11. EL ROSTRO BAJO LA MÁSCARA

Lo primero que Irene vio al despertar fueron dos ojos negros e impenetrables que la observaban con parsimonia. La muchacha se retiró de una sacudida y la gaviota, asustada, alzó el vuelo. La chica sintió los labios resecos y doloridos, una ardiente tirantez en la piel y las punzadas de escozor en todo el cuerpo. Sus músculos le parecían de trapo, y su cerebro, pura gelatina. Una oleada de náuseas la invadió, desde la boca del estómago hasta la cabeza. Al tratar de incorporarse, comprendió que aquel extraño fuego que parecía carcomerle la piel como ácido era el sol. Un amargo sabor afloró a sus labios. El espejismo de lo que semejaba ser una pequeña cala entre las rocas flotaba a su alrededor como un tiovivo. No se había sentido peor en su vida.

Se tendió de nuevo y advirtió la presencia de Ismael a su lado. De no ser por su respiración entrecortada, Irene hubiese jurado que estaba muerto. Se frotó los ojos y posó una de sus manos llagadas sobre el cuello de su compañero. Pulso. Irene acarició el rostro de Ismael y poco después el muchacho abrió los ojos. El sol lo cegó por un instante.

– Estás horrible… -murmuró él, sonriendo trabajosamente,

– Pues tú no te has visto -replicó la muchacha. Como dos náufragos a los que el vendaval hubiese escupido en la playa, se levantaron tambaleándose y buscaron la protección de la sombra bajo los restos de un tronco caído entre los acantilados. La gaviota que había estado velando su sueño volvió a posarse sobre la arena, su curiosidad insatisfecha.

– ¿Qué hora debe de ser? -preguntó Irene, combatiendo el martilleo que le golpeaba las sienes a cada palabra.

Ismael le mostró su reloj. La esfera estaba llena de agua, y el segundero, desprendido, emulaba una anguila petrificada en una pecera. El muchacho se protegió los ojos con ambas manos y observó el sol.

– Ha pasado ya el mediodía.

– ¿Cuánto tiempo hemos estado durmiendo? -preguntó ella.

– No el suficiente -replicó Ismael-. Podría dormir una semana seguida.

– No hay tiempo para dormir ahora -urgió Irene.

Él asintió y estudió los acantilados en busca de una salida practicable.

– No va a ser fácil. Yo sólo sé llegar hasta la laguna por mar… -empezó.

– ¿Qué hay tras los acantilados?

– El bosque que atravesamos anoche.

– ¿ y a qué estamos esperando?

Ismael examinó de nuevo los acantilados. Una selva de perfiles afilados en la piedra se alzaba frente a ellos. Escalar aquellas rocas iba a llevar tiempo, por no hablar de las numerosas posibilidades que tenían de sufrir un grave encuentro con la ley de la gravedad y romperse la crisma. La imagen de un huevo estallando sobre el suelo desfiló por su mente. «Perfecto final», pensó.

– ¿Sabes trepar? -preguntó Ismael.

Irene se encogió de hombros. El chico observó sus pies desnudos cubiertos de arena. Brazos y piernas de piel blanca sin protección alguna.

– Hacía gimnasia en la escuela y era de las mejores subiendo la cuerda -dijo ella-. Supongo que es lo mismo.

Ismael suspiró. Sus problemas no habían acabado.

Por espacio de unos segundos, Simone Sauvelle volvió a tener ocho años. Volvió a ver aquellas luces de cobre y plata que trazaban caprichosas acuarelas de humo. Volvió a sentir el intenso aroma de la cera quemada, de las voces susurrando en la penumbra, y la danza invisible de cientos de cirios ardiendo en aquel palacio de misterios y encantamientos que había embrujado los recuerdos de su infancia: la antigua catedral de Saint Étienne. El hechizo, sin embargo, no duró más que eso, unos segundos.

Poco después, a medida que sus ojos cansados recorrían la tenebrosa tiniebla que la rodeaba, Simone comprendió que aquellas velas no eran las de capilla alguna, que las manchas de luz que danzaban en los muros eran viejas fotografías y que aquellas voces, susurros lejanos, sólo existían en su mente. Supo instintivamente que no estaba en la Casa del Cabo, ni en ningún lugar que pudiese recordar. Su memoria le devolvió un eco confuso de las últimas horas. Recordaba haber conversado con Lazarus en el porche. Recordaba haberse preparado un vaso de leche caliente antes de acostarse, y recordaba las últimas palabras que había leído en el libro que presidía su mesilla de noche.

Después de apagar la luz, evocó vagamente haber soñado con los gritos de un niño y una absurda sensación de haberse despertado en plena madrugada para contemplar cómo las sombras parecían caminar en la oscuridad. Más allá, su memoria se extinguía como los bordes de un dibujo inacabado. Sus manos palparon un tejido de algodón y advirtió así que todavía vestía su camisón de dormir. Se incorporó y lentamente se acercó al mural que reflejaba la luz de decenas de velas blancas, pulcramente alineadas en los brazos de candelabros surcados por lágrimas de cera.

Las llamas susurraban al unísono; aquel sonido eran las voces que le había parecido oír. La lumbre áurea de todas aquellas luces ardientes le dilató las pupilas y una rara lucidez penetró en su mente. Los recuerdos parecieron volver uno a uno, como las primeras gotas de una lluvia al alba. Con ellos, cayó el primer golpe de pánico.

Recordó el frío contacto de unas manos invisibles arrastrándola en las tinieblas. Recordó una voz que le susurraba al oído mientras cada músculo de su cuerpo quedaba petrificado, incapaz de reaccionar. Recordó una forma forjada en sombras que la llevaba a través del bosque. Recordó cómo había murmurado su nombre aquella sombra espectral y cómo ella, paralizada por el terror, había comprendido que nada de todo aquello era una pesadilla. Simone cerró los ojos y se llevó las manos a la boca, ahogando un grito.

