De todos los amaneceres de su vida, ninguno habría de parecerle más luminoso a Irene que aquel del 22 de junio de 1937. El mar resplandecía como un manto de diamantes bajo un cielo cuya transparencia jamás hubiese creído posible durante los años que había vivido en la ciudad. Desde su ventana, el islote del faro podía contemplarse ahora con toda claridad, al igual que las pequeñas rocas que emergían en el centro de la bahía como la cresta de un dragón submarino. La ordenada hilera de casas en el paseo del pueblo, más allá de la Playa del Inglés, dibujaba una acuarela danzante entre la calima que ascendía del muelle de pescadores. Si entornaba los ojos, podía ver el paraíso según Claude Monet, el pintor predilecto de su padre.
Irene abrió la ventana de par en par y dejó que la brisa del mar, impregnada del aroma del salitre, inundase la habitación. La bandada de gaviotas que anidaba en los acantilados se volvió a observarla con cierta curiosidad. Nuevos vecinos. No muy lejos de ellas, Irene advirtió que Dorian ya estaba instalado en su refugio favorito entre las rocas, catalogando espejismos, musarañas…, o enfrascado en lo que fuera que hacía en sus solitarias excursiones.
Andaba Irene ya concentrada en decidir qué ropa ponerse para salir a disfrutar de aquel día robado de algún sueño, cuando una voz desconocida, acelerada y zumbona llegó a sus oídos desde el piso inferior. Dos segundos de atenta escucha revelaron el timbre calmado y templado de su madre conversando o, mejor dicho, intentando colocar monosílabos entre los escasos resquicios que su interlocutora dejaba escapar.
Mientras se vestía, Irene trató de dilucidar el aspecto de aquella persona a través de su voz. Desde pequeña, éste había sido uno de sus pasatiempos predilectos. Escuchar una voz con los ojos cerrados y tratar de imaginar a quién pertenecía: determinar su estatura, su peso, su rostro, su carácter…
Esta vez su instinto dibujaba una mujer joven, de poca estatura, nerviosa y saltarina, morena y probablemente de ojos oscuros. Con tal retrato en mente, decidió bajar al piso inferior con dos objetivos: saciar su apetito matutino con un buen desayuno y, lo más importante, saciar su curiosidad respecto a la dueña de aquella voz.
Tan pronto puso los pies en la sala de la planta baja, comprobó que sólo había cometido un error: los cabellos de la muchacha eran pajizos. El resto, clavado en la diana. Así fue como Irene conoció a la pintoresca y dicharachera Hannah; por puro oído.
Simone Sauvelle hizo lo posible por corresponder con un delicioso desayuno a la cena que la noche anterior Hannah les había dejado preparada para su encuentro con Lazarus Jann. La joven devoraba la comida a una velocidad todavía mayor de la que empleaba al hablar. El torrente de anécdotas, chismes e historias de todo tipo acerca del pueblo y sus habitantes, que desgranaba con celeridad, hizo que a los pocos minutos de disfrutar de su compañía Simone e Irene tuviesen la sensación de conocerla de toda la vida.
Entre tostada y tostada, Hannah les resumió su biografía en fascículos acelerados. Cumpliría los dieciséis en noviembre; sus padres tenían una casa en el pueblo: él, pescador, y ella, panadera; con ellos vivía también su primo Ismael, que había perdido a sus padres años atrás y que ayudada a su tío, o sea, a su padre, en el barco. Ya no iba a la escuela porque la arpía de Jeanne Brau, rectora del colegio público, la tenía catalogada como lerda y de pocas luces. Con todo, Ismaelle estaba enseñando a leer, y su conocimiento de las tablas de multiplicar mejoraba por semanas. Adoraba el color amarillo y coleccionaba conchas que recogía en la Playa del Inglés. Su pasatiempo predilecto era escuchar seriales radiofónicos y asistir a los bailes de verano en la plaza mayor, cuando bandas itinerantes acudían al pueblo. No usaba perfume, pero le gustaban las barras de labios…
Escuchar a Hannah era una experiencia a medio camino entre la diversión y el agotamiento. Tras pulverizar su desayuno y todo lo que Irene no pudo acabar del suyo, Hannah detuvo su discurso por unos segundos. El silencio que se formó en la casa pareció sobrenatural. Pero duró poco, por supuesto.
