21 El ingenio para viajar en el tiempo

La desenfrenada y aterradora escapada huyendo del dragón acabó bajo un cielo azul radiante. El vuelo se prolongó más de lo normal, ya que la tormenta había desviado al grifo de su curso, y la bestia aterrizó en algún punto de las agrestes montañas Kharolis para alimentarse con un venado; el retraso contrariaba a Palin, pero todas sus súplicas de apresurar el viaje no fueron atendidas. Después de saciar el apetito, el grifo se echó un sueño mientras el mago paseaba de aquí para allá con impaciencia, si bien no soltó a Tas un solo momento. Cuando cayó la noche, el animal manifestó que no pensaba volar después de haber oscurecido. El grifo y Tasslehoff durmieron, pero el mago estuvo sentado, echando chispas y esperando que saliese el sol.

Reanudaron el viaje al día siguiente. A media mañana, el grifo depositó a Palin y a Tasslehoff en un campo vacío que se encontraba a corta distancia de lo que antaño fuera la Escuela de Hechicería. Los muros de piedra del edificio seguían en pie, pero estaban ennegrecidos y desmoronándose, en tanto que el techo semejaba un esqueleto de vigas calcinadas y la torre que en otro tiempo había sido un símbolo de esperanza para el mundo —esperanza de que la magia había regresado— había quedado reducida a un montón de escombros, demolida por la explosión que había arrancado su corazón.

Hubo un tiempo en que Palin planeó reconstruir la escuela, aunque sólo fuese en señal de desafío a Beryl, pero cuando empezó a fallarle la magia, a sentir que se le escapaba como agua entre los dedos, descartó la idea por considerarlo una pérdida de tiempo y de esfuerzo. Sería mejor que empleara sus energías en buscar artefactos de la Cuarta Era, objetos que todavía conservasen la magia en su interior y que pudieran utilizarlos aquellos que supiesen cómo hacerlo.

—¿Qué es ese sitio? —preguntó Tasslehoff mientras bajaba de la grupa del grifo. Contempló con interés los muros destruidos y los vacíos vanos de las ventanas—. ¿Qué le ocurrió?

—Nada, olvídalo —repuso Palin, que no deseaba entrar en largas explicaciones relativas a la muerte de un sueño—. Vamos, no tenemos tiempo que per...

—¡Mira! —gritó Tas, señalando—. Hay alguien caminando por allí. ¡Voy a mirar!

Salió disparado, con la chillona camisa ondeando tras de sí y el copete brincando, la viva imagen de puro gozo.

—Vuelve... —empezó el mago y entonces comprendió que sería gastar saliva inútilmente.

Tas tenía razón. Había alguien merodeando por las ruinas de la escuela y Palin se preguntó quién sería. Los residentes de Solace tenían el paraje por un lugar embrujado y no se acercaban a él en ninguna circunstancia. La persona vestía túnica; Palin captó un atisbo de tela carmesí debajo de la capa beige con ribetes dorados. Podía tratarse, naturalmente, de un antiguo alumno que hubiese regresado para mirar con nostalgia el derruido centro de aprendizaje, pero Palin lo dudaba. A juzgar por su garboso caminar y las ricas ropas, comprendió que era Jenna.

La señora Jenna de Palanthas había sido una poderosa hechicera Túnica Roja en los tiempos precedentes a la Guerra de Caos. Mujer de extraordinaria belleza, se decía que había sido la amante de Dalamar el Oscuro, pupilo de Raistlin Majere y antaño Señor de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas. Jenna se ganaba la vida dirigiendo una tienda de productos para magos en Palanthas. Su establecimiento había funcionado moderadamente bien durante la Cuarta Era, cuando la magia era un don concedido a la gente por los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari. Vendía el habitual surtido de ingredientes mágicos: guano de murciélago, alas de mariposas, azufre, pétalos de rosa (tanto enteros como pulverizados), huevos de araña, etc. Tenía una buena provisión de pociones y se sabía que poseía la mejor colección de pergaminos y libros de conjuros que sólo superaba la Torre de Wayreth, todo ello asequible por un precio, pero principalmente se la conocía por su colección de artefactos mágicos: anillos, brazaletes, dagas, espadas, colgantes, fetiches y amuletos. Tales eran los objetos exhibidos en estanterías y expositores. Tenía otros más potentes, peligrosos y poderosos que mantenía guardados para enseñarlos únicamente a clientes serios y siempre con cita concertada de antemano.

Cuando estalló la Guerra de Caos, Jenna se había unido a Dalamar y un Túnica Blanca en una peligrosa misión para ayudar a derrotar al destructivo Padre de Todo y de Nada, creador de los dioses. La hechicera jamás contó lo que aconteció en aquel terrible viaje. Lo único que Palin sabía era que, mientras regresaban, Dalamar fue herido gravemente y estuvo a las puertas de la muerte durante muchas semanas en su torre.

Jenna no se había apartado de su lado y lo había cuidado hasta el día en que salió de la oscura mole para no volver nunca más a ella, ya que aquella noche la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas quedó destruida por una explosión mágica. Nadie volvió a ver a Dalamar. Cuando ya habían pasado muchos años sin que el hechicero diese señales de vida, el Cónclave lo declaró oficialmente muerto. La señora Jenna abrió de nuevo su tienda de productos mágicos y se encontró con que estaba sentada sobre un tesoro oculto.