Su primer pensamiento fue para sus hijos. ¿Qué había sido de Irene y de Dorian? ¿Seguían en la casa? ¿Los había alcanzado aquella aparición indescriptible? Una fuerza desgarradora marcó a fuego cada uno de estos interrogantes en su alma. Corrió hacia lo que parecía una puerta y forcejeó con la cerradura en vano, gritando y aullando hasta que la fatiga y la desesperación pudieron más que ella. Paulatinamente, una fría serenidad la devolvió a la realidad.

Estaba presa. Quien la había secuestrado en mitad de la noche la había encerrado en aquel lugar y, probablemente, también había capturado a sus hijos. Pensar que podría haberlos dañado o herido estaba fuera de consideración en aquel momento. Si esperaba poder hacer algo por ellos, debía anular cualquier nuevo espasmo de pánico y mantener el control de cada uno de sus pensamientos. Simone apretó los puños con fuerza mientras se repetía estas palabras. Respiró profundamente con los ojos cerrados, sintiendo cómo su corazón recuperaba un pulso normal.

Poco después abrió de nuevo los ojos y observó la habitación con detenimiento. Cuanto antes comprendiese lo que estaba sucediendo, antes podría salir de allí y acudir en ayuda de Irene y Dorian.

Lo primero que sus ojos registraron fueron los muebles, pequeños y austeros. Muebles de niño, de construcción sencilla, rayana en la pobreza. Estaba en la habitación de un niño, pero su instinto le decía que hacía mucho tiempo que ningún niño la ocupaba. La presencia que impregnaba aquel lugar, tangible, fuera lo que fuese, desprendía vejez, decrepitud. Simone se acercó al lecho y se sentó sobre él, contemplando la habitación desde allí. No había inocencia en aquella alcoba. Cuanto podía presentir era oscuridad. Maldad.

El lento veneno del miedo empezó a correr por sus venas, pero Simone ignoró sus señales de aviso y, tomando uno de los candelabros, se aproximó a la pared. Infinidad de recortes y fotografías formaban un mural que se perdía en la penumbra. Advirtió la rara pulcritud con que todas aquellas imágenes habían sido adheridas a la pared. Un siniestro museo de recuerdos se desplegaba ante sus ojos, y cada uno de aquellos recortes parecía proclamar en silencio la existencia de algún significado para todo ello. Una voz que trataba de hacerse oír desde el pasado. Simone acercó la vela a un palmo escaso de la pared y dejó que el torrente de fotografías y grabados, de palabras y dibujos, la inundase.

Sus ojos captaron al vuelo un nombre familiar en una de las decenas de noticias: Daniel Hoffmann. El nombre despertó su memoria con un relámpago. El misterioso personaje de Berlín cuya correspondencia debía separar, según sus instrucciones. El extraño individuo cuyas cartas, tal como Simone había averiguado accidentalmente, iban a parar a las llamas. Sin embargo, había algo en todo aquello que no cuadraba. El hombre del que hablaban aquellas noticias no vivía en Berlín y, a juzgar por las fechas de publicación de los periódicos, debería contar ahora con una edad improbablemente avanzada. Confundida, Simone se sumergió en el texto de la reseña.

El Hoffmann de los recortes era un hombre rico, fenomenalmente rico. Centímetros más allá, la primera página de Le Fígaro publicaba la noticia de un incendio en la factoría de juguetes. Hoffmann había muerto en la tragedia. Las llamas consumían el edificio y una multitud se agolpaba, paralizada por el espectáculo infernal. Entre ellos, un niño de ojos asustados miraba a la cámara, perdido.

La misma mirada aparecía en otro recorte. Esta vez, la noticia explicaba la tenebrosa historia de un muchacho que había permanecido siete días encerrado en un sótano, abandonado en la oscuridad. Agentes de la policía lo habían encontrado al hallar a su madre muerta en una de las habitaciones. El rostro del niño, que apenas debía de contar siete u ocho años, era un espejo sin fondo.

Un intenso escalofrío le atenazó el cuerpo, mientras las piezas de un siniestro rompecabezas empezaban a insinuarse en su mente. Pero había más, y el fascinante poder de aquellas imágenes era hipnótico. Los recortes avanzaban en el tiempo. Muchos de ellos hablaban de personas desaparecidas, de gentes que Simone nunca había oído mencionar. Entre ellos, destacaba una muchacha de belleza resplandeciente, Alexandra Alma Maltisse, heredera de un imperio de forjadores de Lyon, a la que una revista de Marsella se refería como la prometida de un joven pero prestigioso ingeniero e inventor de juguetes, Lazarus Jann. Junto a aquel recorte, una serie de fotografías mostraba a la deslumbrante pareja entregando juguetes en un orfanato de Montparnasse. Los dos rebosaban felicidad y luminosidad. «Es mi firme propósito que todos los niños de este país, sea cual sea su situación, puedan tener un juguete», declaraba el inventor en el pie de foto.

Más adelante, otro periódico anunciaba la boda de Lazarus Jann y Alexandra Maltisse. La fotografía oficial del compromiso estaba tomada al pie de la escalinata de Cravenmoore.

Un Lazarus repleto de juventud abrazaba a su prometida. Ni una sola nube enturbiaba aquella imagen de ensueño. El joven y emprendedor Lazarus Jann había adquirido la suntuosa mansión con la intención de que constituyese su hogar nupcial. Diversas imágenes de Cravenmoore ilustraban la noticia.

