El mar rugía al romper en la boca de la Cueva de los Murciélagos. Las frías corrientes de la Bahía Negra irrumpían con fuerza entre los canales de roca, creando un rumor estremecedor por el eco interno de la caverna, sumida en la oscuridad. El orificio de entrada en la roca se alzaba sobre ellos, lejano e inalcanzable, simulando el ojo de una cúpula. En unos minutos el nivel del agua había ascendido unos centímetros. Irene no tardó en advertir que la superficie de roca que ocupaban, como náufragos, se reducía. Milímetro a milímetro.
– La marea está subiendo -murmuró. Ismael se limitó a asentir, abatido.
– ¿Qué nos va a pasar? -preguntó ella, intuyendo la respuesta, pero esperando que el chico, inagotable caja de sorpresas, se sacase de la manga algún ardid de última hora.
Él le dirigió una mirada sombría. Las esperanzas de Irene se desvanecieron al instante.
– Cuando sube la marea, bloquea la entrada de la cueva -explicó Ismael-. Y ya no hay otra salida de esta cueva que ese orificio en la cúspide, pero no existe modo alguno de llegar a él desde aquí abajo.
Hizo una pausa y su rostro se sumergió en las sombras.
– Estamos atrapados -concluyó.
La idea de la marea subiendo lentamente hasta ahogados como ratas en una pesadilla de oscuridad y frío le heló la sangre a Irene. Mientras huían de aquella criatura mecánica, la adrenalina había bombeado suficiente excitación en sus venas como para nublar su capacidad de razonar. Ahora, temblando de frío en la oscuridad, la perspectiva de una muerte lenta se le antojaba insufrible.
– Tiene que haber otro modo de salir de aquí -apuntó.
– No lo hay.
– ¿ y qué vamos a hacer?
– De momento, esperar…
Irene comprendió que no podía seguir presionando al muchacho en busca de respuestas. Probablemente él, consciente del riesgo que la cueva entrañaba, estaba más asustado que ella. Y, pensándolo bien, un cambio de conversación tampoco les vendría mal.
– Hay algo… Mientras estábamos en Cravenmoore… -empezó-. Cuando entré en aquella habitación, vi algo allí. Algo sobre Alma Maltisse…
Ismael le dirigió una mirada impenetrable. -Creo…, creo que Alma Maltisse y Alexandra Jann son una misma persona. Alma Maltisse era el nombre de soltera de Alexandra, antes de casarse con Lazarus -explicó Irene.
– Eso es imposible. Alma Maltisse se ahogó en el islote del faro hace años -objetó Ismael.
– Pero nadie encontró su cuerpo…
– Es imposible -insistió el chico.
– Mientras estuve en aquella habitación, me fijé en su retrato y… Había alguien tendido en la cama. Una mujer.
Ismael se frotó los ojos y trató de poner sus pensamientos en claro.
– Un momento. Supongamos que tienes razón.
Supongamos que Alma Maltisse y Alexandra Jann son una misma persona. ¿Quién es la mujer que viste en Cravenmoore? ¿Quién es la mujer que durante todos estos años ha permanecido encerrada en ese lugar, asumiendo la identidad de la esposa enferma de Lazarus? -preguntó.
– No lo sé… Cuanto más sabemos de este asunto, menos lo entiendo -dijo Irene-. Y hay algo más que me preocupa. ¿Qué significado tenía la figura que vimos en la fábrica de juguetes? Era una réplica de mi madre. Sólo de pensado se me ponen los pelos de punta. Lazarus está construyendo un juguete con el rostro de mi madre…
Una oleada de agua helada les bañó los tobillos. El nivel del mar había subido por lo menos un palmo desde que estaban allí. Ambos intercambiaron una mirada angustiada. El mar rugió de nuevo y una bocanada de agua atronó en la entrada de la caverna. Aquélla prometía ser una noche muy larga.
La medianoche había dejado un rastro de niebla sobre los acantilados que trepaba escalón a escalón desde el embarcadero hasta la Casa del Cabo. El farol de aceite todavía se balanceaba en el porche, agonizante. A excepción del rumor del mar y el susurro de las hojas en el bosque, el silencio era absoluto. Dorian yacía en la cama sujetando un pequeño vaso de cristal en cuyo interior sostenía una vela encendida. No quería que su madre viese luz, y tampoco se fiaba de su lámpara después de lo ocurrido. La llama danzaba caprichosamente bajo su aliento como el espíritu de una hada de fuego. Un desfile de reflejos le descubría formas insospechadas en cada rincón. Dorian suspiró. Aquella noche no podría pegar ojo ni por todo el oro del mundo.
