3 Un visitante inesperado

La tormenta desapareció. La extraña tempestad se había desencadenado sobre Ansalon como un ejército invasor, castigando al mismo tiempo todas las zonas del vasto continente a lo largo de la noche para retirarse con la llegada del amanecer. El sol salió tras el oscuro banco de nubes surcado de relámpagos e irradió con triunfal intensidad en el cielo azul. La luz y el calor levantaron el ánimo de los habitantes de Solace, que salieron de sus casas para ver la destrucción ocasionada por la tormenta.

Solace no salió tan mal parada como otras partes de Ansalon, aunque la turbonada pareció centrar su ataque sobre esa villa con particular saña. Los poderosos vallenwoods demostraron ser tenazmente resistentes a los devastadores rayos que los golpearon una y otra vez. Las copas de los árboles se prendieron fuego y ardieron, pero las llamas no se propagaron a las ramas inferiores. Los fuertes brazos de los vallenwoods se zarandearon con el vendaval, pero sostuvieron con firmeza los hogares construidos entre ellos y que estaban a su cuidado. Los arroyos crecieron y se desbordaron por los campos, pero las inundaciones no afectaron a casas y graneros.

La Tumba de los Últimos Héroes, una hermosa construcción de piedra blanca y negra que se alzaba en un claro a las afueras de la villa, sufrió grandes daños. El rayo había alcanzado uno de los chapiteles, que se hizo pedazos y sembró de grandes fragmentos de mármol el prado.

Pero los peores daños se registraron en las toscas e improvisadas casas de los refugiados de las tierras del sur y del oeste, las cuales habían sido liberadas hacía sólo un año pero que ahora empezaban a caer bajo el dominio de la gran hembra de Dragón Verde, Beryl.

Años atrás, los grandes dragones que habían luchado para hacerse con el control de Ansalon habían llegado a una precaria tregua. Al caer en la cuenta de que las batallas los estaban debilitando, los reptiles acordaron conformarse con el territorio que cada uno de ellos había conquistado y no combatir entre sí para apoderarse de más. El pacto se había mantenido durante años, pero en los últimos tres Beryl había notado que sus poderes mágicos empezaban a declinar. Al principio, creyó que se lo imaginaba pero, a medida que pasaba el tiempo, se convenció de que algo iba mal.

Beryl culpó a la hembra Roja, Malys, de la pérdida de su magia, dando por sentado que se trataba de una intriga perpetrada por su congénere, más grande y poderosa que ella. También echó la culpa a los magos humanos, que se escondían en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. En consecuencia, Beryl había empezado a expandir su control sobre las tierras de los humanos de manera gradual. Avanzaba despacio para no atraer sobre sí la atención de Malys, a quien no le importaría si algunos pueblos o ciudades ardían o eran saqueados. La ciudad de Haven era una de las que habían caído en poder de Beryl recientemente. Solace permanecía indemne, por el momento, aunque la Verde tenía puestos los ojos en ella. Había ordenado cerrar las vías principales que conducían a la villa para que los habitantes sintiesen su presión mientras ella ganaba tiempo.

Los refugiados que habían conseguido escapar de Haven y de las tierras colindantes antes de que las calzadas fuesen cerradas habían multiplicado por tres la población de Solace. Llegaron con sus pertenencias envueltas en fardos cargados a la espalda o amontonadas en carros, y fueron alojados en lo que los padres de la villa designaban como «alojamientos temporales». Las casuchas sólo servían realmente para una temporada, pero la avalancha de refugiados se había convertido, por desgracia, en población permanente.

La primera persona en llegar al campamento de refugiados la mañana siguiente a la tormenta fue Caramon Majere, que conducía una carreta cargada con comida, madera para reparaciones, leña para el fuego y mantas.

Caramon era un hombre muy anciano; nadie sabía cuántos años tenía exactamente, pues él mismo había perdido la cuenta. Era lo que en Solamnia llamaban un «respetable mayor». La edad le había llegado como un enemigo honorable, de frente y saludándolo, no acercándose sigilosa para apuñalarlo por la espalda o robarle las entendederas. Saludable y campechano, el corpachón orondo pero aún erguido («Es imposible que me encorve. La barriga no me lo permite», solía decir con una estruendosa carcajada), Caramon era el primero de su casa en levantarse y salía cada mañana a cortar leña para los fogones o a subir los pesados barriles de cerveza escaleras arriba.

Sus dos hijas se ocupaban de las tareas cotidianas de la posada El Último Hogar —era la única concesión que Caramon hacía a su edad—, pero él seguía atendiendo en el mostrador y todavía relataba sus historias. Laura dirigía la posada, en tanto que Dezra, a quien le atraía la aventura, viajaba a los mercados de Haven y otras poblaciones buscando el mejor lúpulo para la cerveza, miel para la famosa hidromiel e incluso el aguardiente enano, que traía desde Thorbardin. En el momento en que Caramon ponía los pies en la calle, lo rodeaba un enjambre de niños de Solace que lo llamaban «Yayo» y que se peleaban por montarse en sus anchos hombros o le pedían que les contase cuentos de antiguos héroes. Los refugiados lo consideraban un amigo, ya que casi con toda seguridad no habrían tenido alojamientos si Caramon no hubiese donado la madera y supervisado la construcción. En la actualidad, el anciano estaba metido en un proyecto de construcción de viviendas permanentes a las afueras de Solace, presionando, engatusando e intimidando a las recalcitrantes autoridades para que actuaran. Caramon Majere no podía caminar por Solace sin que lo saludaran cada dos por tres y bendijeran su nombre.

Después de atender a los refugiados, Caramon recorrió el resto de la villa para asegurarse de que todo el mundo se encontraba bien y a salvo, levantando el ánimo a la gente, muy decaída tras la terrible noche. Acto seguido fue a desayunar, como hacía últimamente, con un Caballero de Solamnia, un hombre que le recordaba a sus dos hijos mayores, muertos en la Guerra de Caos.

En cuanto hubo acabado ese conflicto, los caballeros solámnicos habían establecido una guarnición en Solace. Al principio era reducida, ya que su propósito era mantener una guardia de honor en la Tumba de los Últimos Héroes. Sin embargo, con el paso del tiempo había crecido lo suficiente para frenar la amenaza de los grandes dragones, que eran ahora los dirigentes reconocidos, aunque odiados, de la mayor parte de Ansalon.

Mientras los humanos de Solace y de otras ciudades y territorios bajo su control siguieran pagando tributo a Beryl, ésta les permitía conservar la vida y dejaba que continuaran generando riquezas, ya que de ese modo también crecía la cuantía de la gabela. A diferencia de los dragones del Mal de épocas anteriores, los cuales disfrutaban incendiando, saqueando y matando, Beryl había descubierto que arrasar ciudades no generaba beneficios. Los muertos no pagaban impuestos.

