12. DOPPELGÄNGER

Nunca hubo una novia más bella al pie de un altar, ni la habrá jamás -dijo la máscara-. Nunca.

Simone podía oír el llanto silencioso de las velas ardiendo en la penumbra y, más allá de aquellos muros, el susurro del viento arañando el bosque de gárgolas que coronaba Cravenmoore. La voz de la noche.

– La luz que Alexandra trajo a mi vida borró cuantos recuerdos y miserias habían poblado mi memoria desde la infancia. Aún hoy, pienso que pocos mortales llegan a conocer ese umbral de felicidad, de paz. De algún modo dejé de ser aquel muchacho del distrito más mísero de París. Olvidé aquellos largos encierros en la oscuridad. Dejé atrás para siempre aquel sótano negro donde siempre creía oír voces, donde la voz de mis remordimientos me decía que vivía aquella sombra a la que la enfermedad de mi madre había abierto una puerta desde los infiernos. Olvidé aquella pesadilla que me persiguió durante años… En ella, una escalera descendía desde las profundidades del sótano de nuestra casa en la rue des Gobelins hasta las cuevas de la laguna Estigia. Todo aquello quedó atrás. ¿Y sabe usted por qué? Porque Alexandra Alma Maltisse, el verdadero ángel en mi vida, me enseñó que, en contra de lo que mi madre me había repetido desde que tuve uso de razón, yo no era malo. ¿Comprende, Simone? No era malo. Era como los demás, como cualquier otro. Era inocente.

La voz de Lazarus se detuvo un instante. Simone imaginó lágrimas deslizándose en silencio tras la máscara.

– Juntos exploramos Cravenmoore. Muchas personas piensan que todos los prodigios que contiene esta casa son creación mía. No es cierto. Apenas una pequeña parte ha salido de mis manos. El resto, galerías y galerías de maravillas que ni yo mismo acierto a comprender, ya estaba aquí cuando entré por primera vez. Cuánto tiempo llevaban en esta casa nunca lo sabré. Hubo una época en que pensé que otros antes que yo habían ocupado mi lugar. A veces, si me detengo a escuchar en silencio por la noche, creo oír el eco de otras voces, de otros pasos, que pueblan los pasillos de este palacio. En ocasiones pienso que el tiempo se ha detenido en cada habitación, en cada corredor vacío, y que todas las criaturas que habitan este lugar fueron un día de carne y hueso. Como yo.

»Dejé de preocuparme por esos misterios hace mucho tiempo, incluso después de comprobar que, tras meses de vivir en Cravenmoore, aún descubría nuevas estancias en las que no había estado jamás, nuevos pasadizos que conducían a alas desconocidas… Creo que algunos lugares, palacios milenario s que se pueden contar con los dedos de una mano, son mucho más que una simple construcción; están vivos. Tienen su propia alma y su propio modo de comunicarse con nosotros. Cravenmoore es uno de esos lugares. Nadie sabe cuándo fue construido. Ni quién lo hizo, ni por qué. Pero cuando esta casa me habla, yo escucho…

»Antes del verano de 1916, en la cúspide de nuestra felicidad, sucedió algo. En realidad, había comenzado ya un año antes, sin que yo tuviese conocimiento de ello. Al día siguiente de nuestra boda, Alexandra se levantó al alba y acudió a la gran sala oval para contemplar los cientos de regalos que habíamos recibido. De entre todos ellos, llamó su atención un pequeño cofre labrado a mano. Una joya. Alexandra, cautivada, lo abrió. Contenía una nota y un frasco de cristal. La nota, dirigida a ella, le decía que aquél era un obsequio especial. Una sorpresa. Le explicaba que el frasco contenía mi perfume predilecto, el perfume que empleaba mi madre, y que debía guardado hasta el día de nuestro primer aniversario antes de usarlo. Pero tenía que ser un secreto entre ella y el firmante, un viejo amigo de mi infancia, Daniel Hoffmann…

»Siguiendo fielmente las instrucciones, con el convencimiento de que de ese modo me haría feliz, Alexandra guardó el frasco durante doce meses hasta la fecha señalada. Llegado el día, lo rescató del cofre y lo abrió. No hace falta decirle que aquel frasco no contenía perfume alguno. Aquél era el frasco que yo había lanzado al mar en la víspera de nuestro enlace. Desde el instante en que Alexandra destapó el frasco, nuestra vida se convirtió en una pesadilla…

»Fue por entonces cuando empecé a recibir la correspondencia de Daniel Hoffmann. Esta vez me escribía desde Berlín, donde me explicaba que tenía una gran labor por delante que algún día habría de cambiar el mundo. Millones de niños estaban recibiendo sus visitas y sus obsequios. Millones de niños que algún día formarían el mayor ejército que haya conocido la Historia. Hasta la fecha, todavía no he comprendido a qué hacía referencia con esas palabras…

»En uno de sus primeros envíos, me obsequió con un libro, un tomo encuadernado en piel que parecía más viejo que el mismo mundo. Una sola palabra se podía leer en su cubierta: Doppelgänger. ¿Ha oído usted hablar del Doppelgänger, querida amiga? Por supuesto que no. Las leyendas y los viejos trucos de magia no interesan ya a nadie. Es un término de origen germánico; designa a la sombra que se desprende de su dueño y se vuelve en su contra. Pero eso, por supuesto, no es más que el principio. Así lo fue para mí. Para su información, le diré que en esencia el libro era un manual acerca de las sombras. Una pieza de museo. Cuando empecé su lectura, ya era tarde. Algo crecía oculto, amparado en la oscuridad de esta casa; mes a mes, como el huevo de una serpiente que espera el momento de eclosionar.

»En mayo de 1916, algo me empezó a suceder.

La luminosidad de aquel primer año con Alexandra se extinguió lentamente. Comencé a sospechar de la existencia de la sombra poco después. Cuando lo hice, sin embargo, ya no tenía remedio. Los primeros ataques no pasaron de ser sustos. Las ropas de Alexandra aparecían destrozadas. Las puertas se cerraban a su paso y manos invisibles empujaban objetos contra ella. Voces en la oscuridad. Apenas el principio…

»Esta casa tiene miles de rincones donde una sombra puede ocultarse. Comprendí entonces que no era más que el alma de su creador, de Daniel Hoffmann, y que la sombra crecería en ella, haciéndose más fuerte día a día. Y yo, por el contrario, me transformaría en un ser más débil. Toda la fuerza que había en mí pasaría a ser suya y, lentamente, mientras caminaba de vuelta a la oscuridad de mi infancia en Les Gobelins, yo pasaría a ser la sombra, y él, el maestro.

»Decidí cerrar la fábrica de juguetes y concentrarme en mi vieja obsesión. Quise volver a dar vida a Gabriel, aquel ángel de la guarda que me había protegido en París. En mi regreso a la infancia, creía que, si era capaz de volver a darle vida, él nos protegería a mí y a Alexandra de la sombra. Fue así como diseñé la criatura mecánica más poderosa que jamás hubiera soñado. Un coloso de acero. Un ángel para liberarme de mi pesadilla.