Poco después de despedir a Lazarus, Simone se había asomado a su dormitorio para asegurarse de que estaba bien. Dorian se había acurrucado bajo las sábanas completamente vestido, ofreciendo una de sus antológicas interpretaciones del dulce sueño de los inocentes, y su madre se había retirado a su habitación complacida y dispuesta a hacer lo propio. De eso hacía ya horas, quizá años, según las estimaciones del chico. La interminable madrugada le había dado oportunidad de comprobar hasta qué punto sus nervios estaban tensos como las cuerdas de un piano. Cada reflejo, cada crujido, cada sombra amenazaba con dispararle el corazón al galope.
Lentamente, el aliento de la llama de la vela se fue extinguiendo hasta reducirse a una diminuta burbuja azul, cuya palidez apenas conseguía penetrar en la penumbra. En un instante, la oscuridad volvió a ocupar el espacio al que había renunciado a regañadientes. Dorian podía sentir el goteo de la cera caliente endureciéndose en el vaso. Apenas unos centímetros más allá, sobre la mesilla, el ángel de plomo que Lazarus le había regalado lo observaba en silencio. «Ya está bien», pensó Dorian, resuelto a aplicar su técnica predilecta para combatir insomnios y pesadillas: comer algo.
Apartó las sábanas y se levantó. Decidió no ponerse los zapatos, para evitar los cien mil crujidos que parecían acudir a sus pies cada vez que pretendía deslizarse sigilosamente por la Casa del Cabo y, reuniendo todo el valor que le quedaba intacto, cruzó de puntillas la habitación hasta la puerta. Abrir la cerradura sin ofrecer el habitual concierto de goznes herrumbrosos a medianoche le llevó unos diez segundos largos, pero valió la pena. Abrió la puerta con lentitud exagerada y examinó el panorama. El corredor se perdía en la penumbra y la sombra de la escalera trazaba una trama de claroscuros sobre la pared. No se apreciaba ni el movimiento de una mota de polvo en el aire. Dorian cerró la puerta a su espalda y se deslizó cuidadosamente hasta el pie de la escalera, cruzando frente a la puerta del dormitorio de Irene.
Su hermana se había retirado a dormir hacía horas, con la supuesta excusa de un terrible dolor de cabeza, aunque Dorian sospechaba que todavía estaría leyendo o escribiéndole detestables cartas de amor al novio marinero con el que últimamente pasaba más horas de las que tenía el día. Desde que la había visto enfundada en aquel vestido de Simone, sabía que sólo podía esperarse una cosa de ella: problemas. Mientras descendía los escalones a modo de explorador indio, Dorian se juró que, si algún día cometía la torpeza de enamorarse, lo llevaría con más dignidad. Mujeres como Greta Garbo no se andaban con tonterías. Ni cartitas de amor, ni flores. Podía ser un cobarde; pero un cursi, jamás.
Una vez llegó a la planta baja, Dorian advirtió que un banco de niebla rodeaba la casa y que la masa vaporosa velaba la visión desde todas las ventanas. La sonrisa que había conseguido a costa de burlarse mentalmente de su hermana se esfumó. «Agua condensada -se dijo-. No es más que agua condensada que se desplaza. Química elemental.» Con esta tranquilizadora visión científica, ignoró el manto de niebla que se filtraba entre los resquicios de las ventanas y se dirigió a la cocina. Una vez allí, comprobó que el romance entre Irene y el capitán tormenta tenía sus aspectos positivos: desde que se veía con él, su hermana no había vuelto a tocar la deliciosa caja de chocolates suizos que Simone guardaba en el segundo cajón del armario de provisiones.
Relamiéndose como un gato, Dorian atacó el primero de los bombones. El exquisito estallido de trufa, almendras y cacao le nubló los sentidos. Por lo que a él respectaba, después de la cartografía, el chocolate era probablemente la más noble invención del género humano hasta la fecha. Particularmente, los bombones. «Ingenioso pueblo, los suizos -pensó Dorian-. Relojes y chocolatinas: la esencia de la vida.» Un sonido súbito lo arrancó de cuajo de sus plácidas consideraciones teóricas. Dorian lo oyó de nuevo, paralizado, y el segundo bombón se le resbaló entre los dedos. Alguien estaba llamando a la puerta.
El muchacho intentó tragar saliva, pero la boca se le había quedado seca. Dos golpes precisos sobre la puerta de la casa llegaron de nuevo a sus oídos. Dorian se adentró en la sala principal, sin apartar los ojos de la entrada. El aliento de la niebla se filtraba bajo el umbral. Otros dos golpes sonaron al otro lado de la puerta. Dorian se detuvo frente a ella y dudó un instante.