Con la magia de los dioses desaparecida, los desesperados hechiceros buscaron denodadamente cualquier medio de conservar sus poderes, y descubrieron que los objetos mágicos creados en la Cuarta Era retenían su poder. El único inconveniente era que en ocasiones dicho poder se tornaba imprevisible, y no actuaba como se suponía que debía hacer. Una espada mágica, en tiempos un artefacto del Bien, de repente empezaba a matar a quienes supuestamente debía proteger. Un anillo de invisibilidad le fallaba a su dueño en un momento crítico, con el resultado de que el perjudicado daba con sus huesos en una mazmorra de Sanction durante cinco años. Algunos decían que tal inestabilidad se debía a que los dioses ya no tenían influencia sobre los objetos, mientras que otros afirmaban que no tenía nada que ver con las deidades. En resumen, que los artefactos eran objetos difíciles de manejar.

Los compradores, sin embargo, estaban más que dispuestos a correr el riesgo, y la demanda de artefactos de la Cuarta Era subió más que las tortitas cocinadas en un ingenio mecánico a vapor inventado por los gnomos para tal menester. (De hecho, más que hacer subir la masa, lo que hacía era lanzarlas al aire.) Los precios de la señora Jenna subieron en consonancia con la demanda, así, a sus sesenta y tantos años, era una de las mujeres más ricas de Ansalon. Todavía hermosa, aunque su belleza había madurado, había mantenido la influencia y el poder incluso bajo el dominio de los Caballeros de Neraka, cuyos comandantes la encontraban encantadora, fascinante, misteriosa y complaciente. Jenna no hacía caso a quienes la tildaban de «colaboradora»; estaba sobradamente acostumbrada a bailar el agua a los extremos en contra del centro y viceversa, y sabía cómo engatusar al centro y a los extremos para que pensaran que cada cual estaba sacando la mejor tajada del asunto.

La señora Jenna era también una reconocida experta en artefactos mágicos de la Cuarta Era.

Palin no pudo ir a reunirse con ella de inmediato, ya que el grifo protestaba de nuevo por estar hambriento; de hecho, miraba al kender con ansia, obviamente considerando a Tas un buen bocado para abrir boca. El mago le prometió que le mandaría una pierna de venado y aquello contentó al grifo, que empezó a atusarse las plumas, complacido de haber llegado a su punto de destino.

Palin fue en pos del kender, que se abría camino alegremente entre los escombros, daba la vuelta a piedras para ver qué había debajo y lanzaba exclamaciones de júbilo ante cada hallazgo.

Jenna había estado paseando por el recinto de la escuela destruida. Despierta su curiosidad por lo que el kender había descubierto, se acercó para mirar.

Tas alzó la cabeza, contempló largamente a la hechicera y luego, con un grito de alegría, se incorporó de un salto y corrió hacia ella con los brazos abiertos.

Jenna extendió rápidamente los suyos ante sí, con las palmas de las manos hacia fuera. Surgió un destello de uno de los varios anillos que llevaba y Tas salió despedido hacia atrás, como si hubiese rebotado contra un muro de ladrillos.

—Manten las distancias, kender —advirtió ella en tono sosegado.

—¡Pero, Jenna! —gritó Tas mientras se frotaba la dolorida nariz y observaba el anillo con interés—. ¿No me reconoces? ¡Soy Tasslehoff! Tasslehoff Burrfoot. Nos conocimos en Palanthas durante la Guerra de Caos, hace sólo unos pocos días para mí, pero supongo que para ti han sido años y años porque ahora eres mucho más mayor. Mucho —repitió con énfasis—. Fui a tu tienda de artículos mágicos y... —Tas siguió parloteando.

Jenna mantuvo las manos extendidas hacia adelante; miraba al kender con aire divertido, como si fuera una agradable distracción. Obviamente no creía una sola palabra de lo que Tas decía.

Al oír pasos Jenna volvió la cabeza rápidamente.

—¡Palin! —Sonrió al verlo.

—Jenna. —El mago inclinó la cabeza con respeto—. Me complace que hayas podido venir.

—Querido, si lo que me diste a entender es cierto, no me lo habría perdido ni por todos los tesoros de Istar. Disculpa que no te dé la mano, pero estoy manteniendo a raya a este kender.

—¿Qué tal tu viaje?

—Largo. —Puso los ojos en blanco—. Mi anillo teletransportador —señaló un aro de plata con una enorme amatista engastada que lucía en el dedo pulgar— solía llevarme de un extremo del continente al otro en un suspiro. Ahora tardo dos días en viajar desde Palanthas a Solace.

—¿Y qué haces aquí, en la escuela? —preguntó Palin al tiempo que miraba en derredor—. Si buscas objetos mágicos, no te molestes. Salvamos todo cuanto pudimos.

—No, sólo daba un paseo. Pasé por tu casa —añadió, con una mirada maliciosa—. Tu esposa estaba allí y no le complació mucho verme. Ya que el recibimiento era un tanto frío, decidí dar una vuelta bajo el cálido sol. —También ella miró alrededor y sacudió la cabeza con tristeza—. No había venido aquí desde la destrucción. Hicieron un trabajo concienzudo. ¿No vas a reconstruirla?