»¡Pobre ingenuo! Tan pronto aquel monstruoso ser fue capaz de levantarse de la mesa de mi taller, cualquier fantasía de obediencia que podía haber albergado se esfumó. No era a mí a quien escuchaba, sino al otro. A su maestro. Y él, la sombra, no podía existir sin mí, pues yo era la fuente de la que absorbía toda su fuerza. No sólo el ángel no me liberó de aquella vida miserable, sino que se transformó en el peor de los guardianes. El guardián de aquel secreto terrible que me condenaba para siempre, un guardián que se levantaría cada vez que algo o alguien pusiera en peligro ese secreto. Sin piedad.

»Los ataques a Alexandra se recrudecieron. La sombra era ahora más fuerte y su amenaza crecía día a día. Había decidido castigarme a través del sufrimiento de mi esposa. Había entregado a Alexandra un corazón que ya no me pertenecía. Aquel error habría de ser nuestra perdición. Cuando estaba a punto de perder la razón, comprobé que la sombra sólo actuaba cuando yo estaba en las inmediaciones. No podía vivir lejos de mí. Por este motivo, decidí abandonar Cravenmoore y refugiarme en la isla del faro. A nadie podía dañar allí. Si alguien tenía que pagar el precio de mi traición, ése era yo. Pero subestimé la fortaleza de Alexandra. Su amor por mí. Superando el terror y la amenaza a su vida, acudió en mi auxilio la noche del baile de máscaras. Tan pronto el velero en el que surcaba la bahía se aproximó al islote, la sombra cayó sobre ella y la arrastró a las profundidades. Aún puedo oír su risa en la oscuridad cuando emergió de entre las olas. Al día siguiente, volvió a refugiarse en aquel frasco de cristal. Durante los próximos veinte años no volví a verla…

Simone se alzó temblando de la silla y retrocedió paso a paso hasta que su espalda topó con la pared de la habitación. No podía seguir escuchando una sola palabra de los labios de aquel hombre, de aquel… enfermo. Sólo una cosa la mantenía en pie y le impedía rendirse al pánico que le inspiraba aquella figura enmascarada una vez escuchado su relato: la ira.

– Amiga mía, no, no… No cometa ese error…

¿No comprende qué es lo que sucede? Cuando usted y su familia llegaron aquí, no pude evitar que mi corazón se fijase en usted. No lo hice conscientemente. Ni siquiera me di cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde. Traté de apagar ese hechizo construyendo una máquina a su imagen y semejanza…

– ¿Qué?

– Creí… Al poco tiempo de que su presencia volviese a dar vida a esta casa, la sombra que había permanecido veinte años de nuevo dormida en aquel frasco maldito despertó de su limbo. No tardó en encontrar una víctima propicia para liberarla de nuevo…

– Hannah… -murmuró Simone.

– Sé lo que ahora debe de sentir y pensar, créame. Pero no hay escapatoria posible. He hecho cuanto he podido… Debe creerme…

La máscara se incorporó y caminó hacia ella. -¡No se acerque ni un paso más! -estalló Simone.

Lazarus se detuvo.

– No quiero hacerle daño, Simone. Soy su amigo. No me dé la espalda.

Ella sintió una oleada de odio que nacía en lo más profundo de su espíritu.

– Usted asesinó a Hannah…

– Simone…

– ¿Dónde están mis hijos?

– Ellos han elegido su propio destino…

Un puñal de hielo le desgarró el alma. -¿Qué… qué ha hecho con ellos? Lazarus alzó las manos enguantadas. -Han muerto…

Antes de que Lazarus pudiese finalizar sus palabras, Simone dejó escapar un alarido de furia y, asiendo uno de los candelabros de la mesa, se lanzó contra el hombre que tenía enfrente. La base del candelabro se estrelló con toda su fuerza en el centro de la máscara. El rostro de porcelana se rompió en mil pedazos y el candelabro se precipitó hacia la penumbra. No había nada allí.

Simone, paralizada, concentró los ojos en la masa negra que flotaba frente a ella. La silueta se despojó de los guantes blancos, desvelando únicamente oscuridad. Sólo entonces Simone pudo advertir aquel rostro demoníaco formarse frente a ella, una nube de sombras que adquiría lentamente volumen y siseaba como una serpiente, furiosa. Un alarido infernal rasgó sus oídos, un aullido que extinguió cada una de las llamas que ardían en la habitación. Por primera y última vez, Simone oyó la verdadera voz de la sombra. Después, las garras la atraparon y la arrastraron hacia la oscuridad.

A medida que se adentraban en el bosque, Ismael e Irene advirtieron que la tenue neblina que cubría la maleza se iba transformando paulatinamente en un manto de claridad incandescente. La niebla absorbía las luces parpadeantes de Cravenmoore y las expandía en un espejismo espectral, una verdadera selva de vapor áureo. Tan pronto rebasaron el umbral del bosque, la explicación de aquel extraño fenómeno se reveló desconcertante y, de algún modo, amenazadora. Todas las luces de la mansión brillaban con gran intensidad tras los ventanales, confiriendo a la gigantesca estructura la apariencia de un buque fantasmal alzándose de las profundidades.

Los dos muchachos se detuvieron frente a las compuertas de lanzas que franqueaban el paso hasta el jardín, contemplando aquella visión hipnótica. Envuelta en aquel manto de luz, la silueta de Cravenmoore parecía todavía más siniestra que en la oscuridad. Los rostros de decenas de gárgolas afloraban ahora como centinelas de pesadilla. Pero no fue esa visión la que detuvo sus pasos. Algo más flotaba en el aire, una presencia invisible e infinitamente más escalofriante. Los sonidos de decenas, de cientos de autómatas moviéndose y desplazándose en el interior de la mansión se filtraban en el viento; la música disonante de un tiovivo y las risas mecánicas de una jauría de criaturas ocultas en aquel lugar.

Ismael e Irene escucharon paralizados la voz de Cravenmoore durante unos segundos, rastreando el origen de aquella cacofonía infernal hasta la gran puerta principal. La entrada, ahora abierta de par en par, escupía un vaho de luz dorada tras el cual las sombras palpitaban y danzaban al son de aquella melodía que helaba la sangre. Irene apretó instintivamente la mano de Ismael y el muchacho le dirigió una mirada impenetrable.

– ¿Estás segura de querer entrar ahí? -preguntó él.

La silueta de una bailarina rotando sobre sí misma se recortó en una de las ventanas. Irene desvió la mirada.

– No tienes por qué venir conmigo. Al fin y al cabo, es mi madre…

– Es una oferta tentadora. No me la repitas dos veces -dijo Ismael.

– De acuerdo -asintió Irene-. Y pase lo que pase…

– Pase lo que pase.

Apartando de su mente las risas, la música, las luces y el macabro desfile de siluetas que poblaba aquel lugar, los dos muchachos enfilaron la escalinata de Cravenmoore. Tan pronto sintió el espíritu de la casa envolviéndolos, Ismael comprendió que cuanto habían visto hasta ahora no era más que el prólogo. El ángel y las demás máquinas de Lazarus no eran lo que lo asustaba. Había algo en aquella casa. Una presencia palpable y poderosa. Una presencia que destilaba odio y rabia. Y, de algún modo, Ismael supo que los estaba esperando.

