El alba llegó a Ansalon demasiado deprisa para algunos y demasiado despacio para otros. El sol era un rojo tajo en el cielo, como si alguien le hubiese cortado la garganta a la oscuridad. Gilthas se deslizó apresuradamente por el jardín envuelto en sombras de su lujosa prisión; llegaba con cierto retraso a asumir el peligroso papel que debía seguir interpretando.
Planchet oteaba desde el balcón, esperando con ansiedad al joven monarca, cuando sonó una llamada a la puerta que anunciaba la venida del prefecto Palthainon para realizar su trabajo matinal de titiritero. El sirviente no podía alegar la indisposición de su majestad hoy, como había hecho el día anterior. Palthainon, un hombre madrugador, se encontraba allí para intimidar al rey, para ejercitar su poder sobre el joven y demostrar de manera fehaciente su dominio ante el resto de la corte.
—¡Un momento, prefecto! —gritó Planchet—. Su majestad está haciendo uso del bacín. —El sirviente captó un movimiento en el jardín—. ¡Majestad! —siseó tan alto como se atrevió—. ¡Daos prisa!
Gilthas se detuvo debajo del balcón y Planchet dejó caer la cuerda. El rey la agarró y empezó a trepar por ella ágilmente, a pulso.
Se repitió la llamada a la puerta, en esta ocasión más fuerte e impaciente.
—¡Insisto en ver a su majestad! —demandó Palthainon.
Gilthas pasó sobre la balaustrada, corrió hacia el lecho y se metió entre las sábanas sin desvestirse. Planchet le cubrió la cabeza con las mantas y abrió la puerta al tiempo que se llevaba el índice a los labios.
—Su majestad ha estado indispuesto toda la noche, y esta mañana ni siquiera ha podido retener en el estómago un bocado de pan tostado —susurró el sirviente—. Tuve que ayudarlo a volver a la cama.
El prefecto atisbo por encima del hombro de Planchet; vio al rey levantar la cabeza y mirarlo con ojos empañados.
—Lamento que su majestad se sienta mal —dijo el prefecto, con gesto ceñudo—, pero se encontraría mejor levantado y moviéndose en lugar de quedarse tumbado y compadeciéndose. Regresaré dentro de una hora, y para entonces confío en que su majestad se haya vestido para recibirme.
Palthainon se marchó y Planchet cerró la puerta. Gilthas sonrió, se desperezó y suspiró. Separarse de Kerian había sido muy doloroso. Todavía podía percibir el olor a leña quemada prendido en sus ropas, la fragancia de la esencia de rosas con la que se frotaba la piel. Percibía el aroma de la hierba aplastada sobre la que habían yacido, abrazados el uno al otro, detestando tener que decirse adiós. Volvió a suspirar y luego saltó de la cama para dirigirse al baño y lavarse de mala gana todo rastro del encuentro clandestino con su esposa.
Cuando el prefecto entró en el dormitorio una hora después, encontró al rey escribiendo afanoso un poema sobre —quien lo habría dicho— un enano. Palthainon resopló con desdén y sugirió al joven monarca que se dejase de tonterías y se pusiera a trabajar en serio.
Las nubes se extendieron sobre Qualinesti, ocultando el sol, y empezó a caer una suave llovizna.
El mismo sol matinal que brillaba sobre Gilthas hacía lo propio con su primo, Silvanoshei, quien también había pasado la noche en vela. Pero él no temía la llegada del alba, como Gilthas; Silvanoshei aguardaba la luz del día con una impaciencia y un gozo tales que se hallaba sumido en un estado de aturdida incredulidad.
En ese día, sería coronado Orador de las Estrellas. En ese día, contra todo pronóstico y esperanza, iba a ser proclamado monarca de su pueblo. Tendría éxito en aquello que sus padres no habían conseguido a pesar de todos sus intentos.
Las cosas habían sucedido tan deprisa que Silvanoshei seguía aturdido. Cerró los ojos y lo revivió todo de nuevo.
Rolan y él habían llegado el día anterior a las afueras de Silvanost, donde les salió al paso un grupo de soldados elfos.
«Adiós a mi reinado», pensó el joven, más desilusionado que asustado. Cuando los soldados desenvainaron las espadas, Silvan supuso que había llegado su hora y se preparó para morir; al menos afrontaría el trance con dignidad. No podía luchar contra los suyos; sería fiel a lo que su madre esperaba y quería de él.
