La carretera que corría junto a la Playa del Inglés reflejaba la tez del crepúsculo y tendía una serpentina escarlata hasta el pueblo. Irene, pedaleando en la bicicleta de su hermano, volvió la vista hacia la Casa del Cabo. Las palabras de Simone y el horror en sus ojos al ver a su hija abandonar la casa precipitadamente al crepúsculo todavía pesaban en ella, pero la imagen de Ismael navegando rumbo a la noticia de la muerte de Hannah ejercía más fuerza que cualquier remordimiento.
Simone le había explicado que, unas horas antes, dos excursionistas habían encontrado el cuerpo de Hannah cerca del bosque. Desde aquel momento, la noticia había despertado la desolación, la murmuración y el dolor entre quienes habían tenido la fortuna de tratar a la dicharachera muchacha.
Se sabía que su madre, Elisabet, había sufrido una crisis nerviosa al conocer los hechos y que permanecía bajo los efectos de sedantes administrados por el doctor Giraud. Pero poco más.
Los rumores acerca de una antigua cadena de crímenes que habían turbado la vida local años atrás habían vuelto a la superficie. Había quienes querían ver en la desgracia una nueva entrega en la macabra saga de asesinatos sin resolver que habían tenido lugar en el bosque de Cravenmoore durante la década de los años veinte.
Otros preferían esperar a conocer más detalles acerca de las circunstancias que habían rodeado la tragedia. El vendaval de murmuraciones, sin embargo, no arrojaba luz alguna respecto a la posible causa del fallecimiento. Los dos excursionistas que habían tropezado con el cuerpo llevaban horas prestando declaración en las dependencias de la gendarmería, y dos expertos forenses de La Rochelle -se decía- estaban en camino. A partir de ahí, la muerte de Hannah era un misterio.
Apresurándose tanto como pudo, Irene llegó al pueblo cuando el disco del sol ya se había sumergido totalmente en el horizonte. Las calles estaban desiertas y las pocas siluetas que las recorrían lo hacían en silencio, como sombras sin dueño. La muchacha dejó la bicicleta junto a un viejo farol que alumbraba el pie del callejón, donde se ubicaba el hogar de los tíos de Ismael. La casa era una construcción sencilla y sin pretensiones, un hogar de pescadores junto a la bahía. La última mano de pintura acusaba décadas, y la cálida luz de dos faroles de aceite desentrañaba los rasgos de una fachada labrada por el viento del mar y el salitre.
Irene, con el estómago encogido, se acercó al umbral de la casa, temerosa de llamar a la puerta. ¿Con qué derecho osaba turbar el dolor de la familia en un momento así? ¿En qué estaba pensando?
De pronto detuvo sus pasos, incapaz de avanzar ni de retroceder, varada entre la duda y la necesidad de ver a Ismael, de estar a su lado en un momento como aquél. En ese instante, la puerta de la casa se abrió, y la silueta oronda y severa del doctor Giraud, el galeno local, descendió calle abajo. Los ojos brillantes y escudados en lentes del médico advirtieron la presencia de Irene en la penumbra.
– Tú eres la hija de madame Sauvelle, ¿verdad? Ella asintió.
– Si has venido a ver a Ismael, no está en la casa
– explicó Giraud-. Cuando ha sabido lo de su prima, ha tomado su velero y ha partido.
El médico detectó que el rostro de la muchacha se tornaba blanco.
– Es un buen marinero. Volverá.
Irene caminó hasta la punta del muelle. La silueta solitaria del Kyaneos se recortaba sobre las brumas, iluminado por la luna. La muchacha se sentó sobre la cornisa del dique y contempló cómo el velero de Ismael ponía rumbo hacia el islote del faro. Nada ni nadie podían rescatado ahora de la soledad que había escogido. Irene sintió deseos de coger un bote y perseguir al chico hasta los confines de su mundo secreto, pero sabía que cualquier esfuerzo era inútil ya.