Dorian golpeó una y otra vez la puerta de la gendarmería. El muchacho estaba sin aliento y sus piernas parecían a punto de derretirse. Había corrido como un poseso a través del bosque, hasta la Playa del Inglés, y después a lo largo de la interminable carretera que bordeaba la bahía hasta el pueblo, mientras el sol se ocultaba en el horizonte. No había parado ni un segundo, consciente de que, si se detenía, no volvería a dar un paso en diez años. Un solo pensamiento lo impulsaba hacia adelante: la imagen de aquella forma espectral portando a su madre hacia las tinieblas. Le bastaba recordarla para correr hasta el fin del mundo.

Cuando la puerta de la gendarmería se abrió finalmente, la oronda silueta del agente Jobart se adelantó dos pasos al frente. Los ojos diminutos del gendarme examinaron al muchacho, que parecía que fuera a desplomarse allí mismo. Dorian creyó estar observando a un rinoceronte. El gendarme ofreció una sonrisa sardónica y, hundiendo profesionalmente los pulgares en los bolsillos del uniforme, blandió su mueca de qué-horas-son-éstas-demolestar. Dorian suspiró y trató de tragar saliva, pero no le quedaba una gota.

– ¿Y bien? -escupió Jobart.

– Agua…

– Esto no es un bar, camarada Sauvelle.

La fina muestra de ironía probablemente pretendía evidenciar las envidiables dotes de reconocimiento e instinto de sabueso del paquidérmico policía. Con todo, Jobart dejó pasar al muchacho y procedió a servirle un vaso de agua de la cisterna. Dorian jamás hubiera sospechado que el agua pudiese ser tan deliciosa.

– Más.

Jobart le tendió otro vaso, esta vez ofreciéndole su mirada de Sherlock Holmes.

– De nada.

Dorian apuró hasta la última gota y se encaró al policía. Las instrucciones de Irene saltaron a su memoria, frescas y sin mácula.

– Mi madre ha tenido un accidente y está herida. Es grave. En Cravenmoore.

Jobart necesitó unos segundos para procesar tanta información.

– ¿Qué tipo de accidente? -inquirió con tono de fino observador.

– ¡Muévase! -estalló Dorian.

– Estoy solo. No puedo dejar el puesto.

El chico suspiró. De entre todos los cretinos que había en el planeta había ido a dar con un ejemplar de museo.

– ¡Llame por radio! ¡Haga algo! ¡Ahora!

El tono y la mirada de Dorian desprendieron cierta alarma capaz de hacer que Jobart desplazase su considerable trasero hacia la radio y conectase el aparato. Por un instante se volvió a mirar al muchacho, con aire de sospecha.

– ¡Llame! ¡Ya! -gritó Dorian.

Lazarus recuperó el sentido bruscamente, notando un dolor punzante en la nuca. Se llevó la mano hasta ese punto y palpó la herida abierta. Recordó vagamente el rostro de Christian en el pasillo del ala oeste. El autómata le había golpeado y lo había arrastrado hasta este lugar. Lazarus miró a su alrededor. Se encontraba en una de las habitaciones sin utilizar que poblaban Cravenmoore.

Lentamente, se incorporó y trató de poner en orden sus pensamientos. Un profundo cansancio le asaltó tan pronto se sostuvo sobre sus pies. Cerró los ojos y respiró profundamente. Al abrirlos, reparó en un pequeño espejo que pendía de una de las paredes. Se acercó a él y examinó su propio reflejo.

Luego, aproximándose hasta una diminuta ventana que daba a la fachada principal, observó cómo dos figuras cruzaban el jardín en dirección a la puerta principal.

Irene e Ismael franquearon el umbral de la puerta y penetraron en el haz de luz que emergía de las profundidades de la casa. El eco del tiovivo y el traqueteo metálico de miles de engranajes devueltos a la vida caló en ellos como un aliento helado. Cientos de diminutos mecanismos se movían en los muros. Un mundo de criaturas imposibles se agitaba en las vitrinas, en los móviles suspendidos en el aire. Resultaba imposible dirigir la vista a cualquier punto y no encontrar una de las creaciones de Lazarus en movimiento. Relojes con rostro, muñecos que caminaban como sonámbulos, rostros fantasmales que sonreían como lobos hambrientos…

– Esta vez no te separes de mí -dijo Irene.

– No pensaba hacerlo -replicó Ismael, abrumado por aquel mundo de seres que latían a su alrededor.

Apenas habían recorrido un par de metros cuando la puerta principal se cerró con fuerza a sus espaldas. Irene gritó y se aferró al chico. La silueta de un hombre gigantesco se alzó frente a ellos. Su rostro estaba cubierto por una máscara que representaba un payaso demoníaco. Dos pupilas verdes se expandieron tras la máscara. Los muchachos retrocedieron ante el avance de aquella aparición. Un cuchillo brilló en sus manos. La imagen de aquel mayordomo mecánico que les había abierto la puerta en su primera visita a Cravenmoore golpeó a Irene. Christian. Ése era su nombre. El autómata alzó el cuchillo en el aire.

– ¡Christian, no! -gritó Irene-. ¡No!

El mayordomo se detuvo. El cuchillo cayó de sus manos. Ismael miró a la chica sin comprender nada. La figura, inmóvil, los observaba.

– Rápido -instó la muchacha, adentrándose en la casa.

Ismael corrió tras ella, no sin antes recoger el cuchillo que Christian había soltado. Alcanzó a Irene bajo la fuga vertical que ascendía hacia la cúpula. La joven miró alrededor y trató de orientarse.

– ¿Dónde ahora? -preguntó Ismael, sin dejar de vigilar a su espalda.

Ella dudó, incapaz de optar por un camino a través del cual adentrarse en el laberinto de Cravenmoore.

Súbitamente, un golpe de aire frío los sacudió desde uno de los corredores y el sonido metálico de una voz cavernosa llegó hasta sus oídos.

– Irene… -susurró la voz.

Los nervios de la muchacha se trabaron en una red de hielo. La voz llegó de nuevo. Irene clavó los ojos en el extremo del corredor. Ismael siguió su mirada y la vio. Flotando sobre el suelo, envuelta en un manto de neblina, Simone avanzaba hacia ellos con los brazos extendidos. Un brillo diabólico bailaba en sus ojos. Unas fauces surcadas de colmillos acerados asomaron tras sus labios apergaminados.

– Mamá -gimió Irene.

– Ésa no es tu madre… -dijo Ismael, apartando a la chica de la trayectoria de aquel ser.

La luz golpeó aquel rostro y lo desveló en todo su horror. Ismael se abalanzó sobre Irene para esquivar las garras del autómata. La criatura giró sobre sí misma y se les encaró de nuevo. Tan sólo medio rostro se había completado. La otra mitad no era más que una máscara de metal.

– Es el muñeco que vimos. No es tu madre -dijo el muchacho, que trataba de arrancar a su amiga del trance en que la visión la había sumido-. Esa cosa los mueve como si fuesen marionetas…

El mecanismo que sostenía al autómata dejó escapar un chasquido. Ismael pudo ver cómo las garras viajaban hacia ellos de nuevo, a toda velocidad. El muchacho cogió a Irene y se lanzó a la fuga sin saber a ciencia cierta hacia adónde se dirigía. Corrieron tan rápidamente como se lo permitieron sus piernas a través de una galería f1anqueada por puertas que se abrían a su paso y siluetas que se descolgaban del techo.

