2 Silvanoshei

La extraña y anormal tormenta asedió a todo Ansalon. La tronada recorrió las tierras cual gigantescos guerreros que hiciesen retumbar el suelo con sus pisadas mientras arrojaban proyectiles de fuego. Árboles vetustos —inmensos robles que habían soportado en pie los dos Cataclismos— estallaron en llamas y fueron reducidos a cenizas en cuestión de segundos. Detrás de los tempestuosos guerreros llegaron torbellinos que destrozaron las casas lanzando al aire tablones, ladrillos, piedras y mortero con virulencia. Aguaceros torrenciales ocasionaron el desbordamiento de ríos, y las aguas arrastraron los verdes brotes de cereales que luchaban para salir de la oscuridad a la grata caricia del sol de principios de verano.

En Sanction, sitiados y sitiadores por igual dejaron de lado la pugna en curso para buscar refugio de la terrible tormenta. Barcos en alta mar intentaron capear el temporal, pero sólo consiguieron irse a pique y nunca más se supo nada de ellos, en tanto que otros llegaron más tarde a puerto singlando a trancas y barrancas, con los aparejos en pésimas condiciones y relatos de marineros sobre compañeros arrastrados por la borda y bombas trabajando día y noche para achicar agua.

En Palanthas aparecieron innumerables grietas en el techo de la Gran Biblioteca; el agua entró a cántaros en las salas, y Bertrem y los demás Estetas pelearon a brazo partido para contener la inundación y trasladar los valiosos volúmenes a un lugar seguro. En Tarsis, la precipitación fue tan torrencial que el mar que había desaparecido durante el primer Cataclismo regresó para estupefacción y maravilla de todos los habitantes. Las aguas se retiraron al cabo de unos días, dejando detrás peces que boqueaban hasta morir y un hedor infame.

La tormenta castigó la isla de Schallsea con una fuerza particularmente devastadora. El ventarrón arrancó todas las ventanas de El Hogar Acogedor. Los barcos anclados en la bahía se estrellaron contra los acantilados o contra los muelles. Una marea alta arrastró muchos edificios construidos cerca de la orilla. El número de víctimas fue altísimo y aún mayor el de las personas que se quedaron sin hogar. Multitud de refugiados acudieron en masa a la Ciudadela de la Luz para suplicar a los místicos que los socorrieran.

La Ciudadela fue un faro de esperanza en la noche más negra de Krynn. En un intento de llenar el vacío dejado por la ausencia de los dioses, Goldmoon había descubierto el poder místico del corazón, que había traído de nuevo la sanación al mundo. Ella era la prueba viviente de que, a pesar de que Paladine y Mishakal se habían marchado, sus poderes benéficos alentaban todavía en los corazones de aquellos que los habían amado.

No obstante, Goldmoon había envejecido. El recuerdo de los dioses se iba borrando y, al parecer, también estaba mermando el poder del corazón. Uno tras otro, los místicos sentían que su don menguaba coma una marea que bajaba pero que no subía nunca. Aun así, los místicos de la Ciudadela abrieron de buena gana las puertas y sus corazones a las víctimas de la tormenta y les proporcionaron cobijo y socorro, trabajando para curar a los heridos lo mejor que podían.

Caballeros de Solamnia, que habían establecido una fortaleza en Schallsea, salieron en sus corceles para batallar contra la tormenta, uno de los enemigos más temibles a los que aquellos valerosos caballeros habían hecho frente jamás. Con riesgo para sus propias vidas, arrancaron de las garras de las turbulentas aguas a personas y sacaron a otras de debajo de edificios derrumbados, trabajando bajo el azote del viento, de la lluvia y de la negrura desgarrada por relámpagos para salvar a aquellos a los que se habían comprometido proteger por el Código y la Medida.

La Ciudadela de la Luz aguantó la furia de la turbonada a pesar de que el feroz vendaval y la lluvia punzante azotaron sus edificios. Como en un último intento de descargar su furia, la tormenta lanzó granizos del tamaño de la cabeza de un hombre sobre las paredes de cristal de la Ciudadela. Allí donde el pedrisco golpeaba, aparecieron diminutas grietas en la cristalina superficie y la lluvia se filtró por ellas y resbaló por las paredes como lágrimas.

El ruido provocado por un impacto particularmente fuerte llegó de la zona donde se encontraban los aposentos de Goldmoon, fundadora y señora de la Ciudadela. Los místicos oyeron el ruido de cristal roto y corrieron llenos de pavor para comprobar si la anciana estaba a salvo. Cuál no sería su sorpresa cuando hallaron cerrada la puerta de sus habitaciones. Llamaron con los nudillos y pidieron que los dejase entrar.