Había muchos que se preguntaban el motivo de que Beryl y sus congéneres codiciaran riquezas y exigiesen tributos, habida cuenta de su inmenso poder mágico. Beryl y Malys eran criaturas astutas. Sabían que si actuaban con excesiva rapacidad y crueldad gratuita, la desesperación impulsaría a las gentes de Ansalon a rebelarse y a marchar contra ellas para intentar destruirlas. Tal como estaban las cosas, para la mayoría de los humanos la vida bajo el dominio de los dragones resultaba relativamente cómoda.

A algunos les ocurrían cosas malas, pero era gente que sin duda se lo merecía. ¿Qué les importaba a los humanos si cientos de kenders morían o eran expulsados de sus hogares o si se torturaba o encarcelaba a los qualinestis rebeldes? Beryl y Malys tenían secuaces y espías en todas las ciudades y pueblos humanos; su propósito era fomentar la discordia, el odio y la desconfianza, así como asegurarse de que nadie intentara escamotear ni un céntimo a los dragones.

Caramon Majere era uno de los pocos que expresaba sin rodeos su rechazo a pagar un tributo a los reptiles y que, de hecho, se negaba a hacerlo.

—Esos demonios no sacarán provecho de una sola gota de mi cerveza —manifestaba acaloradamente a cualquiera que le preguntase, cosa que rara vez ocurría puesto que cabía la posibilidad de que alguno de los espías de Beryl estuviese anotando nombres.

Era categórico en su postura, aunque le preocupaba mucho. Solace era una villa próspera, más grande que Haven en la actualidad, y el tributo exigido era muy alto. La esposa de Caramon, Tika, le había hecho notar que su parte debían compensarla los otros ciudadanos para completar la suma total, lo cual significaba una carga extra y apuros para el resto. Caramon comprendió lo acertado del razonamiento de su mujer y finalmente se le ocurrió la original idea de gravarse a sí mismo con un impuesto, uno que sólo pagaba la posada; esa recaudación, bajo ningún concepto, iba a parar a manos de la hembra Verde, sino que se utilizaba para ayudar a aquellos que pasaban penurias por tener que pagar lo que se había dado en llamar «impuesto dragontino».

La gente de Solace pagaba un extra de impuestos, las autoridades se la reembolsaban de la contribución de Caramon, y el tributo llegaba de acuerdo con lo exigido al dragón.

Si hubiesen sabido cómo conseguir que Caramon cerrara la boca sobre aquel peliagudo tema, lo habrían hecho, ya que el posadero seguía manifestando sin reparos su odio hacia los dragones y expresando su opinión de que «si se uniesen todos podrían sacarle un ojo a Beryl con una Dragonlance». De hecho, cuando la ciudad de Haven fue atacada por la Verde unas pocas semanas antes —obviamente por no cumplir con los pagos— los principales de Solace visitaron a Caramon y le rogaron de rodillas que dejase de hacer esas arengas instigadoras.

Impresionado por el miedo y la consternación evidentes de aquellos hombres, Caramon accedió a poner freno a su retórica, y los prohombres se marcharon muy contentos. El posadero cumplió lo acordado, pues expresaba su punto de vista en un tono moderado muy distinto a la atronadora indignación con que se explayaba antes.

Esa mañana repetía sus opiniones poco ortodoxas a su compañero de desayuno, el joven solámnico.

—Una tormenta terrible, señor —dijo, tras saludar, el caballero mientras se sentaba enfrente de Caramon.

Un grupo de compañeros de la Orden desayunaban en otra mesa de la posada, pero Gerard Uth Mondor apenas les prestó atención; ellos, por su parte, no le hicieron el menor caso.

—Augura la llegada de malos tiempos, en mi opinión —se mostró de acuerdo Caramon, acomodando su corpachón en el banco de madera y respaldo alto, cuyo asiento estaba brillante y pulido por el roce del trasero del anciano—. Pero en conjunto me resultó estimulante.

—¡Padre! —exclamó Laura, escandalizada. Soltó bruscamente sobre la mesa un plato con filete de vaca y huevos para su padre, y un cuenco con gachas de avena para el caballero—. ¿Cómo puedes decir tal cosa? Ha habido muchos heridos y casas que han estallado en pedazos, por lo que me han contado.

—No es eso lo que quise decir —protestó, contrito, el posadera—. Lamento mucho lo de los heridos, naturalmente, pero ¿sabes?, se me ocurrió en medio de la noche que esa tormenta debía de estar sacudiendo el cubil de Beryl a base de bien, y que quizás incluso le prendiera fuego y obligaría a esa vieja zorra a salir de él. A eso me refería. —Dirigió una mirada preocupada al cuenco de avena del joven caballero—. ¿Estás seguro de que es suficiente comida, Gerard? Laura podría prepararte unas patatas...

—Gracias, señor, es lo que acostumbro tomar de desayuno —contestó Gerard como hacía todos los días en respuesta a la misma pregunta.

El anciano suspiró. Había llegado a apreciar al joven, pero Caramon no entendía que la gente no disfrutase comiendo. Una persona que no gozaba saboreando las famosas patatas picantes de Otik tampoco gozaba de la vida. Una única vez en su vida el viejo posadero había perdido el gusto por comer, y fue a raíz de la muerte de su amada esposa Tika, varios meses antes. Caramon se había negado a ingerir un solo bocado durante días, con gran preocupación de toda la ciudad; hubo una febril actividad culinaria entre los vecinos con la intención de preparar algo que tentara su apetito.

No comía, no hablaba, no hacía nada. Deambulaba sin ton ni son por la villa o se sentaba mirando fijamente a través de las cristaleras de colores de la posada, el lugar donde había conocido a una chiquilla pelirroja, una mocosa impertinente y latosa que llegó a ser su compañera de armas, su amante, su amiga, su salvación. No derramaba lágrimas por ella; no visitaba su tumba debajo de los vallenwoods; no dormía en el lecho compartido tantos años; no quiso escuchar los mensajes de condolencia enviados por Laurana y Gilthas desde Qualinesti, ni el de Goldmoon desde la Ciudadela de la Luz.

Caramon perdió peso, las carnes se le descolgaron y su piel adquirió un matiz grisáceo.

—Seguirá pronto a Tika —decían los lugareños.

Y seguramente habría ocurrido así de no ser porque un día un chiquillo, uno de los niños refugiados, se cruzó con Caramon mientras éste deambulaba sin rumbo por la ciudad. El pequeño se plantó enfrente del viejo posadero y le tendió un trozo de pan.

