CAPÍTULO 06

La vieja iglesia de madera se asentaba en una zona elevada al final de un camino de grava. Los faros de Meg enfocaban la torre blanca rechoncha justo encima de las puertas centrales. En la oscuridad, no podía ver el descuidado cementerio en el lado derecho pero recordaba que estaba allí. También recordaba que Lucy cogió la llave escondida de algún lugar cerca de la base de los escalones. Enfocó los faros hacia la parte frontal del edificio y comenzó a buscar a tientas entre las piedras y los matorrales. La grava se le clavaba en las rodillas y los nudillos pero no pudo encontrar ninguna evidencia de la llave. Romper una ventana parecía un sacrilegio, pero tenía que entrar.

El resplandor de los faros hacía que su sombra se reflejara de forma grotesca contra la simple fachada de madera. Cuando se giraba hacia el coche, vio una rana tallada en piedra más o menos oculta debajo de un arbusto. La cogió y encontró la llave debajo. Metiéndola en el fondo de bolsillo para mantenerla a salvo, fue a aparcar el Rustmobile, recogió su maleta y subió los cinco escalones de madera.

Según Lucy los luteranos habían abandonado la pequeña iglesia de campo en algún momento de 1960 Un par de ventanas arqueadas se agrupaban junto a la puerta delantera. La llave giró fácilmente en la cerradura. El interior estaba olía a humedad y el aire estaba caliente debido a las temperaturas diurnas. Cuando la había visitado por última vez, el interior estaba bañado por la luz del sol pero ahora la oscuridad le recordaba a las películas de terror que siempre había visto. Buscó a tientas el interruptor, con la esperanza de que hubiera electricidad. Por arte de magia, dos globos blancos saltaron a la vida. No podía dejarlos encendidos mucho tiempo por temor a que alguien los viera, sólo lo suficiente para explorar. Dejó caer la maleta y cerró la puerta tras ella.

Los bancos no estaban, dejando un espacio vacío y que provocaba eco. Los padres fundadores no creían en la ornamentación. Ni vidrieras, ni inmensas bóvedas o columnas de piedra para estos austeros luteranos. La habitación era estrecha, ni siquiera diez metros de ancho con suelos de pino fregados y un par de ventiladores que colgaban de un simple techo de color metal. Cinco largas cristaleras forraban cada pared. Una austera escalera llevaba a un pequeño coro de madera en la parte trasera, la única extravagancia de la iglesia.

Lucy había dicho que Ted había vivido en la iglesia durante unos cuantos meses mientras se construía su casa, pero los muebles que hubiese traído aquí ya no estaban. Sólo una fea silla sencilla con un relleno que permitía ver en una esquina su tapicería marrón, y un fúton de metal negro que descubrió en el coro. Lucy había planeado amueblar el espacio con acogedoras zonas a rayas, tablas pintadas y arte de la zona. Todo lo que le preocupaba a Meg ahora mismo era la posibilidad de tener agua corriente.

Sus zapatillas chirriaron contra el viejo suelo de pino cuando se dirigió hacia la puerta pequeña a la derecha de lo que una vez había sido el altar. Tras ésta había un habitación de apenas de tres metros de largo que servía como cocina y despensa. Una nevera antigua, en silencio, de las que tienen las esquinas redondeadas descansaba al lado de una pequeña ventana lateral. También tenía una antigua cocina de cuatro fuegos esmaltados, un armario metálico y un fregadero de porcelana. Perpendicular a la puerta trasera había otra puerta que llevaba a un cuarto de baño más moderno que el resto de la iglesia con un inodoro, un lavabo blanco y una ducha. Miró los grifos de porcelana con forma de X y lentamente, con ilusión, giró una manilla.

Agua fresca brotó del caño. Tan básico. Tan lujoso.

No lo importo no tener agua caliente. Sin perder un minuto, fue a buscar su maleta, se quitó la ropa, cogió el champú y el jabón que había robado del hotel y se metió dentro. Jadeó cuando el agua fría cayó sobre ella. Nunca volvería a dar este lujo por sentado.