Sintiendo cómo el verdadero impacto de la noticia empezaba a abrirse camino en su propia mente, Irene advirtió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Cuando el Kyaneos se hubo desvanecido en la oscuridad, tomó de nuevo la bicicleta y emprendió el camino de vuelta a casa.
Mientras recorría la carretera de la playa, podía imaginar a Ismael sentado en silencio en la torre del faro, a solas consigo mismo. Recordó las incontables ocasiones en que ella misma había hecho ese viaje hacia su propio interior, y se prometió que, pasara lo que pasase, no dejaría que el muchacho se extraviase en aquel camino de sombras.
Aquella noche la cena fue breve. Un ritual de silencios y miradas extraviadas hizo las veces de anfitrión, mientras Simone y sus dos hijos fingían tomar un bocado antes de retirarse a sus respectivas habitaciones. Al filo de las once, ni una alma recorría ya los pasillos, y tan sólo una lámpara permanecía encendida en toda la casa: la lamparilla de noche de Dorian.
Una brisa fría penetraba por la ventana abierta de su habitación. Dorian, tendido en su lecho, escuchaba las voces fantasmales del bosque con la mirada perdida en las tinieblas. Poco antes de la medianoche, el muchacho apagó la luz y se acercó hasta la ventana. Un mar oscuro de hojas se agitaba al viento en la espesura. Dorian clavó sus ojos en el remolino de sombras que danzaba en la espesura. Podía sentir aquella presencia merodeando en la oscuridad.
Más allá del bosque se distinguía la silueta sinuosa de Cravenmoore y un rectángulo dorado en la última ventana del ala norte. Súbitamente, de la floresta brotó un halo parpadeante y áureo. Luces en el bosque. Las luces de un farol o una linterna en la maleza. El muchacho tragó saliva. El rastro de pequeños destellos aparecía y desaparecía trazando círculos en el interior del bosque.
Un minuto más tarde, enfundado en un grueso jersey y con sus botas de piel, Dorian se deslizó escaleras abajo, de puntillas, y con infinita delicadeza, abrió la puerta del porche. La noche era fría y el mar rugía en la oscuridad, al pie de los acantilados. Sus ojos siguieron el rastro que dibujaba la luna, una cinta plateada serpenteando hacia el interior del bosque. Un cosquilleo en el estómago lo hizo recordar la cálida seguridad de su habitación. Dorian suspiró.
Las luces horadaban las brumas, como alfileres blancos, entre el umbral del bosque. El muchacho puso un pie frente al otro y así sucesivamente. Antes de darse cuenta, las sombras del bosque lo rodearon y la Casa del Cabo, a sus espaldas, le pareció lejana, infinitamente lejana.
Ni toda la oscuridad ni todo el silencio del mundo podían hacer conciliar el sueño a Irene aquella noche. Finalmente, al filo de las doce, renunció al descanso y encendió la pequeña luz de su mesita de noche. El diario de Alma Maltisse reposaba junto al diminuto medallón que su padre le había regalado años atrás, una efigie de un ángel labrada en plata. Irene cogió el diario entre las manos y lo abrió de nuevo por la primera página.
La caligrafía afilada y ondulante le dio la bienvenida. La hoja, impregnada de un tono ocre y mortecino, parecía un campo de centeno agitándose al viento. Lentamente, mientras sus ojos acariciaban línea a línea, Irene emprendió de nuevo su viaje a la memoria secreta de Alma Maltisse.
Tan pronto volvió la primera página, el embrujo de las palabras la llevó lejos de allí. No podía oír el batir de las olas, ni el viento en el bosque. Su mente estaba en otro mundo…
… Anoche los oí pelear en la biblioteca. Él le gritaba y le suplicaba que lo dejase en paz, que abandonase la casa para siempre. Le dijo que no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo con nuestras vidas. Nunca olvidaré el sonido de aquella risa, un aullido animal de rabia y odio que estalló tras los muros. El estruendo de miles de libros volando desde los estantes se oyó en toda la casa. Su ira es cada día mayor. Desde el momento en que liberé a esa bestia de su confinamiento, ha ido ganando fuerza sin cesar.