—¿Para qué? —Palin se encogió de hombros; su tono sonaba amargo—. ¿De qué sirve una Escuela de Hechicería si ya no hay magia? Tas —dijo de repente—, Usha está en casa. ¿Por qué no vas y le das una sorpresa? —Se volvió y señaló un caserón que se entreveía tras los árboles que lo rodeaban—. Nuestra casa está allí...

—¡Lo sé! —contestó muy excitado el kender—. Estuve en ella la primera vez que asistí al funeral de Caramon. ¿Sigue Usha pintando cuadros preciosos como antes?

—¿Por qué no se lo preguntas directamente a ella? —instó, irritado, el mago.

Tas miró las ruinas, con aire indeciso.

—Usha se sentiría muy dolida si no vas a verla —agregó Palin.

—Sí, tienes razón —decidió Tas—. Por nada en el mundo le haría algo que le doliese. Somos grandes amigos. Además, siempre puedo volver después. ¡Adiós, Jenna! —Iba a tenderle la mano, pero lo pensó mejor—. Y gracias por lanzarme un conjuro. Hacía mucho que no me pasaba. Disfruté realmente con ello.

—Extraño hombrecillo —comentó la hechicera, que seguía con la mirada a Tas; el kender bajaba la ladera de la colina a todo correr—. Se parece mucho y se expresa como el kender que conocía como Tasslehoff Burrfoot. Cualquiera diría que es él.

—Lo es —afirmó Palin.

—Oh, vamos. —Jenna volvió la vista hacia él y lo observó con mayor detenimiento—. Por todos los dioses, creo que hablas en serio. Tasslehoff Burrfoot murió...

—¡Lo sé! —la interrumpió impacientemente el mago—. Hace casi cuarenta años. Lo siento, Jenna. —Suspiró—. Ha sido una noche muy larga. Beryl descubrió lo del artefacto y los Caballeros de Neraka nos tendieron una emboscada. El kender y yo escapamos con vida por poco, y el solámnico que me trajo a Tas no logró huir. Después, ya en el aire, nos atacó uno de los Verdes de Beryl, y sólo pudimos esquivarlo internándonos en una tormenta.

—Deberías dormir un poco —aconsejó Jenna, que lo miraba con preocupación.

—Me es imposible. —Palin se frotó los ojos enrojecidos e irritados—. Mi mente es un torbellino de ideas que no me deja descansar. ¡Tenemos que hablar! —añadió con un timbre de frenética desesperación.

—Para eso he venido, amigo mío. Pero al menos deberías comer algo. Vayamos a tu casa y bebamos un vaso de vino. Saluda a tu mujer, que también acaba de regresar de lo que, deduzco, ha sido un viaje terrible.

Palin se tranquilizó y sonrió débilmente a la hechicera.

—Sí, tienes razón, como siempre. Es sólo que... —Enmudeció, pensando qué decir y cómo decirlo—. Ése es el verdadero Tasslehoff, Jenna. No me cabe la menor duda. Y ha contemplado un futuro que no es el nuestro, un futuro en el que los grandes dragones no existen. Un futuro donde el mundo está en paz. Ha traído consigo el ingenio que utilizó para viajar a ese futuro.

Jenna lo miró escrutadora y largamente. Al ver que su expresión era absolutamente seria, sus ojos se oscurecieron y se estrecharon con interés.

—Sí —dijo por último—. Tenemos que hablar. —Lo cogió por el brazo y ambos echaron a andar—. Cuéntamelo todo, Palin.


La casa de los Majere era una construcción grande que había pertenecido a maese Theobald, el hombre que instruyó en la magia a Raistlin Majere. Caramon había comprado la casa tras la muerte del maestro, en recuerdo de su hermano, y se la había regalado a Palin y a Usha cuando se casaron. En ella habían nacido y crecido sus hijos, hasta que partieron en busca de aventuras. Palin había transformado el aula donde antaño el joven Raistlin dedicó horas y horas a sus lecciones en un estudio para su esposa, una retratista que gozaba de cierto renombre en Solamnia y Abanasinia. Él siguió utilizando el viejo laboratorio del maestro para sus estudios.

Tasslehoff había sido sincero al decir que recordaba la casa de su visita en el primer funeral de Caramon. La recordaba y no había cambiado en absoluto. Pero Palin, sí.

—Supongo que tener los dedos aplastados y deformados hace que se tenga una visión distorsionada de la vida —le decía Tas a Usha; los dos se encontraban en la cocina, sentados, y el kender daba buena cuenta de un gran cuenco de gachas de avena—. Ésa debe de ser la razón, porque en el primer funeral de Caramon, los dedos de Palin estaban bien y también lo estaba él. Se mostraba feliz y contento. Bueno, contento tal vez no, porque Caramon acababa de fallecer y nadie podía sentirse realmente contento. Pero en el fondo Palin era feliz. Así que cuando superara la tristeza, yo sabía que volvería a estar contento. Pero ahora es terriblemente desdichado, tanto que ni siquiera puede sentirse triste.

—Su... supongo que sí —musitó Usha.