Después de secarse, se ató el chal de seda que había llevado a la cena de ensayo en sus manos. Había localizado sólo una caja sin abrir de galletas saladas y seis latas de sopa de tomate en el armario de metal, cuando su teléfono sonó. Lo descolgó y escuchó una voz familiar.

– ¿Meg?

Dejó la sopa a un lado. -¿Luce? Cariño, ¿estás bien? -Habían pasado casi dos semanas desde la noche en que Lucy había huido y esa fue la última vez que ellas habían hablado.

– Estoy bien -, dijo Lucy.

– ¿Por qué está susurrando?

– Porque… -una pausa. -¿Sería… como… una completa guarra si me acuesto con otro tío ahora? ¿Cómo en unos diez minutos?

Meg se tensó. -No lo sé. Quizás.

– Eso es lo que yo pensaba.

– ¿Te gusta?

– Algo así. Él no es Ted Beaudine, pero…

– Entonces definitivamente deberías acostarte con él -. Meg sonó más convincente de lo había pretendido, pero Lucy no lo notó.

– Quiero pero…

– Se una guarra, Luce. Será bueno para ti.

– Supongo que si de verdad hubiera querido hablar sobre esto, habría llamado a otra persona.

– Entonces, eso te dice mucho.


– Tienes razón -. Meg escuchó el sonido de agua siendo cortada al otro lado del teléfono. -Me tengo que ir -, dijo Lucy apurada. -Te llamaré cuando pueda. Te quiero -. Y colgó.

Lucy sonaba cansada, pero también emocionada. Meg pensó en la llamada mientras se terminaba un plato de sopa. Tal vez todo resultaría bien al final. Al menos para Lucy.

Con un suspiro, lavó la cazuela y después lavó su ropa sucia con algo de detergente para lavadora que encontró debajo del fregadero en medio de una dispersión de cagaditas de ratón. Cada mañana tendría que borrar las señales de que había estado aquí, empaquetar sus posesiones y guardarla en el coche por si Ted pasaba por allí. Pero por ahora, había comido, tenía un techo y agua corriente. Se había conseguido un poco más de tiempo.


Las siguientes semanas fueron las peores de su vida. Arlis le hacía cada día fuera más miserable, Meg soñaba con volver a L.A., pero aunque hubiera podido regresar no tenía donde quedarse. No con sus padres, cuyo duro discurso quedó grabado a fuego en su mente. No con sus amigos, todos tenían familia y estaría bien pasar con ellos una noche pero no una visita prolongada. Cuando Birdie le informó de mala gana que finalmente su trabajo había cubierto su deuda, Meg no sintió nada excepto desesperación. No podía dejar el hotel hasta tener otra fuente de ingresos, y no podía irse muy lejos mientras la iglesia de Lucy fuera su único techo. Necesitaba encontrar otro trabajo, uno en Wynette. Preferiblemente un trabajo que le diera dinero inmediato.

Solicitó trabajo para servir mesas en el Roustabout, el bar de country que servía de lugar de encuentro del pueblo. -Tu jodiste la boda de Ted -, dijo el propietario, -y trataste mal a Birdie. ¿Por qué te contrataría?

Punto para Roustabout.

Durante los siguientes días, se detuvo en cada bar o restaurante del pueblo, pero no estaban contratando. O al menos no la iban a contratar a ella. Sus suministros de alimentos eran inexistentes, tenía que conseguir pronto once litros de gasolina y Tampax. Necesita dinero y lo necesitaba rápido.


Mientras muy a su pesar quitaba otro tapón de pelos repugnante de otra bañera, pensó en cuantas veces había olvidado dar una propina a las doncellas que limpiaban las habitaciones de hotel cuando se iba. Hasta ahora, todo lo que había recogido en propinas eran veintiocho miserables pavos. Habrían sido más, pero Arlis tenía una extraña habilidad para detectar a los huéspedes más propensos a ser generosos y asegurarse de revisar sus habitaciones primero. El próximo fin de semana podría ser lucrativo si Meg pudiera encontrar la manera de eludirla.

