CAPÍTULO 24

Meg escuchó un coche detrás de ella. Aunque eran apenas las diez de la noche, la fría lluvia de octubre había vaciado las calles del Lower East Side de Manhattan. Iba caminando mientras hacia equilibrios con bolsas de basura negra y mojadas que arrastraba por la acera. La lluvia caía por encima del vapor que salía de su cabeza y había basura flotando en las alcantarillas inundadas. Algunos de los ladrillos rojos del antiguo bloque de edificios de Clay habían sido arreglados, pero la mayoría no, y además el barrio era poco fiable en el mejor de los casos. Sin embargo, no se lo había pensado dos veces cuando decidió ir a su tienda favorita a por una hamburguesa barata. Pero no había contado con la lluvia en su camino de vuelta.

El edificio en el que estaba la estrecha casa de Clay, un quinto sin ascensor, estaba a casi dos manzanas. Le había subarrendado el apartamento mientras él estaba en Los Ángeles haciendo un jugoso papel en una película independiente que podría ser el éxito que había estado esperando. El lugar era pequeño y deprimente, con sólo dos minúsculas ventanas que dejaban pasar pequeños haces de luz, pero era barato y, una vez que le había quitado la grasa al viejo sofá de Clay, junto con los restos dejados por varias de sus novias, consiguió una habitación para hacer sus joyas.

El coche seguía a su lado. Un rápido vistazo sobre su hombre le mostró una limusina negra, nada por lo que ponerse nerviosa, pero había sido una larga semana. Unas seis semanas muy largas. Su mente estaba borrosa por el cansancio y sus dedos doloridos por el laborioso trabajo de su colección de joyas, sólo su fuerza de voluntad la mantenía en pie. Pero el trabajar duro estaba dando sus frutos.

No intentó convencerse de que era feliz, pero sabía que había tomado la mejor decisión que podía tomar para su futuro. Sunny Skipjacks había dado en el blanco cuando le había dicho a Meg que debería vender sus joyas en un mercado de gama alta. A los dueños de las boutiques que les había enseñado sus piezas de muestra les había gustado la yuxtaposición de los diseños modernos con las reliquias, y los encargos llegaron más rápido de lo que ella había soñado. Si la meta de su vida hubiera sido diseñar joyas, habría estado en éxtasis, pero esa no era su meta. No ahora. Finalmente, sabía lo que quería hacer.

El coche todavía seguía detrás de ella, sus faros alumbraban el asfalto mojado. La lluvia había empapado sus zapatillas de lona y se apretó más la gabardina morada, que había encontrado en una tienda de segunda mano. Rejas cubrían las ventanas de una tienda de saris, la tienda coreana de artículos del hogar donde había descuento, incluso la tienda de dumplings, estaban todas cerradas por la noche. Caminó más rápido, pero el constante ruido del motor no se desvanecía. No era su imaginación. El coche definitivamente la estaba siguiendo, y todavía le quedaba un bloque de pisos.

Un coche de policía aceleró por la calle transversal, la sirena a todo volumen, la luz roja intermitente entre la lluvia. Su respiración se aceleró cuando el coche se puso a su altura, sus oscuras ventanas amenazantes en la noche. Comenzó a correr, pero el coche siguió a su nivel. Por el rabillo del ojo, vio una de las ventanillas bajarse.

– ¿Quieres que te lleve?

La última cara que esperaba ver apareció ante ella. Tropezó con el pavimento irregular, estaba tan mareada que estuvo a punto de caerse. Después de todo lo que había hecho para cubrir su rastro, él estaba aquí, su rostro ensombrecido enmarcado en la ventana abierta.

Durante semanas, había trabajado hasta bien entrada la noche, centrándose sólo en el trabajo, no permitiéndose pensar, negándose a dormir hasta estar demasiado exhausta como para seguir adelante. Estaba rota y vacía, no estaba en condiciones de hablar con nadie, menos con él. -No gracias -, logró decir. -Casi he llegado.

– Parece que estás un poco mojada -. Un rayo de luz de una farola atravesó su moldeado pómulo.

No podía hacerle esto. No se lo permitiría. No después de todo lo que había pasado. Empezó a caminar de nuevo, pero la limusina la siguió. -No deberías estar aquí fuera tú sola -, dijo él.

Lo conocía lo suficientemente bien como para saber exactamente lo que había detrás de su repentina aparición. Una conciencia culpable. Él odiaba herir a la gente y necesitaba asegurarse que no la había hecho un daño irreparable. -No te preocupes por eso -, dijo ella.