Para su sorpresa, los soldados elfos alzaron las espadas y empezaron a aclamarlo, proclamándolo Orador de las Estrellas, su soberano. Aquél no era un pelotón de ejecución, comprendió Silvan, sino una guardia de honor.
Le llevaron un caballo, un hermoso semental blanco. El joven lo montó y entró triunfalmente en Silvanost. Los elfos se agolpaban en las calles aclamando y lanzando tantas flores a su paso que el suelo quedó cubierto y su perfume impregnó el aire.
Los soldados marchaban a los lados, manteniendo alejada a la multitud. Mientras Silvan saludaba con gestos elegantes, pensó en sus padres. Alhana había deseado aquello más que nada en el mundo y había estado dispuesta a dar la vida por conseguirlo. Quizá se encontraba contemplando el desfile desde dondequiera que estuviesen los muertos; tal vez sonreiría al ver que su hijo cumplía su sueño más preciado. Ojalá fuese así. Silvan ya no se sentía furioso con su madre; la había perdonado y esperaba que ella lo hubiese perdonado a él.
El desfile finalizó en la Torre de las Estrellas. Allí, un elfo alto, de aspecto severo, con el cabello algo canoso, los recibió. Se presentó como el general Konnal, e hizo lo propio con su sobrino, Kiryn, quien —Silvan descubrió con gran placer— era primo suyo. A continuación, Konnal presentó a los Cabezas de Casas, los cuales determinarían si Silvanoshei era efectivamente el nieto de Lorac Caladon (no se mencionó el nombre de su madre) y, por consiguiente, el legítimo heredero del trono de Silvanesti. Aquello, le aseguró Konnal a Silvanoshei en un aparte, era una mera formalidad.
—El pueblo desea un rey —dijo Konnal—. Los Cabezas de Casas están más que dispuestos a creer que sois un Caladon, como afirmáis.
—Soy un Caladon —manifestó el joven, ofendido por el significado implícito en el comentario de que tanto si lo era como si no los Cabezas lo aceptarían de todos modos—. Soy nieto de Lorac Caladon. E hijo de Alhana Starbreeze. —Lo dijo con orgullo, plenamente consciente de que se suponía que no debía pronunciarse el nombre de alguien considerado un elfo oscuro.
Entonces otro elfo se había aproximado a él, uno de los hombres más hermosos de su raza que Silvanoshei había visto jamás. Ese elfo, que vestía ropajes blancos, lo observaba fijamente.
—Conocí a Lorac —dijo por fin el elfo. Su voz era afable y musical—. Éste es ciertamente su nieto, no cabe la menor duda. —Se inclinó y besó a Silvanoshei en ambas mejillas, tras lo cual miró al general Konnal y repitió:— No cabe la menor duda.
—¿Quién sois, señor? —inquinó Silvan, aturdido.
—Me llamo Glauco —respondió al tiempo que hacía una profunda reverencia—. He sido nombrado regente para ayudaros en los días venideros. Si el general Konnal lo aprueba, dispondré los arreglos oportunos para que vuestra coronación se celebre mañana. El pueblo ha esperado largos años la llegada de este día jubiloso y no lo haremos esperar más.
Silvan yacía en el lecho, el mismo que antaño había pertenecido a su abuelo, Lorac. Los pilares de la cama eran de oro y plata entretejidos para semejar enredaderas y estaban decorados con flores realizadas con gemas relucientes. Delicadas sábanas, perfumadas con espliego, cubrían el colchón relleno con plumas de cisnes. Una colcha de seda escarlata lo protegía del relente nocturno. El techo era de cristal; tendido en la cama podía recibir en audiencia a la luna y las estrellas que acudían a rendirle homenaje todas las noches.
El joven soltó una risita queda, de puro deleite. Pensó que debería pellizcarse para despertar de ese sueño maravilloso, pero luego decidió no correr el riesgo. Si estaba soñando, no quería despertar jamás y encontrarse tiritando en alguna húmeda cueva, comiendo bayas secas y pan ácimo y bebiendo agua salobre. No quería despertar para ver guerreros elfos cayendo muertos a sus pies, traspasados por flechas de ogros. No quería despertar nunca. Que ese sueño perdurara el resto de su vida.