El padrino de Ted, Kenny Traveler, era el anfitrión de una reunión de golf para sus amigos que iban a volar desde todas las partes del país y quedarse en el hotel. Meg podría despreciar ese deporte por la forma en que engullía recursos naturales, pero el dinero debía haber sido hecho por sus discípulos, y durante todo el jueves pensó en cómo podía beneficiarse del fin de semana. Por la noche, tenía un plan. Implicaba unos gastos que no podía permitirse, pero se obligó a para en la tienda después del trabajo y gastarse veinte dólares de su escaso sueldo como una inversión en su futuro inmediato.

Al día siguiente esperó hasta que los golfistas comenzaran a llegar de sus rondas de la tarde. Cuando Arlis no estaba mirando, cogió unas toallas y comenzó a llamar a las puertas. -Buenas tardes, señor Samuels -. Plantó una gran sonrisa para el hombre de pelo gris que abrió. -Pensé que podría gustarle algunas toallas extras. Seguro que ahí fuera hace calor -. Colocó una de las preciosas barras de chocolate que había comprado la noche anterior encima de las toallas. -Espero que haya tenido una buena ronda, pero aquí tiene un poco de azúcar en caso contrario. Mi felicitación.

– Gracias, cariño. Es muy considerado por tu parte -. El señor Samuels cogió su clip de dinero y quitó un billete de cinco dólares.

A la hora que dejo el hotel esa noche, había conseguido cuarenta dólares. Estaba tan orgullosa de sí misma como si hubiera conseguido su primer millón. Pero si intentaba repetir la jugada la tarde del sábado, necesitaba un nuevo giro y eso iba a necesitar otro pequeño gasto.

– Demonios. No probaba uno de estos desde hacía años -, dijo el señor Samuels cuando respondió a la puerta la tarde del sábado.

– Caseros -. Ella le dio su más grande y efectiva sonrisa y le entregó las toallas limpias junto con una de las porciones individuales de dulces Rice Krispies, que había estado haciendo hasta bien pasada la medianoche el día anterior. Las galletas habrían estado mejor, pero sus capacidades culinarias eran limitadas. -Sólo lamento que no sea una cerveza fría -, dijo ella. -Apreciamos que ustedes, caballeros, estén aquí.

Esta vez fueron diez.

Arlis ya se había dado cuenta de la disminución en su inventario de toallas, estuvo a punto de pillarla dos veces, pero Meg logró esquivarla y mientras se dirigía hacia la suite del tercer piso, en la que se encontraba registrado Dexter O'Connor, su bolsillo del uniforme tenía un peso confortable. El señor O'Connor había salido ayer cuando pasó por allí, pero hoy una mujer alta y de extraordinaria belleza abrió la puerta envuelta en una toalla de felpa blanca del hotel. Incluso acabando de salir de la ducha, con su cara libre de maquillaje y con mechones de pelo manchados de tinta pegados al cuello, estaba impecable: alta y delgada con audaces ojos verdes y unos pendientes de diamantes del tamaño de un iceberg en sus orejas. No se parecía a Dexter. Y tampoco lo hacía el hombre que Meg vislumbraba por encima de su hombro.

Ted Beaudine estaba sentado en un sillón de la habitación, con los zapatos quitados y una cerveza en la mano. Algo hizo clic en la cabeza de Meg y reconoció a la morena como la mujer a la que Ted había besado en la estación de servicio hacia unas semanas.

– Oh, bien. Toallas extras -. Su ostentosa alianza de diamantes brilló cuando cogió el paquete por la parte superior. -¡Y dulces Rice Krispies caseros! ¡Mira Teddy! ¿Cuánto ha pasado desde que conseguiste dulces Rice Krispies?

– No puedo decir que lo recuerde -, replico Teddy.

La mujer puso las toallas bajo su brazo y tiró de la envoltura de plástico. -Me encantan estas cosas. Dale uno de diez, ¿vale?

Él no se movió. -No tengo de diez. O cualquier otra moneda.

– Espera -. La mujer se giró, presumiblemente para coger su cartera, justo al otro lado. -¡Jesús santo! -Dejó caer las toallas. -¡Eres la que arruinó la boda! No te reconocí con el uniforme.