Él hace guardia al pie de mi lecho todas las noches. Sé que teme que, si me deja sola un instante, la sombra vendrá a por mí. Hace días que no me dice qué pensamientos ocupan su mente, pero no me hace falta. No ha dormido en semanas. Cada noche es una espera terrible e interminable. Coloca cientos de velas en toda la casa, tratando de sembrar de luz cada rincón, para evitar que la oscuridad sirva de amparo a la sombra. Su rostro ha envejecido diez años en apenas un mes.
A veces creo que es todo culpa mía, que si yo desapareciese, su maldición se esfumaría conmigo. Tal vez es eso lo que debo hacer, alejarme de él y acudir a mi cita inevitable con la sombra. Sólo eso nos dará la paz. Lo único que me impide dar ese paso es que no soporto la idea de dejarlo. Sin él, nada tiene sentido. Ni la vida, ni la muerte…
Irene levantó la vista del diario. El laberinto de dudas de Alma Maltisse se le antojaba desconcertante y, al tiempo, inquietantemente cercano. La línea entre la culpa y el deseo de vivir parecía afilada, como una cuchilla envenenada. Irene apagó la luz. La imagen no se desvanecía de su mente. Una cuchilla envenenada.
Dorian se adentró en el bosque siguiendo el rastro de las luces que veía brillar entre la maleza, reflejos que podían venir de cualquier lugar de la espesura. Las hojas humedecidas por la neblina se transformaban en un abanico de espejismos indescifrable. El sonido de sus propias pisadas se había convertido ahora en un angustioso reclamo hacia sí mismo. Por fin, inspiró profundamente y se recordó su propósito: no iba a salir de allí hasta saber qué era lo que se ocultaba en el bosque. Eso era todo y no había más.
El muchacho se detuvo a la entrada del claro donde había encontrado las pisadas el día anterior. El rastro ahora era borroso y apenas reconocible. Se acercó hasta el tronco lacerado y palpó las muescas. La idea de una criatura trepando a toda velocidad entre los árboles, como un felino salido del infierno, se filtró en su imaginación. Dos segundos más tarde, el primer crujido a sus espaldas le advirtió de la proximidad de alguien. O algo.
Dorian se ocultó entre la maleza. Las puntas afiladas de los arbustos lo arañaban como alfileres. Contuvo la respiración y rezó para que quien fuera que se estaba acercando no oyese el martilleo de su propio corazón como él lo oía en aquel momento. Al poco, las luces parpadeantes que había avistado a lo lejos se abrieron camino entre los resquicios de la maleza, transformando la neblina flotante en un aliento rojizo.
Se oyeron pasos al otro lado de los arbustos. El muchacho cerró los ojos, inmóvil como una estatua. Las pisadas se detuvieron. Dorian sintió la falta de oxígeno, pero, por lo que a él respectaba, podía pasarse los próximos diez años sin respirar. Finalmente, cuando creía que sus pulmones iban a estallar, dos manos apartaron las ramas de los arbustos que lo ocultaban. Sus rodillas se transformaron en gelatina. La luz de un farol cegó sus pupilas. Tras un intervalo que al chico se le hizo infinito, el extraño posó el farol sobre el suelo y se arrodilló frente a él. Un rostro vagamente familiar brillaba a su lado, pero el pánico le impedía reconocerlo. El extraño sonrió.
– Vamos a ver. ¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo tú aquí? -dijo la voz, serena y amable.
En algún momento Dorian comprendió que quien estaba frente a él era simplemente Lazarus. Sólo entonces respiró.
Hubo de pasar un buen cuarto de hora antes de que el tembleque desapareciese de las manos de Dorian. Fue entonces cuando Lazarus puso en ellas un tazón de chocolate caliente y se sentó frente a él. Lazarus lo había acompañado hasta el cobertizo contiguo a la fábrica de juguetes. Una vez allí, había preparado sendos tazones de chocolate sin prisa.