– ¡Rápido! -gritó Ismael, oyendo el martille o de los cables de suspensión a sus espaldas.

Irene se volvió a mirar atrás. Las fauces caninas de aquella monstruosa réplica de su madre se cerraron a veinte centímetros de su rostro. Las cinco agujas de sus garras se lanzaron sobre su rostro. Ismael tiró de ella y la empujó al interior de lo que parecía una gran sala en la penumbra.

La chica cayó de bruces sobre el suelo y él cerró la puerta a su espalda. Las garras del autómata se clavaron sobre la puerta, puntas de flecha letales. -Dios mío… -suspiró-. Otra vez no…

Irene alzó la vista; su piel del color del papel. -¿Estás bien? -le preguntó Ismael.

La muchacha asintió vagamente para luego mirar a su alrededor. Paredes de libros ascendían hacia el infinito. Miles y miles de volúmenes formaban una espiral babilónica, un laberinto de escaleras y pasadizos.

– Estamos en la biblioteca de Lazarus.

– Pues espero que tenga otra salida, porque no pienso volver a mirar ahí detrás… -dijo Ismael señalando a su espalda.

– Debe de haberla. Creo que sí, pero no sé dónde está -dijo ella, aproximándose al centro de la gran sala mientras el chico trababa la puerta con una silla.

Si aquella defensa resistía más de dos minutos, se dijo, empezaría a creer en los milagros a pies juntillas. La voz de Irene murmuró algo a su espalda. El muchacho se volvió y la vio junto a una mesa de lectura, examinando un libro de aspecto centenario.

– Hay algo aquí -dijo ella.

Un oscuro presentimiento se despertó en él. -Deja ese libro.

– ¿Por qué? -preguntó Irene, sin comprender.

– Déjalo.

La joven cerró el volumen e hizo lo que su amigo le indicaba. Las letras doradas sobre la cubierta brillaron a la lumbre de la hoguera que caldeaba la biblioteca: Doppelgänger.

Irene apenas se había alejado unos pasos del escritorio cuando sintió que una intensa vibración atravesaba la sala bajo sus pies. Las llamas de la hoguera palidecieron y algunos de los tomos en las interminables hileras de estanterías empezaron a temblar. La muchacha corrió hasta Ismael.

– ¿Qué demonios…? -dijo él, percibiendo también aquel intenso rumor que parecía provenir de lo más profundo de la casa.

En ese momento, el libro que Irene había dejado sobre el escritorio se abrió violentamente de par en par. Las llamas de la hoguera se extinguieron, aniquiladas por un aliento gélido. Ismael rodeó a la joven con sus brazos y la apretó contra sí. Algunos libros empezaron a precipitarse al vacío desde las alturas, impulsados por manos invisibles.

– Hay alguien más aquí -susurró Irene-. Puedo sentirlo…

Las páginas del libro empezaron a volverse lentamente al viento, una tras otra. Ismael contempló las láminas del viejo volumen, que brillaban con luz propia, y advirtió por primera vez cómo las letras parecían evaporarse una a una, formando una nube de gas negro que adquiría forma sobre el libro. Aquella silueta informe fue absorbiendo palabra a palabra, frase a frase.

La forma, más densa ahora, le hizo pensar en un espectro de tinta negra suspendido en el vacío.

La nube de negrura se expandió y las formas de unas manos, unos brazos y un tronco se esculpieron de la nada. Un rostro impenetrable emergió de la sombra.

Ismael e Irene, paralizados por el terror, contemplaron electrizados aquella aparición y cómo, alrededor de ella, otras formas, otras sombras cobraban vida de entre las páginas de aquellos libros caídos. Lentamente, un ejército de sombras se desplegó ante sus ojos incrédulos. Sombras de niños, de ancianos, de damas ataviadas con extrañas galas… Todos ellos parecían espíritus atrapados, demasiado débiles para adquirir consistencia y volumen. Rostros en agonía, aletargados y desprovistos de voluntad. Al contemplarlos, Irene sintió que se encontraba frente a las almas perdidas de decenas de seres atrapados en un terrible maleficio. Los vio extender sus manos hacia ellos, suplicando ayuda, pero sus dedos se escindían en espejismos de vapor. Podía sentir el horror de su pesadilla, del sueño negro que los atenazaba.

Durante los escasos segundos que duró aquella visión, se preguntó quiénes eran y cómo habían llegado hasta allí. ¿Habían sido alguna vez incautos visitantes de aquel lugar, como ella misma? Por un instante esperó reconocer a su madre entre aquellos espíritus malditos, hijos de la noche. Pero, a un simple gesto de la sombra, sus cuerpos vaporosos se fundieron en un torbellino de oscuridad que atravesó la sala.

La sombra abrió sus fauces y absorbió todas y cada una de esas almas, arrancándoles la poca fuerza que todavía vivía en ellas. Un silencio mortal siguió a su desaparición. Luego, la sombra abrió los ojos y su mirada proyectó un halo sangrante en la tiniebla.

Irene quiso gritar, pero su voz se perdió en el estruendo brutal que sacudió Cravenmoore.

Una a una, todas las ventanas y las puertas de la casa se estaban sellando como lápidas. Ismael oyó aquel eco cavernoso recorrer los cientos de galerías de Cravenmoore, y sintió que sus esperanzas de salir de aquel lugar con vida se evaporaban en la oscuridad.

Tan sólo un resquicio de claridad trazaba una aguja de luz a través de la bóveda del techo, una cuerda floja de luz suspendida en lo alto de aquella siniestra carpa circense. La luz se grabó en la mirada de Ismael, y el muchacho, sin esperar un segundo más, asió la mano de Irene y la condujo hacia el extremo de la sala, a tientas.

– Quizá la otra salida esté ahí -susurró.

Irene siguió la trayectoria que señalaba el índice del chico. Sus ojos reconocieron el filamento de luz, que parecía emerger del orificio de una cerradura. La biblioteca estaba organizada en óvalos concéntricos recorridos por un estrecho pasillo que ascendía en espiral por la pared y hacía las veces de distribuidor a las diferentes galerías que partían de él. Simone le había hablado de ello, comentándole aquel capricho arquitectónico: si alguien seguía aquel corredor hasta el fin, llegaba casi hasta el tercer piso de la mansión. Una suerte de torre de Babel de puertas adentro, imaginó. Esta vez fue ella quien guió a Ismael hasta el corredor y, una vez en él, se apresuró a ascender.

– ¿Sabes adónde vas? -preguntó el muchacho.

– Confía en mí.

Ismael corrió tras ella, sintiendo cómo el suelo ascendía lentamente bajo sus pies a medida que se adentraban en el corredor. Una fría corriente de aire le acarició la nuca e Ismael observó la espesa mancha negra que se esparcía sobre el suelo a su espalda. La sombra tenía una textura casi sólida, y sólo su contorno parecía fundirse con la oscuridad. La mancha espectral se desplazaba como una lámina de aceite, espeso y brillante.

Al cabo de unos segundos, aquel ente de negrura líquida se extendió bajo sus pies. Ismael sintió un espasmo gélido, similar al de caminar en aguas heladas.