Ted se levantó del sillón y se acercó a la puerta. -¿Vendiendo productos de panadería sin licencia, Meg? Eso una violación directa del código del pueblo.

– Son regalos, señor Alcalde.

– ¿Saben Birdie y Arlis de tus regalos?

La morena se puso delante de él. -Eso no importa -. Sus verdes ojos brillaban de emoción. -La que arruinó la boda. No puedo creerlo. Entra. Tengo algunas preguntas para ti -. Tiró de la puerta para abrirla completamente y cogió a Meg del brazo. -Quiero saber exactamente por qué pensaste que Cómo Se Llame era tan errónea para Teddy.

Meg por fin había conocido a otra persona además de Haley Kittle que no la odiaba por lo que había hecho. No era de extrañar que esta persona fuera la amante casada de Ted.

Ted se puso delante de la mujer y quito su mano del brazo de Meg. -Lo mejor es que vuelvas al trabajo, Meg. Me aseguraré que Birdie sepa lo complaciente que eres.

Meg apretó los dientes, pero Ted no había terminado. -La próxima vez que hables con Lucy, asegúrate de contarle lo mucho que la hecho de menos -. Con un movimiento de su dedo, desenrolló el flojo nudo de la toalla de la mujer, la empujó contra él y la besó con fuerza.

Momentos después, la puerta se cerró de golpe en la cara de Meg.

Meg odiaba la hipocresía y sabía que todo el mundo en el pueblo consideraba a Ted un modelo de decencia, mientras se estaba acostando con una mujer casada, lo que la enloquecía. Se apostaría cualquier cosa que el affaire había estado ocurriendo mientras él y Lucy estaban comprometidos.

Esa noche se dirigió hacia la iglesia y comenzó el laborioso proceso de arrastrar todas sus posesiones hasta el interior: su maleta, toallas, comida y la ropa de cama que había tomado prestada del hotel la cual se proponía devolver tan pronto como pudiera. Se negaba a pasar otro segundo pensando en Ted Beaudine. Mejor concentrarse en lo positivo. Gracias a los golfistas tenía dinero para gasolina, Tampax y algunos alimentos. No era un gran logro, pero lo suficiente para que pudiera posponer hacer cualquier llamada humillante a sus amigas.

Pero su alivio duró poco. El domingo, a última hora de la tarde, cuando estaba a punto de salir del trabajo, descubrió que uno de los golfistas, y no había que tener grandes habilidades detectivescas para saber cuál, se había quejado a Birdie del chirrido de un carro de limpieza. Birdei llamó a Meg a su oficina y, con gran satisfacción, la despidió en el acto.


El comité de reconstrucción de la biblioteca estaba sentado en el salón de Birdie disfrutando de una jarra de sus famosos mojitos de piña. -Haley está enfadada conmigo otra vez -. Su anfitriona se recostó en su aerodinámico sillón de mediados de siglo que acababa tapizar en lino de vainilla, un tejido que no hubiera durado un día en casa de Emma. -Porque despedí a Meg Koranda, de todas las cosas. Dijo que Meg no encontraría otro trabajo. Puedo pagar a mis doncellas más que un salario justo, y Miss Hollywood no debería haber solicitado deliberadamente propinas.

Las mujeres intercambiaron miradas. Todas sabían que Birdie había pagado a Meg tres dólares menos a la hora de lo que pagaba a las demás, algo que Emma nunca había visto bien, incluso aunque hubiera sido idea de Ted.

Zoey jugaba con una concha de pasta rosa brillante que se había caído del broche que había prendido al cuello de su blusa blanca sin mangas. -Haley siempre ha tenido un corazón débil. Apuesto que Meg se aprovechó de ello.

– Se asemeja más a una mente voluble -, dijo Birdie. -Sé que todas habéis notado la forma que tiene de vestirse últimamente, y aprecio que ninguna de vosotras lo haya mencionado. Cree que mostrar sus tetas, hará que Kyle Bascom se fije en ella.

– Lo tuve cuando enseñé en sexto grado -, dijo Zoey. -Y sólo diré que Haley es demasiado lista para ese chico.

– Intenta decírselo a ella -. Birdie tamborileó con sus dedos en el brazo del sillón.