Mientras ambos sorbían ruidosamente y se observaban por encima de la taza, Lazarus se echó a reír.
– Me has dado un susto de muerte, hijo -aseguró.
– Si le sirve de consuelo, no ha sido nada comparado con el que usted me ha dado a mí -añadió Dorían, sintiendo cómo el chocolate caliente irradiaba en su estómago una cálida sensación de calma.
– De eso no me cabe duda -rió Lazarus-.
Ahora, dime qué hacías ahí fuera.
– Vi luces.
– Viste mi farol. ¿Y por eso saliste? ¿A medianoche? ¿Acaso has olvidado lo que le sucedió a Hannah?
Dorian tragó saliva, aunque a él le pareció una canica de plomo, de alto calibre.
– No, señor.
– Bien. Pues no lo olvides. Es peligroso andar por ahí en la oscuridad. Hace días que tengo la impresión de que alguien merodea por el bosque.
– ¿ Usted también ha visto las marcas?
– ¿Qué marcas?
Dorian le relató sus temores e inquietudes respecto a aquella extraña presencia que intuía en el bosque. Al principio creía que no sería capaz, pero Lazarus inspiraba la tranquilidad y la confianza necesarias para que su lengua se soltase. Mientras el muchacho desgranaba su relato, Lazarus lo escuchaba con atención, pero sin ocultar cierta extrañeza e incluso alguna sonrisa ante los detalles más fantásticos del recuento.
– ¿ Una sombra? -preguntó de pronto Lazarus sobriamente.
– No cree usted ni una palabra de lo que le he dicho -apuntó Dorian.
– No, no. Te creo. O intento creerte. Comprende que lo que me dices es un tanto… peculiar -dijo Lazarus.
– Pero usted también ha visto algo. Por eso estaba en el bosque. ¿No es cierto?
Lazarus sonrió.
– Sí. También me ha parecido ver algo, pero no puedo dar tantos detalles como tú.
Dorian apuró su chocolate. -¿Más? -ofreció Lazarus.
El chico asintió. La compañía del fabricante de juguetes le resultaba agradable. La idea de compartir una taza de chocolate con él, de madrugada, se le antojaba una experiencia excitante y educativa.
Echando un vistazo al taller en el que se encontraban, Dorian advirtió, en una de las mesas de trabajo, una silueta poderosa y de gran envergadura tendida bajo un manto que la cubría.
– ¿Está trabajando en algo nuevo? Lazarus asintió.
– ¿Quieres que te lo muestre?
Los ojos de Dorian se abrieron como platos. No era necesaria respuesta.
– Bueno, debes tener en cuenta que es una pieza inacabada… -dijo el hombre, aproximándose al manto y acercando un farol.
– ¿Es un autómata? -inquirió el chico.
– A su modo, sí. En realidad, es una pieza un tanto extravagante, supongo. La idea me ha rondado por la cabeza durante años. De hecho, fue un muchacho más o menos de tu edad quien me la sugirió hace mucho.
– ¿Un amigo suyo? Lazarus sonrió, nostálgico. -¿Listo? -preguntó.
Dorian asintió con la cabeza enérgicamente. Lazarus retiró el velo que cubría la pieza…, y el chico, sobrecogido, dio un paso atrás.
– Es sólo una máquina, Dorian. No debe asustarte…
Dorian contempló aquella poderosa silueta. Lazarus había forjado un ángel de metal, un coloso de casi dos metros de altura dotado de dos grandes alas. El rostro de acero brillaba cincelado bajo una capucha. Sus manos eran inmensas, capaces de rodear su cabeza con el puño.
Lazarus tocó algún resorte en la base de la nuca del ángel y la criatura mecánica abrió los ojos, dos rubíes encendidos como carbones ardientes. Estaban mirándolo. A él.
