La misma noche que Silvanoshei aceptaba el gobierno de Silvanesti, Tasslehoff Burrfoot dormía profunda y tranquilamente... para su gran desilusión.
El kender fue ingresado a buen recaudo en una habitación del fortín solámnico de Solace. Tas se había ofrecido a regresar a la maravillosa prisión a prueba de kenders de la ciudad, pero su petición fue firmemente denegada. El cuarto del fortín estaba limpio y ordenado, no tenía ventanas ni muebles, salvo un catre de aspecto severo, con el armazón de hierro, y un colchón tan duro y rígido que habría podido ponerse firme sin tener nada que envidiar a los mejores caballeros. No había cerradura en la puerta, cosa que habría proporcionado cierto entretenimiento al kender; se cerraba por la parte exterior con una sólida tranca atravesada.
—En resumen —se dijo Tas a sí mismo, desconsolado, mientras tomaba asiento en la cama, daba talonazos en el lateral del armazón y miraba en derredor—, que esta habitación es el sitio más aburrido que he visto en mi vida, con la posible excepción del Abismo.
Gerard se había llevado incluso la vela, dejando a Tas solo en la oscuridad. Al parecer no se podía hacer nada aparte de dormir.
Años atrás, a Tas se le había ocurrido que alguien podría hacer un gran servicio a la humanidad aboliendo el sueño, y se lo había mencionado a Raistlin en una ocasión, comentando que un hechicero de su categoría seguramente podría hallar un modo de eludir el sueño, que consumía gran parte del tiempo de una persona con escaso beneficio, a su entender. Raistlin le había contestado que debería estar agradecido de que alguien hubiese inventado el dormir, ya que eso significaba que Tasslehoff se quedaba callado y grogui durante ocho horas al día, y ésa era la única razón de que no lo hubiese estrangulado ya.
Dormir tenía una parte positiva: los sueños. Pero ese beneficio quedaba invalidado casi por completo por el hecho de que cuando uno se despertaba se enfrentaba a la aplastante desilusión de que todo había sido un sueño, que el dragón que lo perseguía con la intención de arrancarle la cabeza de un bocado no era un dragón de verdad, o que el ogro que trataba de hacerlo papilla con un garrote no era un ogro de verdad. Para acabar de estropearlo, casi siempre uno se despertaba en la parte más interesante del sueño, cuando el dragón tenía la cabeza de uno en sus fauces, por ejemplo, o el ogro lo había agarrado por el cuello de la camisa. Dormir, en lo que a Tas concernía, era una absoluta pérdida de tiempo. Cada noche lo sorprendía decidido a combatir el sueño, y cada mañana lo encontraba despertándose para descubrir que el sueño se había colado a hurtadillas en él, cogiéndolo desprevenido.
Tasslehoff no presentó demasiada resistencia al sueño aquella noche. Agotado por los rigores del viaje y la excitación y los llantos ocasionados por el funeral de Caramon, Tas perdió la batalla sin apenas luchar. Se despertó y descubrió que no sólo lo había sorprendido el sueño, sino también Gerard. El caballero se encontraba junto a la cama, contemplándolo con su habitual expresión severa, que lo parecía mucho más con la luz del farol.
—Levántate —ordenó el caballero—. Y ponte esto.
Gerard le tendió unas ropas limpias, bien confeccionadas pero sin gracia, de colores apagados y —Tas se estremeció— prácticas.
—Gracias —dijo mientras se frotaba los ojos—. Sé que tu intención es buena, pero tengo mi propia ropa...
—No pienso viajar con alguien cuyo aspecto es más llamativo que los adornos de un mayo —replicó Gerard—. Hasta un gully ciego te vería a diez kilómetros. Póntelas y date prisa.
—Más llamativo que un mayo —rió con ganas Tas—. De hecho vi un palo de ésos en una ocasión. Creo que fue en una fiesta en Solace, Caramon se disfrazó con peluca y refajo y se fue a bailar con las jóvenes vírgenes, sólo que la peluca se le escurrió sobre los ojos y...
—Regla número uno. —Gerard alzó un dedo en actitud severa—. No hablar.