La cocina era una estancia amplia, con el techo alto, rematado con vigas, y un enorme hogar ennegrecido por los largos años de uso. Una olla grande colgaba de una cadena negra en el centro de la chimenea. Usha se había sentado enfrente de Tas, al otro lado de una gran mesa de madera maciza que se utilizaba para cortar la cabeza a los pollos y cosas por el estilo, o eso era lo que Tas imaginaba. En ese momento estaba limpísima, sin cabezas de pollo desperdigadas en el tablero. Claro que sólo era media mañana y faltaba mucho para la hora de la comida.

Usha lo miraba de hito en hito, como todos los demás: como si le hubiesen crecido dos cabezas o tal vez como si no tuviese ninguna, como los pollos. No había dejado de observarlo así desde su llegada, cuando había abierto de golpe la puerta principal (acordándose de llamar después de haberlo hecho) y había gritado:

—¡Usha, soy yo, Tas! ¡El gigante todavía no me ha aplastado de un pisotón!

Usha Majere había sido una preciosa jovencita. «La edad ha realzado su hermosura, aunque —pensó Tas— no es exactamente la misma belleza que tenía cuando vine para el funeral de Caramon la primera vez.» Su cabello tenía el mismo matiz plateado, sus ojos eran del mismo color dorado, pero a éste le faltaba calidez, y el plateado adolecía de lustre. Parecía cansada, apagada.

«Y también es desdichada —comprendió de repente Tas—. Debe de ser contagioso, como el sarampión.»

—¡Oh, ahí llega Palin! —dijo Usha al oír abrir y cerrarse la puerta principal. Parecía aliviada.

—Y Jenna —farfulló Tas, que tenía llena la boca.

—Sí. Jenna —repitió la mujer con tono frío—. Quédate aquí si quieres, eh... Tas. Termina las gachas de avena. Hay más en la olla.

Ella se levantó y salió de la cocina, cerrando la puerta tras de sí. Tas se comió las gachas mientras escuchaba a escondidas, con interés, la conversación que se sostenía en el vestíbulo. Por lo general, no habría escuchado a escondidas la conversación de otras personas ya que era de mala educación hacer algo así, pero puesto que hablaban de él sin que estuviese presente, cosa que tampoco era muy cortés, se sintió justificado.

Además, a Tas empezaba a gustarle poco Palin. Esto hacía que se sintiese mal, pero no podía evitarlo. Había pasado bastante tiempo con el mago en casa de Laurana, contándole una y otra vez todo cuanto recordaba sobre el primer funeral de Caramon. Había añadido los consabidos adornos y aderezos, por supuesto, sin los cuales ningún relato kender se consideraba completo. Por desgracia, en lugar de entretener a Palin, esos adornos —que cambiaban de un relato a otro— parecieron irritarlo al máximo. Palin lo había mirado de un modo... No como si le hubiesen crecido dos cabezas, sino más bien como si se planteara arrancarle de cuajo la única que tenía para abrirla y ver qué había dentro.

«Ni siquiera Raistlin me miraba así —se dijo para sus adentros mientras rebañaba el cuenco con el dedo—. Él me miraba a veces como si quisiera matarme, pero nunca como si deseara volverme del revés antes.»

—... afirma que es Tasslehoff —llegó la voz de Usha a través de la puerta.

—Es Tasslehoff, querida —contestó Palin—. Creo que conoces a la señora Jenna ¿verdad, Usha? Pasará unos días con nosotros. ¿Querrás preparar la habitación de invitados?

Hubo un silencio que sonó como si hubiese pasado por un tamiz y luego la voz de Usha, fría como las gachas a esas alturas, dijo:

—Palin, ¿podemos hablar en la cocina?

Tasslehoff suspiró y, pensando que debía hacer como si no hubiese oído nada, empezó a canturrear entre dientes y a revolver en la alacena, buscando algo más que comer.

Por suerte, ni Palin ni Usha le prestaron la menor atención, excepto que el mago le espetó que dejara de meter tanto ruido.

—¿Qué hace ella aquí? —demandó Usha, puesta en jarras.

—Tenemos que hablar de cosas importantes —respondió, evasivo.

—¡Me lo prometiste, Palin! ¡El viaje a Qualinesti sería el último! Sabes lo peligrosa que se ha vuelto esa búsqueda de artefactos...

—Sí, querida, lo sé —la interrumpió el mago con tono frío—. Y por ello creo que sería mejor que te marcharas de Solace.

—¡Marcharme! —exclamó, atónita, Usha—. ¡Acabo de regresar a casa después de tres meses de ausencia! Tu hermana y yo estuvimos virtualmente prisioneras en Haven. ¿Lo sabías?

—Sí, me...

—¡Lo sabías! ¿Y no has dicho nada? ¿No estabas preocupado? No has preguntado cómo escapamos...

—Querida, no he tenido tiempo de...

—¡Ni siquiera pudimos asistir al funeral de tu padre! —prosiguió Usha—. Se nos permitió partir sólo porque accedí a pintar el retrato de la esposa del magistrado. Esa mujer tiene una cara que resultaría fea hasta en una hobgoblin. Y ahora quieres que me marche otra vez.

—Es por tu propia seguridad.