Dorian sintió que las entrañas se le retorcían. -Por favor, párelo… -suplicó.
Lazarus advirtió la mirada aterrorizada del muchacho y se apresuró a cubrir de nuevo al autómata.
Dorian suspiró de alivio al perder de vista aquel ángel demoníaco.
– Lo siento -dijo Lazarus-. No debería habértelo mostrado. Es tan sólo una máquina, Dorian. Metal. No dejes que su apariencia te asuste. Es sólo un juguete.
El chico asintió sin convicción alguna.
Lazarus se apresuró a servirle una nueva taza repleta de chocolate humeante. Dorian sorbió ruidosamente el líquido espeso y reconfortante bajo la atenta mirada del fabricante de juguetes. Al apurar media taza, observó a Lazarus y ambos intercambiaron una sonrisa.
– Menudo susto, ¿eh? -preguntó el hombre. El chiquillo rió nerviosamente.
– Debe de pensar que soy un gallina.
– Al contrario. Muy pocos se atreverían a salir a investigar por el bosque después de lo que ha pasado con Hannah.
– ¿Qué cree usted que pasó? Lazarus se encogió de hombros.
– Es difícil de decir. Supongo que tendremos que esperar a que la policía acabe su investigación.
– Sí, pero…
– ¿Pero…?
– ¿Y si realmente hay algo en el bosque? -insistió Dorian. -¿La sombra?
Dorian asintió gravemente.
– ¿Has oído hablar alguna vez del Doppelganger? -preguntó Lazarus.
El muchacho negó. Lazarus lo observó de reojo. -Es un término alemán -explicó-o Se usa para describir a la sombra de una persona que, por algún motivo, se ha desprendido de su dueño. ¿Quieres oír una curiosa historia al respecto?
– Por favor…
Lazarus se acomodó en una silla frente al muchacho y extrajo un largo cigarro. Dorian había aprendido en el cine que aquella especie de torpedo atendía al nombre de habano y que, amén de costar una fortuna, desprendía un olor acre y penetrante al quemar. De hecho, tras Greta Garbo, Groucho Marx era su héroe de los matinales dominicales. El pueblo llano se limitaba a olfatear el humo de segunda mano. Lazarus estudió el cigarro y volvió a guardarlo, intacto, listo para emprender su relato.
– Bien. La historia en sí me la contó un colega hace ya tiempo. El año es 1915. El lugar, la ciudad de Berlín…
»De todos los relojeros de la ciudad de Berlín, ninguno era tan celoso de su labor y tan perfeccionista en sus métodos como Hermann Blocklin. De hecho, su obsesión por llegar a crear los mecanismos más precisos lo había llevado a desarrollar una teoría respecto a la relación entre el tiempo y la velocidad a la que la luz se desplazaba por el universo. Blocklin vivía rodeado de relojes en una pequeña vivienda que ocupaba la trastienda de su establecimiento, en la Henrichstrasse. Era un hombre solitario. No tenía familia. No tenía amigos. Su único compañero era un viejo gato, Salman, que pasaba las horas en silencio a su lado, mientras Blocklin dedicaba horas y días enteros a su ciencia, en su taller. A lo largo de los años, su interés llegó a convertirse en obsesión. No era raro que cerrase su tienda al público durante días completos. Días de veinticuatro horas sin descanso, que dedicaba a trabajar en su proyecto soñado: el reloj perfecto, la máquina universal de medición del tiempo.
»Uno de esos días, cuando hacía dos semanas que una tormenta de frío y nieve azotaba Berlín, el relojero recibió la visita de un extraño cliente, un distinguido caballero llamado Andreas Corelli. Corelli vestía un lujoso traje de un blanco reluciente y sus cabellos, largos y satinados, eran plateados. Sus ojos se ocultaban tras dos lentes negras. Blocklin le anunció que la tienda estaba cerrada al público, pero Corelli insistió, alegando que había viajado desde muy lejos sólo para visitarlo. Le explicó que estaba al corriente de sus logros técnicos e incluso se los describió con detalle, lo cual intrigó sobremanera al relojero, convencido de que sus hallazgos, hasta la fecha, eran un misterio para el mundo.