Tas abrió la boca para explicar que hablar, lo que se dice hablar, no era lo que hacía, sino contar una historia, cosa completamente diferente. Pero antes de que tuviese ocasión de pronunciar una sola palabra, Gerard sacó la mordaza en actitud admonitoria.
Tasslehoff suspiró. Le gustaba viajar, y en verdad le apetecía un montón emprender esta aventura, pero pensó que la suerte podría haberle deparado un compañero de viaje más simpático. Desilusionado, se quitó sus ropas de alegres colores, las dejó sobre la cama, dándoles unas palmaditas afectuosas, y se puso el pantalón bombacho marrón, las medias marrones, la camisa marrón y el chaleco marrón que Gerard le había traído. Al mirarse, Tas pensó tristemente que parecía el tronco de un árbol. Iba a meter las manos en los bolsillos cuando descubrió que no tenía ninguno.
—Y nada de bolsas ni saquillos —dijo Gerard mientras recogía los de Tas y los dejaba junto a las ropas descartadas.
—Eh, un momento... —empezó el kender, muy serio.
Uno de los saquillos se abrió. La luz del farol relució chispeante en las gemas del ingenio para viajar en el tiempo.
—¡Ups! —exclamó Tasslehoff con la mayor inocencia del mundo, y en realidad era inocente, al menos en esta ocasión.
—¿Cómo me lo has escamoteado? —demandó Gerard.
Tasslehoff se encogió de hombros, señaló sus labios sellados y sacudió la cabeza.
—Si te hago una pregunta, puedes contestar —puntualizó, furioso, el caballero—. ¿Cuándo me lo has robado?
—No lo robé —repuso con actitud digna el kender—. Robar está muy mal. Ya te lo expliqué: el ingenio siempre vuelve a mí. No es culpa mía. Y no lo quiero. A decir verdad, tuve una charla muy seria con él anoche, pero por lo visto no me ha hecho caso.
Gerard le asestó una mirada feroz y luego, mascullando algo entre dientes —algo así como que no sabía por qué se molestaba—, guardó el objeto mágico en un saquillo de cuero que llevaba colgado a un costado.
—Y más vale que siga estando ahí —advirtió seriamente.
—¡Sí, mejor será que hagas lo que te dice el caballero! —agregó Tas en voz alta mientras sacudía el índice en dirección al ingenio. Como recompensa por su ayuda, Tas acabó con la mordaza puesta.
Tras ceñirle la mordaza, Gerard cerró unas argollas en las muñecas del kender. Tas habría podido librarse fácilmente de unas manillas corrientes, pero éstas eran especiales para las finas muñecas de un kender, o eso parecía, ya que por mucho que lo intentó, no logró librarse de ellas. Gerard plantó la mano en el hombro de Tas y lo condujo fuera de la habitación y pasillo adelante.
El sol no había salido aún y en el fortín reinaban el silencio y la oscuridad. El caballero dejó que Tasslehoff se lavara la cara —alrededor de la mordaza— y las manos, y que hiciese lo que necesitara sin quitarle ojo de encima y sin permitirle un momento de intimidad. Después lo escoltó fuera del edificio.
Gerard llevaba una capa larga y amplia que le tapaba la armadura; aunque el kender no podía ver la coraza, sabía que la llevaba puesta porque la oía tintinear. No iba tocado con casco ni portaba espada. Condujo a Tas al cuartel de los caballeros, donde recogió un fardo grande, que podría ser una espada envuelta en una manta y atada con una cuerda.
A continuación llevó a Tasslehoff, amordazado y maniatado, hacia la salida del fortín. El sol no era más que una fina rodaja de luz en el horizonte, y entonces lo tapó un banco de nubes, de modo que daba la impresión de que, cuando el astro empezaba a salir, de repente había cambiado de idea y se había vuelto a la cama. Gerard le tendió un papel al capitán de guardia.
—Como podéis ver, señor, tengo permiso de lord Vivar para trasladar al prisionero.