Una voz grave que daba espanto oír, una voz que era la de la amada Goldmoon y sin embargo no lo era, les ordenó que la dejasen en paz y que se ocupasen de sus tareas, que había otros que necesitaban de su ayuda, pero no ella. Desconcertados, inquietos, la mayoría hizo lo que se le ordenaba. Los que permanecieron un poco más, informaron después de que oyeron un llanto desconsolado, desesperado.

—También ella ha perdido su poder —dijeron los que se encontraban al otro lado de la puerta. Creyendo que lo entendían, la dejaron sola.

Cuando finalmente llegó la mañana y el sol salió irradiando una refulgente luz roja en el cielo, la gente quedó horrorizada al comprobar la destrucción ocasionada durante la espantosa noche. Los místicos regresaron a los aposentos de Goldmoon para pedirle consejo, pero no obtuvieron respuesta, y la puerta siguió cerrada a cal y canto.

La tormenta también pasó por Qualinesti, uno de los reinos elfos separado del de sus parientes por una distancia que podía medirse no sólo en cientos de kilómetros sino también en viejos odios y recelos. En Qualinesti, el vendaval arrancó de cuajo árboles gigantescos y los zarandeó como si fuesen los finos palillos utilizados en el Quin Thalasi, un popular juego elfo. La tormenta sacudió la legendaria Torre del Sol en sus cimientos e hizo añicos los cristales de las ventanas y los espejos encastrados en las paredes para captar los rayos del astro, que cayeron sobre el suelo.

Las crecidas aguas inundaron las salas inferiores de la recién construida fortaleza de los caballeros negros en Nuevo Puerto, obligándolos a hacer lo que ningún ejército enemigo había conseguido: abandonar sus puestos.

La tormenta despertó incluso a los grandes dragones que dormitaban, atiborrados hasta el hartazgo, en sus cubiles rebosantes de riquezas obtenidas con los tributos. El temporal sacudió el Pico de Malys, guarida de Malystrix, la colosal hembra de Dragón Rojo que se tenía por la reina de Ansalon y que pronto se convertiría en la diosa del continente si se salía con la suya. La lluvia formó ríos caudalosos que invadieron el hogar volcánico de Malys, el agua se derramó en los estanques de lava y creó inmensas nubes de vapor tóxico que llenaron corredores y salas. Mojada, medio ciega y asfixiada, Malys rugió de indignación y voló de cámara en cámara en busca de una que estuviese lo bastante seca para volver a dormirse. Por último se vio obligada a descender a los niveles más bajos de su hogar de la montaña. Malys era un dragón muy viejo con una sabiduría malévola; percibió algo poco natural en aquella tormenta y ello la intranquilizó. Rezongando para sí, entró en la Cámara del Tótem; allí, sobre un afloramiento de roca negra, Malys había apilado los cráneos de los dragones menores que había devorado cuando llegó al mundo. Calaveras de Plateados, Dorados, Rojos y Azules se amontonaban unas sobre otras en un monumento a su grandeza. La imagen de los cráneos reconfortó a la gran Roja, ya que cada uno de ellos traía el recuerdo de una batalla ganada, un enemigo derrotado y devorado. La lluvia no podía llegar a tanta profundidad en su hogar montañoso; allí no oía el aullido del viento, y los destellos de los relámpagos no molestarían su sueño.

Malys contempló las calaveras con placer y quizá se quedó dormida un instante, porque de repente le pareció que los ojos de los cráneos estaban vivos y la observaban. Resopló y alzó la cabeza para mirar los despojos fijamente. El estanque de lava en el corazón de la montaña arrojaba un fulgor cárdeno sobre las calaveras, creando sombras que parpadeaban en las vacías cuencas de los ojos. Tras reprenderse por su excesiva imaginación, se enroscó cómodamente en torno al tótem y se quedó dormida.

Otro de los grandes dragones, una Verde conocida por el nombre de Beryllinthranox, tampoco pudo dormir durante la tormenta. El cubil de Beryl estaba formado por árboles vivos —jabíes y secuoyas— e inmensas enredaderas. Éstas y las ramas de los árboles formaban un entramado tan denso que ni una sola gota de agua había logrado jamás abrirse paso entre la maraña. Sin embargo, la lluvia que se desprendió de los tumultuosos nubarrones negros de esa tormenta sí la penetró, y una vez que la primera gota consiguió colarse, abrió el camino a miles más. Beryl despertó sorprendida al sentir agua goteando sobre su hocico. Una de las grandes secuoyas que formaba el pilar de su cubil fue alcanzada por un rayo. El árbol estalló en llamas, que se extendieron rápidamente alimentándose de la lluvia como si fuese aceite.