—Tomad, señor —ofreció—. Mi madre dice que si no coméis nada, moriréis, y entonces ¿qué será de nosotros?

Caramon miró al chiquillo con sorpresa. Luego se arrodilló, abrazó al pequeño y empezó a sollozar de modo incontrolable. Se comió el pan, hasta la última miga, y esa noche durmió en la cama que había compartido con Tika. A la mañana siguiente llevó flores a su tumba y tomó un desayuno lo bastante abundante para saciar a tres hombres. Volvió a sonreír y a reír, pero en aquellos gestos se advertía algo nuevo, algo que antes no había. No era tristeza, sino una impaciente nostalgia.

A veces, cuando se abría la puerta de la posada, dirigía la mirada hacia el luminoso cielo azul visible al otro lado del vano, y susurraba muy, muy quedo:

—Enseguida voy, querida, no te impacientes. No tardaré mucho.

Gerard Uth Mondor se tomó las gachas de avena con rapidez, sin saborearlas realmente. Las comía tal cual, negándose a sazonarlas con canela o azúcar moreno, y ni siquiera les echaba sal. La comida alimentaba su cuerpo, y ése era su único propósito. Se tomó las gachas, pasando la espesa e insípida masa con sorbos de té oscuro, mientras escuchaba a Caramon hablar sobre el horrible portento de la tormenta.

Los otros caballeros pagaron la cuenta y se marcharon, deseando un buen día a Caramon al pasar junto a su mesa, pero sin decir nada a su compañero. Gerard no pareció reparar en el detalle y continuó llevando cucharadas de gachas del cuenco a su boca.

El viejo posadero observó la marcha de los caballeros e interrumpió su relato en mitad de la descarga de un rayo.

—Agradezco el gesto de que compartas un rato con un viejo carcamal como yo, Gerard, pero si quieres desayunar con tus amigos...

—No son mis amigos —contestó el joven sin amargura ni rencor, sino exponiendo un hecho, simplemente—. Me gusta mucho más comer con un hombre que posee buen sentido común y sabiduría. —Levantó la taza de té en un saludo a Caramon.

—El caso es que pareces... —El viejo posadero hizo una pausa y masticó enérgicamente un trozo de filete—. Estar muy solo —concluyó, farfullando al tener llena la boca. Tragó y pinchó otro trozo con el tenedor—. Deberías tener novia o... esposa o algo.

Gerard soltó un resoplido.

—¿Y qué mujer se fijaría en un hombre con una cara como la mía? —Miró con desagrado su imagen reflejada en la pulida superficie de la jarra de peltre.

Era feo y eso no podía negarse. Una enfermedad infantil había dejado su rostro marcado de señales y cicatrices. Se había roto la nariz en una pelea con un vecino, cuando tenía diez años, y el cartílago se había regenerado ligeramente torcido. Tenía el cabello de color amarillo, no rubio ni dorado, sino llana y simplemente amarillo, como la paja. Y también tenía su textura, de manera que no le caía liso, sino que se alzaba tieso en cualquier dirección si se lo dejaba. Para evitar tener el aspecto de un espantapájaros, que había sido su mote de muchacho, Gerard lo llevaba lo más corto posible.

El único rasgo correcto de su rostro eran los ojos, que tenían un sorprendente —y algunos dirían alarmante— color azul. Debido a que rara vez había calidez alguna tras aquellos ojos, y porque siempre se enfocaban en su objetivo con intensidad, sin pestañear, tendían más a repeler a la gente que a atraerla.

—¡Bah! —Caramon desestimó belleza y encanto haciendo un gesto con su tenedor—. A las mujeres no les importa que un hombre sea más o menos guapo. Lo que quieren es un hombre con honor, valiente. Un joven caballero de tu edad... ¿Cuántos años tienes?

—Veintiocho, señor. —Gerard terminó las gachas y apartó el cuenco a un lado—. Veintiocho años aburridos y desperdiciados.

—¿Aburridos? —repitió, escéptico, el viejo posadero—. ¿Siendo un caballero? Yo mismo tomé parte en unas cuantas guerras, y a las batallas se las puede calificar de un montón de maneras, pero jamás aburridas, según recuerdo.

—Nunca he estado en una batalla, señor —dijo Gerard, y ahora sí que había amargura en su tono. Se puso de pie y dejó una moneda sobre la mesa—. Si me disculpáis, entro de servicio en la tumba. Hoy es el Día del Solsticio Vernal y, consecuentemente, fiesta, por lo que esperamos gran afluencia de alborotadores y destructivos kenders. Se me ha ordenado que me presente una hora antes en mi puesto. Os deseo un día feliz, señor, y gracias por vuestra compañía.

Inclinó la cabeza con fría formalidad, giró sobre sus talones como si ya se encontrase realizando la marcha lenta y solemne ante la tumba, y se encaminó hacia la puerta de la posada. Caramon escuchó sus pasos descendiendo la larga escalera en espiral que llevaba al pie del vallenwood más grande de Solace, entre cuyas ramas descansaba el edificio.

El anciano se recostó cómodamente en el banco, disfrutando de los cálidos rayos de sol que penetraban por los cristales de colores. Con el estómago lleno, se sentía contento. Fuera, la gente se afanaba en limpiar tras la tormenta, retirando ramas caídas de los árboles, aireando las casas húmedas, extendiendo paja por el suelo embarrado. Por la tarde la gente se pondría sus mejores ropas y se adornaría el cabello con flores para celebrar el día más largo del año con bailes y banquetes. Caramon vio a Gerard caminando por el barro, con la espalda tan recta y estirada como el cuello, sin prestar la menor atención a cuanto lo rodeaba, en dirección a la Tumba de los Últimos Héroes. El anciano siguió observándolo hasta que finalmente lo perdió de vista entre la multitud.

—Es un tipo raro —dijo Laura mientras recogía el cuenco vacío y se guardaba la moneda—. Me pregunto cómo puedes comer con él, padre, con esa cara que agria la leche.

—Su cara es algo que él no puede remediar, hija —replicó con severidad Caramon—. ¿Quedan huevos?

—Ahora mismo te traigo más. No te imaginas qué alegría es para mí verte comer con ganas otra vez. —Laura hizo una pausa en su trabajo para besar a su padre en la frente—. En cuanto a ese joven, no es su cara lo que lo hace feo. En mis tiempos amé a hombres mucho menos atractivos. Es su actitud arrogante, orgullosa, lo que causa el rechazo de la gente. Se cree mejor que los demás, ni más ni menos. ¿Sabías que pertenece a una de las familias más ricas de Palanthas? Según dicen, su padre financia prácticamente la caballería. Y ha pagado muy bien para que a su hijo lo destacaran aquí, en Solace, lejos de los combates de Sanction y otros lugares. No es de extrañar que los demás caballeros no lo respeten.