El capitán miró el papel y después al kender. A Tas no le pasó inadvertido que Gerard ponía gran cuidado en evitar la luz de las antorchas, colocadas en los postes de madera a ambos lados de la puerta. Al momento se le ocurrió la idea de que el caballero intentaba ocultar algo, y aquello despertó su curiosidad, cosa que a menudo resulta ser fatal para los kenders y también para aquellos que van en su compañía. Tasslehoff escudriñó al humano con intensidad, intentando vislumbrar lo que era tan interesante como para esconderlo bajo la capa.
Tuvo suerte. Hubo un soplo de brisa matutina y la prenda ondeó ligeramente. Gerard la asió con rapidez y la sujetó firmemente por delante, pero no antes de que Tasslehoff viera reflejarse la luz de la antorcha en una armadura negra.
En circunstancias normales, Tas habría preguntado en voz alta por qué un Caballero de Solamnia vestía una armadura negra, y sin duda habría tirado de la capa para verla mejor y señalar este hecho singular e interesante al capitán de guardia. Sin embargo, la mordaza le impidió comentar nada al respecto, salvo unos confusos e ininteligibles murmullos y ruidos que fue cuanto consiguió articular.
Pensándolo bien —y ello se debió exclusivamente al hecho de llevar puesta la mordaza—, el kender cayó en la cuenta de que quizá Gerard no quería que nadie supiese que llevaba una armadura negra. De ahí, la amplia y larga capa.
Encantado por este nuevo giro en la aventura, Tasslehoff guardó silencio y se limitó a indicar al caballero, mediante guiños astutos, que estaba al tanto de su secreto.
—¿Dónde llevas a esta pequeña rata? —preguntó el capitán mientras devolvía el papel a Gerard—. ¿Y qué demonios le pasa en el ojo? No tendrá una infección contagiosa, ¿verdad?
—Que yo sepa, no, señor. Y, con todos mis respetos, capitán, lamento no poder deciros dónde se me ha ordenado que entregue al kender. Es información secreta —respondió, deferente. Acto seguido, Gerard bajó el tono de voz para añadir:— Es al que sorprendimos profanando la tumba, señor.
El capitán asintió con aire avisado. Entonces miró, receloso, los bultos que cargaba el caballero.
—¿Qué es eso?
—Pruebas, señor —repuso Gerard.
—De modo que causó graves daños, ¿no es así? —El gesto del oficial era sombrío—. Confío en que le den un castigo ejemplar.
—Lo creo muy probable, señor —contestó, impasible, el caballero.
El capitán hizo un ademán señalando la puerta y dejó de prestarles atención. Gerard empujó al kender para meterle prisa y alejarse cuanto antes del fortín. Llegaron a la calzada principal y, aunque el día no se había despertado del todo, sí lo había hecho bastante gente. Los granjeros transportaban sus productos al mercado de la ciudad; de los campamentos de leñadores en las montañas salían carretas; los pescadores se encaminaban hacia el lago Crystalmir. La gente dirigía alguna que otra mirada curiosa al caballero arrebujado en la capa, porque a pesar de la temprana hora la temperatura era ya bastante cálida. Sin embargo, atareadas con sus quehaceres, las gentes pasaban de largo sin hacer comentarios; allá él, si quería asarse de calor. Ni una sola persona con la que se cruzaron dedicó más de una mirada de pasada a Tasslehoff. Que un kender fuera amordazado y maniatado no era nada nuevo.
Gerard y Tas tomaron la calzada que partía de Solace hacia el sur, un camino que serpenteaba a lo largo de los Picos del Centinela, una estribación de las montañas Kharolis, y que los conduciría al Paso Sur. El sol había decidido levantarse finalmente, y una luz rosada, suave y difuminada, pintaba el cielo y daba una tonalidad dorada a las hojas de los árboles. Los diminutos brillantes del rocío brillaban en la hierba. Era un día estupendo para emprender una aventura, y Tas habría disfrutado enormemente si no hubiera sido porque Gerard lo iba azuzando y metiendo prisa y no lo dejaba pararse para mirar nada en el camino.
A pesar de ir cargado con el morral, que parecía bastante pesado, y con la espada envuelta en la manta, el caballero marcaba un paso rápido. Llevaba los bultos en una mano, mientras con la otra empujaba a Tasslehoff en la espalda si el kender aminoraba la marcha, o lo agarraba por el cuello de la camisa si se desviaba, o tiraba de él bruscamente hacia atrás si iniciaba una repentina carrera.