– ¿Qué tal si damos un paseo las dos y te enseño el pueblo? -preguntó Hannah, súbitamente entusiasmada ante la perspectiva de hacer de guía de Bahía Azul.
Irene y su madre intercambiaron una mirada. -Me encantaría -respondió finalmente la joven.
Una sonrisa de oreja a oreja cruzó el rostro de Hannah.
– No se preocupe, madame Sauvelle. Se la devolveré sana y salva.
De este modo, Irene y su nueva amiga salieron disparadas por la puerta rumbo a la Playa del Inglés, mientras la calma regresaba lentamente a la Casa del Cabo. Simone tomó su taza de café y salió al porche a saborear la tranquilidad de aquella mañana. Dorian la saludó desde los acantilados.
Simone le devolvió el saludo. Curioso muchacho. Siempre solo. No parecía interesado en hacer amigos o no sabía cómo hacerlos. Perdido en su mundo y sus cuadernos, sólo el cielo sabía qué pensamientos ocupaban su mente. Apurando su café, Simone echó un último vistazo a Hannah y a su hija camino del pueblo. Hannah seguía parloteando incansablemente. Unos tanto y otros tan poco.
La educación de la familia Sauvelle en los misterios y las sutilezas de la vida en un pequeño pueblo costero ocupó la mayor parte de aquel primer mes de julio en Bahía Azul. La primera fase, de choque cultural y desconcierto, duró una semana larga. Durante esos días, la familia descubrió que, a excepción del sistema métrico decimal, los usos, normas y peculiaridades de Bahía Azul no tenían nada que ver con los de París. En primer lugar estaba el tema del horario. En París no sería aventurado afirmar que por cada mil habitantes podían encontrarse otros tantos miles de relojes, tiranos que organizaban la vida con capricho militar. En Bahía Azul, sin embargo, no había más hora que la del sol. Ni más coches que el del doctor Giraud, el de la gendarmería y el de Lazarus. Ni más… La sucesión de contrastes era infinita. Y en el fondo, las diferencias no radicaban en los números, sino en los hábitos.
París era una ciudad de desconocidos, un lugar donde era posible vivir durante años sin conocer el nombre de la persona que vivía al otro lado del rellano. En Bahía Azul, en cambio, era imposible estornudar o rascarse la punta de la nariz sin que el acontecimiento tuviese amplia cobertura y repercusión en toda la comunidad. Ése era un pueblo donde los resfriados eran noticia y donde las noticias eran más contagiosas que los resfriados. No había diario local, ni falta que hacía.
Fue misión de Hannah la de instruidos en la vida, historia y milagros de la comunidad. La velocidad vertiginosa con que la muchacha ametrallaba las palabras consiguió comprimir en unas cuantas sesiones repartidas suficiente información y chismes como para volver a escribir la enciclopedia de corrido y del derecho. Supieron así que Laurent Savant, el párroco local, organizaba campeonatos de inmersión y carreras de maratón, y que además de tartamudear en sus sermones sobre la holgazanería y la falta de ejercicio, había recorrido más millas en su bicicleta que Marco Polo. Supieron también que el concejo local se reunía los martes y los jueves a la una del mediodía para discutir los asuntos municipales, durante los que Ernest Dijon, alcalde virtualmente vitalicio cuya edad desafiaba a la de Matusalén, se entretenía en pellizcar con picardía los cojines de su butaca bajo la mesa, con el convencimiento de que exploraba el fornido muslo de Antoinette Fabré, tesorera del ayuntamiento y soltera feroz como pocas.
Hannah los acribillaba con una media de doce historias de este calibre por minuto. Esto no era ajeno al hecho de que su madre, Elisabet, trabajara en la panadería local, que hacía las veces de agencia de información, servicio de espionaje y gabinete de consultas sentimentales de Bahía Azul.