Kayla guardó su brillo de labios y cogió su mojito. -Haley tiene razón en una cosa. Nadie en el pueblo va a contratar a Meg Koranda, no si quieren mirar a Ted Beaudinte a la cara.

A Emma nunca le había gustado la intimidación, y la venganza del pueblo hacia Meg le estaba empezando a incomodar. Al mismo tiempo, no podía perdonar a Meg por el papel que había jugado en algo que había dañado a sus personas preferidas.

– He estado pensando mucho en Ted últimamente -.Shelby enganchó un lado de su melena rubia detrás de su oreja y miró hacia sus nuevas manoletinas abiertas en adelante.

– ¿No lo hemos hecho todos? -Kayla frunció el ceño y se tocó empedrado collar de diamantes de estrellas.

– Demasiado -. Zoey comenzó a morderse el labio inferior.

El nuevo estatus de soltero de Ted había alimentado de nuevo sus esperanzas. Emma deseaba que ambas aceptaran el hecho que él nunca se comprometería con ninguna de ellas. Kayla era demasiado difícil de complacer y Zoey inspiraba su admiración pero no su amor.

Era hora de dirigir la conversación de vuelta al tema que habían estado evitando, qué iban a hacer para conseguir más dinero para reparar la biblioteca. Las grandes Fuentes de capital del pueblo, que incluían a Emma y su marido Kenny, todavía no se habían recuperado del varapalo que habían sufrido sus cuentas con la última crisis económica, y ya habían tenido que ayudar a otra media docena de organizaciones de caridad que necesitaban un rescate. -¿Alguien tiene alguna nueva idea sobre recaudación de fondos? -preguntó Emma.

Shelby golpeó su dedo índice contra sus dientes. -Yo podría.

Birdie gimió. -No más venta de pasteles. La última vez, cuatro personas se intoxicaron con los pasteles de crema de coco de Mollie Dodge.

– La rifa del edredón fue una vergüenza horrible -, Emma no pudo evitar añadir, aunque no le gustaba contribuir a la negatividad general.

– ¿Quién quiere una ardilla muerta mirándote cada vez que te vas a la cama? -dijo Kayla.

– ¡Era una gatito, no una ardilla muerta! -declaró Zoey.

– Pues a mí me parecía una ardilla muerta -, replicó Kayla.

– Ni venta de pasteles, ni rifa de edredones -. Shelby tenía una mirada ausente en sus ojos.

– Algo más. Algo… más grande. Más interesante.

Todas la miraban con curiosidad, pero Shelby negó con la cabeza. -Primero necesito pensarlo.

No importaba cuanto lo intentaran, no conseguirían nada más de ella.


Nadie contrataría a Meg. Ni siquiera el motel de diez habitaciones a las afueras del pueblo. -¿Tienes idea de cuántos permisos se requieren para mantener este sitio abierto? -le dijo el gerente de gesto rubicundo.

– No voy a hacer nada que enfade a Ted Beaudine, no mientras sea el alcalde. Demonios, incluso si no fuera el alcalde…

Así que Meg condujo de un negocio a otro, su coche consumía gasolina como un obrero de la construcción tragaba agua una tarde de verano. Pasaron tres días, luego cuatro. Para el quinto día, mientras miraba a través del escritorio del recién nombrado subdirector del Club de Campo Windmill Creek, su desesperación se había convertido en amargura. Tan pronto como acabase con esta entrevista, tendría que tragarse su último fragmento de orgullo y llamar a Georgie.

El subdirector era un tipo oficioso con buen gusto, delgado, con gafas y una barba bien recortada de la que se tiraba mientras le explicaba que, a pesar del humilde estatus del club ya que era sólo semiprivado y no tan prestigioso como anterior lugar de trabajo, Windmill Creek seguía siendo el hogar de Dallas Beaudine y Kenny Traveler, dos de las mayores leyendas del golf profesional. Como si ella no lo supiera.