Nadie lo diría viendo su complexión, pero Gerard, aunque de talla y peso medios, era extremadamente fuerte.
El caballero resultó un compañero de camino sombrío y silencioso. No devolvía los alegres «buenos días» con que saludaban quienes se dirigían a Solace, y rechazó fríamente la oferta de llevarlos en su carro hecha por un buhonero que viajaba en su misma dirección.
Al menos le quitó la mordaza al kender, por lo que Tas se sintió agradecido. Ya no era tan joven como antes —cosa que no tenía reparos en reconocer— y descubrió que, entre el paso rápido impuesto por el caballero y los continuos empujones, tirones y empellones, necesitaba más aire del que podía coger por la nariz.
De inmediato, empezó a hacer todas la preguntas que había ido almacenando, empezando con «¿Por qué es negra tu armadura? Nunca había visto una de ese color. Bueno, sí que la había visto, pero no en un Caballero de Solamnia», y terminado con «¿Vamos a ir andando todo el camino hasta Qualinesti? Si es así, ¿te importaría no agarrarme del cuello de la camisa con tanta fuerza? Me estás arrancando la piel ¿sabes?».
Tas no tardó en descubrir que podía hacer todas las preguntas que quisiera, siempre y cuando se conformase con no tener respuestas, ya que la única contestación de Gerard fue:
—No te pares.
Después de todo, el caballero era joven, y Tas no pudo evitar hacerle notar el error que estaba cometiendo.
—Lo mejor de salir de aventuras es observar el paisaje a lo largo del camino —dijo el kender—. Ir sin prisa para disfrutar de la vista y para investigar todas las cosas interesantes que te salen al paso, y para hablar con la gente que te encuentras. Si te paras a pensarlo, el objetivo de una aventura, por ejemplo luchar con un dragón o rescatar a un mamut lanudo, sólo dura una mínima parte del viaje, y aunque siempre resulta la mar de excitante, te deja un montón de tiempo libre antes y después, cosa que puede resultar muy aburrida si no se hace algo al respecto.
—No me interesa buscar emociones —manifestó Gerard—. Sólo quiero acabar con este asunto de una vez y librarme de ti. Cuanto antes termine, antes podré dedicarme al objetivo que me he marcado.
—¿Y cuál es ese objetivo? —inquirió Tas, encantado de que por fin el caballero charlase con él.
—Unirme a la lucha en la defensa de Sanction —contestó Gerard—. Y cuando eso esté resuelto, liberar Palanthas del azote de los Caballeros de Neraka.
—¿Quiénes son ésos? —inquirió, interesado, Tas.
—Antes se los conocía como los Caballeros de Takhisis, pero se cambiaron el nombre cuando se hizo evidente que la Reina Oscura ya no regresaría nunca.
—¿Qué quieres decir con que no regresará? ¿Adónde ha ido? —quiso saber Tas.
—Con los otros dioses, si crees lo que la gente dice —repuso el caballero, que se encogió de hombros—. Mi opinión es que todas esas afirmaciones de que los tiempos difíciles que vivimos son el resultado de la marcha de los dioses, sólo son excusas para disculpar nuestros propios fracasos.
—¡Que los dioses se marcharon! —Tas se quedó boquiabierto—. ¿Cuándo?
—No pienso seguirte el juego, kender —repuso Gerard con un resoplido.
Tasslehoff reflexionó sobre lo que el caballero le había dicho.
—¿No te habrás armado un lío con todo ese asunto de los caballeros y lo has entendido al revés? —preguntó al cabo—. ¿No está Sanction en manos de los caballeros negros y Palanthas en las de nuestros caballeros?
—No, no lo he entendido al revés. Y es una lástima.
—Pues yo sí que estoy hecho un lío —suspiró Tas.
Gerard gruñó y empujó al kender, que había aminorado un poco la marcha, ya que sus piernas tampoco eran tan jóvenes como antes.
—Date prisa —lo instó—. Ya no queda mucho trecho.