—¿Y qué pasa con tu seguridad? —demandó ella.

—Sé cuidar de mí mismo.

—¿De verdad, Palin? —De repente la voz de Usha se tornó suave. La mujer alargó la mano e intentó coger la de su esposo.

—Sí —repuso él secamente y apartó las manos tullidas, que metió bajo las mangas de la túnica.

Tasslehoff, extremadamente incómodo, habría querido poder meterse en la despensa y cerrar la puerta. Por desgracia, no había espacio, ni siquiera después de haber vaciado un hueco metiendo varios objetos de aspecto interesante en sus bolsillos.

—De acuerdo. Si es eso lo que quieres, no te tocaré, pero creo que al menos me debes una explicación. —Usha se cruzó de brazos—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué mandaste a este kender diciendo que es Tas? ¿Qué te propones?

—Tenemos a la señora Jenna esperando ahí fuera...

—Estoy segura de que no le importa. ¡Soy tu esposa, por si lo has olvidado! —Usha se apartó el plateado cabello con un gesto de la cabeza—. No me sorprendería que fuese así. Ya no nos vemos nunca.

—¡No empieces otra vez con eso! —gritó el mago, furioso, y se giró hacia la puerta.

—¡Palin! —Alargó la mano hacia él de manera instintiva—. ¡Te amo! ¡Quiero ayudarte!

—¡No puedes! —gritó, volviéndose hacia ella—. Nadie puede. —Alzó las manos y las puso a la luz; los dedos anquilosados se torcían hacia dentro como las garras de un ave—. Nadie puede —repitió.

De nuevo se hizo un silencio. Tas recordó aquella vez que estuvo prisionero en el Abismo. Se había sentido muy solo, abatido y desdichado. Curiosamente, ahora se sentía igual a pesar de estar sentado en la cocina de sus amigos. Su desánimo era tal que ni siquiera dirigió un segundo vistazo a la cerradura del armario.

—Lo siento, Usha —dijo fríamente el mago—. Tienes razón. Mereces una explicación. Este kender es Tasslehoff.

La mujer sacudió la cabeza.

—¿Recuerdas oír a mi padre contar la historia sobre cómo Tas y él viajaron hacia atrás en el tiempo? —prosiguió Palin.

—Sí —contestó Usha con voz tensa.

—Lo hicieron merced a un artefacto mágico. Tasslehoff ha utilizado el mismo objeto para saltar al futuro para poder hablar en el funeral de mi padre. Ya estuvo aquí en otra ocasión, pero se pasó en los cálculos, llegó tarde, cuando el funeral había terminado, así que regresó una segunda vez. En esta ocasión, lo hizo a tiempo, sólo que todo era distinto. En el otro futuro vio una vida de esperanza y felicidad, los dioses no habían desaparecido, yo era el jefe de los Túnicas Blancas, los reinos elfos estaban unificados...

—¿Y tú te lo crees? —inquirió Usha, atónita.

—Sí —manifestó tozudamente él—. Le creo porque he visto el ingenio, Usha. Lo he tenido en mis manos. He sentido su poder. Por eso la señora Jenna ha venido. Necesito su consejo. Y también es por eso por lo que no es seguro para ti permanecer en Solace. El dragón sabe que tengo el artefacto. No estoy seguro de cómo lo ha descubierto, pero me temo que alguien del servicio de Laurana es un traidor. En tal caso, Beryl podría estar ya enterada de que he traído el objeto a Solace, y enviará a los suyos para intentar...

—¡Vas a utilizarlo! —exclamó con espanto. Su esposo no contestó—. Te conozco, Palin Majere. ¡Planeas usar personalmente el ingenio! Te propones viajar hacia atrás en el tiempo y... y... ¡quién sabe qué más!

—Sólo me lo he planteado —repuso, desazonado—. Todavía no lo he decidido. Por eso necesito hablar con la señora Jenna.

—¿De modo que piensas hablar con ella pero no conmigo, tu esposa?

—Iba a decírtelo.

—¿A decírmelo? ¿No a pedir mi opinión? ¿No pensabas preguntarme lo que opinaba de esta locura? No —respondió a sus propias preguntas—. Te propones hacerlo tanto si quiero como si no. Sin importar lo peligroso que pueda ser. ¡Sin importarte que podrías morir!

—Usha —dijo el mago al cabo de un momento—, es muy importante. La magia... Si pudiese... —Sacudió la cabeza, incapaz de explicarse, y la frase quedó en el aire.

—La magia ha muerto, Palin —gritó su esposa con la voz ahogada por las lágrimas—. Y en buena hora. ¿Qué hizo por ti? Nada, salvo destruirte y destrozar nuestro matrimonio.

Palin alargó la mano, pero esta vez fue ella quien se apartó.

—Me voy a la posada —dijo Usha sin mirarlo—. Si... si quieres que vuelva a casa házmelo saber.

Le dio la espalda y se dirigió hacia Tas, a quien contempló larga e intensamente.

—Eres realmente Tas, ¿verdad? —dijo, sobrecogida.

—Sí, Usha —respondió el kender, sintiéndose muy desdichado—. Pero ahora mismo desearía no serlo.

La mujer se inclinó y lo besó en la frente. Tas distinguió el brillo de las lágrimas contenidas en sus ojos dorados.