– ¿Te importaría subir al coche?

– No es necesario. Estoy casi en casa -. Se dijo a sí misma que no debería decir nada más, pero la curiosidad fue más fuerte que ella. -¿Cómo me encontraste?

– Créeme, no fue fácil.

Mantuvo su vista al frente, sin aminorar el paso. -Uno de mis hermanos -, dijo ella. -Tuvo que ser uno de ellos.

Debería haber sabido que ellos la venderían. La semana pasada, Dylan se había desviado según iba a Boston para decirle que las llamadas de Ted los estaban volviendo locos y que debería hablar con él. Clay le envió un torrente de mensajes de texto. El colega parece desesperado, decía su último mensaje. ¿Quién sabe lo que podría hacer?

¿En el peor de los casos? le había contestado. Su putt perderá metro y medio de altura.

Ted esperó hasta que un taxi pasó antes de responder. -Tus hermanos no me han dado otra cosa que problemas. Clay incluso me dijo que habías dejado el país. Olvidé que era actor.

– Te dije que era bueno.

– Me llevó un tiempo, pero al final me di cuenta que ya no aceptarías el dinero de tu padres. Y no podía imaginarte dejando el país con lo que sacaste de tu cuenta corriente.

– ¿Cómo sabes lo que saqué de mi cuenta corriente?

Incluso en la penumbra pudo ver como levantaba una ceja. Ella se movió con un bufido de disgusto.

– Sé que has encargabas algunos materiales para tus joyas en Internet -, dijo él. -Hice una lista de posibles proveedores e hice que Kayla los llamara.

Rodeó una los cristales de una botella rota. -Estoy segura que estaba más que dispuesta a ayudarte.

– Le dijo que era la dueña de una boutique en Phoenix y que estaba intentando localizar a la diseñadora de unas joyas que había descubierto en Texas. Describió algunas de tus piezas y dijo que las quería para su tienda. Ayer consiguió tu dirección.

– Y aquí estás. Un viaje en vano.

Él tuvo el descaro de enfadarse. -¿Crees que podríamos tener esta conversación dentro de limusina?

– No -. Podía encargarse de su culpabilidad él mismo. Una culpabilidad que no estaba ligada al amor, una emoción que ella tendría siempre.

– Realmente necesito que entres en el coche -. Gruño.

– Realmente necesito que te vayas al infierno.

– Acabo de regresar, y confía en mí, no es tan bueno como parece.

– Lo siento.

– Maldita sea -. La puerta se abrió y salió mientras la limusina seguía moviéndose. Antes de que ella pudiera reaccionar, la estaba arrastrando hacia el coche.

– ¡Para! ¿Qué estás haciendo?

Por fin la limusina se había detenido. La metió dentro, luego subió él y cerró la puerta. Las puertas se bloquearon. -Considérate oficialmente secuestrada.

El coche comenzó de nuevo a moverse, su conductor oculto tras la mampara de cristal oscuro. Agarró la manija de la puerta, pero no se movió. -¡Déjame salir! No me creo que estés haciendo esto. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

– Bastante.

Estaba tan deslumbrante como siempre, con aquellos ojos de tigre y los pómulos aplanados, esa nariz recta y la mandíbula de estrella de cine. Llevaba puesto un traje de negocios gris carbón, una camisa blanca y una corbata azul marino. No lo había visto vestido tan formal desde el día de la boda, y luchó contra una oscura emoción. -Lo digo en serio -, dijo ella. -Déjame salir ahora mismo.

– No hasta que hablemos.

– No quiero hablar contigo. No quiero hablar con nadie.

– ¿Qué dices? Te encanta hablar.

– Ya no -. En el interior de la limusina había largos asientos en los laterales y pequeñas luces azules en los bordes del techo. Un enorme ramo de rosas rojas estaba sobre el asiento de enfrente del bar. Hurgó en el bolsillo en busca de su móvil. -Voy a llamar a la policía y decirles que he sido secuestrada.

– Preferiría que no lo hicieras.

– Esto es Manhattan. Aquí no eres Dios. Seguro que te mandan a la cárcel de Rikers.