El rugido de alarma de la gran Verde atrajo a sus siervos, que acudieron a toda prisa para apagar el fuego. Dragones Rojos y Azules que habían preferido unirse a Beryl en lugar de ser devorados por ella hicieron frente a las llamas para arrancar los árboles incendiados y arrojarlos al mar. Los draconianos tiraron de las enredaderas prendidas, sofocando el fuego con tierra y barro. Rehenes y prisioneros fueron puestos a trabajar en la extinción del incendio. Muchos murieron en el proceso, pero finalmente el cubil de Beryl se salvó. La Verde tuvo un humor de mil demonios durante días después de llegar a la conclusión de que la tormenta había sido un ataque mágico llevado a cabo por Malys. Beryl tenía la intención de ocupar el puesto de dirigente de la Roja. Se valió de su magia —un poder que últimamente se estaba debilitando y por lo que también culpaba a Malys— para reconstruir los desperfectos ocasionados por el incendio mientras rumiaba los agravios sufridos y maquinaba la venganza.

Khellendros, el Azul (había reemplazado el nombre de Skie por ese otro apelativo, mucho más magnífico, que significaba Tormenta sobre Krynn), era uno de los contados dragones nativos de Krynn que había salido indemne de la Purga de Dragones. En la actualidad regía Solamnia y las tierras limítrofes; ejercía control sobre Schallsea y la Ciudadela de la Luz, la cual había permitido que siguiera en pie porque —según él— encontraba divertido observar cómo los patéticos humanos bregaban inútilmente contra la creciente oscuridad. La verdadera razón de que permitiese que la Ciudadela prosperara sin impedimentos era su guardián, un Dragón Plateado llamado Espejo. Éste y Skie, antagonistas de toda la vida por sus orígenes, ahora, a causa de su odio compartido por los nuevos dragones venidos de lejos que habían matado a tantos de sus congéneres, no se habían convertido en amigos, pero tampoco eran exactamente enemigos.

A Khellendros la tormenta lo perturbó más que a cualquiera de los grandes dragones, aunque —cosa extraña— apenas causó daños a su cubil. El Azul no dejó de pasear impacientemente de arriba abajo por su enorme cueva, situada a gran altura en las montañas Vingaard, observando cómo los guerreros relampagueantes descargaban su furia sobre las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote, y creyó oír una voz en el viento que entonaba un canto de muerte. Khellendros no durmió, sino que permaneció en vigilia hasta que la tormenta terminó.

La tronada llegó con toda su fuerza demoledora al antiguo reino de Silvanesti. Los elfos habían levantado un escudo mágico sobre sus tierras, con el cual habían logrado hasta el momento impedir que los dragones merodeadores invadiesen el reino, así como cerrar el paso a todas las demás razas. Los elfos habían alcanzado por fin su meta histórica de quedarse aislados de los problemas del resto del mundo. Sin embargo, el escudo no consiguió dejar fuera al trueno y a la lluvia, al viento y al rayo.

Ardieron árboles, la fuerza del vendaval destrozó casas, el río Thon-Thalas se desbordó, obligando a quienes vivían cerca de sus orillas a huir precipitadamente en busca de terrenos más altos. El agua entró en el parque de palacio, los Jardines de Astarin, donde crecía el árbol mágico que era, en creencia de muchos, responsable de mantener operativo el escudo y, por consiguiente, la seguridad del reino. De hecho, cuando la tormenta hubo terminado se descubrió que la tierra en torno al árbol estaba completamente seca. Todo lo demás en los jardines fue arrastrado o anegado. Los jardineros y moldeadores de árboles elfos —que profesaban el mismo amor por sus plantas y flores, árboles ornamentales, hierbas y macizos de rosas que por sus propios hijos— se quedaron desolados al ver tal destrucción.

Repoblaron los Jardines de Astarin después de la tormenta, para lo cual llevaron plantas de sus propios jardines a fin de rehacer el otrora maravilloso parque. Por primera vez desde que se levantó el escudo, las plantas no habían agarrado y ahora se pudrían en la tierra enlodada que, aparentemente, nunca sería capaz de absorber suficiente luz del sol para secarse.

La extraña y terrible tormenta abandonó por fin el continente, alejándose victoriosa del campo de batalla y dejando tras de sí devastación y destrucción. A la mañana siguiente, las gentes de Ansalon acudieron, aturdidas, a ver los destrozos causados, a consolar a los damnificados, a enterrar a los muertos y a hacer cabalas del ominoso portento de aquella espantosa noche.