Laura se dirigió a la cocina para volver a llenar el plato de su padre. Caramon siguió con la mirada a su hija, estupefacto. Había desayunado con el joven todos los días durante los dos últimos meses y no tenía ni idea de todo eso. En ese tiempo había surgido entre ambos lo que él consideraba una estrecha relación, y ahora resultaba que Laura, quien no había hablado con el caballero más que para preguntarle si quería azúcar en el té, conocía la historia de su vida.

—Mujeres —rezongó el anciano entre dientes, disfrutando del cálido sol—. Soy más viejo que un carcamal y todavía me sorprenden como si tuviese dieciséis años. Nunca las entendí y sigo sin entenderlas.

Laura regresó con un plato a rebosar de huevos y patatas picantes, le dio otro beso a su padre y se marchó para seguir con sus tareas cotidianas.

—Ah, pero cuánto se parece a su madre —musitó cariñosamente Caramon, que atacó el segundo plato de huevos con entusiasmo.


Gerard Uth Mondor también pensaba en las mujeres mientras caminaba sobre el barrizal. El caballero se habría mostrado de acuerdo con Caramon en que las mujeres eran criaturas incomprensibles para los hombres. A Caramon, sin embargo, le gustaban, mientras que a Gerard no le agradaban ni confiaba en ellas. Una vez, cuando tenía catorce años y acababa de recuperarse de la enfermedad que había malogrado su apariencia, una muchacha de la vecindad se había reído de él y lo había llamado «cara picosa».

Cuando su madre lo sorprendió tragándose las lágrimas, lo consoló y le dijo: «No hagas caso a esa estúpida mocosa, hijo mío. Algún día las mujeres te amarán». Aunque luego había añadido distraídamente, como una coletilla: «Eres muy rico, después de todo».

Catorce años más tarde, seguía despertándose en plena noche oyendo la risa aguda y burlona de la chica, y su alma se encogía de vergüenza y humillación. Oía el consejo de su madre y el azoramiento daba paso a la rabia, una rabia que se volvía más ardiente porque las palabras de su madre habían resultado vaticinadoras. La «estúpida mocosa» se le había insinuado descaradamente cuando tenían dieciocho años y se había dado cuenta de que el dinero hacía que el hierbajo más feo pareciese bello como una rosa. Había disfrutado enormemente rechazándola con desprecio. Desde aquel día había sospechado que cualquier mujer que lo miraba con el mínimo interés calculaba para sus adentros su fortuna mientras enmascaraba su desagrado con sonrisas dulces y aleteos de pestañas.

Consciente de la máxima de que el mejor ataque es una buena defensa, Gerard había levantado alrededor de sí una excelente barrera, un parapeto repleto de erizadas estacas, bien surtido de calderos de comentarios corrosivos, con las torres ocultas en una nube de talante sombrío y rodeado por un foso de hosco resentimiento.

Su parapeto resultó extremadamente eficaz para mantener alejados a los nombres también. El comadreo de Laura se acercaba más a la realidad que la mayoría de los que corrían por la ciudad. Gerard pertenecía ciertamente a una de las familias más ricas de Palanthas, quizás incluso de todo Ansalon. Antes de la Guerra de Caos, el padre de Gerard, Mondor Uth Alfric, era el dueño de uno de los astilleros más prósperos de Palanthas. Previendo el aumento de poder e influencia de los caballeros negros, sir Mondor, con muy buen juicio, había convertido todas las propiedades que pudo en monedas de acero y se trasladó con su familia a Ergoth del Sur, donde volvió a empezar con su negocio de construcción y reparación de barcos, un negocio que empezaba a prosperar.

Sir Mondor era una figura de mucho peso en la Orden. Contribuía con más dinero que nadie al mantenimiento de la caballería, y se había ocupado de que su hijo se convirtiese en caballero y que se le destinase al puesto mejor y más seguro. Mondor nunca preguntó a Gerard qué esperaba de la vida; dio por sentado que deseaba entrar en la Orden, y también el hijo lo dio por sentado hasta la misma noche que velaba sus armas, horas antes de la ceremonia de investidura. Tuvo una visión, pero no una de gloria y honor ganados en batalla, sino de una espada oxidándose en su vaina, de llevar y traer mensajes y de ser destacado para hacer guardia sobre polvo y cenizas que no necesitaban custodia.

Demasiado tarde para dar marcha atrás. Hacerlo rompería la tradición familiar que, supuestamente, se remontaba a Vinas Solamnus. Su padre lo repudiaría y lo odiaría toda la vida. Su madre, que había enviado cientos de invitaciones para la fiesta de celebración, pasaría un mes en la cama, enferma. Así pues, Gerard había seguido adelante con la ceremonia, prestó juramento —un juramento que para él carecía de sentido— y se puso la armadura que se convirtió en su prisión.

Llevaba siete años de servicio en la caballería, el último de ellos montando «guardia de honor» para un puñado de cadáveres. Antes de eso, se había dedicado a preparar té oscuro y a escribir cartas para su oficial en Ergodi del Sur. Había solicitado ser destinado a Sanction y estaba a punto de marcharse cuando la ciudad fue atacada por el ejército de los Caballeros de Neraka, de modo que su padre se ocupó de que a su hijo lo enviasen a Solace. De vuelta en el fortín, Gerard se limpió el barro de las botas y se reunió con su compañero de servicio en ese turno, ocupando su detestado puesto de honor ante la Tumba de los Últimos Héroes.

El panteón era una estructura sencilla, de elegante diseño, construida por enanos con mármol blanco y obsidiana negra. Se hallaba rodeada de árboles plantados por los elfos, que tenían flores fragantes durante todo el año. Dentro yacían los cuerpos de Tanis el Semielfo, héroe caído en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote, y de Steel Brightblade, hijo de Sturm Brightblade y héroe de la batalla final contra Caos. También descansaban allí los caballeros caídos en aquel conflicto. Encima de la puerta había escrito un único nombre, el de un kender, héroe de la Guerra de Caos: Tasslehoff Burrfoot.

Los miembros de esa raza acudían desde todo Ansalon para rendir homenaje a su héroe. Merendaban en el prado, entonaban canciones sobre el «tío Tas» y contaban relatos sobre sus valerosas hazañas. Por desgracia, varios años después de ser construida la tumba, a los kenders se les ocurrió la idea de llevarse cada uno un trozo de ella, como amuleto de buena suerte. Con tal fin empezaron a atacar al panteón con cinceles y martillos, obligando a los caballeros solámnicos a levantar una verja de hierro forjado alrededor de la construcción, la cual comenzaba a tener la apariencia de un queso mordisqueado por ratones.