– Lo dudo, pero no tiene sentido correr el riesgo -. Le quitó el teléfono y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Era la hija de un actor, así que hizo como que le daba igual y se encogió de hombros. -Bien. Habla. Y date prisa. Mi prometido me espera en el apartamento -. Apretó sus caderas contra la puerta, lo más lejos de él que pudo. -Te dijo que no tardaría mucho en olvidarme de ti.

Él parpadeó, luego cogió el ramo de rosas de la culpabilidad y las puso en el regazo. -Pensé que te gustarían.

– Te equivocabas -. Se las tiró de vuelta.

Cuando el ramo le dio en la cabeza, Ted aceptó el hecho que este encuentro no iba mucho mejor de lo que merecía. Secuestrar a Meg había sido un error de cálculo por su parte. No es que hubiera planeado secuestrarla. Tenía la intención de aparecer en su puerta con las rosas y una sentida declaración de amor eterno y luego meterla en su limusina. Pero cuando el coche giró hacia su calle, la había visto y todo su sentido común se había desvanecido.

Incluso dándole la espalda, con el cuerpo envuelto en un abrigo largo morado y sus hombros encorvados por la lluvia, la había reconocido. Otras mujeres tenía el mismo andar por sus largas piernas, el mismo balanceo de brazos, pero ninguna hacia que su pecho estallara.

Las leves luces azules del interior de la limusina dejaban ver algunas sombras bajo sus ojos que él mismo sabía que también tenía. En lugar de las cuentas rústicas y monedas antiguas que estaba acostumbrado a ver en sus orejas, no llevaba ninguna joya, y en los pequeños y vacíos agujeros de sus lóbulos le daban una vulnerabilidad que le partió el corazón. Sus vaqueros asomaban por debajo del abrigo morado mojado y sus zapatillas de lona estaban empapadas. Tenía el pelo más largo que la última vez que la había visto, salpicado de gotas de agua y de un rojo brillante. Quería que lo volviera a tener como lo había tenido. Quería besarla otra vez en el hueso de debajo de su pómulo y poner de nuevo calor en sus ojos. Quería hacerla sonreír. Reír. Hacerle el amor tan profundamente como la amaba.

Mientras miraba a la luna que los separaba del chofer que su madre tenía en Manhattan de toda la vida, se negó a considerar la posibilidad de que hubiera llegado demasiado tarde. Tenía que estar mintiendo sobre lo del prometido. Pero ¿podía algún hombre no enamorarse de ella? Necesitaba asegurarse. -Háblame de ese prometido tuyo.

– De ninguna manera. No te quiero hacer sentir peor de lo que ya te sientes.

Estaba mintiendo. Al menos rezaba para que estuviera mintiendo. -Así que, ¿crees que sabes como me siento?

– Por supuesto. Te siente culpable.

– Cierto.

– Francamente, no tengo energía ahora mismo para hacerte sentir mejor. Como puedes ver, lo estoy haciendo muy bien. Ahora, sigue adelante con tu vida y déjame en paz.

Ella no se veía como si estuviera haciendo un gran trabajo. Parecía exhausta. Peor, había un distanciamiento, un abismo, de la mujer divertida e irreverente que él conocía que le decía que las piezas no encajaban. -Te he echado de menos -, dijo él.

– Me alegra oírlo -, replicó, en una voz tan remota como las montañas que él temía podía estar escalando. -¿Por favor, puedes llevarme de vuelta a mi apartamento?

– Después.

– Ted, lo digo en serio. No tenemos nada más que hablar.

– Tal vez tú no, pero yo sí -. La determinación de ella por alejarse lo asustaba. Había sido testigo de primera mano de lo obstinada que podía llegar a ser, y odiaba que esa resolución se volviera contra él. Necesitaba algo con lo que romper su hielo. -Pensé que… podríamos dar un paseo en bote.

– ¿Un paseo en bote? No lo creo.

– Sabía que era una idea estúpida, pero el comité de reconstrucción de la librería insistió en que esa era la forma correcta de tratarte. Olvida que lo mencioné.

Ella levantó la cabeza. -¿Has hablado de esto con el comité de reconstrucción?

Ese destello de ira le dio esperanzas. -Podría haberlo mencionado. Dicho sea de paso, necesitaba la perspectiva femenina, y me convencieron de que toda mujer aprecia un gran gesto romántica. Incluso tú.

Efectivamente, chispitas aparecieron en sus ojos. -No me puedo creer que le hablaras de nuestras cosas personales con esas mujeres.

Había dicho nuestras cosas. No las cosas de él. Siguió picándola. -Torie está muy cabreada contigo.