»La petición de Corelli no fue menos extraña.
Blocklin debía construir un reloj para él, pero un reloj especial. Sus agujas debían girar en sentido inverso. La razón de este encargo era que Corelli padecía una enfermedad mortal que habría de extinguir su vida en cuestión de meses. Por ese motivo, deseaba tener un reloj que contase las horas, los minutos y los segundos que le restaban de vida.
»Tan extravagante petición venía acompañada por una más que generosa oferta económica. Es más, Corelli le garantizó la concesión de fondos económicos para financiar toda su investigación de por vida. A cambio, tan sólo debía dedicar unas semanas a crear aquel ingenio.
»Ni que decir tiene que Blocklin aceptó el trato.
Pasaron dos semanas de intenso trabajo en su taller. Blocklin estaba sumergido en su tarea cuando, días más tarde, Andreas Corelli volvió a llamar a su puerta. El reloj estaba ya terminado. Corelli, sonriente, lo examinó y, tras alabar la labor realizada por el relojero, le dijo que su recompensa resultaba más que merecida. Blocklin, exhausto, le confesó que había puesto toda su alma en aquel encargo. Corelli asintió. Después dio cuerda al reloj y dejó que empezase a girar su mecanismo. Entregó un saco de monedas de oro a Blocklin y se despidió de él.
»EI relojero estaba fuera de sí de gozo y codicia, contando sus monedas de oro, cuando advirtió su imagen en el espejo. Se vio más viejo, demacrado. Había estado trabajando demasiado. Resuelto a tomarse unos días libres, se retiró a descansar.
»Al día siguiente, un sol deslumbrante penetró por su ventana. Blocklin, todavía cansado, se acercó a lavarse la cara y observó de nuevo su reflejo. Pero esta vez, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. La noche anterior, cuando se había acostado, su rostro era el de un hombre de cuarenta y un años, cansado y agotado, pero todavía joven. Hoy tenía frente a sí la imagen de un hombre rumbo a su sesenta cumpleaños. Aterrado, salió al parque a tomar el aire. Al volver a la tienda, examinó de nuevo su imagen. Un anciano lo observaba desde el espejo. Presa del pánico, salió a la calle y se tropezó con un vecino, que le preguntó si había visto al relojero Blocklin. Hermann, histérico, echó a correr.
»Pasó aquella noche en un rincón de una taberna pestilente en compañía de criminales e individuos de dudosa reputación. Cualquier cosa antes que estar solo. Sentía su piel encogerse minuto a minuto. Sus huesos se le antojaban quebradizos. Su respiración, dificultosa.
»Despuntaba la medianoche cuando un extraño le preguntó si podía tomar asiento junto a él. Blocklin lo miró. Era un hombre joven y bien parecido, de apenas unos veinte años. Su rostro le resultaba desconocido, a excepción de las lentes negras que cubrían sus ojos. Blocklin sintió que el corazón le daba un vuelco. Corelli…
»Andreas Corelli se sentó frente a él y extrajo el reloj que Blocklin había forjado días atrás. El relojero, desesperado, le preguntó qué extraño fenómeno era el que le estaba afectando. ¿Por qué envejecía segundo a segundo? Corelli le mostró el reloj. Las agujas giraban lentamente en sentido inverso. Corelli le recordó sus palabras, eso de que había puesto su alma en aquel reloj. Por ese motivo, a cada minuto que pasaba, su cuerpo y su alma envejecían progresivamente.
»Blocklin, ciego de terror, le suplicó ayuda. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a renunciar a lo que fuese, con tal de recobrar su juventud y su alma. Corelli le sonrió y le preguntó si estaba seguro de eso. El relojero se reafirmó: cualqmer cosa.
