En Bahía Azul, el calendario sólo distinguía dos épocas: verano y el resto del año. En verano las gentes del pueblo triplicaban sus horarios de trabajo, abasteciendo a las poblaciones costeras de los alrededores que albergaban balnearios, turistas y gentes venidas de la ciudad en busca de playas, sol y aburrimiento de pago. Panaderos, artesanos, sastres, carpinteros, albañiles y toda suerte de oficios dependían de los tres meses largos en que el sol sonreía en la costa de Normandía. Durante esas trece o catorce semanas, los habitantes de Bahía Azul se transformaban en laboriosas hormigas, para poder languidecer tranquilamente el resto del año como modestas cigarras. Y si algunos días eran especialmente intensos, ésos eran los primeros de agosto, cuando la demanda de producto local subía del cero al infinito.
Una de las pocas excepciones a esa regla era Christian Hupert. Él, como los demás patrones de pesqueros del pueblo, sufría el destino de la hormiga doce meses al año. Tales pensamientos cruzaban la mente del experimentado pescador todos los veranos por las mismas fechas, mientras veía cómo el pueblo desplegaba velas a su alrededor. Era entonces cuando pensaba que había equivocado la carrera y que más sabio hubiera sido romper la tradición de siete generaciones y establecerse como hostelero, comerciante o lo que fuera. Tal vez así, su hija Hannah no tendría que pasar la semana sirviendo en Cravenmoore y tal vez así el pescador conseguiría ver el rostro de su esposa más de treinta minutos diarios, quince al amanecer, quince al anochecer.
Ismael contempló a su tío mientras ambos trabajaban en la reparación de la bomba de achique del barco. El rostro meditabundo del pescador lo delataba.
– Podrías abrir un taller de náutica -apuntó Ismael.
Su tío contestó con un graznido o algo similar. -o vender el barco e invertir en la tienda de monsieur Didier. Hace seis años que no para de insistir -continuó el chico.
Su tío interrumpió la tarea y observó a su sobrino. Trece años ejerciendo como padre no habían conseguido borrar lo que más temía y adoraba a la vez en el muchacho: su obstinada y rematada semejanza con su difunto padre, incluida la afición a opinar cuando nadie le había pedido consejo.
– Tal vez deberías ser tú quien hiciese eso -replicó Christian-o Yo ya voy para los cincuenta. Uno no cambia de oficio a mi edad.
– Entonces, ¿por qué te lamentas?
– ¿Y quién no se lamenta?
Ismael se encogió de hombros. Ambos se concentraron de nuevo en la bomba de achique. -Está bien. No diré ni una palabra más -murmuró Ismael.
– No tendremos esa suerte. Refuerza ese tensor.
– Ese tensor no tiene remedio. Deberíamos
cambiar la bomba. Un día vamos a tener un susto.
Hupert ofreció su sonrisa predilecta, reservada a los tasadores de la lonja, las autoridades del puerto y los pardillos de diverso pelaje.
– Esta bomba perteneció a mi padre. Antes, a mi abuelo. Y antes de él…
– A eso me refiero -atajó Ismael-. Probablemente haría más servicio en un museo que aquí. -Amén.
– Tengo razón. Y tú lo sabes.
Hacer rabiar a su tío era, con la posible excepción de navegar en su velero, una de sus ocupaciones predilectas.
– No pienso seguir discutiendo sobre el tema.
Punto. Fin. Se acabó.
Por si quedaba poco claro, Hupert remató su sentencia con una vuelta de llave enérgica y decidida.
Súbitamente se oyó un sospechoso crujido en el interior de la bomba de achique. Hupert sonrió al muchacho. Dos segundos más tarde, el tope del tensor que acababa de asegurar salió catapultado en trayectoria parabólica sobre las cabezas de ambos, seguido de lo que parecía un émbolo, un juego completo de tuercas y quincallería sin identificar. Tío y sobrino siguieron la evolución de la chatarra hasta que aterrizó, con poca discreción, sobre la cubierta del buque contiguo, el barco de Gerard Picaud. Picaud, un antiguo boxeador con la constitución de un toro y el cerebro de un percebe, examinó las piezas y, acto seguido, oteó el cielo. Hupert e Ismael intercambiaron una mirada.