Windmill Creek era también el club de Ted Beaudine y sus compinches, y nunca habría gastado una mierda de gasolina para llegar aquí si no hubiera visto un aviso en el Wynette Weekly anunciando que el nuevo subdirector del club recientemente había trabajado en el club de golf de Waco, lo que le convertía en un forastero en el pueblo. Había una posibilidad de que todavía no supiese que ella el Voldemort de Wynette, inmediatamente había llamado y, para su sorpresa, consiguió una entrevista por la tarde.

– El trabajo es de ocho a cinco -, él dijo, -con los lunes libres.

Se había acostumbrado tanto al rechazo que había permitido que su mente divagase. No tenía idea de qué trabajo le estaba hablando, o si se lo estaba ofreciendo. -Eso… Eso es perfecto -, dijo. -De ocho a cinco es perfecto.

– El sueldo no es mucho, pero si haces tu trabajo bien, las propinas serán buenas, especialmente los fines de semana.

¡Propinas! -¡Lo acepto!

Él miró su currículo ficticio, luego se fijó en el traje que ella había elegido de su guardarropa desesperadamente limitado: una falda de seda con estampado de pétalos, camiseta blanca, un cinturón negro con tachuelas, sandalias de gladiador y sus pendientes de la dinastía Sung. -¿Estás segura? -dijo dubitativo. -Conducir un carrito de bebidas no es un gran trabajo.

Se mordió la lengua para no decirle que no era más que un simple empleado. -Es perfecto para mí -. La desesperación le hizo dejar de lado, de forma alarmante, sus creencias sobre la destrucción que ocasionaban los campos de golf al medio ambiente.

Cuando la llevó al exterior, a la tienda de refrescos para reunirse con su supervisor, apenas podía asumir que finalmente tenía un trabajo. -Los cursos exclusivos no tienen carritos de bebidas -, él inhaló. -Pero aquí los miembros parecen no poder esperar al cambio para conseguir su siguiente cerveza -. Meg había crecido rodeada de caballos y no tenía ni idea que era "el cambio". No lo importaba. Tenía un trabajo.

Cuando luego llegó a casa esa tarde, aparcó detrás de un viejo cobertizo de almacenamiento que había descubierto entre la maleza más allá del muro de piedra que rodeaba al cementerio. Hacia mucho tiempo que había perdido el techo, las vides y los nopales, y hierba seca crecía alrededor de sus derrumbadas paredes. Se apartó los rizos de la frente sudorosa mientras sacaba su maleta del maletero. Al menos había sido capaz de esconder su pequeño alijo de alimentos detrás algunos aparatos de cocina abandonados, pero incluso así, empaquetar y desempaquetar constantemente la estaba agotando. Mientras arrastraba sus posesiones por el cementerio, soñaba con aire acondicionado y un lugar donde estar donde no tener que borrar su presencia cada mañana.

Era casi Julio y en la iglesia hacía más calor que nunca. Motas de polvo volaban como si ella hubiera encendido un ventilador en el techo. Sólo era necesario que se moviera el aire, pero no podía arriesgarse a abrir las ventanas, al igual que intentaba no encender las luces después del anochecer. Lo que hacía que no tuviera nada que hacer excepto irse a la cama a la misma hora a la que solía salir por la noche.

Se desnudó y en ropa interior, con sus sandalias de dedo, salió por la puerta de atrás. Mientras se abría paso por el cementerio echó un vistazo a los nombres de las lápidas: Dietzel, Meusebach, Ernst. Las dificultadas que ella enfrentaba no eran nada comparado con las que aquellos buenos alemanes debieron haber sufrido cuando se alejaron de la familia para crear un hogar en un esta tierra hostil.

Una maraña de árboles se extendía más allá del cementerio. Al otro lado, un ancho arroyo, que desembocaba en el río Pedernales, formaba un remanso aislado para nadar que había descubierto no mucho después de trasladarse a la iglesia. El agua clara era profunda en el medio y había empezado a ir allí cada tarde para refrescarse. Mientras se zambullía, luchaba contra la triste certeza que el club de fans de Ted Beaudine intentarían conseguir que la despidiesen tan pronto como la reconocieran. Tenía que asegurarse de no darles una razón, a parte del odio elemental. ¿Qué decía sobre su vida que su mayor aspiración fuera no joderla conduciendo un carrito de refrescos?