—Adiós, Tas. Fue estupendo volver a verte.

—Lo siento, Usha —gimió—. No era mi intención liar las cosas así. Sólo vine para hablar en el funeral de Caramon.

—No es culpa tuya, Tas. Las cosas ya iban mal antes de que aparecieses tú.

Usha salió de la cocina, pasando ante Palin sin dirigirle una mirada. El mago seguía plantado en el mismo sitio, mirando al vacío, con la expresión sombría y el semblante pálido. Tas oyó a Usha decirle algo a Jenna que no alcanzó a entender, y oyó contestar a Jenna, pero tampoco entendió qué decía. Usha se marchó de la casa; la puerta principal se cerró con un fuerte golpe. Todo quedó en silencio, salvo por los pasos del ir y venir impaciente de la hechicera. Palin continuó inmóvil.

—Toma, Palin —ofreció Tas mientras le tendía el artilugio—. Puedes quedártelo.

El mago lo miró, perplejo.

—Vamos —dijo el kender, adelantando el objeto hacia él—. Si quieres utilizarlo, como Usha ha dicho, te dejaré. Sobre todo si puedes regresar y hacer que las cosas sean como se supone que deberían ser. Es eso lo que estás pensando ¿verdad? Toma —insistió, y sacudió el ingenio de manera que las joyas centellearon.

—¡Cógelo! —instó Jenna.

Tas se sobresaltó. Había estado tan pendiente de Palin que no había oído entrar a la hechicera en la cocina. La mujer se encontraba en el umbral, con la puerta entreabierta.

—¡Cógelo! —repitió en tono urgente—. Palin, te preocupaba cómo superar las directrices inherentes al uso del ingenio, el conjuro que lo hace regresar siempre a la persona que lo utiliza. Esos condicionantes protegen al propietario en el caso de que el artilugio se pierda o sea robado, pero si se entrega voluntariamente, quizás eso rompa tales directrices.

—No sé nada de meretrices —dijo Tas—, pero sí sé que te dejaré usar el ingenio si quieres.

Palin inclinó la cabeza y el cabello canoso le cayó hacia adelante y le cubrió la cara, pero no antes de que Tas advirtiera el dolor que lo crispaba y le daba un aspecto que lo convertía en un semblante irreconocible para él. Palin alargó la mano y asió el objeto; sus dedos deformes se ciñeron amorosamente sobre él.

Tas se desprendió del artefacto con una sensación muy parecida al alivio. Cada vez que lo tenía en su poder, oía la voz de Fizban recordándole en tono irritado que no debería andar por ahí de aventuras, sino que tenía que regresar a su propio tiempo. Y aunque la aventura actual dejaba mucho que desear —por lo de estar bajo una maldición y haber visto llorar a Usha y descubrir que Palin ya no le caía bien— el kender empezaba a pensar que incluso una aventura mala probablemente era mejor que acabar despachurrado por el pie de un gigante.

—Puedo decirte cómo funciona —se ofreció.

Palin dejó el objeto sobre la mesa de la cocina; se sentó y lo miró de hito en hito, sin pronunciar palabra.

—Hay un verso que lo acompaña y unas cosas que hay que hacerle —agregó el kender—, pero son fáciles de asimilar. Fizban dijo que tenía que aprenderlo de memoria para así ser capaz de recitarlo de corrido incluso haciendo el pino, y si yo pude estoy convencido de que tú también podrás.

Palin sólo lo escuchaba a medias; alzó la vista hacia Jenna.

—¿Qué opinas?

—Es el ingenio para viajar en el tiempo —afirmó la mujer—. Lo vi en la Torre de la Alta Hechicería, cuando tu padre se lo entregó a Dalamar para que lo guardara a buen recaudo. Él lo estudió, naturalmente. Creo que tenía algunas notas de tu tío relativas al objeto. Nunca lo usó, que yo sepa, pero sabía más cosas de él que ningún otro ser vivo. Yo ignoraba que el ingenio hubiese desaparecido, pero, según recuerdo, Tasslehoff estuvo en la torre justo antes de la Guerra de Caos. Debió de cogerlo entonces.

—¡Yo no lo cogí! —protestó el kender, ofendido—. ¡Fizban me lo dio! Me dijo que...

—Chitón, Tas. —Palin se inclinó sobre la mesa y bajó el tono de voz—. Supongo que no hay modo de que puedas ponerte en contacto con Dalamar.

—No practico la necromancia —replicó fríamente Jenna.

—Oh, vamos, tú no crees que haya muerto. —Palin estrechó los ojos—. ¿O sí?

Jenna se recostó en la silla.

—Tal vez no lo creo, pero es posible que sea así. No he sabido nada de él desde hace más de treinta años. Ignoro dónde puede haber ido.

Palin parecía dubitativo, como si no acabase de creerle. Jenna puso las manos sobre el tablero de la mesa, con los enjoyados dedos bien extendidos.

—Escúchame, Palin. No lo conoces. Nadie lo conoce como yo. No lo viste al final, cuando regresó de la Guerra de Caos. Yo sí. Estuve con él, día y noche. Lo cuidé hasta que se curó, al menos de sus heridas, ya que no su espíritu. —Volvió a reclinarse en la silla; su expresión era sombría, ceñuda.