– ¡Rápido! -exclamó.

El origen de la línea de luz nacía, tal como habían supuesto, en la cerradura de una puerta que apenas se encontraba a media docena de metros de ellos. Ismael apretó el paso y consiguió rebasar el rastro de la sombra bajo sus pies por unos instantes. Las probabilidades de que aquella puerta estuviese abierta se le antojaban nulas. De poco les serviría alcanzar la puerta si ésta no conducía a ninguna parte.

Irene palpó la cerradura en la penumbra, en busca de un resorte que le permitiese abrirla. El muchacho se volvió para comprobar dónde se encontraba la sombra y sus ojos descubrieron el manto de azabache que se alzaba frente a él, una escultura de gas espeso que adquiría forma lentamente. Un rostro de alquitrán se materializó. Un rostro familiar.

Ismael creyó que sus ojos le estaban engañando y parpadeó. El rostro seguía allí. El suyo propio.

Su oscuro reflejo le sonrió malévolamente y una lengua de reptil asomó entre los labios. Instintivamente, Ismael extrajo el cuchillo que había arrebatado al autómata del vestíbulo y lo blandió frente a la sombra. La silueta escupió su gélido aliento sobre el arma y una red de escarcha y astillas de hielo ascendió desde la punta del filo hasta la empuñadura. El metal congelado le transmitió una fuerte sensación de quemazón en la palma de la mano. El frío, un frío intenso, quemaba tanto o más que el fuego.

Ismael estuvo a punto de soltar el arma, pero resistió el espasmo muscular que le agarrotó el antebrazo y trató de hundir la hoja del cuchillo en el rostro de la sombra. La lengua se desprendió de ella al contacto con el filo y cayó sobre uno de sus pies. Instantáneamente, la pequeña masa negra le rodeó el tobillo como una segunda piel y empezó a ascender lentamente. El contacto viscoso y helado de aquella materia le provocó náuseas.

En ese momento, oyó el crujido de la cerradura con la que Irene estaba forcejeando a su espalda y un túnel de luz se abrió ante ellos. La chica corrió hacia el otro lado de la puerta e Ismael la siguió, cerrando de nuevo la puerta y dejando a su perseguidor al otro lado. La porción desprendida de la sombra trepó por su muslo y adquirió la forma de una gran araña. Una punzada de dolor le sacudió la pierna. Ismael gritó e Irene trató de expulsar aquel monstruoso arácnido. La araña se volvió contra la muchacha y saltó sobre ella. Irene dejó escapar un alarido de terror.

– ¡Quítamela!

Ismael, desconcertado, miró a su alrededor y descubrió cuál era la fuente de luz que los había guiado. Una hilera de velas se perdía en la penumbra, en una procesión fantasmal.

El chico agarró una de las velas y acercó la llama a la araña, que buscaba la garganta de Irene. Al simple contacto con el fuego, aquel ser profirió un siseo de rabia y dolor y se descompuso en una lluvia de gotas negras que cayeron al suelo. Ismael soltó la vela y apartó a Irene del alcance de aquellos fragmentos. Las gotas se deslizaron gelatinosamente sobre el suelo y se unieron en un solo cuerpo que reptó hasta la puerta y se filtró de vuelta al otro lado.

– El fuego. El fuego le asusta… -dijo Irene.

– Pues eso es lo que vamos a darle.

Ismael recogió la vela y la colocó al pie de la puerta mientras Irene echaba un vistazo a la estancia en la que se encontraban. El lugar parecía más una antesala semidesnuda, sin muebles, y cubierta por décadas de polvo. Probablemente, aquella cámara había servido en algún tiempo como almacén o depósito adicional a la biblioteca. Un análisis más atento, sin embargo, revelaba formas sobre el techo. Pequeñas tuberías. Irene tomó una de las velas y, alzándola sobre su cabeza, examinó la sala. El brillo de azulejos y mosaicos sobre los muros se encendió a la llama de la vela.

– ¿Dónde diablos estamos? -preguntó Ismael.

– No lo sé… Parecen, parecen unas duchas…

La lumbre de la vela reveló los aspersores metálicos, redes de cientos de orificios en forma de campana que pendían de las cañerías. Las bocas estaban herrumbrosas y tramadas de una ciudadela de telarañas.

– Sea lo que sea, hace siglos que nadie las…

No había acabado de pronunciar esta frase cuando se oyó un quejido metálico, el sonido inconfundible de un grifo oxidado que giraba. Allí dentro, junto a ellos.

Irene apuntó la vela hacia la pared de azulejos y ambos vieron cómo dos llaves de paso estaban girando lentamente.

Una profunda vibración recorría los muros.

Luego, tras unos segundos de silencio, los dos muchachos pudieron rastrear aquel sonido, el sonido de algo que se arrastraba a través de las tuberías, sobre sus cabezas. Algo se estaba abriendo camino en las estrechas cañerías.

– ¡Está aquí! -gritó Irene.

Él asintió, sin apartar los ojos de los aspersores.

En cuestión de segundos, una masa impenetrable empezó a filtrarse lentamente a través de los orificios. Irene e Ismael retrocedieron despacio, sin apartar la vista de la sombra que se formaba poco a poco frente a ellos, como las partículas de un reloj de arena forman una montaña al caer.

Dos ojos se dibujaron en la oscuridad. El rostro de Lazarus, afable, les sonrió. Una visión tranquilizadora, de no haber sabido antes que aquello que tenían frente a sí no era Lazarus. Irene avanzó un paso hacia él.

– ¿Dónde está mi madre? -preguntó, desafiante.

Una voz profunda, inhumana, se dejó oír. -Está conmigo.

– Apártate de él-dijo Ismael.

La sombra clavó sus ojos en él y el muchacho pareció entrar en trance. Irene sacudió a su amigo y quiso apartado de la sombra, pero él permanecía bajo el influjo de aquella presencia, incapaz de reaccionar. La chica se interpuso entre ambos y abofeteó a Ismae1, lo que consiguió arrancarlo de aquel estado. El rostro de la sombra se descompuso en una máscara de rabia, y dos largos brazos se extendieron hacia ellos. Irene empujó a Ismael hasta la pared y trató de esquivar la presa de aquellas garras.

En ese momento, una puerta se abrió en la oscuridad y un halo de luz apareció al otro lado de la estancia. La silueta de un hombre sosteniendo un farol de aceite se recortó en el umbral.

– ¡Fuera de aquí! -gritó, permitiendo a Irene reconocer su voz: era Lazarus Jann, el fabricante de juguetes.

La sombra profirió un alarido de odio y una a una las llamas de las velas se extinguieron. Lazarus avanzó hacia la sombra. Su rostro parecía el de un hombre mucho mayor de lo que Irene recordaba. Sus ojos, inyectados en sangre, acusaban un terrible cansancio, los ojos de un hombre devorado por una cruel enfermedad.

– ¡Fuera de aquí! -gritó de nuevo.

La sombra dejó entrever un rostro demoníaco y se transformó en una nube de gas, filtrándose entre los resquicios del suelo, hasta escapar por una grieta en los muros. Un sonido similar al del viento azotando tras las ventanas acompañó su huida.

Lazarus permaneció observando aquella grieta por espacio de varios segundos y, finalmente, dirigió su penetrante mirada hacia ellos.