»Corelli dijo entonces que estaba dispuesto a devolverle el reloj y con él su alma, a cambio de algo que, de hecho, no le era de utilidad alguna a Blocklin: su sombra. El relojero, desconcertado, le preguntó si ése era todo el precio que tenía que pagar, una sombra. Corelli asintió y Blocklin aceptó el trato.
»El extraño cliente extrajo un frasco de vidrio, quitó el tapón y lo colocó sobre la mesa. En un segundo, Blocklin contempló cómo su sombra se introducía en el interior del frasco, igual que un torbellino de gas. Corelli cerró el frasco y, despidiéndose de Blocklin, partió en la noche. Tan pronto hubo desaparecido por la puerta de la taberna, el reloj que sostenía en las manos invirtió el sentido en que giraban las agujas.
»Cuando Blocklin llegó a su casa, al alba, su rostro era el de un hombre joven de nuevo. El relojero suspiró con alivio. Pero otra sorpresa lo esperaba aún. Salman, su gato, no aparecía por ninguna parte. Lo buscó por toda la casa y, cuando finalmente dio con él, una sensación de horror lo invadió. El animal pendía por el cuello de un cable, unido a una lámpara de su taller. Su mesa de trabajo estaba derribada y sus herramientas esparcidas por la sala. Se diría que un tornado había pasado por aquel lugar. Todo estaba destrozado. Pero había más: marcas en las paredes. Alguien había escrito torpemente sobre los muros una palabra incomprensible:
»El relojero estudió aquel trazo obsceno y tardó más de un minuto en comprender su significado. Era su propio nombre, invertido. Nilkcolb. Blocklin. Una voz susurró a su espalda y, cuando Blocklin se volvió, se vio enfrentado a un oscuro reflejo de sí mismo, un espejismo diabólico de su propio rostro.
»Entonces, el relojero comprendió. Era su sombra quien lo observaba. Su propia sombra, desafiante. Trató de atrapada, pero la sombra se rió como una hiena y se esparció por los muros. Block1in, estremecido, vio cómo su sombra asía entonces un largo cuchillo y huía por la puerta, perdiéndose en la penumbra.
»El primer crimen de la Henrichstrasse tuvo lugar aquella misma noche. Varios testigos declararon haber visto al relojero Blocklin acuchillar a sangre fría a aquel soldado que paseaba de madrugada por el callejón. La policía lo aprehendió y lo sometió a un largo interrogatorio. A la noche siguiente, mientras Blocklin permanecía bajo custodia en su celda, dos nuevas muertes tuvieron lugar. Las gentes empezaron a hablar de un misterioso asesino que se movía en las sombras de la noche de Berlín. Blocklin trató de explicar a las autoridades lo que estaba sucediendo, pero nadie quiso escuchado. Los periódicos especulaban con la misteriosa posibilidad de un asesino que conseguía, noche tras noche, escapar de su celda de máxima seguridad, para perpetrar los más espantosos crímenes que recordaba la ciudad de Berlín.
»El terror de la sombra de Berlín duró veinticinco días exactamente. El final de aquel extraño caso llegó tan inesperada e inexplicablemente como su inicio. En la madrugada de aquel 12 de enero de 1916, la sombra de Hermann Blocklin se introdujo en la tétrica prisión de la policía secreta. Un centinela que montaba guardia junto a la celda juró que había visto a Blocklin forcejear con una sombra y que, en un momento de la refriega, el relojero había apuñalado a la sombra. Al amanecer, el cambio de guardia encontró a Blocklin muerto en su celda con una herida en el corazón.
»Días más tarde, un desconocido llamado Andreas Corelli se ofreció a pagar los gastos del entierro en la fosa común del cementerio de Berlín para Blocklin. Nadie, a excepción del enterrador y un extraño individuo que portaba lentes negras, asistió a la ceremonia.
»El caso de los crímenes de la Henrichstrasse sigue abierto y sin resolver en los archivos de la policía de Berlín.