La sucesión de imágenes y recortes se prolongaba más y más, agrandando aquella galería de personajes y acontecimientos del pasado. Simone se detuvo y volvió atrás. El rostro de aquel niño, perdido y aterrado, no la abandonaba. Dejó que sus ojos penetraran en aquella mirada desolada y, lentamente, reconoció en ella la mirada en la que había puesto esperanzas y amistad. Aquella mirada no era la de aquel Jean Neville del que Lazarus le había hablado. Aquélla era una mirada conocida para ella, dolorosamente conocida. Era la mirada de Lazarus Jann.

Una nube de negrura corrió un velo sobre su corazón. Inspiró profundamente y cerró los ojos. Por alguna razón, antes de que la voz sonase a su espalda, Simone supo que había alguien más en la habitación.

Ismael e Irene alcanzaron la cima de los acantilados poco antes de las cuatro de la tarde. Testigos de la dificultad del ascenso eran las magulladuras y los cortes que la piedra había labrado cruelmente en sus brazos y sus piernas. Aquél era el precio por permitirles cruzar la senda prohibida. Por dificultoso que Ismael hubiese esperado que fuese el ascenso, la rea1idad demostró ser peor y más peligrosa de lo que podía imaginar. Irene, sin rechistar un segundo, ni despegar los labios para quejarse de los arañazos que hacían mella en su piel, le había demostrado un valor que no había visto antes en persona alguna.

La muchacha había trepado y se había aventurado por riscos donde nadie, en su sano juicio, hubiese puesto los pies. Cuando finalmente llegaron al umbral del bosque, Ismael se limitó a abrazarla en silencio. La fuerza que ardía dentro de aquella chica no la apagaría ni toda el agua del océano.

– ¿Cansada?

Sin aliento, Irene negó con la cabeza.

– ¿Nunca te han dicho que eres la persona más tozuda que hay en este planeta?

Media sonrisa asomó a los labios de la muchacha. -Espera a conocer a mi madre.

Antes de que Ismael pudiese replicar, ella lo tomó de la mano y tiró de él hacia el bosque. A sus espaldas, un abismo más abajo, se distinguía la laguna.

Si alguien le hubiese dicho que un día treparía por aquellos acantilados infernales, no lo habría creído. Respecto a Irene, sin embargo, estaba dispuesto a creer cualquier cosa.

Simone se volvió lentamente hacia las sombras. Podía sentir la presencia del intruso; podía incluso oír el susurro de su respiración pausada. Pero no podía verlo. El aura de las velas se desvanecía en un halo impenetrable, más allá del cual la habitación se transformaba en un vasto escenario sin fondo. Simone escrutó la penumbra que enmascaraba al visitante. Una rara serenidad la dominaba y le otorgaba una lucidez de pensamiento que la sorprendía. Sus sentidos parecían recoger cada minúsculo detalle de lo que la rodeaba con una precisión escalofriante. Su mente registraba cada vibración del aire, cada sonido, cada reflejo. De este modo, atrincherada en aquel extraño estado de calma, permaneció en silencio enfrentada a la tiniebla, esperando que el visitante se diese a conocer.

– No esperaba verla aquí -dijo finalmente la voz desde las sombras, una voz débil, distante-. ¿Tiene miedo?

Simone negó con la cabeza.

– Bien. No debe tenerlo. No debe tener miedo.

– ¿Va a seguir ahí escondido, Lazarus?

Un largo silencio siguió a su pregunta. La respiración de Lazarus se hizo más audible.

– Prefiero estar aquí -respondió finalmente.

– ¿Por qué?

Algo brilló en la penumbra. Un destello fugaz, casi imperceptible.

– ¿Por qué no se sienta, madame Sauvelle?

– Prefiero estar de pie.

– Como quiera. -El hombre hizo una nueva pausa-. Probablemente se preguntará qué ha sucedido.

– Entre otras cosas -cortó Simone, el filo de la indignación asomando en su tono de voz.

– Tal vez lo más sencillo es que me formule usted esas preguntas y que yo trate de responderlas.

Simone dejó escapar un suspiro de ira.

– Mi primera y última pregunta es dónde está la salida -espetó.

– Me temo que eso no es posible. No todavía.

– ¿Por qué no?

– ¿Es ésa otra de sus preguntas?

– ¿Dónde estoy?

– En Cravenmoore.

– ¿Cómo he llegado hasta aquí y por qué?

– Alguien la trajo…

– ¿Usted?

– No.

– ¿Quién?

– Alguien a quien usted no conoce… aún.

– ¿Dónde están mis hijos?

– No lo sé.

Simone avanzó hacia las sombras, su rostro rojo de ira.

– ¡Maldito bastardo!'…

Encaminó sus pasos hacia el lugar de donde provenía la voz. Paulatinamente, sus ojos percibieron una silueta sobre una butaca. Lazarus. Pero había algo extraño en su rostro. Simone se detuvo.

– Es una máscara -dijo Lazarus.

– ¿Por qué razón? -preguntó ella, sintiendo que la serenidad que había experimentado se evaporaba vertiginosamente.

– Las máscaras revelan el verdadero rostro de las personas…

Simone luchó por no perder la calma. Rendirse a la ira no la conduciría a nada. -¿Dónde están mis hijos? Por favor…

– Ya se lo he dicho, madame Sauvelle. No lo sé.

– ¿Qué va a hacer conmigo?

Lazarus desplegó una de sus manos, enfundada en un guante satinado. La superficie de la máscara brilló de nuevo. Aquél era el reflejo que había advertido antes.

– No voy a hacerle daño, Simone. No debe tener miedo de mí. Ha de confiar en mí.

– Una petición un tanto fuera de lugar, ¿no le parece?

– Por su propio bien. Trato de protegerla.

– ¿De quién?

– Siéntese, por favor.

– ¿Qué diablos está sucediendo aquí? ¿Por qué no me dice lo que está pasando?

Simone notó cómo su voz se convertía en un hilo quebradizo e infantil. Reconociendo el umbral de la histeria, apretó los puños y respiró profundamente. Retrocedió unos pasos y tomó asiento en una de las sillas que rodeaban una mesa vacía.