– ¿Qué creéis que estáis haciendo aquí? -preguntó sin ocultar su ira.

– He venido a buscar a mi madre y no me iré sin ella -declaró Irene, sosteniendo aquella mirada intensa y escrutadora sin parpadear.

– No sabes a lo que te estás enfrentando… -dijo Lazarus-. Rápido, por aquí. No tardará en volver.

Lazarus los guió al otro lado de la puerta. -¿Qué es eso? ¿Qué es lo que hemos visto?

– preguntó Ismael.

Lazarus lo observó detenidamente. -Soy yo. Eso que has visto soy yo…

Lazarus los condujo a través de un intrincado laberinto de túneles que parecía recorrer las entrañas de Cravenmoore, a modo de estrechos conductos paralelos a galerías y corredores. El camino estaba flanqueado por numerosas puertas cerradas a ambos lados, dobles entradas a las decenas de habitaciones y salas de la mansión. El eco de sus pasos quedaba confinado a aquel angosto pasaje, y daba la sensación de que un ejército invisible los estuviese siguiendo.

El farol de Lazarus esparcía un anillo de luz ámbar sobre los muros. Ismael observó su propia sombra y la de Irene caminar junto a ellos en la pared. Lazarus no proyectaba sombra alguna. El fabricante de juguetes se detuvo frente a una puerta alta y estrecha, y extrajo una llave con la que abrió el cerrojo. Oteó el extremo del corredor por el que habían llegado hasta allí y les indicó que entrasen.

– Por aquí -dijo nerviosamente-. No volverá aquí, al menos durante unos minutos…

Ismael e Irene intercambiaron una mirada de sospecha.

– No tenéis más alternativa que confiar en mí -añadió Lazarus, advirtiéndolos.

El muchacho suspiró y se adelantó hacia el interior de la cámara. Irene y Lazarus lo siguieron y él cerró de nuevo la puerta. La luz del farol desveló un muro cubierto por multitud de fotografías y recortes. En un extremo se apreciaba una pequeña cama y un escritorio desnudo. Lazarus dejó reposar el farol sobre el suelo y observó cómo los dos muchachos examinaban todos aquellos pedazos de papel adheridos a la pared.

– Debéis abandonar Cravenmoore mientras todavía estéis a tiempo.

Irene se volvió hacia él.

– No es a vosotros a quienes quiere -añadió el fabricante de juguetes-. Es a Simone.

– ¿Por qué? ¿Qué pretende hacer con ella? Lazarus bajó la mirada.

– Quiere destruida. Para castigarme. Y hará lo mismo con vosotros si os interponéis en su camino. -¿Qué significa todo eso? ¿Qué pretende decirnos? -preguntó Ismael.

– Cuanto tenía que deciros os lo he dicho ya. Debéis salir de aquí. Tarde o temprano volverá, y esta vez yo no podré hacer nada por protegeros.

– Pero ¿quién volverá?

– Lo has visto con tus propios ojos.

En ese momento, un estruendo lejano se oyó en algún lugar de la casa. Aproximándose. Irene tragó saliva y miró a Ismael. Pisadas. Una tras otra, estallando como disparos, cada vez más cerca. Lazarus sonrió débilmente.

– Ahí viene -anunció-. No os queda mucho tiempo.

– ¿Dónde está mi madre? ¿Adónde la ha llevado? -exigió la muchacha.

– No lo sé, pero aunque lo supiera, de nada serviría.

– Usted construyó esa máquina con su rostro… -acusó Ismael.

– Creí que le bastaría con eso, pero quería más.

La quería a ella.

Las pisadas infernales se oyeron entonces detrás de la puerta, enfilando el corredor.

– Al otro lado de esa puerta -explicó Lazarus- hay una galería que conduce a la escalera principal. Si os queda una gota de sentido común, corred hasta allí y alejaos de esta casa para siempre.

– No iremos a ninguna parte -dijo Ismael-. No sin Simone.

La puerta por la que habían entrado sufrió una fuerte sacudida. Un instante después, una lámina negra se esparció bajo el umbral de la entrada. -Salgamos -urgió Ismael.

La sombra rodeó el farol y resquebrajó el cristal.

Con una bocanada de aire helado, la llama se extinguió. Desde la oscuridad, Lazarus contempló cómo los muchachos escapaban por la otra salida. Junto a él, se alzaba una silueta negra e insondable.

– Déjalos en paz -murmuró-o Son sólo dos chicos. Déjalos marchar. Tómame a mí de una vez. ¿No es eso lo que buscas?

La sombra sonrió.

La galería en la que se encontraban cruzaba el eje central de Cravenmoore. Irene reconoció aquel enclave de corredores y guió a Ismael hasta la base de la cúpula. Las nubes en tránsito podían verse a través de las vidrieras, grandes gigantes de algodón negro que surcaban el cielo. La linterna, una suerte de émbolo que coronaba la cúspide de la cúpula, desprendía un hipnótico halo de reflejos caleidoscópicos.

– Por aquí -indicó la chica.

– Por aquí, ¿adónde? -preguntó Ismael nerviosamente.

– Creo que sé dónde la tiene.

Él echó un vistazo a su espalda. El corredor permanecía a oscuras, sin señal aparente de movimiento, aunque el muchacho comprendió que la sombra podía estar avanzando en aquella dirección sin que pudieran advertido.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -dijo, ansioso por alejarse de allí cuanto antes.

– Sígueme.

Irene enfiló una de las alas que se extendía en la penumbra e Ismael la siguió. Lentamente, la claridad de la linterna se fue adormeciendo y las siluetas de las criaturas mecánicas que poblaban ambos flancos se convirtieron apenas en perfiles oscilantes. Las voces, las risas y el martilleo de los cientos de mecanismos ahogaban el sonido de sus pasos. El chico volvió la vista atrás de nuevo, escrutando la boca de aquel túnel en el que se estaban aventurando. Una bocanada de aire frío penetró en la galería. Mirando a su alrededor, Ismael reconoció las cortinas de gasa ondeando al frente, grabadas con aquella inicial que se mecía lentamente.

A

– Estoy segura de que la tiene ahí -dijo Irene. Más allá de los cortinajes, la puerta de madera labrada se alzaba cerrada en el extremo del corredor.

Una nueva bocanada de aire frío los envolvió, agitando los visillos.

Ismael se detuvo y clavó la mirada en la negrura. El muchacho, tenso como un cable de acero, trataba de dilucidar entre la penumbra.

– ¿Qué pasa? -preguntó Irene, advirtiendo el desconcierto que se había apoderado de él.

El chico despegó los labios para responder, pero se detuvo. Ella observó el corredor tras ellos. Un simple punto de luz en el extremo del túnel. El resto, tinieblas.

– Está ahí -dijo el muchacho-. observándonos.

Irene se aferró a él. -¿No lo sientes?

– No nos detengamos aquí, Ismael.

Él asintió, pero su pensamiento estaba en otro lugar. Irene tomó su mano y lo condujo hasta la puerta de la habitación. El chico no apartó los ojos del corredor a su espalda en todo el trayecto. Finalmente, cuando ella se detuvo frente a la entrada, ambos intercambiaron una mirada. Sin mediar palabra, Ismael posó la mano sobre el pomo y lo hizo girar lentamente. La cerradura cedió con un débil chasquido metálico y el propio peso de la gruesa lámina de madera hizo que la puerta se desplazase hacia adentro, girando sobre los goznes.