Los Sauvelle no tardaron en comprender que la economía del pueblo se decantaba hacia una versión peculiar del capitalismo parisino. El horno vendía barras de pan, aparentemente, pero la era de la información ya había empezado en la trastienda. Monsieur Safont, el zapatero, arreglaba correas, cremalleras y suelas, pero su fuerte y el gancho para sus clientes era su doble vida como astrólogo y sus cartas astrales…
El esquema se repetía una y otra vez. La vida parecía tranquila y sencilla, pero al mismo tiempo tenía más dobleces que un visillo bizantino. La clave estaba en abandonarse al ritmo peculiar del pueblo, escuchar a sus gentes y dejar que ellas los guiasen a través de los ceremoniales que todo recién llegado debía completar, antes de poder afirmar que residía en Bahía Azul.
Por ello, cada vez que Simone acudía al pueblo a recoger el correo y los envíos de Lazarus, se dejaba caer por la panadería y tomaba conocimiento del pasado, el presente y el futuro. Las damas de Bahía Azul la acogieron de buen grado, y no tardaron en bombardeada con preguntas acerca de su misterioso patrón. Lazarus llevaba una vida retirada y raramente se dejaba ver por Bahía Azul. Esto, junto con el torrente de libros que recibía todas las semanas, lo convertía en un foco de misterios sin fin.
– Imagínese usted, amiga Simone -le confió en una ocasión Pascale Lelouch, la esposa del boticario-, un hombre solo, bueno, prácticamente solo…, en esa casa, con todos esos libros…
Simone acostumbraba a asentir sonriendo ante semejantes despliegues de sagacidad, sin soltar prenda. Como su difunto marido había dicho en una ocasión, no valía la pena perder el tiempo en intentar cambiar el mundo; bastaba con evitar que el mundo lo cambiase a uno.
Estaba también aprendiendo a respetar las extravagantes demandas de Lazarus respecto a su correspondencia. El correo personal debía ser abierto al día siguiente de su recepción y contestado con prontitud. El correo comercial u oficial debía ser abierto en el mismo día en que era recibido, pero nunca debía dársele respuesta antes de una semana. Y, por encima de todo, cualquier envío procedente de Berlín bajo el nombre de un tal Daniel Hoffmann debía serle entregado en persona y jamás, bajo ningún concepto, abierto por ella. El porqué de todos estos detalles no era de su incumbencia, concluyó Simone. Había descubierto que le gustaba vivir en aquel lugar y que le parecía un ambiente razonablemente saludable para que sus hijos creciesen lejos de París. Qué día se abriesen las cartas le resultaba absoluta y gloriosamente indiferente.
Por su parte, Dorian averiguó que incluso su dedicación semiprofesional a la cartografía le dejaba tiempo para hacer algunos amigos entre los muchachos del pueblo. A nadie parecía importarle si su familia era nueva o no; o si era un buen nadador o no (no lo era, inicialmente, pero sus nuevos colegas se encargaron de enseñarle a mantenerse a flote). Aprendió que la petanca era una ocupación para ciudadanos rumbo a la jubilación y que el perseguir a las chicas era tarea de quinceañeros petulantes y devorados por fiebres hormonales que atacaban el cutis y el sentido común. A su edad, aparentemente, lo que uno hacía era corretear en bicicleta, fantasear y observar el mundo, a la espera de que el mundo empezase a observarlo a uno. Y los domingos por la tarde, cine. Fue así como Dorian descubrió un nuevo amor inconfesable a cuyo lado la cartografía palidecía como una ciencia de pergaminos apolillados: Greta Garbo. Una criatura divina, cuya mención en la mesa a la hora de comer bastaba para quitarle el apetito, pese a que en el fondo era una anciana de… treinta años.
Mientras Dorian se debatía en la duda de si su fascinación por una mujer al borde de la vejez podía presentar visos de perversidad, Irene era quien, más que ninguno de ellos, recibía el impacto frontal de Hannah en toda su envergadura. La lista de jóvenes sin compromiso y de compañía deseable estaba en el orden del día. La idea de Hannah era que, si pasados quince días en el pueblo Irene no empezaba a coquetear con alguno de ellos lánguidamente, los muchachos comenzarían a tomarla por un bicho raro. La propia Hannah era la primera en admitir que, aunque en el capítulo de bíceps el cartel de figuras cumplía un aprobado digno, en lo referente al cerebro el reparto divino había sido escaso y estrictamente funcional. Pretendientes y moscones, en cualquier caso, no le faltaban, lo cual provocaba la sana envidia de su amiga.