– Gracias -murmuró Lazarus.

Ella dejó escapar una lágrima en silencio. -Antes que nada, quiero que sepa que siento profundamente que se haya visto envuelta en todo esto. Nunca pensé que llegaría este momento -declaró el fabricante de juguetes.

– Nunca existió un niño llamado Jean Neville, ¿no es así? -preguntó Simone-. Ese niño fue usted. La historia que me contó… era una verdad a medias de su propia historia.

– Veo que ha estado leyendo mi colección de recortes. Probablemente eso la ha llevado a formarse algunas ideas interesantes, pero equivocadas.

– La única idea que me he formado, señor Jann, es que es usted una persona enferma que necesita ayuda. No sé cómo ha conseguido traerme hasta aquí, pero le aseguro que tan pronto salga de este lugar, mi primera visita va a ser la gendarmería. El rapto es un delito…

Sus palabras le sonaron tan ridículas como fuera de lugar.

– ¿Debo intuir entonces que tiene intención de renunciar a su empleo, madame Sauvelle?

Aquella rara punta de ironía dibujó una señal de alerta en el ánimo de Simone. Aquel comentario no se diría propio del Lazarus que conocía. Aunque, a decir verdad, si algo estaba claro es que no lo conocía en absoluto.

– Intuya lo que quiera -replicó fríamente.

– Bien. En ese caso, antes de que acuda a las autoridades, para lo cual tiene mi venia, permítame que complete las piezas de la historia que sin duda usted ha hilvanado ya en su mente.

Simone observó la máscara, pálida y desprovista de cualquier expresión. Un rostro de porcelana del que emergía aquella voz fría y distante. Sus ojos apenas eran dos pozos de oscuridad.

– Como verá, apreciada Simone, la única moraleja que se puede sacar de esta historia, o de cualquier otra, es que, en la vida real, a diferencia de la ficción, nada es lo que parece…

– Prométame una cosa, Lazarus -lo interrumpió ella.

– Si está en mi mano…

– Prométame que, si escucho su historia, me dejará marchar de aquí con mis hijos. Yo le juro que no acudiré a las autoridades. Tan sólo cogeré a mi familia y abandonaré este pueblo para siempre. No volverá a saber de mí -suplicó Simone.

La máscara guardó unos segundos de silencio. -¿Es eso lo que desea?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

– Me decepciona, Simone. Creí que éramos amigos. Buenos amigos. -Por favor…

La máscara cerró el puño.

– Está bien. Si lo que quiere es reunirse con sus hijos, lo hará. A su debido tiempo…

– ¿Recuerda a su madre, madame Sauvelle? Todos los niños tienen en su corazón un lugar reservado para la mujer que los trajo al mundo. Es como un punto de luz que nunca se apaga. Una estrella en el firmamento. Yo he pasado la mayor parte de mi vida intentando borrar ese punto. Olvidarlo por completo. Pero no es fácil. No lo es. Espero que, antes de juzgarme y condenarme, tenga a bien escuchar mi historia. Seré breve. Las buenas historias necesitan de pocas palabras…

»Vine al mundo la noche del 26 de diciembre de 1882, en una vieja casa de la más oscura y retorcida calle del distrito de Les Gobelins, en París. Un lugar tenebroso e insalubre, ciertamente. ¿Ha leído a Victor Hugo, madame Sauvelle? Si lo ha hecho, sabrá de qué le hablo. Fue allí donde mi madre, con ayuda de su vecina Nicole, dio a luz a un pequeño bebé. Era un invierno tan frío que, al parecer, tardé minutos en prorrumpir en el llanto que se espera de todo bebé. Tanto es así que, por un instante, mi madre estuvo convencida de que había nacido muerto. Cuando comprobó que no era así, la pobre infeliz lo interpretó como un milagro y decidió, divina ironía, bautizarme con el nombre de Lazarus.

»Evoco los años de mi infancia como una sucesión de gritos en las calles y de largas enfermedades de mi madre. Uno de mis primeros recuerdos es el estar sentado sobre las rodillas de Nicole, la vecina, y escuchar cómo la buena mujer me contaba que mi madre estaba muy enferma, que no podía atender a mis llamadas y que debía ser bueno e ir a jugar con los otros niños. Los otros niños a los que se refería eran un grupo de chiquillos harapientos que mendigaban de sol a sol y aprendían antes de los siete años que la supervivencia en el barrio pasaba por convertirse en criminal o en funcionario. No es necesario aclarar cuál de las dos alternativas era la favorita.

»La única luz de esperanza en aquellos días en el barrio la representaba un personaje misterioso que ocupaba nuestros sueños. Su nombre era Daniel Hoffmann y era sinónimo de fantasía para todos nosotros, hasta el punto de que muchos dudaban de su existencia. Según contaba la leyenda, Hoffmann recorría las calles de París con diferentes disfraces y simulando distintas identidades, repartiendo entre los niños pobres juguetes que él mismo había construido en su fábrica. Todos los chiquillos de París habían oído hablar de él y todos soñaban con que, algún día, ellos serían los elegidos por la fortuna.

»Hoffmann era el emperador de la magia, de la imaginación. Sólo una cosa podía vencer a la fuerza de su fascinación: la edad. A medida que los muchachos crecían y su espíritu quedaba desprovisto de la capacidad de imaginar, de jugar, el nombre de Daniel Hoffmann se borraba de su memoria; hasta que un día, ya adultos, eran incapaces de identificado cuando lo oían de labios de sus propios hijos…

»Daniel Hoffmann fue el mayor fabricante de juguetes que jamás ha existido. Poseía una gran factoría en el distrito de Les Gobelins. Su fábrica de juguetes semejaba una gran catedral que se alzaba entre las tinieblas de aquel barrio fantasmal y plagado de peligros y miserias. Una torre afilada como una aguja se alzaba en el centro y se clavaba en las nubes. Desde ella, las campanas señalaban el alba y el crepúsculo todos los días del año. El eco de aquellas campanas se oía en toda la ciudad. Todos los muchachos del barrio conocíamos el edificio, pero los adultos eran incapaces de verlo y creían que su emplazamiento lo ocupaba un inmenso pantano impenetrable, una tierra baldía en el corazón de las tinieblas de París.