Sin embargo, hubo alguien que disfrutó aquella noche. Su nombre era Silvanoshei, un joven elfo, que se regocijó con la tormenta. El estampido de los guerreros relampagueantes, los rayos que caían como chispas al entrechocar espadas de truenos, encendían su sangre y hacían que su pulso latiese como el sonido de unos tambores de guerra. Silvanoshei no buscó refugiarse de la tormenta, sino que salió a ella. Permaneció en un claro del bosque con el rostro alzado hacia el tumultuoso fragor, empapándose bajo la lluvia, calmando el ardor de ansias y deseos vagamente percibidos. Contempló el deslumbrante despliegue del relámpago, se maravilló ante el estruendo del trueno que hacía temblar el suelo, rió con las ráfagas de viento que doblaban grandes árboles haciéndoles inclinar sus soberbias cabezas.

El padre de Silvanoshei era Porthios, en otros tiempos orgulloso cabecilla de los qualinestis y ahora desterrado por los que fueran sus súbditos y designado con el término «elfo oscuro», alguien condenado a vivir fuera de la luz de la sociedad elfa. La madre del joven elfo era Alhana Starbreeze, líder exiliada de la nación silvanesti, que también la había desterrado pocos años después de su matrimonio con Porthios. Con su matrimonio habían intentado unir por fin a los dos reinos elfos, construir una única nación élfica que probablemente habría sido lo bastante poderosa para combatir a los malditos dragones y conservar su libertad.

Sin embargo, su matrimonio sólo había ahondado más el odio y la desconfianza. Beryl gobernaba ahora Qualinesti, que era una tierra ocupada y sometida al yugo de los Caballeros de Neraka. Silvanesti se había convertido en un reino aislado, con sus habitantes agazapados bajo su escudo como niños escondidos debajo de la manta, esperando que los protegiera de los monstruos que merodean en la oscuridad.

Silvanoshei era el único hijo de Porthios y Alhana.

—Silvan nació el año de la Guerra de Caos —solía decir Alhana—. Su padre y yo éramos fugitivos, un blanco para cualquier asesino elfo que quisiera congraciarse con los dirigentes qualinestis o silvanestis. Nació el día que enterraron a dos de los hijos de Caramon Majere. Caos fue la niñera de Silvan, y la muerte, su partera.

Silvan había crecido en un campamento armado. El matrimonio de Alhana con Porthios había sido una unión política que, con el tiempo, se había convertido en una relación de amor, amistad y respeto mutuo. Juntos, ella y su esposo habían sostenido una batalla incesante e ingrata, primero contra los caballeros negros, que en la actualidad eran los grandes señores de Qualinesti, y después contra la terrible dominación de Beryl, el dragón que había reclamado para sí aquellas tierras a cambio de respetar la vida de sus habitantes.

Cuando Alhana y Porthios supieron la noticia de que los silvanestis se las habían ingeniado para levantar un escudo mágico sobre su reino, un escudo que los protegería de los desmanes de los dragones, ambos vieron aquello como una posible salvación para su pueblo. Alhana había viajado hacia el sur con sus fuerzas, dejando a Porthios combatiendo en Qualinesti.

Envió un emisario a los silvanestis, pidiéndoles permiso para atravesar el escudo. Al emisario ni siquiera se le permitió entrar. La princesa elfa atacó el escudo con armas y magia, probando con todo cuanto había a su alcance para romperlo, pero sin éxito. Cuanto más estudiaba el escudo más le horrorizaba que su gente fuera capaz de vivir bajo él.

Todo aquello que lo tocase, perecía. En los bosques próximos al perímetro del escudo había montones de árboles muertos y moribundos. Las praderas próximas a él estaban grises y yermas. Las flores se marchitaban, morían y se descomponían en un fino polvillo gris que cubría a los muertos como un sudario. En una carta, Alhana le decía a su esposo:

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«El escudo mágico es responsable de esto. No protege las tierras. ¡Las está matando!».

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Porthios manifestaba en su respuesta:

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«A los silvanestis no les importa. Están sumidos en el miedo: miedo a los ogros, a los humanos, a los dragones, a terrores a los que ni siquiera pueden poner nombre. El escudo es sólo una manifestación externa de su temor. No es de extrañar que todo cuanto entra en contacto con él se marchite y muera».

]]

Aquéllas habían sido las últimas noticias que había tenido de él. Alhana había mantenido contacto con su esposo durante años a través de los mensajes que traían y llevaban los rápidos e incansables corredores elfos. Supo de los esfuerzos crecientemente inútiles de Porthios para derrotar a Beryl. Y llegó un momento en que el correo de su marido no regresó. La princesa había enviado a otro mensajero, que también desapareció. Desde entonces habían pasado meses y seguía sin tener noticias de Porthios. Por último, ante la imposibilidad de que menguaran más sus ya reducidas tropas, Alhana dejó de enviar corredores.

La tormenta había sorprendido a la princesa y a su ejército en los bosques cercanos a la frontera de Silvanesti, tras otro vano intento de penetrar el escudo. Alhana se refugió de la tronada en un antiquísimo túmulo funerario que se alzaba en las cercanías. Había descubierto la cripta hacía tiempo, cuando inició su lucha por arrebatar el control de su país de las manos de aquellos que parecían dispuestos a conducir a su pueblo al desastre.