– No creo que vayamos a notar la diferencia -sugirió IsmaeL
– Cuando quiera tu opinión…
– La pedirás. De acuerdo. A propósito, me preguntaba si te importaría que me tomase el próximo sábado libre. Quisiera hacer algunas reparaciones en el velero…
– ¿Esas reparaciones son, por casualidad, rubias, de metro setenta y ojos verdes? -dejó caer Hupert.
El pescador sonrió ladinamente a su sobrino. -Las noticias corren rápidamente -dijo Ismael.
– Si de tu prima dependen, vuelan, querido sobrino. ¿Cuál es el nombre de la dama?
– Irene.
– Ya veo.
– No hay nada que ver.
– Tiempo al tiempo.
– Es agradable, eso es todo.
– «Es agradable, eso es todo» -repitió Hupert, imitando la voz de fría indiferencia de su sobrino.
– Mejor olvídalo. No es una buena idea. Trabajaré el sábado -cortó Ismael.
– Pues hay que limpiar la sentina. Hay pescado podrido desde hace semanas y huele a demonios.
– Perfecto.
Hupert soltó una carcajada.
– Eres tan tozudo como tu padre. ¿Te gusta la chica o no?
– Pse.
– Conmigo no uses monosílabos, Romeo. Te triplico la edad. ¿Te gusta o no?
El chico se encogió de hombros. Sus mejillas ardían como melocotones maduros. Por fin dejó escapar un murmullo ininteligible.
– Traduce -insistió su tío.
– He dicho que sí. Creo que sí. Casi ni la conozco.
– Bien. Eso es más de lo que pude yo decir de tu tía la primera vez que la vi. Y al cielo pongo por testigo de que es una santa.
– ¿Cómo era de joven?
– No empecemos o te pasas el sábado en la sentina -amenazó Hupert.
Ismael asintió y procedió a recoger las herramientas de trabajo. Su tío se limpió la grasa de las manos mientras lo observaba de refilón. La última chica por la que había mostrado interés había sido una tal Laura, la hija de un viajante de Burdeos, y de eso hacía casi dos años. El único amor de su sobrino, al margen de su intimidad impenetrable, parecía ser el mar, y la soledad. La chica debía de tener algo especial.
– Tendré la sentina limpia antes del viernes -anunció Ismael.
– Es toda tuya.
Cuando tío y sobrino saltaron al muelle, de vuelta a casa al anochecer, su vecino Picaud seguía examinando las misteriosas piezas, tratando de determinar si ese verano lloverían tornillos o si el cielo trataba de enviarle alguna señal.
Llegado agosto, los Sauvelle ya tenían la sensación de llevar viviendo en Bahía Azul por lo menos un año. Quienes no los conocían ya estaban informados de sus andanzas gracias a las artes parlantes de Hannah y de su madre, Elisabet Hupert. Por un extraño fenómeno, a medio camino entre la chafardería y la magia, las noticias llegaban a la panadería donde ésta trabajaba antes de que se produjesen. Ni la radio ni la prensa podían competir con el establecimiento de Elisabet Hupert. Cruasanes y noticias frescas, del amanecer al crepúsculo. De tal modo, para el viernes, los únicos habitantes de Bahía Azul que no estaban al corriente del supuesto flechazo entre Ismael Hupert y la recién llegada, Irene SauveIle, eran los peces y los propios interesados. Poco importaba si algo había pasado o si llegaría a pasar. La breve travesía desde la Playa del Inglés a la Casa de Cabo en el velero ya había pasado a formar parte de los anales de aquel verano de 1937.