Sentía hambre, un hambre maravillosa de la que disfrutaba porque sabía que sería saciada. Imaginó lo que pediría de desayuno; pastelillos de miel, quizá. Pétalos de rosa azucarados. Nata rociada con nuez moscada y canela. Podía tomar cualquier cosa que quisiera y, si no le gustaba, ordenaría retirarla y pediría otra.
Extendió perezosamente la mano hacia la campanilla de plata que había sobre la mesilla ornamentada con oro y plata y llamó a sus sirvientes. Se tumbó de nuevo a esperar la avalancha de ayudantes elfos que entraría en sus aposentos; lo sacarían de la cama para bañarlo y vestirlo, peinarlo y perfumarlo, adornarlo con joyas y prepararlo para la coronación.
El rostro de Alhana Starbreeze, su madre, acudió a su mente. Le deseaba lo mejor, pero éste era su sueño, un sueño en el que ella no era arte ni parte. Había tenido éxito en lo que ella había fracasado. Restauraría lo que ella había roto.
—Majestad.
Los elfos de la Casa de la Servidumbre hicieron una profunda reverencia. Silvan respondió con una sonrisa encantadora y dejó que mulleran los almohadones y estiraran la colcha. Se sentó en la cama y aguardó lánguidamente para ver qué le traían de desayuno.
—Majestad —dijo un elfo que había sido escogido para el puesto de chambelán por el regente Glauco—. El príncipe Kiryn espera para presentaros sus respetos.
Silvanoshei se volvió del espejo en el que admiraba sus nuevas galas. Las costureras habían trabajado la víspera y durante todo ese día en una frenética actividad para hacer la túnica y la capa que el joven monarca luciría en la ceremonia.
—¡Mi primo! Por favor, hacedlo pasar sin dilación.
—Vuestra majestad nunca debe decir «por favor» —lo reprendió el chambelán con una sonrisa—. Cuando vuestra majestad desee algo, pedidlo y se hará.
—Sí, así lo haré. Gracias. —Silvan comprendió su nuevo error y se sonrojó—. Supongo que tampoco debo decir «gracias», ¿verdad?
El chambelán sacudió la cabeza y se marchó para regresar poco después acompañado por un elfo joven, varios años mayor que Silvan. La víspera sólo se habían saludado brevemente, y ésta era la primera vez que estaban juntos solos. Los dos jóvenes se observaron de hito en hito, buscando alguna señal que denotara su relación familiar y, con gran placer de ambos, la hallaron.
—¿Qué os parece todo esto, primo? —preguntó Kiryn, después de intercambiarse los cumplidos y cortesías establecidos por la etiqueta—. Disculpad, quise decir «majestad». —Hizo otra reverencia.
—Por favor, llámame «primo» —pidió afectuosamente Silvan—. Nunca había tenido un primo. Es decir, no conocía a mi primo. Es el soberano de Qualinesti, ya sabes. Al menos, así es como se refieren a él.
—Vuestro primo Gilthas, hijo de Lauralanthalasa y del semihumano Tanis. Lo conozco. Porthios hablaba de él. Decía que el Orador Gilthas tenía una salud frágil.
—No es necesario que te muestres cortés, primo. Todos sabemos que sufre una melancolía enfermiza, un trastorno de la razón. No es culpa suya, pero ahí está. ¿Es correcto que te llame «primo»?
—Quizá no en público, majestad —respondió Kiryn, sonriente—. Como habréis notado, a los silvanestis nos encantan las formalidades. Sin embargo, en privado podéis hacerlo y me sentiré muy honrado. —Hizo una breve pausa y luego se apresuró a añadir—: Me enteré de la muerte de vuestros padres y deseo manifestaros mi profundo dolor. Los admiraba mucho a los dos.
—Gracias. —Tras un intervalo decoroso, Silvan cambió de tema—. Para responder a tu anterior pregunta, he de admitir que encuentro todo esto muy impresionante. Maravilloso, pero impresionante. Hace un mes vivía en una cueva y dormía en el suelo. Ahora tengo este hermoso lecho en el que mi abuelo durmió. El regente Glauco dispuso que su cama se trajera a este dormitorio, pensando que me complacería. Y tengo estas ropas. Y todo cuanto desee de comer y de beber. Parece un sueño.