—¿No? —se sorprendió Tas—. ¿Es que también has trasladado Qualinesti?
—Por si te interesa, kender, tengo dos monturas esperándonos en el puente de Solace. Y antes de que lo preguntes, te diré que la razón por la que hemos salido a pie del fortín y no a caballo es que la montura que voy a utilizar no es la mía habitual. Habría dado pie a comentarios y a tener que dar explicaciones.
—¿Dices que hay un caballo para mí? ¡Un caballo para mí solo! ¡Qué excitante! Hace la tira de tiempo que no monto. —Tasslehoff se paró y miró al caballero—. Siento mucho haberte juzgado mal. Supongo que, después de todo, sí sabes lo que es salir de aventuras.
—No te detengas. —Gerard le dio otro empujón.
De repente al kender se le ocurrió una idea; una idea realmente sorprendente que lo dejó sin el poco aliento que le quedaba. Hizo una pausa para recuperar el resuello y después utilizó el aire que había cogido para plantear la pregunta derivada de la idea.
—No te caigo bien, ¿verdad, sir Gerard? —En su voz no había enfado ni reproche, sólo sorpresa.
—No. —El caballero echó un trago de agua del odre y luego se lo tendió a Tas—. Si te sirve de consuelo, no hay nada personal en mi desagrado hacia ti. Siento lo mismo por todos los de tu raza.
Tas reflexionó sobre aquello mientras bebía; el agua estaba caliente y sabía al pellejo del odre.
—Quizá me equivoque, pero me parece que preferiría que el desagrado fuera hacía mí personalmente que por pertenecer a una raza. Podría hacer algo con respecto a mí mismo para remediarlo, ¿sabes?, pero no tengo muchas opciones en cuanto a ser kender, ya que mis padres lo eran y eso tiene mucho que ver con pertenecer a una raza u otra.
»Tal vez hubiese elegido ser un caballero —continuó, entusiasmado con el tema—. De hecho, estoy bastante seguro de que probablemente lo habría sido, pero los dioses debieron suponer que mi madre, pequeña de tamaño, habría tenido graves problemas para dar a luz a alguien tan grande como tú, así que nací kender. En realidad, y no lo tomes como una ofensa, retiro eso de querer ser un caballero. Creo que lo que de verdad me habría gustado ser es un draconiano, una criatura tan fiera y llena de escamas, y con alas. Siempre he deseado tener alas. Pero, por supuesto, eso sí que le habría resultado extremadamente difícil a mi madre.
—Sigue andando —fue todo cuanto Gerard comentó.
—Podría ayudarte a llevar ese bulto si me quitaras las manillas —se ofreció Tas, pensando que si le era de utilidad, quizás acabaría cayéndole bien.
—No —fue la escueta respuesta de Gerard. Sin añadir siquiera «gracias».
—Pero, vamos a ver, ¿por qué no te gustamos los kenders? —insistió Tas—. Flint decía siempre que no le caíamos bien, pero sé muy bien que sí. Por el contrario, creo que a Raistlin no le hacíamos mucha gracia. Intentó matarme en una ocasión, y ello me dio un indicio de cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Lo perdoné por eso, aunque nunca le perdonaré que matara al pobre Gnimsh. Pero ésa es otra historia que te contaré más adelante. ¿Dónde estaba? Ah, sí. Iba a añadir que Sturm Brightblade era un caballero, y le gustábamos los kenders, así que me he preguntado qué tienes contra nosotros.
—Los kenders sois frivolos e irresponsables —contestó Gerard con voz dura—. Corren malos tiempos. La vida es algo muy serio y debe tomarse con seriedad. No están las cosas para jolgorios y chirigotas.
—Pero si no hay alegría, los tiempos tienen que ser malos a la fuerza —argüyó Tas—. ¿Qué otra cosa podrías esperar?
—¿Cuánta alegría sentiste, kender, cuando supiste la noticia de que cientos de los tuyos habían sido asesinados en Kendermore por Malystrix, la gran Roja? —instó, sombrío, el caballero—. ¿Y cuando supiste que los que sobrevivieron fueron expulsados de su patria y ahora parecen estar bajo una especie de maldición y se los llama aquejados, porque conocen el miedo y portan espadas, en lugar de bolsas y saquillos? ¿Te reiste mucho cuando te contaron esas noticias, kender, y te pusiste a cantar?