Realmente, las primeras semanas de agosto en Bahía Azul transcurrieron a toda velocidad. Simone había conseguido establecer finalmente un mapa mental de Cravenmoore. La lista de todas las tareas urgentes en el mantenimiento de la casa era infinita. Con sólo emprender el contacto con los proveedores del pueblo, aclarar las cuentas y la contabilidad y atender la correspondencia de Lazarus bastaban para ocupar todo su tiempo, descontando los minutos que empleaba en respirar y dormir. Dorian, armado de una bicicleta que Lazarus tuvo a bien regalarle como obsequio de bienvenida, se convirtió en su paloma mensajera y, en cuestión de días, el muchacho se conocía el camino de la Playa del Inglés piedra a piedra, bache a bache.
De este modo, todas las mañanas Simone iniciaba su jornada despachando la correspondencia que había de salir y repartiendo meticulosamente la recibida, tal y como Lazarus le había explicado. Una pequeña nota, apenas una hoja de papel doblada, le permitía tener a mano un rápido recordatorio de todas las rarezas que Lazarus entrañaba. Todavía recordaba su tercer día, cuando estuvo a punto de abrir accidentalmente una de las cartas enviadas desde Berlín por el tal Daniel Hoffmann. La memoria la rescató en el último segundo.
Los envíos de Hoffmann solían llegar cada nueve días, casi con precisión matemática. Los sobres de pergamino aparecían siempre lacrados, con un escudo en forma de «D». Pronto, Simone se acostumbró a separarlos del resto e ignoró la particularidad del tema. Durante la primera semana de agosto, sin embargo, sucedió algo que despertó de nuevo su curiosidad por la intrigante correspondencia del señor Hoffmann.
Simone había acudido de buena mañana al estudio de Lazarus para dejar sobre su escritorio una serie de facturas y pagos que habían llegado. Prefería hacerlo en las primeras horas del día, antes de que el fabricante de juguetes acudiese a su estudio, para evitar interrumpido e importunado más tarde. El difunto Armand tenía el hábito de empezar su jornada revisando pagos y facturas. Mientras pudo.
El caso es que, aquella mañana, Simone entró como era habitual en el estudio y advirtió el olor de tabaco en el aire, lo que hacía suponer que Lazarus se había quedado hasta tarde la noche anterior. Estaba depositando los documentos en el escritorio cuando observó que había algo en el hogar, humeando entre las brasas de la madrugada. Intrigada, se acercó hasta allí y trató de dilucidar con el atizador de qué se trataba. A primera vista, el objeto parecía un fajo de papeles atados que el fuego no había conseguido devorar por completo. Estaba a punto de abandonar la sala cuando, entre las brasas, distinguió claramente el escudo lacrado sobre el fajo de papel. Cartas. Lazarus había echado al fuego las cartas de Daniel Hoffmann para destruirlas. Fuera cual fuese el motivo, se dijo Simone, no era asunto suyo. Dejó el atizador y salió del estudio decidida a no volver a curiosear nunca más en los asuntos personales de su patrón.
El repiqueteo de la lluvia arañando en los cristales despertó a Hannah. Era medianoche. La habitación estaba sumida en una tiniebla azul y la luz de la tormenta lejana sobre el mar dibujaba espejismos de sombras a su alrededor. El tintineo de uno de los relojes parlantes de Lazarus sonaba mecánicamente desde la pared, los ojos sobre el rostro sonriente mirando a un lado y a otro sin cesar. Hannah suspiró. Detestaba pasar la noche en Cravenmoore.
A la luz del día, la casa de Lazarus Jann se le antojaba como un interminable museo de prodigios y maravillas. Caída la noche, sin embargo, los cientos de criaturas mecánicas, los rostros de las máscaras y los autómatas se transformaban en una fauna espectral que jamás dormía, siempre atenta y vigilante en las tinieblas de la casa, sin dejar de sonreír, sin dejar de mirar a ninguna parte.