– No me importa.

– Lady E también, pero es más considerada. Heriste sus sentimientos cuando cambiaste de número de teléfono. Realmente no deberías haberlo hecho.

– Envíale mis disculpas -, dijo con una sonrisa burlona.

– Lo del bote fue idea de Birdie. Se ha convertido en tu mayor defensora por lo de Haley. Y tenías razón con no mandarla a la policía. Haley ha madurado últimamente, y no soy de esos hombres que no saben admitir cuando se han equivocado.

Sus esperanzas crecieron cuando ella apretó los puños contra su abrigo mojado. -¿Con cuántas personas has hablado sobre nuestras asuntos privados?

– Unas cuantas -. Tenía que ganar tiempo, estaba desesperado por encontrar una forma de llegar a ella. -Kenny fue inútil. Skeet todavía sigue enfadado conmigo. ¿Quién iba a saber que te iba a coger cariño? Y Buddy Ray Baker dijo que debería comprarte una Harley.

– ¡Ni siquiera conozco a Buddy Ray Baker!

– Seguro que lo conoces. Trabaja por la noche en Food and Fuel. Te manda recuerdos.

La indignación había puesto de nuevo algo de color en esas bellas mejillas. -¿Hay alguien con quién no hablaras? -dijo ella.

Él cogió una servilleta de al lado del recipiente del champán, donde había puesto una botella a enfriar en un arranque de optimismo. -Déjame secarte.

Ella le quitó la servilleta y la tiró al suelo. Él se volvió a recostar en el asiento e intentó sonar como si tuviera todo bajo control. -San Francisco no fue muy divertido sin ti.

– Siento que desperdiciaras el dinero así, pero estoy segura que el comité de reconstrucción debe haber agradecido tu generosa contribución.

Admitir que no era él quién había hecho la última oferta en la subasta difícilmente parecía ser la mejor forma de convencerla de su amor. -Estuve sentado en el vestíbulo del hotel toda la tarde esperándote -, dijo él.

– Lo de sentirse culpable es cosa tuya. No va conmigo.

– No es culpa -. La limusina se arrimó a la acera y el conductor, siguiendo anteriores órdenes de Ted, se detuvo en State Street justo en frente del Museo Nacional de Indígenas Americanos. Todavía estaba lloviendo, y él debería haber elegido otro destino, pero no habría conseguido meterla en la mansión de sus padres de Greenwich y no podía imaginarse abriéndose a ella en un restaurante o en un bar. Y estaba malditamente seguro que no iba a decir nada más dentro de la limusina con el chofer de su madre escuchando al otro lado del cristal. Al demonio. Con lluvia o sin ella, este era el lugar perfecto.

Ella se asomó por la ventana. -¿Por qué nos paramos aquí?

– Porque vamos a dar un paseo por el parque -. Quitó los seguros, cogió el paraguas del suelo y abrió la puerta.

– No quiero dar un paseo. Estoy mojada, tengo los pies fríos y quiero irme a casa.

– Pronto -. Él la cogió del brazo y de alguna forma se las arregló para sacarla a ella y al paraguas a la calle.

– ¡Está lloviendo! -exclamó ella.

– Ahora no mucho. Además, ya estás mojada, ese pelo rojo debería mantenerte caliente y tengo un paraguas grande -. Lo abrió, la arrastró alrededor de la parte trasera de la limusina y subieron a la acera. -Aquí hay muchos muelles de barcos -. Le indicó con el codo la entrada de Battery Park.

– Te dije que no voy a dar un paseo en barco.

– Vale. Ningún paseo en barco -. No es que él hubiera planeado uno de todos modos. Habría requerido un grado de organización que ahora mismo no era capaz de tener. -Sólo te estaba diciendo que aquí hay muchos muelles. Y una gran vista de la Estatua de la Libertad.

Ella no entendió que quería decir con eso.

– ¡Maldita sea, Ted! -. Se giró hacia él y, el peculiar humor que una vez había ido al unísono con el suyo, no estaba a la vista. Odiaba verla así, sin su risa, y sabía que él era el único culpable.

– Está bien, vamos a acabar con esto -. Ella frunció el ceño a un ciclista. -Di que lo que tengas que decir y luego me iré a casa. En el metro.

Y una mierda iba a hacer eso. -Vale -. Entraron en Battery Park y fueron por el camino que conducía al paseo marítimo.