Tasslehoff se frenó y giró sobre sus talones tan de repente que el caballero casi tropezó con él.
—¿Cientos? ¿Asesinados por un dragón? —Tas no salía de su asombro—. ¿A qué te refieres con que cientos de kenders murieron en Kendermore? No sé nada de eso. ¡Jamás me han contado algo semejante! No es verdad, estás mintiendo. No —rectificó, angustiado—. Retiro lo dicho. Tú no puedes mentir. Eres un caballero y, aunque no te caiga bien, estás obligado por el honor a no mentirme.
Gerard no dijo nada. Puso la mano en el hombro de Tas, le hizo darse media vuelta, y lo azuzó para que empezara a caminar otra vez.
Tas notó una extraña sensación rondándole el corazón; una especie de presión rara, como si se hubiese tragado una serpiente constrictora. Era una sensación incómoda y muy, muy desagradable. En ese momento supo que el caballero había dicho la verdad, que cientos de los suyos habían muerto de un modo horrible y doloroso. Ignoraba cómo había ocurrido, pero sabía que era cierto; tan cierto como que la hierba a lo largo del camino crecía, o que las ramas de los árboles se extendían sobre su cabeza, o que el sol brillaba a través de las verdes hojas.
Era verdad en este mundo donde el funeral de Caramon había discurrido de manera diferente a como él lo recordaba. Pero no era cierto en ese otro mundo, el del primer funeral de Caramon.
—Me siento raro —dijo Tas con un hilo de voz—. Como mareado. Como si fuera a vomitar. Si no te importa, creo que voy a guardar silencio un rato.
—Bendita la hora —comentó el caballero. Le dio un nuevo empujón y añadió:— Sigue andando.
Caminaron en silencio y, a media mañana, llegaron al puente de Solace, que se extendía sobre el arroyo del mismo nombre. La corriente era un riacho serpenteante que discurría al pie de los Picos del Centinela, siguiendo el sinuoso trazado de las estribaciones para, posteriormente, precipitarse con alegre ímpetu a través del Paso Sur hasta desembocar en el río de la Rabia Blanca. El puente era amplio a fin de facilitar la circulación de carretas y tiros de caballos, además de transeúntes.
Antaño, el cruce por el puente era gratuito, pero a medida que el tráfico se incrementaba, aumentaron los gastos para arreglos y mantenimiento. Las autoridades de Solace acabaron cansándose de desembolsar fondos del erario público para conservar el puente en buen uso, de modo que instalaron una barrera de peaje, atendida por un portazguero. La tarifa requerida era modesta; el arroyo Solace no era muy profundo y había puntos por los que su cruce resultaba practicable, de modo que los viajeros siempre tenían la alternativa de atravesarlo por otros vados a lo largo de la ruta. No obstante, las márgenes de la corriente eran empinadas y resbaladizas. Más de una carreta, cargada con mercancías valiosas, había acabado volcada en el agua, por lo que la mayoría de los viajeros preferían pagar el peaje.
El caballero y el kender fueron las únicas personas que lo cruzaron a esa hora del día. El portazguero estaba almorzando en la caseta. Había dos caballos atados en un soto de álamos que crecían a lo largo de la ribera. Un muchacho, con el aspecto y el olor de mozo de establo, roncaba en la hierba. Uno de los corceles era de capa negra, brillante como el azabache bajo la luz del sol. Se advertía que era un animal nervioso, ya que pateaba el suelo y daba tirones de las riendas de vez en cuando, como para probar si podía soltarse. La otra montura era una yegua pinta gris, de baja alzada, casi un poni, de ojos muy relucientes, que no dejaba de mover las orejas y aletear los ollares. Largos guedejones cubrían sus cascos casi por completo.
La serpiente constrictora que comprimía el corazón de Tas aflojó bastante su presión cuando el kender avistó a la pequeña yegua, que a su vez pareció observarlo con expresión amistosa, si bien un tanto traviesa.