Con un sol de justicia cayéndole de plano y su armadura horneándolo lentamente del mismo modo que Laura horneaba su asado de vaca, Gerard caminó despacio y solemnemente los cien pasos que había desde el lateral izquierdo de la tumba hasta el centro de ella. Allí se encontró con su compañero, que había recorrido la misma distancia. Se saludaron, giraron de cara al panteón y repitieron el saludo a los héroes caídos. Dieron otro cuarto de vuelta y reemprendieron la marcha por donde habían venido, cada movimiento fiel reflejo del de su compañero.

Un centenar de pasos hacia atrás. Otro centenar hacia adelante. Una y otra vez.

Para algunos, como el caballero que hacía la guardia con Gerard, representaba un gran honor. Él se había ganado ese puesto con sangre, no con dinero. El caballero veterano caminaba con una leve cojera, pero lo hacía con orgullo. No se lo podía culpar si cada vez que se encontraba de frente con Gerard miraba a éste con los labios curvados en un gesto hostil.

Gerard marchó de uno a otro lado; a medida que avanzaba el día, la multitud crecía en los alrededores, ya que muchas de aquellas personas habían viajado ex profeso a Solace para esa festividad. Los kenders llegaron a montones, extendieron los almuerzos en el prado, comieron, bebieron y jugaron a «la pelota goblin» y a «el kender fuera». Les encantaba contemplar a los caballeros y molestarlos. Bailaban alrededor, intentaban arrancarles una sonrisa, les hacían cosquillas, daban golpecitos en sus armaduras, los llamaban «cabeza de puchero» y «carne enlatada», les ofrecían comida, pensando que tendrían hambre.

A Gerard Uth Mondor no le gustaban los humanos; desconfiaba de los elfos; detestaba a los kenders. Los odiaba sin distinción, incluidos los conocidos como «aquejados», por quienes la mayoría senda lástima. Esos kenders eran los supervivientes de un ataque de la gran hembra Roja, Malys, a su tierra natal. Se decía que habían contemplado tales actos de violencia y crueldad que su naturaleza alegre y despreocupada se había alterado de manera definitiva, trastocándose en otra muy semejante a la de los humanos: desconfiada, cautelosa y vengativa. Gerard no creía en lo que consideraba una pamema de los «aquejados». A su modo de entender, no era más que otra artimaña de los kenders para meter sus sucias manos en los bolsillos de un hombre.

Eran como sabandijas; podían encoger sus pequeños cuerpos como si no tuviesen huesos y meterse en cualquier construcción hecha por hombres o enanos. De eso último no le cabía la menor duda, así que apenas se sorprendió cuando en cierto momento, cerca ya del final de su turno de guardia y a punto de anochecer, oyó una voz aguda llamando y chillando. Venía del interior de la tumba.

—¡En! —gritó la voz—. ¿Podría sacarme alguien de aquí? Está muy oscuro y no encuentro el pestillo de la puerta.

El compañero de guardia de Gerard llegó incluso a perder el paso. Se volvió para mirar de hito en hito en aquella dirección.

—¿Has oído eso? —preguntó, observando el panteón con el entrecejo fruncido en un gesto preocupado—. Parece que hay alguien dentro.

—¿Oír qué? —contestó Gerard a pesar de que también él lo había oído claramente—. Lo habrás imaginado.

Pero no eran imaginaciones. El sonido subió de tono, y a los gritos se añadieron unos golpes aporreando la puerta.

—¡Eh, he oído una voz dentro de la tumba! —chilló un niño kender que llegó corriendo para recoger una pelota que se había frenado contra la bota de Gerard. El pequeño pegó la cara a la verja y señaló las grandes puertas cerradas—. ¡Hay alguien atrapado en el panteón! ¡Y quiere salir!

La multitud de kenders y otros residentes de Solace que habían acudido a presentar sus respetos a los muertos bebiendo cerveza y comiendo pollo frío olvidaron sus meriendas y sus juegos. Boquiabiertos por la sorpresa, se apiñaron alrededor de la verja, a punto de arrollar a los caballeros.

—¡Han enterrado a alguien vivo! —chilló una niña.

El cerco de la multitud se cerró más.

—¡Atrás! —gritó Gerard al tiempo que desenvainaba la espada—. ¡Esto es suelo sagrado! ¡Cualquiera que lo profane será arrestado! ¡Randolph, ve y trae refuerzos! Hay que despejar la zona.

—Supongo que podría tratarse de un fantasma —sugirió su compañero, en cuyos ojos había un brillo de temor reverencial—. El espíritu de uno de los héroes caídos que regresa para advertirnos de algún peligro terrible.

—Has oído demasiados cuentos de bardos —resopló con desdén Gerard—. No es más que una de estas sucias sabandijas que se ha metido ahí dentro y ahora no puede salir. Tengo la llave de la verja, pero ignoro cómo abrir la tumba.

Los golpes contra las hojas metálicas se hicieron más sonoros. El otro caballero dirigió una mirada de desprecio a Gerard.

—Iré a buscar al preboste. Él sabrá qué hacer.

Randolph se marchó a todo correr, sujetando la espada contra la cadera para que no repicara con la armadura.

—¡Apartaos! ¡Fuera de aquí! —ordenó Gerard en tono firme.

Sacó la llave y, de espaldas a la cancela para no perder de vista a la muchedumbre, manipuló con torpeza hasta encajar la llave en la cerradura. Al oír el chasquido, abrió la cancela con gran deleite de los que allí se apiñaban, y hubo algunos que intentaron por todos los medios meterse. Gerard golpeó sin miramientos a lo más osados con la parte plana de la hoja de su espada, consiguiendo que se retiraran unos segundos, que aprovechó para meterse rápidamente por la puerta de la verja y cerrarla de golpe tras él.

El gentío de humanos y kenders se pegó contra la verja; algunos niños metieron la cabeza entre los barrotes, con el resultado de quedarse atascados, y se pusieron a chillar. Otros treparon por los hierros en un vano intento de saltar la verja, mientras otros metían manos, brazos y piernas entre los barrotes sin razón lógica aparente para Gerard, lo cual confirmó lo que el joven caballero sospechaba desde hacía tiempo: sus semejantes eran tontos de remate.

El caballero se aseguró de que la cancela quedara cerrada a cal y canto y después se dirigió a la tumba con el propósito de apostarse a la entrada hasta que el preboste llegara con los medios necesarios para romper el precinto.

Subía los peldaños de mármol y obsidiana cuando oyó que la voz exclamaba alegremente:

—Oh, ya no importa. ¡Lo tengo!