– Hija mía, si yo tuviera el mismo éxito que tú, a estas alturas ya sería Mata – Hari -solía decir Hannah.
Irene, dirigiendo una mirada a la jauría de encontradizos, sonreía tímidamente.
– No estoy segura de que me apetezca… Parecen un poco tontos…
– ¿Tontos? -estallaba Hannah ante aquel derroche de oportunidades-o ¡Si quieres oír algo interesante, vete al cine o coge un libro!
– Lo pensaré -reía Irene.
Hannah sacudía la cabeza.
– Acabarás como mi primo Ismael -sentenciaba entonces.
Ismael era su primo, tenía dieciséis años y, tal como había contado Hannah, se había criado con su familia a la muerte de sus padres. Trabajaba como marinero en el barco de su tío, pero sus verdaderas pasiones parecían ser la soledad y su velero, un esquife que había construido con sus propias manos y al que había bautizado con un nombre que Hannah jamás conseguía recordar.
– Algo griego, creo. ¡ Ufffl
– ¿ y dónde está ahora? -preguntó Irene.
– En el mar. Los meses de verano son buenos para los pescadores que se enrolan en expediciones en alta mar. Papá y él están en el Estelle. No vuelven hasta agosto -explicó Hannah.
– Debe de ser triste. Tener que pasar tanto tiempo en el mar, separados…
Hannah se encogió de hombros. -Hay que ganarse la vida…
– No te gusta mucho trabajar en Cravenmoore, ¿verdad? -insinuó Irene.
Su amiga la observó con cierta sorpresa.
– No es asunto mío…, claro -rectificó Irene.
– No me molesta la pregunta -dijo Hannah sonriendo. La verdad es que no me gusta demasiado, no.
– ¿Por Lazarus?
– No. Lazarus es amable y ha sido muy bueno con nosotros. Cuando papá tuvo el accidente de las hélices, hace años, fue él quien pagó toda la operación. Si no fuese por Lazarus…
– ¿Entonces?…
– No sé. Es ese lugar. Las máquinas… Está lleno de máquinas que te miran en todo momento. -Son sólo juguetes.
– Prueba a dormir una noche allí. A la que cierras los ojos, tic-tac, tic- tac…
Ambas se miraron.
– ¿Tic-tac, tic-tac…? -repitió Irene. Hannah le dedicó una sonrisa sarcástica.
– Yo seré una cobardica, pero tú vas camino de ser una solterona.
– Me encantan las solteronas -replicó Irene.
De este modo, casi sin advertido, un día tras otro desfiló por el calendario y, antes de que pudiesen darse cuenta, agosto entró por la puerta. Con él, llegaron también las primeras lluvias del verano, tormentas pasajeras que apenas duraban un par de horas. Simone, ocupada en sus nuevos quehaceres. Irene, acostumbrándose a la vida con Hannah. Y Dorian, para qué hablar, aprendiendo a bucear mientras trazaba mapas imaginarios de la geografía secreta de Greta Garbo.
Un día cualquiera, uno de esos días de agosto en que la lluvia de la noche anterior había esculpido en las nubes castillos de algodón sobre una lámina de azul resplandeciente, Hannah e Irene decidieron ir a dar un paseo por la Playa del Inglés. Se cumplía un mes y medio de la llegada de los Sauvelle a Bahía Azul. Y cuando parecía que ya no había lugar para las sorpresas, éstas estaban todavía por empezar.
La luz del mediodía desvelaba un rastro de pisadas a lo largo de la línea de la marea, muescas en una lámina blanca; sobre el mar, los mástiles lejanos del puerto parpadeaban como espejismos.
En medio de una blanca inmensidad de arena fina como el polvo, Irene y Hannah descansaban sobre los restos de un antiguo bote varado en la orilla, rodeadas por una bandada de pequeños pájaros azules que parecían anidar ente las dunas níveas de la playa.
– ¿Por qué la llaman la Playa del Inglés? -preguntó Irene, contemplando la extensión desolada que mediaba entre el pueblo y el cabo.
– Aquí vivió, durante años, un viejo pintor inglés, en una cabaña. El pobre tenía más deudas que pinceles. Regalaba cuadros a la gente del pueblo a cambio de comida y ropa. Murió hace tres años. Lo enterraron aquí, en la playa donde había pasado toda su vida -explicó Hannah.