– ¿Quién es? -preguntó con la voz quebrada. Dos nuevos golpes fueron toda la respuesta que obtuvo. El muchacho se acercó hasta la ventana, pero el manto de la niebla impedía completamente la visión. No se oían pasos sobre el porche. El extraño se había ido. Probablemente un viajero extraviado, pensó Dorian. Se dispuso a volver a la cocina cuando los dos golpes sonaron de nuevo, pero esta vez sobre el cristal de la ventana, a diez centímetros de su rostro. El corazón le dio un vuelco. Dorian retrocedió lentamente hacia el centro de la sala hasta topar con una silla a su espalda. Instintivamente, el muchacho aferró un candelabro de metal con fuerza y lo blandió frente a él.
– Vete… -susurró.
Por una fracción de segundo, un rostro pareció formarse al otro lado del cristal, entre la niebla. Poco después, la ventana se abrió de par en par, impulsada por la fuerza de un vendaval. Una oleada de frío le atravesó los huesos y Dorian contempló, horrorizado, cómo una mancha negra se expandía sobre el suelo.
Una sombra.
La forma se detuvo frente a él y poco a poco fue adquiriendo volumen, alzándose desde el suelo como un títere de tinieblas suspendido por hilos invisibles. El chico trató de golpear al intruso con el candelabro, pero el metal atravesó la silueta de oscuridad en vano. Dorian dio un paso atrás y la sombra se cernió sobre él. Dos manos de vapor negro le rodearon la garganta; sintió el contacto helado sobre su piel. Las facciones de un rostro se dibujaron frente a él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. El semblante de su padre se materializó a un palmo escaso de su rostro. Armand Sauvelle le sonrió. Una sonrisa canina, cruel y llena de odio.
– Hola, Dorian. He venido a buscar a mamá. ¿Me llevarás hasta ella, Dorian? -susurró la sombra.
El sonido de aquella voz le heló el alma. Aquélla no era la voz de su padre. Aquellas luces, demoníacas y ardientes, no eran sus ojos. Y aquellos dientes largos y afilados que le asomaban entre los labios no eran los de Armand Sauvelle.
– Tú no eres mi padre…
La sonrisa lobuna de la sombra se esfumó y las facciones se desvanecieron como cera al fuego.
Un rugido animal, de rabia y odio, le desgarró los oídos y una fuerza invisible lo lanzó hasta el otro extremo de la sala. Dorian impactó contra una de las butacas, que cayó al suelo.
Aturdido, el muchacho se incorporó trabajosamente a tiempo para ver cómo la sombra ascendía por la escalera, un charco de alquitrán con vida propia que reptaba sobre los peldaños.
– ¡Mamá! -gritó Dorian, corriendo hacia la escalera.
La sombra se detuvo un instante y clavó sus ojos en él. Sus labios de obsidiana formaron una palabra inaudible. Su nombre.
Los cristales de las ventanas de toda la casa estallaron en una lluvia de astillas letales y la niebla penetró rugiendo en la Casa del Cabo mientras la sombra seguía ascendiendo hacia el piso superior. Dorian se lanzó tras ella, persiguiendo aquella forma espectral que flotaba sobre el suelo y avanzaba en dirección a la puerta del dormitorio de Simone.
– ¡No! -gritó el chico-. No toques a mi madre. La sombra le sonrió y, un instante después, la masa de vapor negro se transformó en un torbellino que se filtró a través de la cerradura de la puerta del dormitorio. Un segundo de silencio letal siguió a la desaparición de la sombra.
Dorian corrió hacia la puerta pero, antes de que pudiera alcanzada, la lámina de madera salió impulsada con la fuerza de un huracán, arrancada de sus goznes, y se estrelló con furia en el otro extremo del pasillo. Dorian se lanzó a un lado y consiguió esquivada por escasos milímetros.
Cuando se incorporó, una visión de pesadilla se desplegó ante sus ojos. La sombra corría sobre los muros de la habitación de Simone. La silueta de su madre, inconsciente sobre el lecho, proyectaba su propia sombra en la pared. Dorian observó cómo la negra silueta se deslizaba sobre los muros y cómo los labios de aquel espectro acariciaban los de la sombra de su madre. Simone se agitó violentamente en su sueño, atrapada misteriosamente en una pesadilla. Dos garras invisibles la aferraron y la alzaron de entre las sábanas. Dorian se interpuso en su camino. Una vez más, una furia incontenible lo golpeó y lo lanzó fuera de la habitación. La sombra, portando a Simone en sus brazos, descendió la escalera a toda velocidad. Dorian luchó por no perder el sentido, se incorporó de nuevo y la siguió hasta la planta baja. El espectro se volvió y, por un instante, ambos se contemplaron fijamente.