Sonó un seco chasquido, como al engranarse el mecanismo de una cerradura, y las puertas del panteón empezaron a abrirse en medio de chirridos.

La multitud respingó, asustada, y se apelotonó más aún contra la verja, cada cual intentando ver lo mejor posible cómo el caballero acababa hecho trizas por hordas de guerreros esqueléticos.

De la tumba salió una figura, una criatura polvorienta, sucia, desgreñada, con las ropas descolocadas y chamuscadas, y un montón de bolsas y saquillos enredados entre sí. Pero no se trataba de un esqueleto ni de un vampiro chupador de sangre ni de un descarnado demonio necrófago.

Era un kender.

El gentío soltó un gruñido de desilusión.

El kender oteó el cielo azul y parpadeó, medio cegado.

—Hola —saludó—. Soy... —Le interrumpió un estornudo—. Lo siento, hay mucho polvo ahí dentro. Alguien debería hacer algo al respecto. ¿Tienes un pañuelo? Creo que he perdido el mío. Bueno, en realidad era de Tanis, pero supongo que no querrá que se lo devuelva, ahora que ha muerto. ¿Dónde estoy?

—Estás arrestado —anunció Gerard. Plantó firmemente las manos sobre el kender y le hizo bajar los escalones casi en volandas.

Comprensiblemente desilusionado porque no iba a presenciar una batalla entre el caballero y unos muertos vivientes, el gentío regresó a sus meriendas y a jugar a la pelota goblin.

—Conozco este sitio —dijo el kender, que iba observando a su alrededor en lugar de mirar dónde ponía los pies, con lo que tropezó—. Es Solace. ¡Estupendo! Justo donde quería llegar. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y he venido para decir unas palabras en el funeral de Caramon Majere, así que si haces el favor de llevarme a la posada cuanto antes, te lo agradeceré. He de volver enseguida. Verás, está el pie de ese gigante a punto de caer sobre mí, y eso es algo que no quiero perderme, en fin que...

Gerard metió la llave en la cancela de la verja, la giró y abrió. Propinó tal empujón al kender que éste dio de bruces en el suelo.

—Al único sitio adonde vas es a prisión. Ya has ocasionado demasiados problemas.

El kender se puso de pie animosamente, en absoluto enfadado o desconcertado.

—Muy amable de tu parte encontrarme un sitio para pasar la noche, aunque no voy a quedarme tanto tiempo. He venido a hablar en el... —Hizo una pausa y luego preguntó:— ¿He mencionado que soy Tasslehoff Burrfoot?

Gerard gruñó; no le interesaba en absoluto. Asió con firmeza al kender y esperó a que viniese alguien a quitarle de en medio al pequeño bastardo.

—El famoso Tasslehoff —insistió el kender.

Gerard dirigió una mirada de aburrimiento a la multitud y gritó:

—¡Los que se llamen Tasslehoff Burrfoot que levanten la mano!

Treinta y siete manos se alzaron en el aire, y dos perros ladraron.

—¡Caray! —exclamó el kender con evidente sorpresa.

—¿Ahora entiendes por qué no me siento impresionado? —instó Gerard y buscó esperanzado alguna señal de que el relevo venía de camino.

—Imagino que no cambiaría nada si te digo que soy el Tasslehoff original... No, supongo que no.

El kender suspiró y rebulló inquieto bajo el brillante sol. Su mano, por puro aburrimiento, encontró el camino hacia la bolsa de Gerard, pero éste se hallaba preparado para tal contingencia y le dio un rápido y malintencionado golpe en los nudillos. El kender se chupó la mano magullada.

—¿Qué es todo esto? —Miró en derredor a la multitud que se divertía y jugaba en el prado—. ¿Qué hace toda esa gente aquí? ¿Por qué no han asistido al funeral de Caramon? ¡Es el mayor acontecimiento habido en Solace!

—Seguramente porque Caramon Majere no ha muerto —replicó Gerard en tono cáustico—. ¿Dónde se ha metido ese inútil preboste?

—¿Que no ha muerto? —El kender lo miró de hito en hito—. ¿Estás seguro?

—Desayuné con él esta mañana —contestó Gerard.

—¡Oh, no! —El kender soltó un gemido desconsolado y se dio una palmada en la frente—. ¡He vuelto a meter la pata! Y ahora no sé si tendré tiempo para intentarlo por tercera vez, con lo del pie gigante y todo lo demás. Veamos, ¿dónde puse ese artilugio?

Gerard dirigió una mirada feroz alrededor y apretó los dedos cerrados sobre el cuello de la polvorienta camisa del prisionero. Los treinta y siete kenders llamados Tasslehoff se habían acercado para conocer al número treinta y ocho.

—¡Vosotros, alejaos! —El caballero agitó la mano como haría una granjera para espantar a las gallinas.

Ni que decir tiene que los kenders no le hicieron caso. Aunque muy desilusionados porque Tasslehoff no hubiese resultado ser un zombi, les interesaba saber dónde había estado, qué había visto y qué guardaba en sus bolsas y saquillos.

—¿Quieres un pastel del Día del Solsticio? —ofreció una bonita kender.

—Oh, sí, gracias. Está muy bueno. Yo... —Los ojos de Tas se abrieron como platos. Intentó decir algo, pero no pudo hablar con la boca llena de pastel y acabó atragantándose. Sus tocayos le palmearon la espalda, serviciales, y Tas expulsó el trozo de dulce a medio masticar, tosió e inhaló con ansia—. ¿Qué día has dicho que es?

—¡El Día del Solsticio Vernal! —gritaron al unísono.

—¡Entonces no me lo he perdido! —exclamó Tasslehoff—. ¡De hecho, así es muchísimo mejor, porque podré explicarle a Caramon lo que voy a decir en su funeral mañana! A buen seguro lo encontrará la mar de interesante.

Alzó los ojos al cielo y, al localizar la posición del sol, que se encontraba hacia la mitad de su arco de descenso, camino del horizonte, manifestó:

—Oh, vaya, no dispongo de tanto tiempo. Si me disculpáis, será mejor que corra.

Y eso fue exactamente lo que hizo, dejando a Gerard plantado en el prado, con el chaleco en la mano.

El caballero perdió un instante preguntándose cómo demonios se las había ingeniado aquel pillo para desembarazarse del chaleco y seguir conservando bolsas y saquillos, que brincaban mientras él corría y derramaban el contenido para deleite de los otros treinta y siete Tasslehoff. Tras llegar a la conclusión de que aquél era un fenómeno que, al igual que la marcha de los dioses, jamás entendería, Gerard se disponía a ir en pos del kender cuando recordó que no podía abandonar su puesto de guardia.