»Nadie había visto jamás el verdadero rostro de Daniel Hoffmann. Se decía que el creador de los juguetes ocupaba una sala en lo más alto de la torre y que apenas salía de allí; menos cuando se aventuraba, disfrazado, por las calles de París al anochecer y regalaba juguetes a los niños desheredados de la ciudad. A cambio, tan sólo pedía una cosa: el corazón de los muchachos, su promesa eterna de amor y obediencia. Cualquier chico del barrio le hubiese entregado su corazón sin dudado. Pero no todos escuchaban la llamada. Los rumores hablaban de cientos de diferentes disfraces que ocultaban su identidad. Había quien se aventuraba a declarar que Daniel Hoffmann jamás empleaba dos veces un mismo atavío.

»Pero volvamos a mi madre. La enfermedad a la que Nicole se refería es para mí todavía un misterio. Imagino que algunas personas, como ciertos juguetes, a veces nacen con una tara de origen. De algún modo, eso nos convierte a todos en juguetes rotos, ¿no le parece? El caso es que la dolencia que padecía mi madre se tradujo con el tiempo en una paulatina pérdida de sus capacidades mentales. Cuando el cuerpo está herido, la mente no tarda en desviarse del camino. Es ley de vida.

»Fue así como aprendí a crecer con la soledad como única compañía y a soñar con que algún día Daniel Hoffmann vendría en mi ayuda. Recuerdo que todas las noches, antes de acostarme, le pedía al ángel de la guarda que me llevase hasta él. Todas las noches. Y fue así también como, supongo que llevado de la fantasía de Hoffmann, empecé a fabricar mis propios juguetes.

»Para ello empleaba despojos que encontraba en las basuras del barrio. Y construí mi primer tren, y un castillo de tres niveles. A eso le siguió un dragón de cartón y, más adelante, una máquina de volar, mucho antes de que los aeroplanos fuesen una visión habitual en el cielo. Pero mi juguete favorito era Gabriel. Gabriel era un ángel. Un ángel maravilloso que forjé con mis propias manos para que me protegiese de la oscuridad y de los peligros del destino. Lo construí con los restos de una máquina de planchar y quincallería que conseguí de un telar abandonado, dos calles más abajo de donde vivíamos. Pero Gabriel, mi ángel de la guarda, tuvo una vida corta.

»El día en que mi madre descubrió todo mi arsenal de juguetes, Gabriel quedó condenado a muerte.

»Mi madre me llevó al sótano de la casa y allí, susurrando y sin dejar de mirar hacia todas partes, como si temiese que alguien estuviese acechando en la sombra, me contó que alguien le había estado hablando en sueños. Su confidente le había hecho la siguiente revelación: los juguetes, todos los juguetes, eran una invención del mismísimo Lucifer. Con ellos esperaba condenar las almas de los niños del mundo. Aquella misma noche, Gabriel y todos mis juguetes fueron a parar al horno de la caldera.

»Mi madre insistió en que debíamos destruirlos juntos, asegurarnos de que se reducían a cenizas. De lo contrario, la sombra de mi alma maldita, explicó ella, vendría a por mí. Cada mancha en mi conducta, cada falta, cada desobediencia, quedaba marcada en ella. Una sombra que llevaba siempre conmigo y que era un reflejo de lo malvado y desconsiderado que yo era con ella, con el mundo…

»For aquel entonces, yo tenía siete años.

»Fue alrededor de aquella época cuando la enfermedad de mi madre se agudizó. Empezó a encerrarme en el sótano, donde, según ella, la sombra no podría encontrarme si venía a por mí. Durante esos largos encierros, apenas me atrevía a respirar, temiendo que mis suspiros llamasen la atención de la sombra, aquel malvado reflejo de mi alma débil, y me llevase directamente al infierno. Todo esto le resultará cómico, a lo peor, triste, madame Sauvelle, pero para aquel chiquillo de pocos años, era la escalofriante realidad de cada día.

»No quisiera aburrirla con detalles sórdidos de aquellos tiempos. Baste decir que, durante uno de esos encierros, mi madre perdió definitivamente el poco juicio que le quedaba y yo permanecí una semana entera atrapado en aquel sótano, solo en la oscuridad. Ya lo ha leído usted en el recorte, imagino. Una de esas historias que a las gentes de la prensa les complace colocar en la primera página de sus ediciones. Las malas noticias, especialmente si son escabrosas y espeluznantes, abren los bolsillos del público con eficacia pasmosa. A todo esto, usted se preguntará, ¿qué hace un niño encerrado durante siete días y siete noches en un sótano oscuro?

»En primer lugar, permítame decirle que, pasadas unas horas privado de luz, el ser humano pierde el sentido del tiempo. Las horas se transforman en minutos o segundos. O semanas si lo prefiere. El tiempo y la luz están estrictamente relacionados. El caso es que durante ese período de tiempo sucedió algo realmente prodigioso. Un milagro. Mi segundo milagro, si usted quiere, después de aquellos minutos en blanco al poco de nacer.

»Mis plegarias tuvieron efecto. Todas aquellas noches orando en silencio no habían sido en vano. Llámelo suerte, llámelo destino.