Lazarus dormía en una de las habitaciones del ala oeste, contigua a la de su esposa. Al margen de ellos dos y de la propia Hannah, la casa estaba únicamente poblada por las decenas de creaciones del fabricante de juguetes, en cada pasillo, en cada habitación. En el silencio de la madrugada, Hannah podía oír el eco de las entrañas mecánicas de todos ellos. A veces, cuando el sueño la rehuía, permanecía durante horas imaginándolos inmóviles, con los ojos de cristal brillando en la oscuridad.
Apenas había cerrado los párpados de nuevo cuando oyó por primera vez aquel sonido, un impacto regular amortiguado por la lluvia. Hannah se incorporó y cruzó la habitación hasta el umbral de claridad de la ventana. La jungla de torres, arcos y techumbres anguladas de Cravenmoore yacía bajo el manto de la tormenta. Los hocicos lobunos de las gárgolas escupían ríos de agua negra al vacío. Cómo aborrecía ese lugar…
El sonido llegó de nuevo a sus oídos y la mirada de Hannah se posó sobre la hilera de ventanales del ala oeste. El viento parecía haber abierto una de las ventanas del segundo piso. Los cortinajes ondeaban en la lluvia y los postigos golpeaban una y otra vez. La muchacha maldijo su suerte. La sola idea de salir al pasillo y cruzar la casa hasta el ala oeste le helaba la sangre.
Antes de que el miedo la disuadiera de su deber, se enfundó una bata y unas zapatillas. No había luz, así que tomó uno de los candelabros y prendió la llama de las velas. Su parpadeo cobrizo trazó un halo fantasmal a su alrededor. Hannah colocó su mano sobre el frío pomo de la puerta de la habitación y tragó saliva. Lejos, los postigos de aquella habitación oscura seguían golpeando una y otra vez. Esperándola.
Cerró la puerta de su habitación a su espalda y se enfrentó a la fuga infinita del pasillo que se adentraba en las sombras. Alzó el candelabro y penetró en el corredor, flanqueado por las siluetas suspendidas en el vacío de los juguetes aletargados de Lazarus. Hannah concentró la mirada al frente y apresuró el paso. El segundo piso albergaba muchos de los viejos autómatas de Lazarus, criaturas que se movían torpemente, cuyas facciones a menudo resultaban grotescas y, en ocasiones, amenazadoras. Casi todos estaban enclaustrado s en vitrinas de cristal, tras las cuales cobraban vida repentinamente, sin aviso, a las órdenes de algún mecanismo interno que los despertaba de su sueño mecánico al azar.
Hannah cruzó frente a Madame Sarou, la adivina que barajaba entre sus manos apergaminadas los naipes del tarot, escogía uno y lo mostraba al espectador. Pese a todos sus esfuerzos, la doncella no pudo evitar mirar la efigie espectral de aquella gitana de madera tallada. Los ojos de la gitana se abrieron y sus manos extendieron un naipe hacia ella. Hannah tragó saliva. El naipe mostraba la figura de un diablo rojo envuelto en llamas.
Unos metros más allá, el torso del hombre de las máscaras oscilaba de un lado a otro. El autómata deshojaba su rostro invisible una y otra vez, descubriendo diferentes máscaras. Hannah desvió la mirada y se apresuró. Había cruzado ese pasillo centenares de veces a la luz del día. Eran tan sólo máquinas sin vida y no merecían su atención; mucho menos, su temor.
Con este pensamiento tranquilizador en mente, dobló el extremo del corredor que conducía al ala oeste. La pequeña orquesta en miniatura del Maestro Firetti reposaba a un lado del pasillo. Por una moneda, las figuras de la banda interpretaban una peculiar versión de la Marcha turca de Mozart.
Hannah se detuvo frente a la última puerta del corredor, una inmensa lámina de madera de roble labrada. Cada una de las puertas de Cravenmoore poseía un relieve distinto, tallado en la madera, que escenificaba cuentos célebres: los hermanos Grimm inmortalizados en jeroglíficos de ebanistería palaciega. A ojos de la chica, sin embargo, los grabados eran sencillamente siniestros. Jamás había entrado en aquella estancia; una más entre las numerosas habitaciones de la casa en las que ella no había puesto los pies. Y no lo haría a menos que fuese necesano.