—¿Es mía? —preguntó Tas con desmedido entusiasmo.
—No. Los caballos se han alquilado para el viaje, nada más —aclaró Gerard.
Dio una patada al mozo de cuadra, que se despertó y, mientras bostezaba y se rascaba, dijo que le debía treinta piezas de acero por los animales, las sillas y las mantas, diez de las cuales se le reembolsarían cuando los caballos fueran devueltos sanos y salvos. Gerard cogió su bolsa de dinero y contó las monedas. El mozo de cuadra —que se mantuvo lo más lejos posible de Tasslehoff— volvió a contarlas, desconfiado, y luego las guardó en una bolsa, que a su vez metió debajo de la camisa llena de paja.
—¿Cómo se llama la yegua? —quiso saber Tas.
—Pequeña Gris —contestó el mozo de cuadra.
—Qué poco imaginativo —comentó el kender, fruncido el entrecejo—. Creo que a mí se me habría ocurrido algo más original. ¿Y cómo se llama el caballo?
—Negrillo —dijo el mozo de cuadra mientras se hurgaba los dientes con una paja.
Tasslehoff soltó un sonoro suspiro.
El portazguero salió de la caseta y Gerard le pagó la tarifa del peaje. El hombre levantó la barreta, tras lo cual observó al caballero y al kender con gran curiosidad; parecía dispuesto a pasarse el resto de la mañana inquiriendo adonde se dirigían y por qué, pero Gerard se limitó a responder lacónicamente «sí» o «no», dependiendo de la pregunta.
Entretanto, aupó a Tasslehoff a lomos de la yegua, que giró la cabeza para mirar al kender y guiñó un ojo, como si compartiesen algún secreto maravilloso. Gerard colocó el misterioso paquete y el envoltorio de la espada en la grupa de su propio caballo y los ató a conciencia. A continuación tomó las riendas de la yegua de Tas, montó en su corcel y emprendió la marcha, dejando al portazguero con la palabra en la boca, plantado en el puente.
El caballero marchaba delante, sin soltar las riendas de la yegua. Tas se agarraba a la perilla de la silla con las manos esposadas. A Negrillo parecía gustarle tan poco la pequeña yegua como el kender al caballero. Quizás estaba resentido por el paso lento que se veía obligado a llevar para acomodarse al del otro animal, o tal vez era un caballo de talante severo al que ofendía cierta vivacidad exhibida por la yegua. Fuera cual fuese la razón, si el corcel negro sorprendía a la pinta trotando de costado por el puro placer de hacerlo o si sospechaba que podría sentirse tentada a detenerse para mordisquear los ranúnculos que crecían al borde del camino, giraba la cabeza y miraba a su jinete y a ella con expresión fría.
Habían recorrido unos ocho kilómetros cuando Gerard se detuvo, se irguió en los estribos y miró atrás y adelante en la calzada. No se habían encontrado con otros viajeros desde que habían cruzado el puente, y no se veía a nadie en el camino. El caballero desmontó y se quitó la capa, que enrolló y guardó en el petate. Vestía el negro peto decorado con la calavera y el lirio de la muerte de un Caballero de Neraka.
—¡Qué estupendo disfraz! —exclamó Tas, encantado—. Le dijiste a lord Vivar que irías como caballero y no mentiste. Sólo pasaste por alto especificar qué clase de caballero serías. ¿Tengo que disfrazarme yo también como un caballero negro? Quiero decir un Caballero de Neraka. ¡Oh, claro, ya entiendo! No me lo digas. ¡Voy a ser tu prisionero! —Tasslehoff se sentía muy orgulloso de sí mismo por su capacidad de deducción—. Esto va a resultar más diver... ¡Ejem! Va a ser más interesante de lo que esperaba.
—Esto no es un viaje de placer, kender —le reprendió Gerard con aire severo—. Tienes en tus manos tu vida y la mía, así como el éxito o el fracaso de nuestra misión. Debo de ser un necio por confiar algo tan importante en uno de tu clase, pero no me queda otra alternativa. Dentro de poco habremos entrado en territorio controlado por los Caballeros de Neraka, de modo que si se te ocurre hacer la menor alusión a que soy un caballero solámnico, me prenderán y me ejecutarán como espía. Pero antes de matarme me torturarán para descubrir lo que sé. Utilizan el potro para sacar información a la gente. ¿Alguna vez has visto a un hombre estirado en un potro, kender?