»Daniel Hoffmann vino a mí. A mí. De entre todos los niños de París, yo fui el elegido aquella noche para recibir su gracia. Todavía recuerdo aquella tímida llamada en la trampilla que daba al exterior de la calle. Yo no podía llegar hasta ella, pero sí pude contestar a la voz que me habló desde el exterior; la voz más maravillosa y bondadosa que he oído jamás. Una voz que desvanecía la oscuridad y que fundía el miedo de un pobre niño asustado como el sol acaba con el hielo. Y, ¿sabe una cosa, Simone? Daniel Hoffmann me llamó por mi nombre.

»Y yo le abrí la puerta de mi corazón. Poco después, una luz maravillosa se hizo en el sótano y Hoffmann apareció de la nada, vistiendo un deslumbrante traje blanco. Si usted lo hubiese visto, Simone. Era un ángel, un verdadero ángel de luz. Nunca he visto a nadie que irradiase aquella aura de belleza y de paz.

»Aquella noche, Daniel Hoffmann y yo conversamos en la intimidad, como usted y yo lo estamos haciendo ahora. No hizo falta que le contase lo de Gabriel y el resto de mis juguetes; ya estaba al corriente. Hoffmann era un hombre informado, entiéndalo. También estaba al tanto de las historias que mi madre me había relatado acerca de la sombra. Lo sabía todo al respecto. Aliviado, le confesé que esa sombra me tenía realmente aterrorizado.

No puede imaginar la compasión, la comprensión que emanaba aquel hombre. Escuchó pacientemente el relato de cuanto me sucedía, y podía sentir que se hacía partícipe de mi dolor, de mi angustia. Y, especialmente, comprendía cuál era el mayor de mis temores, la peor de mis pesadillas: la sombra. Mi propia sombra, aquel espíritu maligno que me seguía a todas partes y que cargaba con todo lo malo que había en mí…

»Fue Daniel Hoffmann quien me explicó lo que debía hacer. Hasta entonces yo era un pobre ignorante, compréndalo. ¿Qué sabía yo de sombras? ¿Qué sabía yo de aquellos misteriosos espíritus que visitaban a la gente en sus sueños y les hablaban del futuro y del pasado? Nada.

»Pero él sí sabía. Él lo sabía todo. Y estaba dispuesto a ayudarme.

»Aquella noche, Daniel Hoffmann me reveló el futuro. Me dijo que yo estaba destinado a sucederlo al frente de su imperio. Me explicó que todos sus conocimientos, todo su arte sería mío algún día, y que el mundo de pobreza que me rodeaba se desvanecería para siempre. Puso en mis manos un porvenir que jamás me hubiera atrevido a soñar. Un futuro. Yo no sabía lo que eso era. Y él me lo brindó. Tan sólo debía hacer una cosa a cambio. Una pequeña promesa insignificante: debía entregarle mi corazón. Sólo a él y a nadie más que a él.

»El fabricante de juguetes me preguntó si comprendía lo que eso significaba. Respondí que sí, sin dudado un instante. Por supuesto que podía contar con mi corazón. Él era la única persona que se había portado bien conmigo. La única persona a la que le había importado. Me dijo que, si lo deseaba, muy pronto saldría de allí, que nunca más volvería a ver aquella casa ni aquel lugar, ni siquiera a mi madre. Y, lo más importante, me dijo que no debería preocuparme nunca más por la sombra. Si hacía lo que él me pedía, el futuro se abriría frente a mí, limpio y luminoso.

»Me preguntó si confiaba en él. Asentí. En aquel momento, extrajo un pequeño frasco de cristal, parecido al que usted emplearía para contener perfume. Sonriendo, lo destapó y mis ojos asistieron a una visión sobrecogedora. Mi sombra, mi reflejo en la pared, se tornó una mancha danzante. Una nube de oscuridad que fue absorbida por el frasco, capturada para siempre en su interior. Daniel Hoffmann cerró entonces el frasco y me lo tendió. El cristal estaba frío como el hielo.

»Me explicó entonces que, desde aquel momento, mi corazón ya le pertenecía y que pronto, muy pronto, todos mis problemas se desvanecerían. Si no faltaba a mi juramento. Le dije que jamás podría hacer una cosa así. Me sonrió cariñosamente de nuevo y me entregó un obsequio. Un caleidoscopio. Me pidió que cerrase los ojos y pensase con todas mis fuerzas en lo que más deseaba en el universo. Mientras lo hacía, se arrodilló frente a mí y me besó en la frente. Cuando abrí los ojos, ya no estaba allí.

»Una semana después, la policía, alertada por un anónimo informante que los puso al corriente de lo que sucedía en mi casa, me rescató de aquel agujero. Mi madre había muerto…

»De camino a la comisaría, las calles se inundaron de coches de bomberos. El fuego podía olerse en el aire. Los policías que me custodiaban se desviaron de la ruta y entonces pude vedo: alzándose en el horizonte, la fábrica de Daniel Hoffrnann ardía en uno de los incendios más pavorosos que ha visto la historia de París. Las gentes que jamás habían reparado en ella observaban la catedral de fuego. Todos recordaron entonces el nombre de aquel personaje que había sembrado de sueños su infancia: Daniel Hoffmann. El palacio del emperador ardía…

»Las llamas y la pira de humo negro se alzaron hacia el cielo durante tres días y tres noches, corno si el averno hubiese abierto sus puertas en el negro corazón de la ciudad. Yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos. Días después, cuando sólo quedaban cenizas para dar testimonio del impresionante edificio que se había alzado allí, los periódicos publicaron la noticia.

»Con el tiempo, las autoridades encontraron a un pariente de mi madre que se hizo cargo de mi custodia, y me trasladé a vivir con su familia en Cap d'Antibes. Allí crecí y me eduqué. Una vida normal. Feliz. Tal y como Daniel Hoffmann me había prometido. Incluso me permití inventar una variante de mi pasado para contármela a mí mismo: la historia que le narré.