Justo en ese momento apareció el preboste, acompañado por todo un destacamento de caballeros vestidos de gala para dar la bienvenida a los héroes que regresaban, ya que era eso lo que habían entendido que encontrarían al llegar al panteón.

—Sólo era un kender, señor —explicó Gerard—. Se las arregló de alguna manera para quedarse encerrado en la tumba, y también para salir de ella. Se me ha escapado, pero creo saber adonde se dirige.

El preboste, un hombre fornido al que le encantaba la cerveza, se puso rojo como la grana, en tanto que los caballeros parecían embarazados por lo ridículo de la situación —los kenders bailaban ahora en círculo alrededor— y todos miraban con aire sombrío a Gerard, a quien obviamente culpaban del incidente.

—Que piensen lo que quieran —masculló entre dientes el joven caballero, que acto seguido salió corriendo en pos de su prisionero.

El kender le sacaba bastante ventaja; era veloz y ágil y estaba acostumbrado a escapar de sus perseguidores. Gerard era fuerte y un corredor rápido, pero tenía en su contra la pesada armadura ceremonial, que entorpecía sus movimientos, resonando de manera escandalosa, y se le clavaba dolorosamente en algunas zonas delicadas del cuerpo. Casi con toda seguridad ni siquiera habría podido divisar al delincuente si éste no se hubiese detenido en varias intersecciones para mirar alrededor lleno de sorpresa y preguntar en voz alta:

—¿De dónde ha salido esto? —mientras contemplaba estupefacto la fortificación de los caballeros, y un poco más adelante—: ¿Qué hacen todas esas construcciones aquí? —refiriéndose a los alojamientos de refugiados, y un poco más allá—: ¿Quién ha puesto eso? —aludiendo al gran cartel que las autoridades habían ordenado colocar y en el que se proclamaba que Solace era una ciudad próspera y había pagado su tributo dragontino, por lo que era un lugar seguro para visitarlo. El kender parecía muy desconcertado con el cartel; se quedó plantado ante él y lo observó con el rostro serio—. Eso no puede dejarse ahí —manifestó en voz alta—. Obstruirá el paso del cortejo fúnebre.

Gerard creía que ya lo tenía en su poder, pero el kender dio un brinco y reanudó la carrera. El caballero no tuvo más remedio que detenerse para recobrar el aliento; correr con la pesada armadura bajo aquel calor lo había mareado y los ojos le hacían chiribitas. Sin embargo, se encontraba cerca de la posada, y tuvo la satisfacción de avistar al kender que remontaba el último tramo de la escalera y entraba por la puerta como una exhalación.

«Bien —pensó—. Ya lo tengo.»

Se quitó el yelmo, lo tiró al suelo y se recostó contra el poste del cartel hasta que el ritmo de su respiración volvió a ser normal, todo ello sin quitar ojo a la escalera por si el kender se marchaba. Actuando totalmente en contra del reglamento, Gerard se despojó de las piezas de la armadura que le habían hecho rozaduras, las envolvió en la capa y metió el fardo en un rincón oscuro de la leñera de la posada. Después se dirigió al barril comunal de agua y sumergió el cazo hasta donde daba el mango; el barril se encontraba en un lugar umbrío, debajo de un vallenwood, y el agua se mantenía fresca. Sin perder de vista la puerta de la posada, Gerard levantó el cazo y se lo volcó sobre la cabeza.

El agua se escurrió por su cuello y su torso, maravillosamente refrescante. Bebió un largo trago, se retiró el cabello mojado, enjugó la cara y recogió el yelmo, que sujetó debajo del brazo, antes de emprender el ascenso a la posada. Podía oír hablar al kender; a juzgar por su tono formal y el forzado timbre profundo, estaba haciendo un discurso.

—«Caramon Majere fue un héroe extraordinario. Combatió dragones, muertos vivientes, goblins, hobgoblins, ogros, draconianos y montones de seres más que ahora no recuerdo. Viajó en el tiempo con este mismo artilugio que ahora sostengo en la mano.» —El kender recobró su tono de voz normal un instante para decir:— Entonces mostraré el artilugio a la multitud, Caramon. Me gustaría enseñarte esa parte, pero en este momento no consigo encontrarlo. No te preocupes, que no dejaré que nadie lo toque. Bien, ¿dónde estaba?

Hubo una pausa y en el silencio se oyó el ruido de papeles.

Gerard continuó subiendo la escalera. Nunca se había fijado en la gran cantidad de escalones que había. Sus piernas, doloridas y agarrotadas ya por la carrera, le ardían, y además le faltaba el aliento. Ojalá se hubiese quitado la armadura antes. Le disgustó comprobar hasta qué punto se había abandonado; su cuerpo, antes atlético, estaba ahora blando como el de una damisela. Se detuvo en el rellano para descansar y oyó al kender lanzarse de nuevo a su discurso.

—«Caramon Majere viajó al pasado. Salvó a lady Crysania del Abismo.» Ella estará aquí, Caramon. Volará hasta Solace a lomos de un Dragón Dorado. Y también vendrán Goldmoon y Riverwind, y sus preciosas hijas, y Silvanoshei, rey de las Naciones Elfas Unidas, así como Gilthas, el nuevo embajador de las Naciones Humanas Unidas, y, por supuesto, Laurana. ¡Incluso Dalamar se hallará presente! ¡Figúrate, Caramon! El jefe del Cónclave asistiendo a tu funeral. Se pondrá exactamente ahí, junto a Palin, que es cabeza de los Túnicas Blancas, aunque supongo que eso ya lo sabes, tratándose de tu hijo y todo lo demás. Al menos creo que era ahí donde se pusieron. La última vez que vine para tu funeral llegué cuando todo había terminado y todos regresaban a sus casas. Palin me lo contó después, y dijo que lamentaban que no hubiese llegado a tiempo, que si hubiesen sabido que venía habrían esperado. Me sentí un poco insultado, pero Palin dijo que todos creían que había muerto, cosa que es cierta, desde luego, sólo que no es ese momento. Y como me perdí tu funeral la primera vez, tenía que intentarlo una segunda.

Gerard gimió. Como si vérselas con un kender no fuera bastante, éste, además, estaba loco. Seguramente se trataba de uno de esos que firmaba ser un «aquejado». Lo lamentaba mucho por Caramon, y confiaba en que el incidente no hubiese molestado mucho al anciano. A buen seguro lo entendería. Por alguna razón que escapaba a la comprensión del joven caballero, Caramon parecía sentir debilidad por esos pequeños incordios.