—No, pero vi a Caramon haciendo calistenia y me aseguró que era una tortura...
—Te atan las manos y los pies al potro —siguió Gerard como si no lo hubiese oído—, y entonces tiran en direcciones opuestas. Los brazos y las piernas, las rodillas y los codos, las muñecas y los tobillos se descoyuntan. El dolor es espantoso, pero lo bonito de esa tortura es que aunque la víctima padece terriblemente, no muere. Pueden tener a un hombre en el potro durante días. Los huesos nunca vuelven a encajarse adecuadamente, y cuando lo bajan del potro está tullido. Tienen que llevarlo al cadalso y sentarlo en una silla para poder ahorcarlo. Ésa será mi suerte si me traicionas, kender. ¿Lo has entendido?
—Sí, sir Gerard. Y aunque no te caiga bien, cosa que he de decirte que hiere mis sentimientos, no querría verte estirado sobre el potro. Quizás a alguna otra persona, ya que nunca he presenciado cómo se descoyunta un brazo, pero no a ti.
—Refrena tu lengua por tu propio bien y por el mío —insistió Gerard, al que no pareció impresionarle su magnánima manifestación.
—Lo prometo —dijo Tas mientras se llevaba las manos al copete y se daba un doloroso tirón que le arrancó lágrimas—. Sé guardar un secreto, ¿sabes? Conozco muchos, algunos muy importantes. También mantendré éste. Ten por seguro que lo haré o no me llamo Tasslehoff Burrfoot.
Eso pareció impresionar aún menos a Gerard, quien, con expresión agria, regresó a su caballo, montó y reanudó la marcha: un caballero negro conduciendo a su prisionero.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Qualinesti? —inquirió Tas.
—A este paso, cuatro días.
Cuatro días. Gerard dejó de prestar atención al kender y se negó a responder una sola pregunta más. Estaba sordo a las mejores y más maravillosas historias de Tasslehoff y no se molestó en contestar cuando Tas sugirió que conocía un atajo estupendo a través del Bosque Oscuro.
—¡Cuatro días así! —exclamó el kender, que hablaba para sí mismo puesto que el caballero no le hacía caso—. No me gusta protestar, pero esta aventura se está volviendo terriblemente aburrida. En realidad no es una aventura en absoluto, sino más bien un afano, si es así como se llama; lo sea o no, encaja perfectamente en la situación.
La marcha prosiguió al paso cansino de la yegua, con el kender contemplando la perspectiva de cuatro jornadas sin nadie con quien hablar, nada que hacer, nada que ver excepto árboles y montañas, lo que habría resultado interesante si Tas hubiese podido pasar algún tiempo explorándolas, pero, como no era así, había visto árboles y montañas para hartar a cualquiera. Su aburrimiento llegó a tal extremo que, la siguiente vez que el ingenio mágico regresó a él apareciendo de repente en sus manos esposadas, Tasslehoff estuvo tentado de utilizarlo. Cualquier cosa le parecía mejor, incluso que el pie del gigante lo aplastara, que soportar un aburrimiento tan espantoso. Y lo habría hecho de no ser por la novedad de ir montado en la yegua.
En ese momento, el caballo negro giró la cabeza para mirar torvamente al otro animal. Tal vez existía algún tipo de comunicación entre corcel y jinete, porque Gerard también se volvió para mirarlos.
Con una breve sonrisa, el kender se encogió de hombros y le mostró el ingenio para viajar en el tiempo.
El caballero, cuyo gesto era tan frío e inflexible como el de la calavera del negro peto, se detuvo y esperó a que la yegua llegase a su altura. Arrancó bruscamente el objeto mágico de las manos de Tas y, sin pronunciar palabra, lo guardó en la alforja.
Tasslehoff suspiró de nuevo. Iban a ser cuatro días muy, muy largos.