»El día en que cumplí los dieciocho años recibí una carta. El matasellos era de ocho años antes, de la oficina postal de Montparnasse. En ella, mi viejo amigo me anunciaba que la firma de notarios de un tal monsieur Gilbert Travant, en Fontainebleau, tenía en su poder las escrituras de una residencia en la costa de Normandía que pasaba a ser legalmente de mi propiedad al cumplir la mayoría de edad. La nota, en pergamino, venía firmada con una «D».

»Tardé varios años en tomar posesión de Cravenmoore. Para entonces yo ya era un prometedor ingeniero. Mis diseños de juguetes sobrepasaban cualquier proyecto conocido hasta la fecha. Pronto comprendí que había llegado el momento de crear mi propia fábrica. En Cravenmoore. Todo estaba sucediendo tal y como se me había anunciado. Todo, hasta que sucedió el accidente. Ocurrió en la Porte de Saint Michel, un 13 de febrero. Ella se llamaba Alexandra Alma Maltisse y era la criatura más bella que jamás había visto.

»Durante todos aquellos años, había conservado conmigo aquel frasco que Daniel Hoffmann me había entregado en el sótano de la rue des Gobelins aquella noche. Su tacto seguía siendo tan frío como entonces. Seis meses después, traicioné mi promesa a Daniel Hoffmann y entregué mi corazón a aquella joven. Me casé con ella. Fue el día más feliz de mi vida. La noche antes de la boda, que habría de celebrarse en Cravenmoore, tomé el frasco que contenía mi sombra y me dirigí a los acantilados del cabo. Desde allí, condenándola para siempre al olvido, la lancé a las oscuras aguas.

»Por supuesto, rompí mi promesa…

El sol había iniciado ya su declive sobre la bahía cuando Ismael e Irene avistaron entre los árboles la fachada posterior de la Casa del Cabo. El agotamiento que ambos arrastraban parecía haberse retirado discretamente a algún lugar no muy lejano, a la espera de un momento más oportuno para emprender su regreso. Ismael había oído hablar de ese fenómeno, una suerte de soplo que experimentaban algunos atletas una vez rebasado el límite de su propia capacidad de cansancio. Pasado ese punto, el cuerpo seguía adelante sin muestras de fatiga. Hasta que la máquina paraba, claro está. Una vez el esfuerzo acababa, el castigo caía de una sola vez. Un préstamo de los músculos, por así decido.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Irene, advirtiendo el semblante meditabundo del chico.

– En que tengo hambre.

– y yo. ¿No es raro?

– Al contrario. Nada como un buen susto para abrir el apetito… -se permitió bromear Ismael.

La Casa del Cabo estaba en calma y no había signo aparente de presencia alguna. Dos guirnaldas de ropa seca, suspendida en los tendederos, ondeaban al viento. Ismael captó una visión fugaz de lo que a todas luces parecía ropa interior de Irene por el rabillo del ojo. Su mente pasó a considerar el aspecto que tendría su compañera enfundada en semejantes atavíos.

– ¿Estás bien? -inquirió ella.

El muchacho tragó saliva, pero asintió. -Cansado y hambriento, eso es todo.

Irene le dirigió una sonrisa enigmática. Por un segundo, Ismael consideró la posibilidad de que todas las mujeres fuesen, secretamente, capaces de leer el pensamiento. Mejor no perderse en semejantes consideraciones con el estómago vacío.

La joven trató de abrir la puerta trasera de la casa, pero al parecer alguien había echado el cerrojo por dentro. La sonrisa de Irene se tornó en una mueca de extrañeza.

– ¿Mamá? ¿Dorian? -llamó mientras se retiraba unos pasos y examinaba las ventanas del piso superior.

– Probemos por delante -dijo Ismael.

Ella la siguió, rodeando la casa hasta el porche.

Una alfombra de cristales rotos afloró a sus pies. Ambos se detuvieron y la visión de la puerta destrozada y todas las ventanas astilladas se desplegó ante ellos. A simple vista, parecía que una explosión de gas hubiese arrancado la puerta de los goznes al tiempo que escupía una tormenta de cristal hacia el exterior. Irene trató de frenar la oleada de frío que le ascendía desde el estómago. En vano. Dirigió una mirada aterrorizada a Ismael y se dispuso a entrar en la casa. Él la retuvo, en silencio.

– ¿Madame Sauvelle? -llamó desde el porche. El sonido de su voz se perdió en el fondo de la casa. Ismael se adentró cautelosamente en el interior y examinó el panorama. Irene se asomó tras él. El suspiro de la muchacha tocó fondo.

La palabra para describir el estado de la vivienda, si es que había alguna, era devastación. Ismael jamás había visto los efectos de un tornado, pero imaginó que se parecían a lo que sus ojos le estaban transmitiendo.

– Dios mío…

– Cuidado con los cristales -advirtió el muchacho.

– ¡Mamá!

El grito reverberó por la casa, un espíritu vagabundo de habitación en habitación. Ismael, sin soltar a Irene ni un segundo, se aproximó al pie de la escalera y echó un vistazo al piso superior.

– Subamos -dijo ella.

Ascendieron por la escalera lentamente, examinando los rastros que una fuerza invisible había dejado a su alrededor. La primera en advertir que el dormitorio de Simone no tenía puerta fue Irene.

– ¡No!… -murmuró.

Ismael se apresuró hasta el umbral de la estancia y la examinó. Nada. Una a una, ambos registraron todas las habitaciones del piso superior. Vacío.

– ¿Dónde están? -preguntó la chica con voz temblorosa.

– Aquí no hay nadie. Volvamos abajo.