– Si a mí me dejasen elegir, también me gustaría que me enterrasen en un lugar como éste.
– Alegres pensamientos -bromeó Hannah, no sin cierto reproche.
– Pero no tengo prisa -puntualizó Irene, al tiempo que su mirada reparaba en la presencia de un pequeño velero que surcaba la bahía a un centenar de metros de la costa.
– Ufff… -murmuró su amiga-o Ahí está: el marinero solitario. No ha sido capaz ni de esperar un día a coger su velero.
– ¿Quién?
– Mi padre y mi primo llegaron ayer del barco -explicó Hannah-. Mi padre todavía está durmiendo, pero ése… No tiene cura.
Irene oteó el mar y observó el velero surcando la bahía.
– Es mi primo Ismael. Se pasa media vida en ese velero, al menos cuando no trabaja con mi padre en el muelle. Pero es un buen chico… ¿Ves esta medalla?
Hannah le mostró una preciosa medalla que pendía de su cuello en una cadena de oro: un sol sumergiéndose en el mar.
– Es un regalo de Ismael…
– Es preciosa -dijo Irene, observando detalladamente la pieza.
Hannah se incorporó y profirió un alarido que hizo que la bandada de pájaros azules se catapultara al otro extremo de la playa. Al poco, la tenue figura al timón del velero saludó, y la embarcación puso proa hacia la playa.
– Sobre todo, no le preguntes por el velero -advirtió Hannah-. Y si es él quien introduce el tema, no le preguntes cómo lo hizo. Puede estarse horas hablando de ello sin parar.
– Es cosa de familia…
Hannah le dedicó una mirada furibunda. -Creo que te abandonaré aquí en la playa, a merced de los cangrejos. -Lo siento.
– Se acepta. Pero si yo te parezco parlanchina, espera a conocer a mi madrina. El resto de la familia parecemos mudos a su lado.
– Seguro que me encantará conocerla.
– Ja -replicó Hannah, incapaz de reprimir su sonnsa socarrona.
El velero de Ismael cortó limpiamente la línea del rompiente y la quilla del bote se insertó en la arena como una cuchilla. El joven se apresuró a aflojar el aparejo y arrió la vela hasta la base del mástil en apenas unos segundos. Práctica, evidentemente, no le faltaba. Tan pronto saltó a tierra firme, Ismael dedicó a Irene una involuntaria mirada de pies a cabeza cuya elocuencia no desmerecía de sus artes navegatorias. Hannah, ojos en blanco y media lengua fuera con gesto burlón, se apresuró a hacer las presentaciones; a su modo, naturalmente.
– Ismael, ésta es mi amiga Irene -anunció amablemente-, pero no hace falta que te la comas.
El chico propinó un codazo a su prima y tendió su mano a Irene:
– Hola…
Su escueto saludo iba unido a una sonrisa tímida y sincera. Irene estrechó su mano.
– Tranquila, no es tonto; es su manera de decir que está encantado y todo eso -matizó Hannah.
– Mi prima habla tanto que a veces creo que va a gastar el diccionario -bromeó Ismael-. Supongo que ya te ha comentado que no debes preguntarme por el velero…
– Lo cierto es que no -contestó cautamente Irene.
– Ya. Hannah piensa que ése es el único tema del que sé hablar.
– Las redes y los aparejos tampoco se te dan mal, pero donde esté el velero, primo, agua fresca.
Irene asistió divertida al duelo de puyas con que ambos se complacían en batallar. No parecía haber malicia en ello o, al menos, ni más ni menos que la necesaria para añadir una pizca de pimienta a la rutina.
– Tengo entendido que os habéis instalado en la Casa del Cabo -dijo Ismael.
Irene se concentró en el muchacho y realizó su propio retrato. Unos dieciséis años, efectivamente; su piel y sus cabellos acusaban el tiempo que había pasado en el mar. Su constitución revelaba el duro trabajo en los muelles, y sus brazos y sus manos estaban estampados con pequeñas cicatrices, poco habituales en. los muchachos parisinos. Una cicatriz, más larga y pronunciada, se extendía a lo largo de su pierna derecha, desde poco más arriba de la rodilla hasta el tobillo. Irene se preguntó dónde habría conseguido semejante trofeo. Por último, reparó en sus ojos, el único rasgo de su apariencia que se le antojaba fuera de lo común. Grandes y claros, los ojos de Ismael parecían dibujados para esconder secretos tras una mirada intensa y vagamente triste. Irene recordaba miradas como aquélla en los soldados sin nombre con los que había compartido tres escasos minutos al compás de una banda de cuarta categoría, miradas que ocultaban miedo, tristeza o amargura.