En otras circunstancias, los elfos no habrían perturbado el descanso de los muertos, pero eran perseguidos por ogros, sus enemigos ancestrales, y buscaban desesperadamente una posición defendible. Con todo, Alhana entró en la cripta ofreciendo plegarias propiciatorias y suplicando a los espíritus de los muertos su comprensión.

Los elfos encontraron la cripta vacía; no había cadáveres momificados ni huesos ni señales de que se hubiese enterrado a nadie allí jamás. Los elfos que acompañaban a Alhana interpretaron aquello como una señal de que su causa era justa. La princesa no se lo discutió, aunque le pareció una amarga ironía que ella, la verdadera y legítima reina de los silvanestis, se viera obligada a refugiarse en un agujero en el suelo que incluso los muertos habían abandonado.

La cripta era actualmente el cuartel general de Alhana. Su guardia personal se había instalado dentro, con ella, mientras el resto del ejército acampaba en el bosque aledaño. Un perímetro de corredores se mantenía alerta ante la posible aparición de los ogros, de los que se sabía que merodeaban por la zona arrasando y saqueando. Los centinelas, escasamente armados y sin corazas, no entrarían en liza contra ellos si los localizaban, sino que regresarían corriendo a las líneas de piquete para alertar al ejército de la presencia del enemigo.

Los elfos de la Casa de Arboricultura Estética habían trabajado largo y tendido para levantar mágicamente una barricada de matorrales espinosos en torno al túmulo funerario. Dichos espinos poseían terribles púas que podían traspasar incluso el duro pellejo de un ogro. Dentro de la barricada, los soldados del ejército elfo se refugiaron como buenamente pudieron cuando llegó la torrencial tormenta. Las tiendas se vinieron abajo casi de inmediato, obligando a los elfos a resguardarse junto a peñascos o dentro de zanjas, evitando siempre los árboles altos, que eran el blanco de los mortíferos rayos.

Calados hasta los huesos, helados y sobrecogidos ante la furia desatada de los elementos, ante una tormenta como jamás habían conocido a pesar de la longevidad de su raza, los soldados vieron a Silvanoshei retozando como un lunático bajo el turbión y sacudieron las cabezas.

Era el hijo de su amada reina; no pronunciarían una sola palabra en contra de él y lo defenderían con sus vidas, pues era la esperanza de la nación élfica. Se había ganado el afecto de los soldados, aunque no lo admiraran ni lo respetaran. Silvanoshei era apuesto y agradable, encantador por naturaleza, el amigo del alma por excelencia, con una voz tan dulce y melodiosa que convencía a las aves canoras de que abandonasen los árboles para volar hasta su mano.

En eso Silvanoshei no se parecía a sus progenitores. No poseía la personalidad seria, adusta y resuelta de su padre, y algunos podrían haber insinuado que no era su hijo si su parecido con Porthios no hubiera sido tan extraordinario que no dejaba lugar a dudas sobre su parentesco. Silvanoshei, o Silvan como a su madre le gustaba llamarlo, tampoco había heredado el aire regio de Alhana Starbreeze. Tenía algo de su orgullo, pero muy poco de su compasión. Le preocupaba su pueblo, pero carecía del amor y la lealtad imperecederos que ella profesaba a sus súbditos. Consideraba la lucha de su madre por penetrar el escudo una pérdida de tiempo inútil, y no podía entender que desperdiciara tanta energía para regresar junto a unas gentes que obviamente no la querían.

Alhana adoraba a su hijo, y más ahora que su padre había desaparecido. Los sentimientos de Silvanoshei hacia su madre eran más complejos, si bien tenía una concepción imperfecta de ellos. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que la amaba e idolatraba, y habría sido sincero. Empero, ese amor era como aceite flotando sobre aguas turbulentas. A veces Silvanoshei sentía ira contra sus padres, una rabia que lo asustaba por su intensidad. Le habían robado su infancia, lo habían privado de las comodidades y la posición entre su pueblo que le correspondían por derecho.

El túmulo funerario permaneció relativamente seco durante el torrencial aguacero. Alhana se quedó en la entrada, contemplando la tormenta, con la atención dividida entre la preocupación por su hijo —el cual se hallaba plantado bajo la lluvia, expuesto a los mortíferos rayos y al violento vendaval—, y la amarga idea de que las gotas de lluvia penetraban el escudo que rodeaba Silvanesti y que ella, con todo el poder de su ejército, no lo conseguía.