—Lamento si te he ofendido —se disculpó Palin—. No sabía... Nunca me lo contaste.

—No es algo de lo que me guste hablar —repuso, lacónica—. Sabes que Dalamar resultó gravemente herido durante la batalla contra Caos. Lo llevé de vuelta a la torre y durante semanas estuvo con un pie en el mundo de los muertos y con el otro en el de los vivos. Dejé mi casa y mi negocio para trasladarme a la torre y cuidar de él. Sobrevivió, pero la pérdida de los dioses, de la magia divina, fue un golpe terrible del que nunca acabó de recobrarse. Cambió, Palin. ¿Recuerdas cómo solía ser?

—No lo conocía muy bien. Supervisó mi Prueba en la torre, la Prueba durante la que mi tío Raistlin lo pilló por sorpresa, convirtiendo en realidad lo que Dalamar había dispuesto como una ilusión. Jamás olvidaré la expresión de su cara cuando vio que me había sido entregado el bastón de mi tío. —Palin suspiró profundamente, con pesar. Los recuerdos eran dulces pero, al mismo tiempo, dolorosos—. Lo único que recuerdo de Dalamar es que me pareció mordaz y sarcástico, egocéntrico y arrogante. Sé que mi padre tenía de él mejor opinión. Decía que Dalamar era un hombre muy complicado cuya lealtad estaba más con la magia que con la Reina Oscura. Por lo poco que lo conocí, considero cierta tal afirmación.

—Era excitable —intervino Tas—. Se ponía muy nervioso cuando me veía que tocaba algo suyo. Siempre tenía los nervios de punta.

—Sí, era todo eso, pero también podía ser encantador, tierno, sensato... —Jenna sonrió y soltó un suspiro—. Lo amaba, Palin. Todavía lo amo, supongo. Nunca he encontrado un hombre que lo iguale. —Guardó silencio un momento y después se encogió de hombros—. Pero eso fue hace mucho tiempo.

—¿Qué pasó entre vosotros dos? —inquirió Palin.

—Después de su enfermedad se encerró en sí mismo, se volvió hosco y callado, taciturno y huraño. Jamás he sido una persona paciente —admitió—. No soportaba su autocompasión y se lo dije. Discutimos y me marché. Y ésa fue la última vez que lo vi.

—Entiendo cómo se sentía —comentó el mago—. Sé lo perdido que me sentí yo cuando comprendí que los dioses se habían ido. Dalamar había practicado el arte arcano mucho más tiempo que yo. Había sacrificado mucho por la magia. Debió de ser un golpe demoledor para él.

—Lo fue para todos nosotros —espetó, cortante, la mujer—, pero le hicimos frente. Tú seguiste adelante, como yo. Dalamar fue incapaz. Su agitación y su rabia llegaron a un punto que pensé que la frustración lo llevaría donde las heridas no habían podido. Sinceramente creí que moriría. No comía ni dormía, se pasaba horas encerrado en el laboratorio buscando desesperadamente lo que había perdido. Una vez, en una de las contadas ocasiones que habló conmigo, me dijo que tenía la clave para lograrlo, que le había llegado durante su enfermedad, que era la llave y que ya sólo le faltaba hallar la puerta. Creo —añadió en tono seco—, que la encontró.

—Así que no crees que se destruyera a sí mismo cuando demolió la torre —comentó Palin.

—¿Que la tone no existe ya? —Tas no salía de su asombro—. ¿La gran Torre de la Alta Hechicería de Palanthas? ¿Qué pasó?

—Ni siquiera tengo la convicción de que la hiciese saltar en pedazos —dijo Jenna, que continuó la conversación como si el kender no se encontrase presente—. Oh, sé lo que la gente comenta: que la destruyó por miedo a que el dragón Khellendros la tomara y utilizara su magia. Vi el montón de escombros que quedó. La gente encontró todo tipo de artefactos mágicos entre las ruinas. Compré muchos de ellos y los vendí más adelante, multiplicando por cinco el precio que había pagado.

»Pero sé algo que jamás le he contado a nadie: los artefactos mágicos verdaderamente valiosos jamás se hallaron. Ni rastro de ellos. Los pergaminos, los libros de hechizos que pertenecieron a Raistlin y a Fistandantilus y luego al propio Dalamar, también desaparecieron. La gente pensó que se habían destruido en la explosión. En tal caso —añadió con fina ironía—, la explosión fue muy selectiva, ya que sólo acabó con lo que era valioso e importante y dejó indemnes las bagatelas. —Dirigió una mirada calculadora a Palin—. Dime, amigo mío, ¿llevarías este artilugio a Dalamar si estuviese en tus manos hacerlo?

—Ahora que lo pienso, probablemente no —contestó el mago, que rebulló en su asiento con nerviosismo—. Si supiese que lo tengo, el artefacto no permanecería en mi posesión mucho tiempo.

—¿De verdad te propones utilizarlo?

—No lo sé. —Palin se mostró evasivo—. ¿A ti qué te parece? ¿Sería peligroso?

—Sí, mucho.

—Pero el kender lo usó...