Dos personas bajo un paraguas debería haber sido romántico, pero no lo era cuando una de esas personas se negaba a acercarse a la otra. Cuando llegaron al paseo marítimo, la lluvia había empapado su traje y sus zapatos estaban tan calados como los de ella.

Los puestos que había durante el día habían desaparecido, y sólo unas pocas almas corrían por el pavimento mojado. Se había levantado viento y la suave llovizna procedente del agua le golpeó en la cara. A lo lejos, la Estatua de la Libertad montaba guardia en el puerto. Por la noche estaba iluminada y podía ver las pequeñas luces brillando en las ventanas de su corona. Un día de verano de hace mucho tiempo, había roto una de esas ventanas y desplegado una bandera contra las armas nucleares y, finalmente, encontró a su padre. Ahora, con la estatua enfrente para darle valor, rezó por su futuro.

Juntó todo su valor. -Te amo, Meg.

– Lo que sea. ¿Puedo irme ya?

Miró hacia la estatua. -El mayor acontecimiento de mi infancia ocurrió allí.

– Ya, lo recuerdo. Tu acto de vandalismo juvenil.

– Cierto -. Tragó saliva. -Y parecía lógico que el acontecimiento más importante de mi madurez también ocurriera allí.

– ¿Qué sería cuando perdiste la virginidad? ¿Qué edad tenías? ¿Doce?

– Escúchame, Meg. Te amo.

No podía estar menos interesada. -Deberías ir a terapia. En serio. Tu sentido de la responsabilidad está fuera de control -. Ella le palmeó el brazo. -Se acabó, Ted. No te sientas culpable. Me he mudado y, francamente, estás empezando a ser un poco patético.

No dejaría que ella se alejara. -La verdad es que quería haber tenido esta conversación en la isla de La Libertad. Desafortunadamente, estoy vetado de por vida, así que no es posible. Ser vetado no parecía algo importante cuando tenía nueve años, pero te aseguro que es una mierda.

– ¿Crees que podríamos terminar con esto? Tengo algo de papeleo que necesito hacer esta noche.

– ¿Qué tipo de papeleo?

– Mis papeles de admisión. Voy a empezar a ir a clase en la Universidad de Nueva York en Enero.

Se le revolvió el estómago. Eso era definitivamente algo que no quería oír. -¿Vas a volver a la universidad?

Ella asintió. -Al final supe lo que quiero hacer con mi vida.

– ¿Pensaba que era el diseño joyas?

– Eso paga mis facturas. La mayoría, al menos. Pero no es algo que me satisfaga.

Él quería ser lo que la satisfajera.

Finalmente había empezado a hablar sin que él la obligara. Desafortunadamente, no era sobre ellos. -Podré graduarme en ciencias ambientales en verano y luego hacer un master.

– Es… genial -. No tan genial. -¿Y luego qué?

– Tal vez trabaje para el Servicio Nacional de Parques o algo como el La Conservación Natural. Podría ser capaz de gestionar un programa de protección del suelo. Hay muchas opciones. Gestión de residuos, por ejemplo. La mayoría de la gente no lo veo como algo glamoroso, pero el vertedero me fascinó desde el principio. Mi trabajo ideal es… -Y de repente, se cortó. -Tengo frío. Volvamos.

– ¿Cuál es tu trabajo ideal? -Rezó para que dijera algo en la línea de ser su esposa y la madre de sus hijos, pero no parecía ser demasiado realista.

Ella habló rápidamente, algo muy raro. -Convertir zonas contaminadas por los residuos en áreas recreacionales es lo que me gustaría hacer, y te puedes considerar el responsable de eso. Bueno, esto ha sido muy divertido, pero me voy. Y esta vez, no intentes detenerme.

Ella se dio la vuelta y comenzó a alejarse, esta mujer con el pelo rojo y sin sentido del humor era dura como una roca y ya no le quería.

Le entró el pánico. -¡Meg te amo! ¡Quiero casarme contigo!

– Es extraño -, dijo sin pararse. -Hace sólo seis semanas, me estabas diciendo cómo Lucy te rompió el corazón.

– Estás equivocada. Lucy me rompió la cabeza.

Eso hizo que se parase. -¿Tu cabeza? -Ella lo miró.

– Eso si es verdad -, dijo más calmado. -Cuando Lucy me dejó, me rompió la cabeza. Pero cuando tú te fuiste… -. Para su consternación, la voz se le quebró. -Cuando tú te fuiste, me rompiste el corazón.