Un rayo que cayó bastante cerca la dejó medio cegada, y el trueno sacudió la cripta. Temerosa por su hijo, se aventuró a salir y a alejarse a una corta distancia de la entrada del montículo mientras se esforzaba por ver a través de la cortina de agua. Otro relámpago, que se extendió por el cielo con un resplandor purpúreo, le permitió ver a su hijo, que miraba hacia lo alto, rugiendo en respuesta al trueno con desafiante regocijo.

—¡Silvan! —gritó—. ¡Es peligroso estar aquí fuera! ¡Entra conmigo!

Ni siquiera la oyó. El trueno ahogó sus palabras y el viento se las llevó lejos. Sin embargo, tal vez percibiendo su preocupación, el joven volvió la cabeza hacia ella.

—¿Verdad que es magnífico, madre? —gritó, y el viento, que había arrastrado las palabras de su madre, le trajo las suyas con perfecta claridad.

—¿Queréis que vaya allí y lo traiga a la fuerza, mi señora? —preguntó una voz junto a su hombro.

—¡Samar! —se sobresaltó Alhana, que se volvió a medias—. ¡Me has asustado!

—Lo lamento, majestad —se disculpó el elfo al tiempo que hacía una reverencia—. No era mi intención.

No lo había oído acercarse, pero eso no debería sorprenderla. Aun en el caso de que los truenos no retumbaran, tampoco lo habría oído si él no hubiese querido. Perteneciente a la Protectoría, Porthios le había asignado al servicio de su esposa, y había cumplido fielmente su tarea durante las décadas de guerra y exilio.

Samar era actualmente su segundo al mando, el cabecilla de su ejército. Alhana sabía que la amaba aunque jamás hubiese pronunciado una sola palabra al respecto porque el oficial era leal a su esposo y lo respetaba como amigo y dirigente por igual. Por su parte, Samar era consciente de que ella no le correspondía, que era fiel a su marido a pesar de que no tenía noticias suyas desde hacía meses. El amor de Samar era un regalo que éste le daba cada día sin esperar nada a cambio. Caminaba a su lado, con su amor como una antorcha para guiar sus pasos por la oscura senda que recorría.

El oficial no sentía aprecio por Silvanoshei, a quien tenía por un dandi malcriado. Para Samar la vida era una batalla que había que luchar y ganar a diario. La frivolidad y la risa, las bromas y las chanzas habrían sido aceptables en un príncipe elfo cuyo reino estuviese en paz, en un príncipe elfo que, como los de épocas más felices, no tuviese nada que hacer en todo el día salvo aprender a tocar el laúd y contemplar la perfección de un capullo de rosa. La efervescencia propia de la juventud estaba fuera de lugar en un mundo donde los elfos luchaban para sobrevivir. No se sabía el paradero de su padre, que quizás hubiese muerto, y su madre se consumía la vida luchando contra el destino, saliendo de cada combate con el cuerpo y el espíritu maltrechos. Samar consideraba la risa y el entusiasmo de Silvan una afrenta a ambos, un insulto hacia sí mismo.

Lo único bueno que veía en el joven era su capacidad de hacer florecer una sonrisa en los labios de su madre cuando ninguna otra cosa le levantaba el ánimo. Alhana posó una mano sobre el brazo del elfo.

—Dile que estoy desasosegada. Ya sabes, los absurdos temores de una madre. O no tan absurdos —añadió para sí, puesto que Samar se había alejado ya—. Hay algo funesto en esta tormenta.

Samar se caló de inmediato hasta los huesos cuando salió al aguacero, igual que si se hubiese metido debajo de una catarata. El fuerte viento lo zarandeaba, y agachó la cabeza contra el cegador torrente mientras maldecía la irresponsable necedad del muchacho y avanzaba a trancas y barrancas.

Silvan tenía echada la cabeza hacia atrás, cerrados los ojos, los labios entreabiertos y los brazos en cruz; su torso estaba al aire, puesto que la camisa se había empapado de tal manera que se había deslizado hombros abajo y la lluvia caía a cántaros sobre su cuerpo medio desnudo.

—¡Silvan! —gritó Samar junto al oído del muchacho. Asió su brazo sin contemplaciones y lo sacudió—. ¡Te estás poniendo en ridículo! —dijo en tono bajo y furioso, tras lo cual volvió a sacudir al chico—. ¡Tu madre tiene ya bastantes preocupaciones para que le des más! ¡Ve junto a ella y entra, como es tu deber!

Silvan entreabrió los ojos apenas una rendija. Tenía los iris de color violeta, como los de su madre, aunque tirando a purpúreo. Ahora brillaban por el éxtasis, y sus labios esbozaron una sonrisa.