—Si crees lo que cuenta, lo utilizó en su propio tiempo —argumentó la hechicera—. Y era en la época de los dioses. El artefacto se encuentra ahora en el tiempo actual. Sabes tan bien como yo que la magia de los objetos de la Cuarta Era es inestable por naturaleza. Algunos actúan de modo perfectamente predecible y otros de un modo aberrante.

—Así que no lo sabré hasta que lo intente —adujo Palin—. ¿Qué supones que podría suceder?

—¡Quién sabe! —Jenna alzó las manos y los anillos de los dedos centellearon—. Sólo el viaje podría matarte. Existe el riesgo de que te quedes estancado en el pasado, sin posibilidad de regresar. Tal vez, de manera accidental, hagas algo que cambie el pasado y, como resultado, borres el presente. Podrías hacer estallar esta casa y todo cuanto hay en un radio de treinta kilómetros. Yo no correría el riesgo. No basándome en lo que cuenta un kender.

—Y, sin embargo, me gustaría volver a un tiempo anterior a la Guerra de Caos. Sólo como espectador. Quizá viera el momento en que el destino se salió del curso que debería haber seguido. Así sabríamos cómo desviarlo de nuevo hacia la dirección correcta.

—Hablas del tiempo como si fuese un caballo que tira del carro —comentó con sorna Jenna—. Que tú sepas, este kender se ha inventado esa absurda historia de un futuro en el que los dioses jamás nos abandonaron. Después de todo, es un kender.

—Pero no es un kender corriente. Mi padre le creyó, y él sabía un poco sobre viajar en el tiempo.

—Tu padre también dijo que había que llevar al kender y al ingenio a Dalamar —le recordó la hechicera.

—Opino que debemos descubrir la verdad por nosotros mismos —argüyó Palin, ceñudo—. Creo que merece la pena correr el riesgo. Considéralo desde este punto de vista, Jenna: si existe otro futuro, un futuro mejor para nuestro mundo, un futuro en el que los dioses no se han marchado, ningún precio sería demasiado caro con tal de conseguirlo.

—¿Incluso tu vida?

—¡Mi vida! —El tono del mago sonó amargo—. ¿Qué valor tiene para mí ahora? Mi esposa está en lo cierto. La antigua magia ha desaparecido y la nueva está disipándose. ¡No soy nada sin magia!

—Yo no creo que la nueva magia se esté acabando —manifestó con seriedad la mujer—. Y tampoco creo a quienes afirman que la estamos «agotando». ¿Acaso agotamos el agua? ¿Agotamos el aire? La magia es parte del mundo. No podemos consumirla.

—Entonces ¿qué le ocurre? —demandó, impaciente, Palin—. ¿Por qué fallan nuestros conjuros? ¿Por qué hasta el hechizo más sencillo requiere tanta energía que te obliga a descansar una semana después de ejecutarlo?

—¿Recuerdas la prueba a la que nos sometían en la escuela de magia? —preguntó Jenna—. Aquella en la que colocaban un objeto sobre la mesa y te decían que lo movieses sin tocarlo. Lo hacías, y entonces lo ponían sobre la mesa otra vez, pero detrás de un muro de ladrillos, y te ordenaban que lo movieses. De repente resultaba mucho más difícil. Como no podías ver el objeto, te era más difícil enfocar la magia en él. Tengo la misma sensación cuando intento lanzar un conjuro, como si hubiese algo delante, un muro de ladrillos, si quieres llamarlo así. Goldmoon me dijo que sus sanadores experimentaban algo parecido...

—¡Goldmoon! —exclamó Tas con ansiedad—. ¿Dónde está? Si hay alguien que pueda arreglar las cosas, ésa es ella. —Se puso de pie, como si fuera a correr hacia la puerta en ese mismo momento—. Sabrá qué hay que hacer. ¿Dónde está?

—¿Goldmoon? ¿Quién la ha sacado a relucir? ¿Qué tiene que ver con todo esto? —Palin miró malhumorado al kender—. ¡Por favor, siéntate y quédate callado! ¡No interrumpas el curso de mis pensamientos!

—Me habría gustado realmente verla —dijo Tas en voz baja, entre dientes, para no molestar a Palin.

—Tu esposa tiene razón —manifestó Jenna—. Vas a usar el ingenio, ¿verdad, Palin?

—Sí, así es —contestó mientras cerraba las manos sobre el objeto.

—¿Diga lo que diga?

—Diga lo que diga cualquiera. —La miró a los ojos; parecía azorado—. Gracias por tu ayuda. Sin duda, mi hermana te proporcionará un cuarto en la posada. Le mandaré aviso.

—¿De verdad crees que voy a marcharme y perderme todo esto? —preguntó Jenna, divertida.

—Es peligroso. Dijiste que...

—En los tiempos que vivimos, hasta cruzar la calle lo es. —Jenna se encogió de hombros—. Además, necesitarás un testigo. O, al menos —añadió como sin darle importancia—, hará falta alguien que identifique tu cadáver.

—Muchísimas gracias —contestó el mago, que se las arregló para esbozar una sonrisa, la primera que Tas veía en su rostro. Después respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Sus manos, que asían el artefacto, temblaron—. ¿Cuándo lo intentamos?

—Qué mejor momento que el presente —dijo Jenna sonriendo.

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