La ventana golpeaba al otro lado de la puerta. El aliento helado de la noche se filtraba entre las junturas de ésta, acariciando su piel. Hannah dirigió una última mirada al largo corredor a sus espaldas. Los rostros de la orquesta oteaban las sombras. Se oía claramente el sonido del agua y la lluvia, como miles de pequeñas arañas correteando sobre el tejado de Cravenmoore. La muchacha inspiró profundamente y, posando la mano sobre el pomo de la puerta, penetró en la habitación.
Una bocanada de aire gélido la envolvió, selló la puerta a sus espaldas con violencia y extinguió las llamas de las velas. Las cortinas de gasa ondeaban impregnadas de lluvia como mortajas al viento. Hannah se adentró unos pasos en la habitación y se apresuró a cerrar la ventana, asegurando el cierre que el viento había aflojado. La muchacha palpó el bolsillo de su batín con dedos temblorosos y extrajo la cajetilla de fósforos para prender de nuevo las llamas de las velas. Las tinieblas cobraron vida a su alrededor, ante la lumbre danzante del candelabro. Tras ellas, la claridad desvelaba lo que a sus ojos le pareció la habitación de un niño. Un pequeño lecho junto a un escritorio. Libros y ropas infantiles tendidas sobre una silla. Un par de zapatos pulcramente alineados bajo la cama. Un diminuto crucifijo pendiente de uno de los mástiles del lecho.
Hannah avanzó unos pasos. Había algo extraño, algo desconcertante que no acertaba a descubrir acerca de aquellos objetos y muebles. Sus ojos sondearon de nuevo la habitación infantil. No había niños en Cravenmoore. Nunca los había habido. ¿Qué sentido tenía aquella cámara?
Repentinamente, la idea vino a su mente. Ahora comprendía lo que la había desconcertado en un principio. No era el orden. Ni la pulcritud. Era algo tan sencillo, tan simple, que resultaba difícil incluso detenerse a pensar en ello. Aquélla era la habitación de un niño. Pero faltaba algo… Juguetes. No había ni un solo juguete en toda la estancia.
Hannah alzó el candelabro y descubrió algo más sobre los muros. Papeles. Recortes. La muchacha posó el candelabro sobre la mesa del escritorio infantil y se aproximó a ellos. Un mosaico de viejos recortes y fotografías cubría la pared. El rostro blanquecino de una mujer dominaba un retrato; sus facciones eran duras, cortadas, y sus ojos negros irradiaban un aura amenazadora. El mismo rostro aparecía en otras imágenes. Hannah concentró sus ojos sobre un retrato de la misteriosa dama con un niño en los brazos.
Su mirada recorrió el muro y reparó en los pedazos de viejos periódicos, cuyos titulares no parecían tener ninguna relación. Noticias acerca de un terrible incendio en una factoría de París y sobre la desaparición de un personaje llamado Hoffmann durante la tragedia. El rastro obsesivo de aquella presencia parecía impregnar toda la colección de recortes, alineados como lápidas en los muros de un cementerio de memorias y recuerdos. Y en el centro, rodeado por decenas de otros pedazos ilegibles, la primera página de un periódico fechado en 1890. Sobre ella, el rostro de un niño. Sus ojos estaban llenos de terror, los ojos de un animal apaleado.
La fuerza de aquella imagen la golpeó con violencia. La mirada de aquel muchacho de apenas seis o siete años parecía haber sido testigo de un horror que apenas podía comprender. Hannah sintió frío, un frío intenso que irradiaba de su propio interior.