—¡La turbonada, Samar! Jamás había visto nada igual! No sólo la veo, sino que la siento. Roza mi cuerpo y eriza el vello de mis brazos. Me envuelve en sábanas de fuego que me lamen la piel y me inflaman. El trueno me sacude hasta lo más hondo de mi ser, el suelo tiembla bajo mis pies. Mi sangre arde, y la lluvia, las punzantes gotas, refrescan esa sensación febril. No estoy en peligro, Samar. —La sonrisa del muchacho se ensanchó bajo el aguacero que corría a chorros por su cara y su cabello otorgándoles un extraño lustre—. No corro más riesgo que si me encontrase en brazos de una amante...

—Ese lenguaje es indecoroso, príncipe Silvan —lo reprendió Samar con severidad—. Deberías...

El frenético toque de unos cuernos lo interrumpió e hizo añicos el éxtasis de Silvan; aquél era uno de los primeros sonidos que recordaba haber oído de niño: un sonido de advertencia, de peligro.

El muchacho abrió completamente los ojos; fue incapaz de localizar de qué dirección llegaba, pues parecía proceder de todas a la vez. Alhana se encontraba en la entrada del túmulo rodeada por su guardia personal, escudriñando a través de la tormenta.

Apareció un corredor apartando ruidosamente la maleza; no era momento de moverse con sigilo. No hacía falta.

—¿Qué ocurre? —gritó Silvan.

El soldado hizo caso omiso de él y corrió hacia su comandante.

—¡Ogros, señor! —informó.

—¿Dónde? —inquirió Samar.

—¡Por todas partes, señor! —El elfo inhaló profundamente—. Nos tienen rodeados. No los oímos llegar, aprovecharon la tormenta para encubrir su avance. Los piquetes se han retirado tras la barricada, pero ésta... —El soldado, falto de aliento, no terminó la frase y señaló hacia el norte.

Un extraño fulgor otorgaba a la noche un tono púrpura, el mismo que el del rayo, pero no se descargaba y después desaparecía, sino que crecía en intensidad.

—¿Qué es eso? —preguntó a voces Silvan para hacerse oír por encima de los truenos—. ¿Qué significa?

—La barricada creada por los moldeadores de árboles está ardiendo —respondió, sombrío, Samar—. Seguramente la lluvia apagará las llamas...

—No, señor —dijo entre jadeos el corredor—. Fue alcanzada por los rayos, y no sólo en un punto, sino en muchos.

Volvió a señalar, esta vez hacia el este y el oeste. Ahora se veían incendios en todas direcciones, excepto hacia el sur.

—Los rayos los iniciaron y la lluvia no sólo no los apaga, sino que parece alimentarlos como si en lugar de agua fuese aceite lo que cae a cántaros del cielo.

—Diles a los moldeadores que utilicen su magia para apagar el fuego.

—Señor, están exhaustos. —La expresión del corredor era de impotencia—. El hechizo que utilizaron para crear la barricada consumió toda su fuerza.

—¿Cómo es posible? —demandó enfurecido Samar—. No es más que un simple conjuro... ¡Bien, olvídalo!

Sabía la respuesta, aunque se hubiese negado a admitirla. En los últimos dos años los magos elfos habían notado que su poder para realizar conjuros iba disminuyendo. Era una pérdida gradual, que apenas se dejó sentir al principio y que se atribuyó a enfermedades o cansancio, pero finalmente los magos se habían visto obligados a admitir que su poder mágico se les escapaba como finos granos de arena entre los dedos. Podían retener algunos, pero no todos. Y no eran sólo los elfos. Tenían información de que ocurría lo mismo entre los humanos, pero de poco consuelo les servía saber tal cosa.

Valiéndose de la tormenta para ocultar sus movimientos, los ogros se habían deslizado sigilosos entre los corredores y arrollaron a los centinelas. La barricada de espinos ardía violentamente en varios puntos al pie de la colina. Al otro lado de las llamas se alzaba la línea de árboles, donde los oficiales hacían formar a los arqueros en filas, detrás de la barricada. Las puntas de las flechas relucían como ascuas.

El fuego mantendría a raya a los ogros durante un tiempo, pero, cuando se apagara, los monstruos se lanzarían en tropel. Con la oscuridad, la hiriente lluvia y el aullido del viento, los arqueros tenían muy pocas posibilidades de dar en el blanco antes de que los rebasaran, y cuando tal cosa ocurriese, la carnicería sería espantosa. Los ogros odiaban a todas las otras razas de Krynn, pero su aborrecimiento por los elfos tenía su origen en el principio de los tiempos, cuando los ogros eran hermosos y gozaban del favor de los dioses. Tras su caída, los elfos pasaron a ser los favorecidos, los mimados, y los ogros jamás los habían perdonado por ello.

—¡A mí, oficiales! —llamó Samar—. Jefe de campo, sitúa en línea a los arqueros, detrás de los lanceros y la barricada, y diles que no disparen hasta que reciban la orden!