Una bruma teñida de azul evanescente velaba la habitación, apenas interrumpida por los destellos escarlatas que emanaban del fuego.

Irene avanzó unos pasos hacia el interior de la estancia. Todo estaba como lo recordaba. El gran retrato de Alma Maltisse brillaba sobre el hogar y sus reflejos se esparcían por la densa atmósfera de la cámara, insinuando los contornos de las cortinas de seda transparente que rodeaban el palanquín del lecho. Ismael cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y siguió a Irene.

El brazo de la muchacha lo detuvo. Señaló una butaca orientada frente al fuego, de espaldas a ellos. De uno de los brazos pendía una mano pálida, caída sobre el suelo como una flor marchita.

Junto a ella brillaban los fragmentos rotos de una copa sobre una lámina de líquido, perlas candentes sobre un espejo. Irene sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho. Soltó la mano de Ismael y se acercó paso a paso a la butaca. La claridad danzante de las llamas iluminó su rostro aletargado: Simone.

Irene se arrodilló junto a su madre y tomó su mano. Durante unos segundos fue incapaz de encontrarle el pulso.

– Dios mío…

Ismael se apresuró hasta el escritorio y cogió una pequeña bandeja de plata. Corrió hasta Simone y la colocó frente a su rostro. Una tenue nube de vaho tiñó la superficie de la placa. Irene respiró profundamente.

– Está viva -dijo Ismael, observando el rostro inconsciente de la mujer y creyendo ver en ella a una Irene madura y sabia.

– Hay que sacada de aquí. Ayúdame.

Cada uno se apostó a un lado de Simone y, rodeándola con sus brazos, trataron de izarla de la butaca.

Apenas la habían levantado unos centímetros cuando un susurro profundo, escalofriante, se oyó en el interior de la habitación. Ambos se detuvieron y miraron a su alrededor. El fuego proyectaba múltiples visiones fugaces de sus propias sombras sobre las paredes.

– No perdamos tiempo -lo urgió Irene. Ismael izó de nuevo a Simone, pero esta vez el sonido se oyó más próximo y sus ojos lo rastrearon. ¡La lámina del retrato! En un instante, el velo que recubría el óleo se combó en una plancha de oscuridad líquida, adquiriendo volumen y desplegando dos largos brazos acabados en garras afiladas como estiletes.

Ismael trató de retirarse, pero la sombra saltó desde la pared como un felino, trazando una trayectoria en la penumbra y posándose a su espalda. Por un segundo, lo único que el muchacho pudo ver fue su propia sombra observándolo. Después, del contorno de su propia silueta emergió otra que creció gelatinosamente hasta engullir completamente su propia sombra. El muchacho sintió que el cuerpo de Simone se le resbalaba de los brazos. Una poderosa garra de gas helado le rodeó el cuello y lo lanzó contra la pared con una fuerza incontenible.

– ¡Ismael! -gritó Irene.

La sombra se volvió hacia ella. La joven corrió hacia el otro extremo de la habitación. Las sombras a sus pies se cerraron sobre ella dibujando una flor mortal. Sintió el contacto helado, estremecedor, de la sombra envolviendo su cuerpo y paralizando sus músculos. Trató de forcejear inútilmente mientras contemplaba horrorizada cómo, desde el techo, se desprendía un manto de oscuridad que tomaba la forma del rostro familiar de Hannah. La réplica espectral le dirigió una mirada de odio y los labios de vapor dejaron entrever largos colmillos húmedos y relucientes.

– Tú no eres Hannah -dijo Irene, con un hilo de voz.

La sombra la abofeteó y un corte se abrió sobre su mejilla. En un instante, las gotas de sangre que afloraban de la herida fueron absorbidas por la sombra, como si una fuerte corriente de aire las aspirase. Un espasmo de náusea la golpeó. La sombra blandió dos dedos largos y puntiagudos, como dagas, frente a sus ojos, aproximándose.

Ismael oyó aquella voz ronca y maléfica mientras se incorporaba de nuevo, aturdido por el golpe. La sombra sostenía a Irene en el centro de la habitación, dispuesta a aniquilada. El muchacho gritó y se abalanzó contra la masa. Su cuerpo la atravesó y la sombra se escindió en miles de diminutas gotas que cayeron sobre el suelo en una lluvia de carbón líquido. Ismael levantó a Irene y la retiró del alcance de la sombra. Sobre el pavimento, los fragmentos se unieron en un torbellino que sacudió las piezas del mobiliario que la rodeaban y las propulsó hacia paredes y ventanas, convertidas en proyectiles mortales.

Ismael e Irene se tiraron al suelo. El escritorio atravesó una de las cristaleras y la pulverizó. Ismael rodó sobre Irene, cubriéndola del impacto. Cuando alzó de nuevo la vista, el torbellino de oscuridad se estaba solidificando. Dos grandes alas negras se extendieron y la sombra emergió, mayor que nunca y más poderosa. Alzó una de sus garras y mostró la palma abierta. Dos ojos y unos labios se desplegaron sobre ella.

Ismael extrajo de nuevo su cuchillo y lo blandió frente a él, situando a Irene a su espalda. La sombra se alzó y se desplazó hacia ellos. Su garra asió la hoja del cuchillo. Ismael percibió la corriente helada ascendiendo por sus dedos y su mano, paralizándole el brazo.

El arma cayó al suelo y la sombra envolvió al chico. Irene trató de asirlo en vano. La sombra conducía a Ismael hacia el fuego.

Justo entonces, la puerta de la estancia se abrió y la silueta de Lazarus Jann apareció en el umbral.

La luz espectral que emergía del bosque se reflejó sobre el parabrisas del coche de la gendarmería, que abría la formación. Tras él, el vehículo del doctor Giraud y una ambulancia reclamada del dispensario de La Rochelle cruzaban la carretera de la Playa del Inglés a toda velocidad.

Dorian, sentado junto al comisario jefe, Henri Faure, fue el primero en advertir el halo dorado que se filtraba entre los árboles. La silueta de Cravenmoore se adivinó tras el bosque, un gigantesco carrusel fantasmal entre la niebla.

El comisario frunció el ceño y observó aquella visión que jamás había contemplado en cincuenta y dos años de vida en aquel pueblo.

– ¡Más de prisa! -instó Dorian.

El comisario miró al muchacho y, mientras aceleraba, empezó a preguntarse si la historia de aquel supuesto accidente tenía algo de cierta.

– ¿Hay algo que no nos hayas dicho?

Dorian no respondió y se limitó a mirar al frente.

El comisario aceleró a fondo.

La sombra se volvió y, al ver a Lazarus, dejó caer a Ismael como un peso muerto. El muchacho golpeó contra el suelo con fuerza y profirió un grito ahogado de dolor. Irene corrió a socorrerlo. -Sácalo de aquí -dijo Lazarus, avanzando lentamente hacia la sombra, que se retiraba.

Ismael notó una punzada en un hombro y gimió. -¿Estás bien? -preguntó la muchacha.