– Sé quién eres… -murmuró el muchacho. Un nuevo rostro, desconocido para él, hizo su aparición: las facciones de un hombre joven, bien parecido y de ojos luminosos.
– Tú no sabes nada -dijo la sombra.
Dorian observó que los ojos del espectro barrían la estancia y se detenían en la puerta que conducía al sótano. La puerta de madera envejecida se abrió de repente y el muchacho sintió cómo una presencia invisible lo empujaba hacia allí sin que pudiera hacer nada por remediado. Cayó escaleras abajo, hacia la oscuridad. La puerta se cerró de nuevo, al igual que una losa de piedra inamovible.
Dorian supo que en cuestión de segundos perdería la conciencia. Acababa de oír la risa de la sombra, como un chacal, mientras se llevaba a su madre hacia el bosque, entre la niebla.
A medida que la marea ganaba terreno en el interior de la cueva, Irene e Ismael sentían el cerco mortal estrechándose en torno a ellos, una trampa claustrofóbica y letal. Irene ya había olvidado el momento en que el agua les había arrebatado su refugio temporal sobre la roca. Ya no había punto de apoyo bajo sus pies. Estaban a merced de la marea y de su propia capacidad de resistencia. El frío la azotaba con un intenso dolor en los músculos, el dolor de cientos de alfileres clavándose en su interior. La sensibilidad en las manos empezaba a desvanecerse y la fatiga desplegaba garras de plomo que parecían asidos por los tobillos y tirar de ellos. Una voz interior les susurraba que se rindiesen y se uniesen al plácido sueño que los esperaba bajo el agua. Ismael sostenía a flote a la chica y sentía su cuerpo temblar en sus brazos. Cuánto tiempo podía aguantar así ni él mismo lo sabía. Cuánto faltaba para el alba y la retirada de la marea, menos aún.
– No dejes los brazos caídos. Muévete. No dejes de moverte -gimió.
Irene asintió, al borde de la inconsciencia. -Tengo sueño… -susurró la muchacha, casi delirando.
– No. No puedes dormirte ahora -ordenó Ismael.
Los ojos de Irene lo observaban entreabiertos sin verlo. Él alzó el brazo y palpó el techo rocoso hasta el que los había empujado la marea. Las corrientes internas los alejaban del orificio en la cúspide y los adentraban en las entrañas de la cueva, velando la única posible vía de escape. Pese a todos sus esfuerzos por mantenerse bajo el orificio de entrada, no había modo de sujetarse y evitar que la fuerza imparable de la corriente los alejase de allí a su capricho. Apenas les quedaba ya espacio para respirar. Y la marea, inexorable, seguía subiendo.
Por un momento, el rostro de Irene se precipitó sobre el agua. Ismael la agarró y tiró de ella. La muchacha estaba completamente aturdida. Sabía de hombres más fuertes y experimentados que habían perecido de igual modo, a merced del mar. El frío podía hacer eso con cualquiera. El manto letal entumecía primero los músculos y nublaba la mente, esperando pacientemente que la víctima se rindiese a los brazos de la muerte.
Ismael agitó a la chica y la encaró hacia sí. Ella balbuceó palabras sin sentido. Sin pensado dos veces, Ismael la abofeteó con fuerza. Irene abrió los ojos y dejó escapar un alarido de pánico. Durante unos segundos no supo dónde estaba. En la oscuridad, rodeada de agua helada y sintiendo unos brazos extraños que la rodeaban, creyó despertar en la peor de sus pesadillas. Luego, todo volvió a su mente. Cravenmoore. El ángel. La cueva. Ismael la abrazó y ella fue incapaz de contener el llanto; gemía como una niña asustada.
– No me dejes morir aquí -susurró.
El muchacho recibió sus palabras como una puñalada envenenada.
– No vas a morir aquí. Te lo prometo. No voy a permitido. La marea bajará pronto y quizá la cueva no se cubra totalmente… Tenemos que aguantar un poco más. Sólo un poco más y podremos salir de aquí.
Irene asintió y se abrazó con más fuerza a él. Ojalá Ismael hubiera tenido la misma fe en sus palabras que su compañera.