Por lo que podía ver, la lucha o lo que fuese que había acontecido en aquel escenario había sido violenta. El muchacho se reservó cualquier observación al respecto, pero una oscura sospecha acerca de la suerte de la familia de Irene cruzó su pensamiento. Ella, todavía bajo los efectos del shock, lloraba en silencio al pie de la escalera. «En cuestión de minutos -pensó Ismael-, la histeria se abrirá paso.» Más valía que pensara algo, y rápido, antes de que eso sucediese. Su mente barajaba una docena de posibilidades, a cuál menos efectiva, cuando ambos oyeron por primera vez los golpes. Un silencio mortal los siguió.

Irene alzó la mirada, llorosa, y sus ojos buscaron la confirmación en Ismael. El muchacho asintió, alzando un dedo en señal de silencio. Los golpes se repitieron, secos y metálicos, viajando a través de la estructura de la casa. La mente de Ismael tardó unos segundos en rastrear aquellos impactos sordos y apagados. Metal. Algo, o alguien, estaba golpeando sobre una pieza de metal en algún lugar de la casa. El sonido se repitió mecánicamente. Ismael sintió la vibración viajar bajo sus pies y sus ojos se detuvieron sobre una puerta cerrada en el pasillo que conducía a la cocina en la parte posterior.

– ¿Adónde da esa puerta?

– Al sótano… -respondió Irene.

El chico se aproximó a la puerta y auscultó el interior pegando el oído a la lámina de madera. Los golpes se repitieron por enésima vez. Ismael trató de abrir, pero la manija estaba atrancada.

– ¿Hay alguien ahí dentro? -gritó.

El sonido de unas pisadas ascendiendo por la escalera llegó hasta sus oídos.

– Ten cuidado -dijo Irene.

Ismael se separó de la puerta. Por un instante, la imagen del ángel emergiendo del sótano de la casa inundó su mente. Una voz quebradiza se oyó al otro lado, distante. Irene se alzó de un salto y corrió hacia la puerta.

– ¿Dorian?

La voz balbuceó algo.

Irene miró a Ismael y asintió. -Es mi hermano…

El muchacho comprobó que derribar una puerta o, en ese caso, destrozada era una tarea bastante más compleja de lo que los seriales radiofónicos daban a entender. Pasaron unos buenos diez minutos antes de que, con la ayuda de una barra de metal que encontraron en las alacenas de la cocina, la puerta se rindiese por fin. Ismael, cubierto de sudor, se retiró unos pasos e Irene dio el tirón de gracia. La cerradura, un amasijo de astillas de madera emergiendo del mecanismo herrumbroso y trabado, cayó al suelo. A ojos del chico, parecía un erizo.

Un segundo después, un muchacho de complexión pálida emergió de la oscuridad. Su rostro estaba atenazado en una máscara de terror y sus manos temblaban. Dorian se cobijó en los brazos de su hermana, como un animal asustado. Irene dirigió una mirada a Ismael. Fuera lo que fuese lo que el muchacho había visto, había hecho mella en él. Irene se arrodilló frente a él y le limpió el rostro manchado de suciedad y lágrimas secas.

– ¿Estás bien, Dorian? -le preguntó con calma, palpando el cuerpo del chico en busca de heridas o fracturas.

Dorian asintió repetidamente. -¿Dónde está mamá?

El muchacho alzó la mirada. Sus ojos estaban estancados de terror.

– Dorían, es importante. ¿Dónde está mamá?

– Se la llevó… -balbuceó él.

Ismael se preguntó cuánto tiempo llevaría atrapado allí abajo, en la oscuridad.

– Se la llevó… -repitió Dorian, como si estuviese bajo los efectos de un influjo hipnótico.

– ¿Quién se la ha llevado, Dorian? -preguntó Irene con fría serenidad-. ¿Quién se ha llevado a mamá?

Dorian les dirigió una mirada a ambos y sonrió débilmente, como si la pregunta que le formulaban fuese absurda.

– La sombra… -respondió-. La sombra se la llevó.

Las miradas de Ismael e Irene se encontraron. Ella respiró profundamente y puso las manos sobre los brazos de su hermano.

– Dorian, voy a pedirte que hagas algo que es muy importante. ¿Me comprendes?

Él asintió.

– Necesito que vayas corriendo al pueblo, a la gendarmería, y que le digas al comisario que un accidente terrible ha ocurrido en Cravenmoore. Que mamá está allí, herida. Que vengan cuanto antes. ¿Me has comprendido?

Dorian la observó, desconcertado.

– No menciones la sombra. Di sólo lo que yo te he dicho. Es muy importante… Si lo haces, nadie te creerá. Menciona sólo un accidente.

Ismael asintió.

– Necesito que hagas esto por mí, y por mamá. ¿Podrás hacerlo?

Dorian miró a Ismael y luego a su hermana. -Mamá ha tenido un accidente y está herida en Cravenmoore. Necesita ayuda urgente -repitió el muchacho mecánicamente-. Pero ella está bien…, ¿no?.

Irene le sonrió y lo abrazó. -Te quiero -le susurró.

Dorian besó a su hermana en la mejilla y, tras dirigir un saludo de camarada a Ismael, echó a correr en busca de su bicicleta. La encontró junto a la barandilla del porche. El obsequio de Lazarus había quedado reducido a una red de alambres y metal retorcido. El muchacho contempló los restos de su bicicleta mientras Ismael e Irene salían de la casa y reparaban en el macabro hallazgo.

– ¿Quién es capaz de hacer algo así? -preguntó Dorian.

– Es mejor que te des prisa, Dorian -le recordó Irene.

Él asintió y partió a escape. Tan pronto como hubo desaparecido, Irene e Ismael salieron al porche. El sol se ponía sobre la bahía, trazando un globo de tinieblas que sangraba entre las nubes y teñía el mar de escarlata. Ambos se miraron y, sin necesidad de palabras, comprendieron lo que les esperaba en el corazón de la oscuridad, más allá del bosque.

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