El chico balbuceó algo incomprensible, pero se incorporó y asintió. Lazarus les dirigió una mirada impenetrable.

– Lleváosla y salid de aquí -dijo.

La sombra susurraba frente a él como una serpiente al acecho. De pronto saltó hacia el muro y el retrato la absorbió de nuevo.

– ¡He dicho que os marchéis de aquí! -gritó Lazarus.

Ismael e Irene cogieron a Simone y la arrastraron hacia el umbral de la habitación. Justo antes de salir, Irene se volvió a mirar a Lazarus y vio cómo el fabricante de juguetes se acercaba al lecho protegido por los velos y los apartaba con infinita ternura. La silueta de aquella mujer se perfiló tras las cortinas.

– Espera… -murmuró Irene con el corazón en un puño.

Tenía que ser Alma. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al advertir las lágrimas en el rostro de Lazarus. El fabricante de juguetes abrazó a Alma. Jamás en la vida Irene había visto a alguien abrazar a otra persona con semejante cuidado. Cada gesto, cada movimiento de Lazarus denotaba un cariño y una delicadeza que sólo una vida entera de veneración podían otorgar. Los brazos de Alma lo rodearon también y, por un instante mágico, ambos permanecieron unidos en la penumbra, más allá de este mundo. Sin saber por qué, Irene sintió deseos de llorar, pero una nueva visión, terrible y amenazadora, se cruzó en su camino.

La mancha se estaba deslizando, sinuosamente, desde el retrato hacia el lecho. Una punzada de pánico invadió a la joven.

– ¡Lazarus, cuidado!

El fabricante de juguetes se volvió y contempló cómo la sombra se alzaba frente a sí, rugiendo de rabia. Sostuvo la mirada de aquel ser infernal durante un segundo, sin mostrar temor alguno. Luego, los miró a ellos dos; sus ojos parecían transmitirles palabras que no acertaban a comprender. Súbitamente, Irene entendió lo que Lazarus se disponía a hacer.

– ¡No! -gritó, sintiendo que Ismael la retenía. El fabricante de juguetes se acercó a la sombra. -No te la llevarás otra vez…

La sombra alzó una garra, dispuesta a atacar a su dueño. Lazarus introdujo la mano en su chaqueta y extrajo un objeto brillante. Un revólver.

La risa de la sombra reverberó en la estancia como el aullido de una hiena.

Lazarus apretó el gatillo. Ismael lo miró, sin comprender. Entonces, el fabricante de juguetes le sonrió débilmente y el revólver cayó de sus manos. Una mancha oscura se esparcía sobre su pecho. Sangre.

La sombra dejó escapar un alarido que estremeció toda la mansión. Un alarido de terror.

– ¡Oh Dios… -gimió Irene.

Ismael corrió a socorrerlo, pero Lazarus alzó una mano para detenerlo.

– No. Dejadme con ella. Y marchaos de aquí… -murmuró, dejando escapar un hilo de sangre por la comisura de los labios.

Ismael lo sostuvo en sus brazos y lo acercó al lecho. Al hacerlo, la visión de un rostro pálido y triste le golpeó como una puñalada. Ismael contempló a Alma Maltisse cara a cara. Sus ojos llorosos lo miraron fijamente, perdidos en un sueño del que nunca podría despertar.

Una máquina.

Durante todos esos años, Lazarus había vivido con una máquina para mantener el recuerdo de su esposa, el recuerdo que la sombra le había arrebatado.

Ismael, paralizado, dio un paso atrás. Lazarus lo miró, suplicante.

– Déjame solo con ella, por favor.

– Pero… no es más que… -empezó Ismael.

– Ella es todo lo que tengo…

El chico comprendió entonces por qué nunca se encontró el cuerpo de aquella mujer ahogada en el islote del faro. Lazarus lo había rescatado de las aguas y le había devuelto la vida, una vida inexistente, mecánica. Incapaz de afrontar la soledad y la pérdida de su esposa, había creado un fantasma a partir de su cuerpo, un triste reflejo con el que había convivido durante veinte años. Y mirando sus ojos agonizantes, Ismael supo también que, en el fondo de su corazón, de algún modo que no acertaba a comprender, Alexandra Alma Maltisse seguía viva.

El fabricante de juguetes le dirigió una última mirada llena de dolor. El muchacho asintió lentamente y volvió junto a Irene. Ella advirtió su rostro blanco, como si hubiera visto a la propia muerte.

– ¿Que…?

– Salgamos de aquí. Pronto -apremió Ismael.

– Pero…

– ¡He dicho que salgamos de aquí!

Juntos arrastraron a Simone hasta el corredor. La puerta se cerró a sus espaldas con fuerza, sellando a Lazarus en la habitación. Irene e Ismael corrieron, como pudieron, a través del pasillo hacia la escalinata principal, tratando de ignorar los aullidos inhumanos que se oían al otro lado de aquella puerta. Era la voz de la sombra.

Lazarus Jann se incorporó del lecho y, tambaleándose, se enfrentó a la sombra. El espectro le dirigió una mirada desesperada. Aquel diminuto orificio que la bala había practicado estaba creciendo, y la devoraba también a ella a cada segundo. La sombra saltó de nuevo para refugiarse en el cuadro, pero esta vez Lazarus cogió un madero encendido y dejó que las llamas prendiesen el óleo.

El fuego se esparció sobre la pintura como las ondas en un estanque. La sombra aulló y, en las tinieblas de la biblioteca, las páginas de aquel libro negro empezaron a sangrar hasta prender en llamas.

Lazarus se arrastró de nuevo hasta el lecho, pero la sombra, henchida de ira y devorada por las llamas, se lanzó tras él, dejando un rastro de fuego a su paso. Las cortinas del palanquín prendieron y las lenguas ardientes se esparcieron por el techo y el suelo, devorando con rabia cuanto encontraban. En apenas unos segundos, un infierno asfixiante se extendió por la habitación.

Las llamas asomaron por una de las ventanas y el fuego hizo saltar por los aires los pocos cristales que quedaban intactos, succionando el aire nocturno con fuerza insaciable. La puerta de la cámara salió despedida en llamas hacia el corredor y, lenta pero inexorablemente, el fuego, como una plaga, fue apoderándose de toda la mansión.

Caminando entre las llamas, Lazarus extrajo el frasco de cristal que había albergado a la sombra durante años y lo alzó en sus manos. Con un alarido desesperado, la sombra penetró en él. Las paredes de cristal se astillaron en una telaraña de hielo. Lazarus tapó el frasco y, contemplándolo por última vez, lo arrojó al fuego. El frasco estalló en mil pedazos; como el aliento moribundo de una maldición, la sombra se extinguió para siempre. Y con ella, el fabricante de juguetes sintió cómo la vida se le escapaba lentamente por aquella herida fatal.

Cuando Irene e Ismael emergieron por la puerta principal llevando a Simone inconsciente en brazos, las llamas asomaban ya por los ventanales del tercer piso. En apenas unos segundos, las vidrieras fueron estallando una a una, despidiendo una tormenta de cristal ardiente sobre el jardín. Los muchachos corrieron hasta el umbral del bosque y sólo cuando estuvieron al amparo de los árboles se detuvieron a mirar atrás.

Cravenmoore ardía.

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