– Querida, ¿estás en trance? -la interrumpió Hannah.
– Estaba pensando que se me hace tarde. Mi madre estará preocupada.
– Tu madre estará encantada de que la dejéis unas horas en paz, pero allá tú -dijo Hannah.
– Puedo acercarte con el velero si quieres -ofreció Ismael-. La Casa del Cabo tiene un pequeño embarcadero entre las rocas.
Irene intercambió una mirada inquisitiva con Hannah.
– Si dices que no, le rompes el corazón. Mi primo no invitaría a su velero ni a Greta Garbo.
– ¿Tú no vienes? -preguntó Irene, algo azorada.
– No subiría a ese cascarón ni aunque me pagasen. Además, es mi día libre y esta noche hay baile en la plaza. Yo que tú lo pensaría. Los buenos partidos están en tierra firme. Te lo dice la hija de un pescador. Pero no sé qué digo. Anda, ve. Y tú, marinero, más te vale que mi amiga llegue entera a puerto. ¿Me has oído?
El velero, que al parecer se llamaba Kyaneos, según rezaba la leyenda sobre el casco, se hizo a la mar mientras sus velas blancas se expandían al viento y la proa cortaba el agua rumbo al cabo.
Ismaelle dirigía tímidas sonrisas a la chica entre maniobra y maniobra, y sólo tornó asiento junto al timón una vez que el bote hubo adquirido un rumbo estable sobre la corriente. Irene, aferrada a la banqueta, dejó que su piel se impregnase con las gotas de agua que la brisa lanzaba sobre ellos. Para entonces, el viento los empujaba con fuerza, y Hannah se había transformado en una diminuta figura que saludaba desde la orilla. El vigor con que el velero surcaba la bahía y el sonido del mar contra el casco inspiraron en Irene ansias de reír sin motivo aparente.
– ¿Primera vez? -preguntó Ismael-. En un velero, quiero decir.
Irene asintió.
– Es diferente, ¿verdad?
Ella asintió de nuevo, sonriendo, sin poder despegar los ojos de la gran cicatriz que marcaba la pierna de Ismael.
– Un congrio -explicó el muchacho-o Es una historia un poco larga.
Irene alzó la mirada y contempló la silueta de Cravenmoore emergiendo entre las cimas del bosque.
– ¿Qué significa el nombre de tu velero?
– Es griego. Kyaneos: cian,-. respondió Ismael enigmáticamente.
Y como Irene fruncía el ceño, sin comprender, continuó:
– Los griegos usaban esta palabra para describir el color azul oscuro, el color del mar. Cuando Homero habla del mar, compara su color con el de un vino oscuro. Ésa era su palabra: kyaneos.
– Veo que sabes hablar de algo más, aparte de tu bote y las redes.
– Lo intento.
– ¿Quién te lo enseñó?
– ¿A navegar? Aprendí solo.
– No; sobre los griegos…
– Mi padre era aficionado a la Historia. Aún conservo algunos de sus libros…
Irene guardó silencio.
– Hannah debe de haberte contado que mis padres murieron.
Ella se limitó a asentir. El islote del faro se alzaba a un par de centenares de metros. Irene lo contempló, fascinada.
– El faro está cerrado desde hace muchos años. Ahora se emplea el del puerto de Bahía Azul -le explicó.
– ¿Nadie viene a la isla ya? -preguntó Irene. Ismael negó con la cabeza.
– ¿Y eso?
– ¿Te gustan las historias de fantasmas? -le ofreció como respuesta. -Depende…
– La gente del pueblo cree que el islote del faro está embrujado o algo así. Se dice que una mujer se ahogó allí hace mucho tiempo. Hay quien ve luces.
En fin, cada pueblo tiene sus habladurías, y éste no iba a ser menos.
– ¿Luces?