Esa noche en el coro hacía especialmente calor y se echó sobre el incómodo futón. Tenía que estar el club de campo temprano e intentó dormirse, pero justo cuando se estaba quedando dormida, un ruido la despertó. Le llevó unos cuantos segundo identificar el sonido de las puertas abriéndose.

Se tiró en la cama cuando las luces se encendieron. Su reloj de viaja marcaba medianoche y su corazón latía con fuerza. Había estado preparada para que Ted apareciera en la iglesia durante el día mientras ella no estaba, pero nunca se había esperado una visita en horas nocturnas. Intentó recordar si había dejado algo a la vista en la habitación principal. Salió de la cama y miró a hurtadillas por encima de la barandilla del coro.

Un hombre que no era Ted Beaudine estaba en la mitad del antiguo santuario. Aunque ellos eran de la misma altura, su pelo era oscuro, casi negro azulado, y pesaba unos cuantos kilos más. Era Kenny Traveler, la leyenda del golf y el padrino de Ted Beaudine. Lo había conocido a él y a su esposa británica, Emma, en la cena de ensayo.

Su corazón comenzó a latir a otro ritmo cuando escuchó un crujido de un segundo par de zapatos. Levantó un poco más la cabeza pero no pudo ver ninguna señal de ropa o zapatos abandonados.

– Alguien dejo la puerta abierta -, dijo Kenny uno momento después mientras la otra persona entraba.

– Lucy debe haberse olvidado de cerrar la última vez que estuvo aquí -, uno voz masculina desagradablemente familiar respondió. Apenas había pasado un mes desde su fallida boda, pero él pronunciaba el nombre de Lucy de forma impersonal.

Subió la cabeza de nuevo. Ted había andado hasta el centro del santuario y se había detenido en el lugar donde una vez había estado el altar. Llevaba vaqueros y una camiseta en lugar de un hábito y sandalias, pero casi medio esperaba que levantara los brazos y empezara a dirigirse al Todopoderoso.

Kenny estaría cerca de la cuarentena, alto, buena constitución, tan excepcionalmente guapo como Ted. Definitivamente Wynette tenía más que su parte correspondiente de personajes masculinos impactantes. Kenny cogió una cerveza que Ted le dio y fue hacia un lado de la habitación, donde se sentó contra la pared entre la segunda y tercera ventana. -¿Qué dice sobre este pueblo que tengamos que escondernos para tener una conversación privada? -mientras la abría.

– Dice más sobre tu entrometida esposa que sobre el pueblo -. Ted se sentó junto a él con su propia cerveza.

– A Lady Emma le gusta saber lo que está pasando -. La forma en que Kenny pronunció el nombre de su mujer decía mucho sobre sus sentimientos por ella. -Ha estado detrás de mí desde la boda para que pase más tiempo de calidad contigo. Piensa que necesitas consuelo de amigos masculinos y todas esas tonterías.

– Es Lady Emma para ti -. Ted bebió un sorbo de cerveza. -¿Le preguntaste que quería decir con tiempo de calidad?

– Me da miedo escuchar la respuesta.

– No hay duda que estos tiempos un club de libros es muy importante.

– Nunca deberías haberla nombrado directora cultural del pueblo. Sabes lo en serio que se toma estas cosas.

– Necesitas dejarla embarazada de nuevo. No tiene tanta energía cuando está embarazada.

– Tres niños son suficientes. Especialmente nuestros hijos -. De nuevo su orgullo brillaba a través de sus palabras.

Los hombres guardaron silencio durante un rato. Meg se permitió una pequeña llama de esperanza. Mientras no fueran a la parte trasera, donde su ropa estaba dispersa por todos lados, esto todavía podría salir bien para ella.

– ¿Crees que esta vez él comprara la tierra? -dijo Kenny.

– Difícil de decir. Spencer Skipjack es impredecible. Hace seis semanas nos dijo que se decidiría por San Antonio con seguridad, pero ahora está aquí de nuevo.