Silvan se giró para mirarse de nuevo en el espejo. Le encantaba su nueva vestimenta, su nuevo aspecto. Estaba limpio, con el cabello cepillado y perfumado, los dedos adornados con joyas. Ahora no estaba mugriento, ni agarrotado por haber dormido con una piedra por almohada. Se juró para sus adentros no volver a pasar por lo mismo jamás. Absorto, no advirtió que la expresión de Kiryn pareció tornarse seria cuando nombró al regente. El gesto grave se fue intensificando en su primo a medida que Silvan abundaba en el tema.
—Y hablando de Glauco, ¡qué hombre tan estimable! Me complace mucho tenerlo como regente. Es tan educado y condescendiente. Pide mi opinión con respecto a todo. Al principio, no me importa decírtelo, primo, me molestó un poco que el general Konnal sugiriese a los Cabezas de Casas que se nombrase a un regente para que me guíe hasta que sea mayor de edad. Conforme a los criterios qualinestis ya se me considera así. —Su expresión se endureció.
»Y estoy decidido a no convertirme en un rey marioneta como mi pobre primo Gilthas. No obstante, el regente Glauco me dio a entender que no será el gobernante, sino la persona que allanará el camino para que mis deseos y órdenes se lleven a cabo.
Kiryn guardó silencio, no respondió ni hizo comentario alguno. Miró en derredor como si quisiera tomar una decisión sobre algo. Luego adelantó otro paso hacia Silvan y dijo en voz baja:
—¿Puedo sugerir a vuestra majestad que despida a los sirvientes?
Silvanoshei miró a su primo con sorpresa y preocupación, asaltado por un repentino recelo. Glauco le había contado que Kiryn tenía los ojos puestos en el trono. ¿Y si era una maniobra para sorprenderlo solo e indefenso...?
Observó a Kiryn, cuya constitución era esbelta y delicada y tenía las manos finas y suaves de un estudioso. Comparó a su primo consigo mismo, que tenía el cuerpo musculoso, endurecido por los rigores de la vida que había llevado. Además, Kiryn no iba armado; difícilmente podía representar una amenaza para él.
—De acuerdo —accedió y despidió a los criados, que se hallaban ocupados en ordenar la habitación y preparar las ropas que llevaría en el baile que se daría en su honor aquella noche.
—Bueno, primo, estamos solos. ¿Qué es lo que quieres decirme? —Tanto su voz como su actitud eran frías.
—Majestad. Primo —comenzó seriamente Kiryn en tono bajo a pesar de que no había nadie con ellos en la amplia estancia—. Vine aquí hoy con un propósito, y es advertiros contra Glauco.
—Ah —dijo Silvan con aire enterado—. Entiendo.
—No parecéis sorprendido, majestad.
—No lo estoy, primo. Decepcionado, sí, lo confieso, pero no sorprendido. El propio Glauco me previno de que podrías estar celoso de los dos, de él y de mí. Me contó, haciendo gala de gran franqueza, que parecía que no te caía bien. Y ese sentimiento no es mutuo. Glauco habla de ti con la mayor consideración y estima, y lo entristece profundamente que los dos no podáis ser amigos.
—Me temo que me es imposible devolver el cumplido —repuso Kiryn—. Ese hombre no merece ser regente, majestad. No pertenece a la Casa Real. Es, o más bien dicho, era un hechicero que servía en la Torre de Shalost. Sé que mi tío Konnal lo propuso para el puesto, pero... —Calló, como si le costara trabajo continuar—. Os diré algo que jamás he dicho a nadie, majestad. Creo que el tal Glauco ejerce algún tipo de dominio sobre mi tío.
»Mi tío es un buen hombre, majestad. Combatió valerosamente durante la Guerra de la Lanza. Luchó contra el sueño junto a Porthios, vuestro padre. Lo que presenció durante aquella horrible época ha hecho que viva en constante temor, un miedo irracional. Le aterroriza que vuelvan los días tenebrosos. Cree que el escudo salvará a Silvanesti de la oscuridad que se avecina. Glauco controla la magia del escudo y, con amenazas de bajar la barrera, controla a mi tío. No me gustaría ver que Glauco os controla del mismo modo.
—¿Acaso crees, primo, que ya me tiene bajo su control? ¿O quizá piensas que serías un Orador de las Estrellas mejor que yo? —preguntó Silvan, más enfurecido por momentos.