Sus ojos trataron de descifrar el texto borroso que rodeaba la imagen. «Un niño de ocho años es hallado tras haber pasado siete días encerrado en un sótano, abandonado, en la oscuridad», se leía en el pie de foto. Hannah observó de nuevo el rostro del pequeño. Había algo vagamente familiar en sus facciones, tal vez en sus ojos…
En ese preciso instante, Hannah creyó oír el eco de una voz, una voz que susurraba a su espalda. Se volvió, pero no había nadie allí. La joven dejó escapar un suspiro. Los haces vaporosos que emanaban de las velas atrapaban en el aire miles de motas de polvo y sembraban una niebla púrpura a su alrededor. Se aproximó hasta el umbral de uno de los ventanales y abrió con los dedos una franja entre la cortina de vaho que velaba el cristal. El bosque estaba sumido en la bruma. Las luces del estudio de Lazarus, en el extremo del ala oeste, estaban encendidas, y su silueta se podía distinguir recortada entre el cálido halo dorado que parpadeaba tras los cortinajes. Una aguja de luz penetró a través del claro entre el vaho y tendió un cable de claridad a lo largo de la habitación.
Esta vez, la voz sonó de nuevo, más clara y cercana. Susurraba su nombre. Hannah se enfrentó a la habitación en penumbra y por primera vez advirtió el brillo que despedía un pequeño frasco de cristal. El frasco, negro como obsidiana, estaba resguardado en una diminuta hornacina en la pared, envuelto en un espectro de reflejos.
La chica se acercó lentamente hasta aquel lugar y examinó el frasco. A primera vista, semejaba una botella de perfume, pero jamás había visto un ejemplar tan bello corno aquél, ni una talla en cristal tan elaborada corno la que exhibía el frasco. Un tapón en forma de prisma desprendía un arco iris a su alrededor. Hannah sintió un deseo irrefrenable de tornar aquel objeto en sus manos y acariciar con sus dedos las líneas perfectas del cristal.
Con cuidado extremo, rodeó el frasco con las manos. Pesaba más de lo que esperaba, y el cristal ofrecía un tacto helado, casi doloroso al contacto con la piel. Lo alzó a la altura de los ojos y trató de entrever en su interior. Cuanto sus ojos pudieron advertir era una negrura impenetrable. Sin embargo, al trasluz, Hannah experimentó la ilusión de que algo se movía en el interior. Un espeso líquido negro, tal vez un perfume…
Sus dedos temblorosos asieron el tapón de cristal tallado. Algo se agitó en el interior del frasco. Hannah dudó un instante. Pero la perfección de aquel objeto parecía prometer la fragancia más embriagadora que pudiera imaginar. Hizo girar el tapón lentamente. La negrura en el interior del frasco se agitó de nuevo, pero ella ya no le prestaba atención. Finalmente, el tapón cedió.
Un sonido indescriptible, el aullido del gas escapando a presión, inundó la estancia. En apenas un segundo, una masa de negrura se expandió en el aire desde la boca del frasco, como una mancha de tinta en un estanque. Hannah sintió que le temblaban las manos y que aquella voz susurrante la envolvía. Cuando volvió a mirar el frasco, comprobó que el cristal era transparente y que lo que fuera que había ocupado su interior se había liberado gracias a ella. La muchacha dejó el frasco de nuevo en su lugar. Sintió una fría corriente de aire recorriendo la habitación, extinguiendo las llamas de las velas una a una. A medida que la oscuridad se extendía por la estancia, una nueva presencia se hizo visible entre la negrura. Una silueta impenetrable se esparcía sobre los muros pintándolos de tinieblas.
Una sombra.
Hannah retrocedió despacio hacia la puerta.
Sus manos temblorosas se posaron sobre el frío pomo a su espalda. Abrió lentamente la puerta sin apartar los ojos de la oscuridad y se dispuso a salir de la habitación a toda prisa. Algo avanzaba hacia ella, podía sentido.