Meg había escuchado conversaciones suficientes para saber que Spencer Skipjack era el propietario de Industrias Viceroy, la gigantesca compañía de fontanería, y el hombre con el que todos contaban para construir algún tipo de resort de golf y un complejo de viviendas de lujo que atraería tanto a turistas como a jubilados, rescatando al pueblo de su estancamiento económico. Aparentemente la única industria de tamaño decente en Wynette era una compañía electrónica parcialmente propiedad del padre de Kenny, Warren Traveler. Pero una compañía no era suficiente para sostener la economía local, y el pueblo estaba necesitado de trabajos así como de una nueva fuente de ingresos.

– Tenemos que darle a Spence el momento de su vida mañana -, dijo Ted. -Le dejaremos ver cuál será su futuro si elige Wynette. Esperaré hasta la cena para ir al grano: diseñar los incentivos fiscales, recordarle la ganga que estará consiguiendo con esta tierra… Ya sabes, lo de siempre.

– Si sólo tuviéramos el suficiente terreno en Windmill Creek y poner el resort allí -. La forma en que Kenny lo dijo sugería que esto era algo que habían discutido frecuentemente.

– Sería mucho más barato de construir, eso seguro -. Ted puso su cerveza a un lado con un golpe. -Torie quería jugar con nosotros mañana, así que le dije que si la veía cerca del club, tendría que arrestarla.

– Eso no la detendrá,-dijo Kenny, -y tener a mi hermana exhibiéndose es lo último que necesitamos. Spence sabe que no puede jugar mejor que nosotros, pero odiará perder contra una mujer, y el juego corto de Torie es prácticamente tan bueno como el mío.

– Dex va a decirle a Shelby que mantenga alejada a Torie.

Meg se preguntaba si Dex era el diminutivo de Dexter, el nombre con el que el interés amoroso de Ted se había registrado en el hotel.

Ted se apoyó contra la pared. -Tan pronto como me enteré de los planes de Torie para ocupar un puesto en nuestro cuarteto, hice que papá volara desde Nueva York.

– Eso definitivamente va a bombear el ego de Spence. Jugando con el gran Dallas Beaudine -. Meg detecto un rastro de petulancia en el tono de Kenny, y al parecer Ted también.

– Deja de actuar como una chica. Tú eres casi tan famoso como papá -. La sonrisa de Ted desapareció y sus manos cayeron sobre sus rodillas flexionadas. -Si no sacamos esto adelante, el pueblo va a sufrir de más formas de en las que quiero pensar.

– Es hora de dejar que la gente sepa exactamente cómo de seria es la situación.

– Ya lo hacen. Pero por ahora, no quiero que nadie lo diga en voz alta.

Otro silencio siguió mientras los hombres se terminaban las cervezas. Finalmente Kenny se puso de pie para irse. -Esto no es culpa tuya, Ted. Las cosas ya estaban mal antes de fueras elegido alcalde.

– Ya lo sé.

– No haces milagros. Todo lo que puedes hacer es hacer tu mayor esfuerzo.

– Has estado casado con Lady Emma demasiado tiempo -, se quejó Ted. -Suenas igual que ella. Lo siguiente, será que me invites a unirme a tu maldito club de libros.

Los hombres siguieron así, picándose uno al otro mientras se dirigían afuera. Sus voces se desvanecían. El motor de un coche rugió a la vida. Meg se puso de nuevo sobre sus talones y se permitió respirar. Y luego se dio cuenta que las luces seguían encendidas.

La puerta se volvió a abrir y un único par de pisada sonaba en el suelo de pino. Ella miró hacia abajo. Ted estaba en el medio de la habitación, con los pulgares metidos en los bolsillos traseros de sus vaqueros. Él miraba hacia el lugar donde había estado el altar, pero esta vez sus hombros estaban hundidos ligeramente, ofreciéndoles una rara visión del hombre sin la coraza existente bajo la pose de exterior.

El momento pasó rápidamente. Él se movió hacia la puerta que daba a la cocina. Su estómago se apretó de miedo. Un momento después, ella oyó maldecir en voz alta y de forma enfadada.

Ella agachó la cabeza y se tapó la cara son las manos. El ruido furioso de pisadas se hizo eco a través de la iglesia. Quizá si ella se estaba muy quieta…

– ¡Meg!

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