– Las luces de septiembre -dijo Ismael mientras rebasaban el islote a estribor. La leyenda, si la quieres llamar así, dice que una noche, a finales de verano, durante el baile de máscaras del pueblo, las gentes vieron cómo una mujer enmascarada tomaba un velero en el puerto y se hacía a la mar. Unos opinan que acudía a una cita secreta con su amante en el islote del faro; otros, que huía de un crimen inconfesable… Ya ves, todas las explicaciones son válidas porque, de hecho, nadie supo realmente quién era. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Sin embargo, mientras cruzaba la bahía, una terrible tormenta que se desató de improviso arrastró su bote contra las rocas y lo destrozó. La mujer misteriosa y sin rostro se ahogó, o al menos nunca se encontró su cuerpo. Días más tarde, la marea devolvió su máscara, destrozada por las rocas. Desde entonces, la gente dice que, durante los últimos días del verano, al anochecer, pueden verse luces en la isla… -El espíritu de aquella mujer…
– Ajá…, tratando de completar su viaje inacabado a la isla… Eso se dice. -¿Y es cierto?
– Es una historia de fantasmas. O la crees o no.
– ¿Tú la crees? -inquirió Irene.
– Yo creo sólo en lo que veo.
– Un marino escéptico.
– Algo así.
Irene dedicó una nueva mirada al islote. Las olas rompían con fuerza en las rocas. Los cristales agrietados en la torre del faro refractaban la luz, descomponiéndola en un arco iris fantasmal que se desvanecía entre la cortina de agua que salpicaba en el rompiente.
– ¿Has estado allí alguna vez? -preguntó.
– ¿En el islote?
Ismael tensó la jarcia y, con un golpe de timón, el velero escoró a babor, poniendo proa hacia el cabo y cortando la corriente que venía del canal. -A lo mejor te gustaría ir a visitar -propuso-, el islote.
– ¿Se puede?
– Todo se puede hacer. Es cuestión de atreverse a ello o no -repuso Ismael con una sonrisa desafiante.
Irene sostuvo su mirada. -¿Cuándo?
– El próximo sábado. En mi velero.
– ¿Solos?
– Solos. Aunque si te da miedo…
– No me da miedo -atajó Irene.
– Entonces, el sábado. Te recogeré en el embarcadero a media mañana.
Irene desvió la mirada hacia la costa. La Casa del Cabo se alzaba en los acantilados. Dorian, desde el porche, los observaba con curiosidad poco disimulada.
– Mi hermano Dorian. A lo mejor te apetece subir a conocer a mi madre…
– No soy bueno con las presentaciones familiares.
– Otro día, entonces.
El velero penetró en la pequeña cala natural que abrigaban los acantilados al pie de la Casa del Cabo. Con destreza largamente ensayada, abatió la vela y permitió que la propia inercia de la corriente arrastrase el casco hasta el embarcadero. Ismael cogió un cabo y saltó a tierra para sujetar el bote. Una vez que el velero estuvo asegurado, Ismael tendió su mano a Irene.
– Por cierto, Hornero era ciego. ¿Cómo podía saber él de qué color era el mar? -preguntó la muchacha.
Ismael tomó su mano y, de un fuerte impulso, la izó hasta el embarcadero.
– Una razón más para creer sólo en lo que ves -respondió el chico, sosteniendo todavía su mano.
Las palabras de Lazarus durante la primera noche en Cravenmoore acudieron a la mente de Irene. -A veces los ojos engañan -apuntó.
– No a mí.
– Gracias por la travesía.
Ismael asintió, dejando escapar su mano lentamente.
– Hasta el sábado.
– Hasta el sábado.
Ismael saltó de nuevo al velero, aflojó el cabo y permitió que la corriente lo alejase del embarcadero mientras izaba de nuevo la vela. El viento lo llevó hasta la bocana de la cala y, en apenas unos segundos, el Kyaneos se adentró en la bahía cabalgando sobre las olas.
Irene permaneció en el embarcadero, observando cómo la vela blanca se empequeñecía en la inmensidad de la bahía. En algún momento advirtió que todavía llevaba la sonrisa pegada al rostro y que un hormigueo sospechoso le recorría las manos. Supo entonces que aquélla iba a ser una semana muy, muy larga.