—Bien, sigo con el discurso —dijo el kender—. «Caramon Majere hizo todas esas cosas y más. Fue un gran héroe y un gran guerrero, pero ¿sabéis lo que hacía mejor? —La voz del kender adquirió un timbre suave—. Ser un gran amigo. Para mí, el mejor del mundo. He vuelto, o, mejor dicho, he viajado al futuro, para decir esto porque creo que es importante, y Fizban también lo cree así y por eso me ha dejado venir. En mi opinión, ser un gran amigo es más importante que ser un gran héroe o un gran guerrero. Es lo más importante de todo. Pensad que si todos los seres del mundo fuesen amigos no habría enemigos tan terribles. Algunos de los que estáis aquí sois enemigos irreconciliables ahora...» En este punto miro a Dalamar, Caramon. Lo miro con severidad porque ha hecho cosas que no están nada bien, y luego continúo y digo: «Pero hoy os encontráis aquí porque fuisteis amigos de este hombre y él lo fue de vosotros, como lo era mío. Así que quizá, cuando demos sepultura a Caramon Majere, todos nosotros dejemos su tumba abrigando sentimientos más amistosos hacia los demás. Y tal vez ése sea el principio de la paz». Y entonces hago una reverencia y termino. ¿Qué te parece?

Gerard llegó a la puerta a tiempo de ver al kender bajar de un salto de una mesa en la que se había encaramado para hacer el discurso y correr hasta llegar frente a Caramon. Laura se limpiaba los ojos con la punta del delantal, su sirviente gully lloraba a moco tendido sin recato, mientras los parroquianos de la posada aplaudían a más no poder y golpeaban con sus jarras las mesas mientras gritaban:

—¡Bien dicho!

Caramon Majere estaba sentado en uno de los bancos de respaldo alto; sonreía, con el rostro iluminado por los últimos rayos dorados del sol, que parecían haberse colado en la posada a propósito para dar las buenas noches.

—Lamento que haya ocurrido esto, señor —dijo Gerard al tiempo que entraba—. No sabía que iba a molestaros. Me lo llevaré ahora mismo.

El viejo posadero alargó la mano y acarició el copete del kender, que estaba despeinado y de punta como el pelo de un gato asustado.

—No me molesta. Me alegro de volver a verlo. Esa parte sobre la amistad era preciosa, Tas. Verdaderamente bonita. Gracias. —Caramon frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Pero no entiendo el resto de lo que has dicho. Todo eso sobre las Naciones Elfas Unidas y que Riverwind acude a la posada, cuando lleva muerto tantos años. Aquí pasa algo raro. Tendré que meditarlo. —Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. Voy a dar mi paseo de la tarde, Laura.

—Tendrás la cena esperándote cuando regreses, padre —contestó la mujer, que se colocó el delantal, sacudió al gully y le ordenó que se tranquilizara y volviera al trabajo.

—No lo pienses mucho, Caramon —gritó Tas—, porque... en fin, tú ya sabes. —Alzó la vista hacia Gerard, que había plantado la mano sobre su hombro con firmeza, esta vez asiendo carne y hueso—. Es porque morirá muy pronto —aclaró Tas en un susurro audible—. Pero no quise mencionarlo, ya que habría sido poco delicado, ¿no te parece?

—Lo que me parece es que vas a pasarte el próximo año en prisión —respondió severamente el caballero.

Caramon se había detenido en el rellano, al borde de los peldaños.

—Sí, Tika, querida, ya voy —musitó. Se llevó la mano al corazón y se derrumbó hacia adelante, de cabeza.

El kender se soltó de un tirón de la mano de Gerard y se tiró al suelo, rompiendo a llorar desconsoladamente.

El caballero reaccionó con rapidez, pero era demasiado tarde para frenar la caída de Caramon. El anciano hombretón rodó escaleras abajo desde lo alto de su amada posada. Laura chilló, los parroquianos gritaron asustados y la gente que caminaba por las calles, al ver caer a Caramon, echaron a correr hacia la posada.

Gerard descendió los escalones lo más rápido posible y fue el primero en llegar junto al anciano. Temía encontrarlo en un grito de dolor, ya que debía de haberse roto todos los huesos. Sin embargo, Caramon no parecía sufrir; había dejado atrás el dolor y las preocupaciones del mundo, y su espíritu demoraba la partida sólo lo suficiente para despedirse. Laura se arrodilló a su lado, tomó su mano entre las suyas y la apretó contra sus labios.

—No llores, querida —dijo Caramon suavemente, sonriendo—. Tu madre se encuentra aquí conmigo y me cuidará. Estaré bien.

—¡Oh, papá! —sollozó Laura—. ¡No me dejes aún!

Los ojos de Caramon recorrieron la multitud reunida alrededor; el anciano sonrió e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, como si saludase a alguien. Siguió buscando entre la gente y frunció el entrecejo.

—Pero ¿dónde está Raistlin?

Laura se sobresaltó, aunque musitó con voz enronquecida:

—Padre, tu hermano murió hace mucho, mucho tiempo.

—Dijo que me esperaría —manifestó Caramon, cuya voz sonó firme al principio pero luego fue perdiendo fuerza—. Debería estar aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...

Miró a Gerard y le hizo una seña para que se acercara. El caballero se arrodilló junto a él, más conmovido por la muerte del anciano de lo que habría podido imaginar.

—Sí, señor. ¿Qué queréis?

—Que me hagas una promesa... por tu honor... como caballero.

—Decidme. —Gerard suponía que el anciano iba a pedirle que cuidase de sus hijas o de sus nietos, uno de los cuales era también un caballero solámnico—. ¿Qué deseáis que haga?

—Dalamar sabrá qué es... Lleva a Tasslehoff hasta Dalamar. —La voz de Caramon volvía a ser de repente fuerte y firme y miraba al caballero con intensidad—. ¿Lo prometes? ¿Juras que lo harás?

—Pero, señor —balbuceó Gerard—, lo que me pedís es imposible. Nadie ha visto a Dalamar hace años. Casi todos creen que ha muerto. En cuanto al kender que se hace llamar Tasslehoff Burrfoot...

Caramon alargó la mano, manchada de sangre a causa de la caída, y asió la del reacio caballero con fuerza.

—Lo juro, señor —accedió finalmente Gerard.

El anciano sonrió y exhaló su último aliento con los ojos sin vida prendidos en Gerard. Su mano, incluso en la muerte, no soltó la del hombre joven, que tuvo que aflojarle los dedos; éstos le dejaron una mancha de sangre en la palma.

—Me complacerá acompañarte a ver a Dalamar, señor caballero, pero no puedo ir mañana —manifestó el kender entre hipidos y limpiándose las lágrimas con la manga de la camisa—. Tengo que hablar en el funeral de Caramon.

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