La muchacha tiró del pomo para sellar la habitación y uno de los relieves de la puerta se enganchó en la cadena que rodeaba su cuello. Simultáneamente, un sonido grave y escalofriante resonó a sus espaldas, el siseo de una gran serpiente. Hannah sintió lágrimas de terror deslizándose por sus mejillas. La cadena se rompió y la muchacha pudo oír cómo la medalla caía en la oscuridad. Libre de la presa, Hannah se enfrentó al túnel de sombras que se abría ante ella. En uno de los extremos, la puerta que conducía a la escalinata del ala posterior estaba abierta. El silbido fantasmal se escuchó de nuevo. Más cerca. Hannah corrió hacia el umbral de la escalinata. Segundos más tarde identificó el sonido de la manija que empezaba a girar en la penumbra. Esta vez, el pánico arrancó un alarido de su garganta y la muchacha se lanzó escaleras abajo.
El camino de descenso hasta la planta baja se hizo infinito. Hannah saltaba los escalones de tres en tres, jadeando y tratando de no perder el equilibrio. Cuando llegó a la puerta que conducía a la parte trasera del jardín de Cravenmoore, sus tobillos y rodillas estaban repletos de golpes, pero apenas percibía el dolor. La adrenalina encendía un reguero de pólvora a través de sus venas y la empujaba a seguir corriendo. La puerta, que nunca se utilizaba, estaba cerrada. Hannah golpeó el cristal con el codo y la forzó desde el exterior. No sintió el corte en el antebrazo hasta que llegó a las sombras del jardín.
Corrió hacia el umbral del bosque mientras el aire fresco de la noche acariciaba sus ropas empapadas en sudor frío y las adhería a su cuerpo. Antes de internarse en la senda que cruzaba el bosque de Cravenmoore, Hannah se volvió hacia la casa esperando ver a su perseguidor cruzando las sombras del jardín. No había rastro de la aparición. Respiró profundamente. El aire frío le quemaba la garganta y clavaba en sus pulmones un punzón candente. Estaba dispuesta a correr de nuevo cuando avistó aquella silueta adherida a la fachada de Cravenmoore. Un rostro corpóreo emergió de la lámina de negrura, y la sombra descendió reptando entre las gárgolas como una gigantesca araña.
Hannah se lanzó a través del laberinto de oscuridad que cruzaba el bosque. La luna sonreía ahora entre los claros y teñía la neblina de azul. El viento encendía las voces siseantes de miles de hojas a su alrededor. Los árboles aguardaban a su paso como espectros petrificados, sus brazos le tendían un manto de amenazadoras garras. Y corrió desesperadamente hacia la luz que la guiaba al final de aquel túnel fantasmagórico, una puerta a la claridad que parecía alejarse de ella cuanto mayor era su esfuerzo por alcanzada.
Un estruendo entre la maleza inundó el bosque.
La sombra estaba atravesando la espesura, destrozando cuanto se oponía a su paso, un taladro mortífero esculpiendo una senda hacia ella. Un grito se ahogó en la garganta de la muchacha. Las ramas y la maleza habían abierto decenas de cortes en sus manos, sus brazos y su rostro. La fatiga le golpeaba el alma como un mazo que nublaba sus sentidos, y le susurraba interiormente que se rindiese al cansancio, que se tendiese a esperar… Pero tenía que seguir. Tenía que escapar de aquel lugar. Unos metros más y alcanzaría la carretera que conducía al pueblo. Allí encontraría algún coche, alguien que la recogería y la ayudaría. Su salvación estaba a tan sólo unos segundos, más allá del límite del bosque.
Las luces lejanas de un coche bordeando la Playa del Inglés barrieron las tinieblas de la espesura. Hannah se incorporó y lanzó un grito de socorro. A su espalda, un torbellino pareció atravesar la maleza y ascender entre las ramas de los árboles. Hannah alzó la mirada hacia la cúpula de ramas que velaban el rostro de la luna. Lentamente, la sombra se desplegó. Ella sólo dejó escapar un último gemido. Filtrándose como lluvia de alquitrán, la sombra se abatía sobre Hannah desde las alturas. La muchacha cerró los ojos y conjuró el rostro de su madre, sonriente y parlanchina.
Poco después, sintió el frío aliento de la sombra sobre su rostro.