen en relación con la casa.

Llegados los postres, una irresistible tarta de frambuesas, Lazarus pasó a explicar lo que esperaba de ellos. Pese a estar ya retirado, seguía trabajando ocasionalmente en el taller de juguetes, localizado en una ala contigua a Cravenmoore. Tanto la fábrica como las habitaciones de los pisos superiores estaban vedadas a su paso. No debían entrar en ellas bajo ningún concepto. Sobre todo en el ala oeste de la casa, que albergaba las habitaciones de su esposa.

Alexandra Jann padecía, desde hacía más de veinte años, una extraña e incurable enfermedad que la obligaba a guardar reposo absoluto en cama. La esposa de Lazarus vivía retirada en su habitación del tercer piso en el ala oeste, donde sólo su marido entraba para atenderla y proporcionarle cuantos cuidados precisaba en su precario estado. El fabricante de juguetes les contó cómo su esposa, por entonces una joven llena de vitalidad y belleza, contrajo la misteriosa enfermedad en un viaje que realizaron por tierras centroeuropeas.

El virus, al parecer incurable, fue apoderándose de ella poco a poco. Pronto, casi ni podía caminar o sostener un objeto en las manos. En el plazo de seis meses, su estado empeoró hasta convertirla en una inválida, un triste reflejo de la persona con quien se había casado tan sólo unos años antes. Al año de contraer la enfermedad, la memoria de la enferma empezó a desvanecerse, y en cuestión de semanas apenas era capaz de reconocer a su propio esposo. Desde entonces dejó de hablar y su mirada se convirtió en un pozo sin fondo. Alexandra Jann tenía entonces veintiséis años. Desde ese día jamás había vuelto a salir de Cravenmoore.

Los Sauvelle escucharon el triste relato de Lazarus en respetuoso silencio. El fabricante, obviamente consternado por el recuerdo y por dos décadas de vida en soledad y dolor, quiso quitar importancia al hecho derivando la conversación hacia la exquisita tarta de Hannah. La triste amargura de su mirada, sin embargo, no pasó desapercibida para Irene.

No le costaba imaginar la huida a ninguna parte de Lazarus Jann. Desprovisto de aquello que más amaba, Lazarus se había refugiado en su mundo de fantasía y había creado cientos de seres y objetos con los que llenar la profunda soledad que lo rodeaba.

Al oír las palabras del fabricante de juguetes, Irene comprendió que ya nunca podría volver a ver aquel universo de imaginación desbordante que poblaba Cravenmoore como una espectacular e impactante pirueta del genio que lo había creado. Para ella, que había aprendido a reconocer en carne propia el vacío de la pérdida, Cravenmoore no era más que el oscuro reflejo del laberinto de soledad en el que Lazarus Jann había vivido en los últimos veinte años. Cada habitante de aquel mundo maravilloso, cada creación, constituía simplemente una lágrima derramada en silencio.

Finalizada la cena, Simone Sauvelle tenía muy claras sus obligaciones y responsabilidades en la casa. Sus funciones eran similares a las de un ama de llaves, un trabajo que poco tenía que ver con su empleo original, el de maestra, pero que estaba dispuesta a desempeñar tan bien como pudiese para garantizar un futuro de bienestar a sus hijos. Simone supervisaría el trabajo de Hannah y de los sirvientes ocasionales, se haría cargo de las tareas de administración y mantenimiento de la propiedad de Lazarus Jann, del trato con los proveedores y los comerciantes del pueblo, de la correspondencia, de las provisiones y de garantizar que nada ni nadie importunara al fabricante en su deseado retiro del mundo exterior. Igualmente, su trabajo contemplaba la adquisición de libros para la biblioteca de Lazarus. A tal efecto, su patrón insinuó claramente que su pasado como educadora había sido determinante a la hora de elegida entre otras candidatas más versadas en el área del servicio. Lazarus insistió en que este cometido era uno de los más importantes de su posición.

A cambio de estas tareas, Simone y sus hijos podían ocupar la Casa del Cabo y gozar de un sueldo más que razonable. Lazarus se haría cargo de los gastos de escolarización de Irene y Dorian para el próximo curso, tras el verano. Igualmente, se comprometía a pagar los estudios universitarios de ambos si los jóvenes presentaban aptitudes y voluntad para ello. Irene y Dorian, por su parte, podían colaborar con su madre en las tareas que ella les asignase en la casa, siempre y cuando respetaran las reglas de oro: no traspasar los límites especificados por su propietario.

Teniendo en cuenta los meses anteriores, de deudas y miseria, la oferta de Lazarus se le antojaba a Simone Sauvelle como una bendición del cielo, Bahía Azul era un escenario paradisíaco para empezar una nueva vida con sus hijos, El empleo era más que deseable, y Lazarus ofrecía todos los visos de ser un patrón magnánimo y bondadoso. Tarde o temprano, la suerte tenía que sonreírles. El destino había querido que fuese en ese lugar alejado, y por primera vez en mucho tiempo, Simone estaba dispuesta a aceptar sus designios con agrado. Es más, si su instinto no la engañaba, y no solía hacerla, adivinaba una sincera corriente de simpatía hacia ella y su familia. No le costaba esfuerzo suponer que su compañía y su presencia en Cravenmoore podían constituir un bálsamo para paliar la inmensa soledad que parecía rodear a su propietario.