Finalmente tenía toda su atención, no es que tuviera una mirada soñadora o estuviera lista para arrojarse a sus brazos, pero al menos estaba escuchando.

Cerró el paraguas, dio un pasó hacia ella y luego se detuvo. -Lucy y yo encajábamos perfectamente en mi cabeza. Teníamos todo en común y lo que ella hizo no tenía sentido. Tenía a todo el pueblo sintiendo lástima por mí y, estate malditamente segura que no iba a dejar que nadie supiera lo miserable que me sentía… así que no pude poner las cosas en orden en mi cabeza. Y allí estabas tú, en medio de todo el lío, como una bella espina clavada, haciéndome sentir otra vez como yo mismo. Excepto… -. Se encogió de hombros y un hilo de agua le bajó por el cuello. -Algunas veces la lógica puede ser un enemigo. Si había estado tan equivocado con Lucy, ¿cómo podía confiar en lo que sentía por ti?

Ella permaneció allí, sin decir una palabra, sólo escuchando.

– Desería decir que me di cuenta de que te amaba en cuanto te fuiste del pueblo, pero estaba demasiado ocupado en estar enfadado por que me dejaste. No tengo mucha práctica en lo de estar enfadado, así que me llevo un tiempo comprender que con la persona que estaba enfadado en realidad era conmigo mismo. Fui tan testarudo y estúpido. Estaba asustado. Todo siempre ha sido fácil para mí, pero no hay nada fácil contigo. Las cosas que me haces sentir. La forma en que me obligas a analizarme -. Él apenas podía respirar. -Te amo, Meg. Quiero casarme contigo. Quiero dormir contigo todas las noches, hacer el amor contigo, tener hijos. Quiero que luchemos juntos, que trabajemos juntos y… simplemente que estemos juntos. ¿Vas a quedarte ahí parada, mirándome, o vas a sacarme de esta miseria y decirme que todavía me amas, al menos un poco?

Ella lo miró. Fijamente. Sin sonreír. -Lo pensaré y te lo haré saber.

Se alejó caminando y lo dejó de pie, sólo, bajo la lluvia.

Dejó caer el paraguas, se le resbaló el mango y agarró con los dedos el frío metal. Sus ojos al borde de las lágrimas. Nunca se había sentido tan vacío o tan sólo. Mientras miraba hacia el puerto, se preguntó que podría haber dicho para convencerla. Nada. Había llegado demasiado tarde. Meg no tenía paciencia para morosos. Ella había cortado por lo sano y seguido adelante.

– Está bien, ya me lo he pensado -, dijo desde detrás de él. -¿Qué estás ofreciendo?

Se dio la vuelta, con el corazón en la garganta y la lluvia salpicándole la cara. -Uh… ¿mi amor?

– Eso ya lo tengo. ¿Qué más?

Parecía fiera y fuerte y absolutamente encantadora. Las pestañas húmedas enmarcaban sus ojos, que ahora no parecían ni azules ni verdes, la lluvia los hacía verse de un gris suave. Sus mejillas estaban rojas, su pelo ardía y su boca era una promesa esperando ser reclamada. Él corazón de él empezó a latir más fuerte. -¿Qué quieres?

– La iglesia.

– ¿Estás planeando volver a vivir allí?

– Tal vez.

– Entonces, no, no puedes tenerla.

Parecía estar pensando en ello. Él esperó, el sonido de su sangre le llegaba a los oídos.

– ¿Qué hay del resto de tus posesiones? -dijo ella.

– Tuyas.

– No las quiero.

– Lo sé -. Algo floreció en su pecho, algo cálido y lleno de esperanza.

Ella lo miró, la lluvia le caía de la punta de la nariz. -Sólo quiero ver a tu madre una vez al año. En Halloween.

– Podrías querer repensártelo. Ella fue quién secretamente pagó el dinero para que tú ganaras la subasta.

Finalmente había conseguido sorprenderla. -¿Tu madre? -dijo ella. -¿No tú?

Tuvo que bloquear los codos para no abrazarla. -Yo todavía estaba en mi fase de enfado. Ella cree que eres, voy a citarla, cree que eres "magnífica".

– Interesante. Vale, ¿qué hay de un trato de cosas que no podamos hacer?

– No habrá tratos sobre cosas que no podemos hacer.