—Podría haber sido Orador, primo —repuso Kiryn con dignidad—. Glauco me lo propuso, pero rehusé. Conocía a vuestros padres. Los amaba a los dos. El trono es vuestro por derecho y yo jamás lo usurparía.
Silvan sintió que se merecía la reprimenda.
—Perdóname, primo. Hablo antes de que mi cerebro tenga tiempo de guiar mi lengua. Pero creo que te equivocas con Glauco. En el fondo sólo quiere lo mejor para Silvanesti. El hecho de que haya ascendido desde una posición inferior al alto rango que ahora ocupa se debe a sus méritos y al de tu tío por saber ver su verdadera valía, sin dejarse cegar por la posición y la clase, como los elfos hemos hecho en el pasado. Mi madre repetía a menudo que nos hemos perjudicado a nosotros mismos por impedir que personas de talento desarrollaran todo su potencial al juzgarlas sólo por su nacimiento y no por su habilidad. Uno de los consejeros de mayor confianza de mi madre es Samar, que comenzó como soldado raso en el ejército.
—Si Glauco nos hubiese traído los resultados de la experiencia en el gobierno de nuestro pueblo, yo sería el primero en respaldarlo, fuese cual fuese su procedencia social. Pero lo único que ha hecho ha sido plantar un árbol mágico y causar que un escudo se alce sobre todos nosotros —manifestó Kiryn con acritud.
—El escudo es para nuestra protección —argüyó Silvan.
—Sí, igual que los prisioneros están protegidos en sus celdas —replicó Kiryn.
Silvanoshei se quedó pensativo. No podía dudar de la sinceridad y la franqueza de su primo, pero tampoco deseaba oír nada en contra del regente. A decir verdad, se sentía abrumado por las nuevas responsabilidades que le habían caído encima tan de repente y le resultaba reconfortante pensar que alguien como Glauco estaba allí para aconsejarle y guiarlo. Alguien tan formal, tan cortés y encantador como Glauco.
—No discutamos por esto, primo —dijo—. Meditaré lo que me has dicho, y agradezco que me hayas hablado de corazón, pues sé que contarme eso no debe de haber sido fácil para ti. —Le tendió la mano.
Kiryn la tomó con verdadera buena voluntad y la estrechó afectuosamente. Los dos jóvenes charlaron sobre otros asuntos: de la ceremonia de la inminente coronación, de las modas actuales en danzas elfas. Después Kiryn se despidió, con la promesa de regresar para escoltar a su primo a la coronación.
—Llevaré la corona que adornó la cabeza de mi abuelo —dijo Silvan.
—Ojalá os traiga mejor suerte que a él, majestad —deseó Kiryn, tras lo cual, con expresión grave, salió de la habitación.
Silvan sintió ver marchar a su primo, ya que lo complacía mucho el trato amistoso y el carácter alegre de Kiryn, aunque se sentía molesto con él por echar a perder la hermosa mañana. En un día tan especial como ése, un nuevo rey sólo debería experimentar alegría.
«Tiene envidia, eso es lo que pasa —se dijo Silvan—. Algo perfectamente natural. Sin duda, yo sentiría lo mismo.»
—Majestad. —Un sirviente entró en la habitación—. Lamento profundamente informaros de que ha empezado a llover.
—Y bien, ¿qué opinas de nuestro nuevo rey? —preguntó el general Konnal a su compañero mientras subían la escalinata del palacio real para rendir homenaje a su majestad la mañana de su coronación. Ahora llovía con fuerza y a un ritmo constante, de manera que el sol quedaba oculto tras la gris cortina del agua.
—Me parece inteligente, modesto, sin nada de afectación —contestó Glauco, sonriente—. Me siento extremadamente complacido con él. ¿Y vos qué opináis?
—Es un adolescente —repuso Konnal encogiéndose de hombros—. No nos dará ningún problema. —Su tono se suavizó—. Tu consejo fue acertado, amigo mío. Hicimos bien al sentarlo en el trono. La gente lo adora. Hacía mucho que no veía tan contento al pueblo, la ciudad al completo ha acudido a celebrarlo, las calles están adornadas con flores y todo el mundo viste sus mejores galas. Habrá festejos que se prolongarán días. Se refieren a su llegada como un milagro y se dice que los afectados por la enfermedad consumidora sienten que la vida ha vuelto a sus miembros. Dejará de hablarse de levantar el escudo, ya que ahora no hay razón para hacerlo.