La cena finalizó con una taza de café y la promesa de Lazarus de que, algún día, iniciaría al absolutamente cautivado Dorian en los misterios de la construcción de autómatas.

Los ojos del muchacho se encendieron de ilusión ante la oferta y, por un breve instante, las miradas de Lazarus y Simone se encontraron de manera fugaz al trasluz de las velas.

Simone reconoció en ellos el rastro de años de soledad, una sombra que conoda bien. Buques a la deriva que se cruzan en la noche. El fabricante de juguetes entornó los ojos y se alzó en silencio, señalando el fin de la velada.

Luego los guió hasta la puerta principal, deteniéndose brevemente para explicar alguno de los prodigios que poblaban el camino. Dorian e Irene asistían boquiabiertos a cuantos detalles les revelaba. Cravenmoore albergaba suficientes maravillas para iluminar cien años de asombro. Poco antes de enfilar el vestíbulo que conducía a la puerta, Lazarus se detuvo ante lo que aparentaba ser un complejo mecanismo de espejos y lentes, y dirigió una mirada enigmática a Dorian. Sin mediar palabra, introdujo el brazo entre un pasillo de espejos.

Lentamente, el reflejo de su mano se desvaneció hasta hacerse invisible. Lazarus sonrió.

– No debes creer todo aquello que ves. La imagen de la realidad que nos brindan nuestros ojos es sólo una ilusión, un efecto óptico -dijo-o La luz es una gran mentirosa. Dame tu mano.

Dorian siguió las instrucciones del fabricante de juguetes y dejó que éste la guiase por el pasillo de espejos. La imagen de su mano se desintegró ante sus propios ojos. Dorian, con un interrogante mudo en la mirada, se volvió hacia Lazarus.

– ¿Conoces las leyes de la óptica y de la luz? --preguntó el hombre.

Dorian negó con la cabeza. En ese momento no sabía ni dónde tenía su mano derecha.

– La magia es tan sólo una extensión de la física. ¿Qué tal se te dan las matemáticas?

– Excepto la trigonometría, así, así…

Lazarus sonrió.

– Por ahí empezaremos. La fantasía son números, Darian. Ése es el truco.

El muchacho asintió, sin saber muy bien de qué estaba hablando Lazarus. Finalmente, éste señaló la puerta y los acompañó hasta el umbral, fue entonces cuando, casi por casualidad, Darían creyó ver lo imposible. Al pasar frente a uno de los faroles parpadeantes, las siluetas que proyectaban sus cuerpos se dibujaron sobre los muros. Todas menos una: la de Lazarus, cuyo rastro en la pared era invisible, como si su presencia no fuese más que un espejismo.

Cuando se volvió, Lazarus lo observaba detenidamente. El chico tragó saliva. El fabricante de juguetes le pellizcó cariñosamente la mejilla, burlón. -No creas todo lo que vean tus ojos… y Dorian siguió a su madre y a su hermana al exterior.

– Gracias por todo y buenas noches -concluyó Simone.

– Ha sido un placer. Y no es un cumplido -dijo Lazarus cordialmente; les sonrió amablemente y alzó la mano en señal de despedida.

Los Sauvelle se adentraron en el bosque poco antes de la medianoche, de vuelta a la Casa del Cabo.

Dorian, silencioso, permanecía todavía bajo los efectos de la prodigiosa residencia de Lazarus Jann.

Irene andaba perdida en sus propios pensamientos, lejos del mundo. Y Simone, por su parte, respiró tranquila y dio gracias a Dios por la suerte que les había enviado.

Justo antes de que la silueta de Cravenmoore se perdiese a sus espaldas, Simone se volvió a contemplarla una última vez. Una sola ventana permanecía iluminada en el segundo piso del ala oeste. Una figura se erguía inmóvil tras los cortinajes. En ese preciso momento, la luz se extinguió y amplio ventanal se sumergió en las sombras.

De vuelta a su habitación, Irene se quitó el vestido que su madre le había prestado y lo plegó cuidadosamente sobre la silla. Las voces de Simone y Dorian se oían en la cámara contigua. La joven apagó la luz y se tendió sobre el lecho. Sombras azules danzaban sobre el cielo raso como una cabalgata de espectros saltarines en la aurora boreal. El susurro de las olas rompiendo en los acantilados acariciaba el silencio. Irene cerró los ojos y trató de conciliar el sueño en vano.

Era difícil aceptar que desde aquella noche no volvería a ver su viejo piso de París, ni habría de regresar al salón de baile para ganarse las pocas monedas que aquellos soldados llevaban consigo. Sabía que las sombras de la gran ciudad no podían alcanzarla allí, pero la huella del recuerdo no conocía fronteras, Se incorporó de nuevo y se acercó hasta la ventana, la torre del faro se alzaba en las tinieblas. Concentró la vista en el islote entre las brumas incandescentes. Un reflejo fugaz pareció brillar, como el guiño de un espejo en la distancia.

Segundos después, el destello brilló de nuevo para desvanecerse definitivamente. Irene frunció el ceño y advirtió la presencia de su madre abajo, en el porche. Simone, envuelta en un grueso jersey, contemplaba el mar en silencio. Sin necesidad de ver su rostro en la oscuridad, Irene supo que estaba llorando y que ambas tardarían en conciliar el sueño. En aquella primera noche en la Casa del Cabo, tras aquel primer paso hacia lo que parecía un horizonte de felicidad, la ausencia de Armand Sauvelle se hacía más dolorosa que nunca.

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