– Eso es lo que tú te crees -. Por primera vez se veía segura. -¿Estás… dispuesto a vivir en otro sitio que no sea Wynette?

Debería haberlo visto venir, pero no lo había hecho. Por supuesto que no querría volver a Wynette después de todo lo que le pasó allí. Pero ¿qué pasaba con su familia, sus amigos, sus raíces que se habían extendido tanto en el suelo rocoso que ya casi era parte de él?

Miró a la cara a la mujer que había sido reclamada por su alma. -Está bien -, dijo él. -Renunciaré a Wynette. Podemos trasladarnos a donde quieras.

Ella frunció el ceño. -¿De qué estás hablando? No quiero decir para siempre. Jesús, ¿estás loco? Pero voy en serio con lo de mi titulo, así que necesitaremos una casa en Austin, asumiendo que entre en la U.T.

– Oh, Dios, entrarás -. Su voz volvió a quebrarse. -Te construiré un palacio. Donde tú quieras.

Al final ella tan bien parecía a punto de llorar. -¿En serio renunciarías a Wynette por mí?

– Daría mi vida por ti.

– Vale, estas empezando a asustarme -. Pero no lo dijo como si estuviera asustada. Lo dijo como si estuviese realmente feliz.

Él la miró fijamente a los ojos, queriendo que ella supiese lo en serio que se lo estaba diciendo. -Para mí, no hay nada más importante que tú.

– Te amo, Teddy Beaudine -. Finalmente dijo las palabras que había estado esperando escuchar. Y luego, con un grito de alegría, se arrojó a su pecho, presionándolo con su cuerpo frío y mojado; escondiendo su rostro frío y mojado en su cuello; tocando con sus labios calientes y mojados su oreja. -Luego trabajaremos sobre nuestros problemas a la hora de hacer el amor -, le susurró.

Oh, no. No iba a tomar el mando tan fácilmente. -Al demonio, lo haremos ahora.

– De acuerdo.

Esta vez fue ella quién lo arrastró a él. Corrieron de vuelta a la limusina. Él le dio al chofer unas rápidas indicaciones, luego la besó a Meg hasta dejarla sin aliento mientras recorrían la poca distancia hasta el Battery Park Ritz. Entraron en el vestíbulo sin maletas y agua cayendo de la ropa. Pronto estuvieron cerrando la puerta de la cálida y seca habitación que daba al oscuro y lluvioso puerto.

– ¿Te casarías conmigo, Meg Koranda? -dijo él mientras la metía en el baño.

– Definitivamente. Pero mantendré mi apellido sólo para molestar a tu madre.

– Excelente. Ahora quítate la ropa.

Ella lo hizo, y él también lo hizo, manteniéndose a la pata coja, sujetándose el uno al otro, enredándose con las mangas de las camisas y los vaqueros húmedos. Él se dio la vuelta hacia el agua de la ducha espaciosa. Ella se le adelantó, se subió a la losa de mármol y abrió las piernas. -Vamos a ver si puedes usar tus poderes para el mal en lugar de para el bien.

Él empezó a reír y ella se unió. La cogió entre sus brazos, besándola, amándola, queriéndola como nunca había querido a nadie. Después de lo que ocurrió aquel horrible día en el vertedero, se prometió a sí mismo que nunca volvería a perder el control con ella, la sensación de ella contra él, le hizo olvidarse de todo lo que sabía sobre la forma correcta de hacerle el amor a una mujer. Esta no era cualquier mujer. Esta era Meg. Su divertido, bello e irresistible amor. Y, oh Dios, estuvo a punto de ahogarse.

Su cerebro finalmente se aclaró. Todavía estaba dentro de ella, y ella lo miraba desde el suelo de la ducha con una sonrisa radiante en su boca. -Adelante, pide disculpas -, dijo ella. -Sé que quieres hacerlo.


Le llevaría unos cien años comprender a esta mujer.

Ella lo empujó, extendió la mano para golpear el agua con la palma de la mano, y le dirigió una mirada que estaba llena de pecado. -Ahora es mi turno.

Él no tenía fuerzas para resistirse.

Cuando finalmente salieron de la ducha, se pusieron unos albornoces, se secaron uno al otro el pelo y corrieron hacia la cama. Justo antes de llegar a la cama, él fue hacia la ventana y cerró las cortinas.

Había dejado de llover y, a lo lejos, la Dama del Puerto lo miraba. Pudo sentir como ella sonreía.

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