—Sí, hemos arrancado de raíz la semilla de rebelión que los Kirath intentaban plantar en nuestro hermoso jardín —repuso Glauco—. Los Kirath piensan que os han derrotado al sentar al nieto de Lorac en el trono. No hagáis nada para desilusionarlos, dejad que lo celebren. Tienen a su rey y no nos molestarán más.
—Y si por una desafortunada casualidad el escudo nos falla —comentó Konnal con complicidad—, también hemos solucionado lo de su madre. Se lanzaría con sus tropas, armadas hasta los dientes, para salvar a su país y se encontraría en las manos de su propio hijo. Casi merecería la pena que ocurriese para ver la expresión de su cara.
—Sí, bueno, quizás. —A Glauco esa idea no parecía resultarle muy divertida—. Por lo que a mí respecta, prefiero no volver a ver la cara de esa bruja. No creo ni por un momento que dejara a su hijo seguir en el trono. Lo quiere para ella. Por suerte —añadió sonriendo, recuperado el buen humor—, es muy improbable que halle el medio de entrar. El escudo la mantendrá fuera.
—Pero el escudo permitió que su hijo pasara —adujo Konnal.
—Porque yo quise que lo hiciera —le recordó Glauco.
—Eso es lo que tú dices.
—¿Acaso dudáis de mí, amigo mío?
Glauco se paró para volverse a mirar al general. Los pliegues de la blanca túnica del hechicero ondearon alrededor de su cuerpo.
—Sí —respondió Konnal sin alterarse—. Porque percibo que tú dudas de ti mismo.
Glauco iba a replicar, pero cerró la boca antes de pronunciar palabra. Entrelazó las manos a la espalda y reanudó la marcha.
—Lo siento —empezó el general.
—No, amigo mío. —Glauco volvió a detenerse y se giró—. No estoy enfadado. Sólo dolido, eso es todo. Y apenado.
—Lo que quería decir es que...
—Me explicaré, y así quizá me creáis.
—Me has interpretado mal a propósito. —Konnal suspiró—. Pero, de acuerdo, escucharé tu explicación.
—Os contaré cómo ocurrió, pero no aquí. Hay demasiada gente. —Glauco señaló con un gesto a un sirviente que transportaba una gran corona de hojas de laurel—. Entremos en la biblioteca, donde podremos hablar en privado.
En la biblioteca, una amplia estancia jalonada de estanterías de madera oscura y pulida, abarrotadas de libros y rollos de pergamino, reinaba el silencio; los libros parecían absorber el sonido de las palabras de quienquiera que hablara allí dentro, como si las anotaran para una futura referencia.
—Cuando dije que el escudo actúa según mis deseos —explicó Glauco—, no me refería a que le hubiese dado la orden específica de dejar entrar a ese muchacho. La magia del escudo dimana del árbol de los Jardines de Astarin. Siguiendo mis instrucciones, los moldeadores plantaron y cuidaron al Árbol Escudo. Los adiestré en la magia que hacía crecer al árbol, magia que es en realidad gran parte de mí. Dedico una cantidad inmensa de mi energía en mantener esa magia y al escudo operativo. A veces siento —añadió en voz queda—, como si yo fuese el escudo, el que mantiene a salvo a nuestro pueblo.
Konnal no dijo nada, sabedor de que el otro no había acabado.
—Hace tiempo que sospecho que el escudo ha estado reaccionando de acuerdo a mis deseos no expresados —continuó el hechicero—. Deseos que ni siquiera yo sabía que estaba formulando. Llevo mucho esperando que un rey se siente en el trono, y el escudo conocía ese inconsciente deseo mío. En consecuencia, cuando Silvanoshei se acercó a él por casualidad, el escudo lo abrazó.
El general quería creerle, pero seguía albergando dudas. «¿Por qué no ha dicho Glauco nada de esto hasta ahora? —se preguntó—. ¿Por qué sus ojos rehuyen los míos cuando habla de ello? Sabe algo. No me lo ha contado todo.»
Konnal se volvió hacia el hechicero.
—¿Puedes asegurarme que nadie más traspasará el escudo? —inquirió.
—Eso tenedlo por seguro, mi querido general —respondió Glauco—. Empeño en ello la vida.