– Guau- susurró Dorian al finalizar el relato de Lazarus-. ¿Y eso sucedió realmente?
El fabricante de juguetes sonrió.
– No. Pero sabía que te encantaría la historia. Dorian hundió los ojos en su taza. Comprendió que Lazarus había urdido aquel relato simplemente para borrarle el susto del ángel mecánico. Un buen truco, pero un truco al fin y al cabo. Lazarus le palmeó el hombro deportivamente.
– Me parece que se hace un poco tarde para jugar a detectives -observó-. Vamos, te acompañaré a casa.
– ¿Me promete que no le dirá nada a mi madre? -suplicó Dorian.
– Sólo si tú me prometes que no volverás a pasear por el bosque solo y de noche; no mientras no se aclare lo que ha sucedido con Hannah…
Ambos sostuvieron la mirada.
– Trato hecho -convino el chico.
Lazarus estrechó su mano como un buen hombre de negocios. Luego, ofreciendo una sonrisa misteriosa, el fabricante de juguetes se acercó a un armario y extrajo una caja de madera. Le ofreció la caja a Dorian.
– ¿Qué es? -preguntó el muchacho, intrigado.
– Misterio. Ábrela.
Dorian procedió a abrir la caja. La luz de los faroles reveló una figura de plata del tamaño de su mano. Dorian miró a Lazarus, boquiabierto. El fabricante de juguetes sonrió.
– Deja que te muestre cómo funciona.
Lazarus tomó la figura y la colocó sobre la mesa.
A una simple presión de sus dedos, la figura se desplegó y reveló su naturaleza. Un ángel. Idéntico al que había visto, a escala.
– A ese tamaño, no puede asustarte, ¿eh? Dorian asintió, entusiasta.
– Entonces, éste será tu ángel de la guarda. Para protegerte de las sombras…
Lazarus escoltó a Dorian a través del bosque hasta la Casa del Cabo, mientras le explicaba misterios y técnicas de la fabricación de autómatas y de mecanismos cuya complejidad e ingenio le parecían primos hermanos de la magia. Lazarus parecía saberlo todo y tenía respuesta para las cuestiones más rebuscadas y tramposas. No había modo de pillarlo. Al llegar al extremo del bosque, Dorian estaba fascinado y orgulloso con su nuevo amigo.
– Recuerda nuestro pacto, ¿eh? -susurró Lazarus-. No más excursiones nocturnas.
Dorian negó con la cabeza y salió rumbo a la casa. El fabricante de juguetes esperó fuera y no se retiró hasta que el chico hubo llegado a su habitación y lo saludó desde la ventana. Lazarus le devolvió el saludo y se internó de nuevo en las sombras del bosque.
Tendido en la cama, Dorian llevaba todavía la sonrisa pegada al rostro. Todas sus preocupaciones y angustias parecían haberse evaporado. Relajado, el muchacho abrió la caja y extrajo el ángel mecánico que le había regalado Lazarus. Era una pieza perfecta, de una belleza sobrenatural. La complejidad del mecanismo traía ecos de una ciencia misteriosa y cautivadora. Dorian dejó la figura en el suelo, al pie de su lecho, y apagó la luz. Lazarus era un genio. Ésa era la palabra. Dorian la había oído cientos de veces y siempre le sorprendía que se emplease tanto cuando en realidad no se ajustaba a los aludidos de ninguna de las maneras. Finalmente, él había conocido a un verdadero genio. Y, además, era su amigo.
El entusiasmo dio paso a un sueño irresistible.
Dorian se rindió a la fatiga y dejó que su mente lo llevase a una aventura donde él, heredero de la ciencia de Lazarus, inventaba una máquina que atrapaba sombras y liberaba al mundo de una siniestra organización maléfica.
Dorian dormía ya cuando, sin previo aviso, la figura empezó a desplegar sus alas lentamente. El ángel metálico ladeó la cabeza y alzó un brazo. Sus ojos negros, dos lágrimas de obsidiana, brillaban en la penumbra.