Lazarus Jann ascendió lentamente los peldaños de la escalinata principal de Cravenmoore. El aura de una presencia extraña flotaba bajo el halo de la lámpara ubicada en la cúspide. Podía percibido en el olor del aire, en el modo en que las partículas de polvo tejían una red de motas plateadas al ser atrapadas por la luz. Al llegar al segundo piso, sus ojos se posaron sobre la puerta del extremo del corredor, más allá de los velos. La puerta estaba abierta. Sus manos empezaron a temblar.
– ¿Alexandra?
El frío hálito del viento alzó los visillos que pendían en la galería en penumbra. Un oscuro presentimiento se abatió sobre él. Lazarus cerró los ojos y se llevó la mano al costado. Una punzada de dolor se le había abierto en el pecho y se prolongaba hasta el brazo derecho, en un reguero de pólvora encendida, pulverizando sus nervios con crueldad.
– ¿Alexandra? -gimió de nuevo.
Lazarus corrió hasta la puerta de la habitación y se detuvo en el umbral, observando los signos de lucha y las ventanas rotas, abandonadas a la fría neblina que cabalgaba desde el bosque. Apretó el puño hasta sentir cómo las uñas se clavaban en la palma de su mano.
– Maldito seas…
Luego, limpiándose el sudor frío que le cubría la frente, se acercó hasta el lecho y, con infinita delicadeza, apartó las cortinas que pendían del palanquín.
– Lo siento, querida… -dijo al tiempo que se sentaba al borde de la cama-. Lo siento…
Un extraño sonido captó su atención. La puerta de la habitación se balanceaba lentamente a un lado ya otro. Lazarus se incorporó y se acercó cautelosamente al umbral.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó.
No obtuvo respuesta, pero la puerta se detuvo.
Lazarus se adelantó unos pasos hacia el corredor y oteó la oscuridad. Cuando sintió el siseo sobre él, ya era tarde. Un golpe seco en la nuca lo derribó al suelo, semiinconsciente. Sintió cómo unas manos lo asían por los hombros y lo arrastraban por el pasillo. Sus ojos consiguieron captar una visión fugaz:
Christian, el autómata que guardaba la puerta principal. El rostro se volvió hacia él. Un brillo cruel relucía en sus ojos.
Poco después, perdió el sentido.
Ismael presintió la llegada del alba en la retirada de las corrientes que habían estado empujándolos sin remedio hacia el interior de la caverna durante toda la noche. Las manos invisibles del mar fueron relajando su presa lentamente, permitiéndole arrastrar a una inconsciente Irene hacia la parte más alta de la caverna, donde el nivel del mar les concedía un escaso hueco de aire. Cuando la claridad que reverberaba sobre el fondo arenoso tendió un sendero de luz pálida hacia la salida de la cueva y la marea se batió en retirada, Ismael dejó escapar un alarido de júbilo que nadie, ni siquiera su compañera, pudo oír. El muchacho sabía que una vez que el nivel del mar iniciase el descenso, la propia cueva les mostraría el camino de salida hacia la laguna y el aire libre.
Hacía ya un par de horas, quizá, que Irene se sostenía a flote puramente con la ayuda de Ismael. La joven apenas lograba mantenerse despierta. Su cuerpo ya no temblaba; sencillamente, se mecía en la corriente como un objeto inanimado. Mientras esperaba pacientemente que la marea les dejase el paso libre, Ismael comprendió que, de no haber estado él allí, Irene habría muerto hacía horas.
Mientras la sostenía a flote y le susurraba palabras de ánimo que la muchacha no podía comprender, el chico recordó las historias que las gentes del mar contaban sobre los encuentros con la muerte y sobre cómo, cuando alguien salvaba la vida de un semejante en el mar, sus almas permanecían unidas eternamente por un vínculo invisible.
Poco a poco, la corriente se fue retirando e Ismael consiguió arrastrar a Irene hacia la laguna, dejando atrás la boca de la gruta. Mientras el amanecer dibujaba una trenza de ámbar sobre el horizonte, el chico la condujo hasta la orilla. Cuando la muchacha abrió los ojos, aturdida, descubrió el rostro sonriente de Ismael, que la observaba.
– Estamos vivos -murmuró él.
Irene dejó caer los párpados, agotada.
Ismael alzó la vista por última vez y contempló la luz del alba sobre el bosque y los acantilados. Era el espectáculo más maravilloso que había presenciado en toda su vida. Luego, lentamente, se tendió junto a Irene en la arena blanca y se rindió a la fatiga. Nada podría haberlos despertado de aquel sueño. Nada.