Regresó corriendo al túmulo, seguido por Silvan; la sensación exultante experimentada por el joven había sido reemplazada por la tensa y feroz excitación del ataque inminente. Alhana dirigió a su hijo una mirada preocupada, pero al ver que se encontraba ileso puso toda su atención en Samar mientras otros oficiales elfos entraban en tropel.

—¿Ogros? —preguntó la elfa.

—Sí, majestad. Han aprovechado la tormenta como cobertura. Los corredores opinan que nos tienen rodeados, pero no lo sé con seguridad. Creo que la vía hacia el sur sigue abierta.

—¿Y qué sugieres?

—Que regresemos a la fortaleza de la Legión de Acero, majestad. Una retirada combatiendo. He pensado que...

Silvan dejó de prestar atención. Planes y maquinaciones, estrategias y tácticas. Estaba harto de todo eso, hastiado hasta de oír hablar de ello. Aprovechó la oportunidad para escabullirse e ir al fondo de la cripta, donde estaba su petate. Metió la mano debajo de la manta y asió la empuñadura de una espada, la que había comprado en Solace. Le encantaba esa arma, su flamante brillo. La talla del ornamentado puño simulaba el pico de un grifo, el cual no resultaba fácil de asir —se le clavaba en la palma—, pero daba un aspecto espléndido a la espada.

Silvanoshei no era soldado; jamás se había entrenado como tal, pero la culpa no recaía en el joven elfo. Alhana lo había prohibido.

—A diferencia de las mías, estas manos —decía mientras tomaba las de su hijo y las apretaba con fuerza—, no se mancharán con la sangre de sus congéneres. Estas manos curarán las heridas que su padre y yo, en contra de nuestra voluntad, nos hemos visto obligados a infligir. Las manos de mi hijo jamás derramarán sangre elfa.

Pero ahora no se hablaba de derramar sangre elfa, sino de ogro. Esta vez su madre no lo mantendría al margen de la batalla. Al haber crecido en un campamento de soldados sin ser instruido para la lucha y sin portar nunca un arma, Silvan imaginaba que los demás lo miraban con menosprecio, que en el fondo lo consideraban un cobarde. El joven había comprado la espada en secreto, había tomado unas lecciones —hasta que se aburrió de ellas— y llevaba un tiempo ansiando que se presentase la oportunidad de demostrar su destreza.

Complacido de que la ocasión hubiese llegado, Silvan se abrochó el cinturón del arma a su esbelta cintura y regresó junto a los oficiales con la espada repicando contra su muslo.

Los corredores elfos seguían llegando con noticias. El fuego antinatural consumía la barricada a un ritmo alarmante; unos cuantos ogros habían intentado atravesarlo, pero, iluminados por las llamas, resultaron ser unos blancos perfectos para los arqueros. Por desgracia, cualquier flecha que en su trayectoria se acercaba al fuego se consumía antes de llegar a destino.

Una vez establecida la estrategia para la retirada —de la que Silvan apenas entendió algo sobre retroceder hacia el sur, donde se reunirían con una fuerza de la Legión de Acero—, los oficiales volvieron a sus puestos de mando. Samar y Alhana continuaron juntos, hablando en voz baja y timbre apremiante.

Silvan desenvainó la espada con mucho ruido, la blandió en el aire y estuvo a punto de cercenar el brazo a Samar.

—¿Qué demonios...? —El oficial elfo contempló iracundo el desgarro ensangrentado en la manga de su camisa y luego dirigió una mirada furiosa al joven—. ¡Trae eso! —Alargó la mano sin darle tiempo a reaccionar y le arrebató el arma.

—¡Silvanoshei! —Alhana estaba enfadada, más de lo que su hijo la había visto jamás—. ¡No es momento para tonterías! —Le dio la espalda mostrando así su disgusto con él.

—No es ninguna tontería, madre —replicó Silvan—. ¡No te vuelvas! Esta vez no te esconderás tras un muro de silencio. ¡Oirás lo que tengo que decirte!

Lentamente Alhana se dio media vuelta y lo miró fijamente; sus ojos parecían inmensos en su pálida tez.

Los otros elfos, estupefactos y turbados, no sabían dónde mirar. Nadie desafiaba a la reina ni la contradecía, ni siquiera su voluntarioso y testarudo hijo. El propio Silvan estaba asombrado de su arranque.

—Soy príncipe de Silvanesti y de Qualinesti —prosiguió—. Es mi privilegio y mi deber sumarme a la defensa de mi pueblo. ¡No tienes derecho a impedírmelo!

—Te equivocas, hijo mío. Me asiste todo el derecho —replicó Alhana, que lo agarró por la muñeca con tanta fuerza que le clavó las uñas—. Eres el heredero. El único heredero, todo cuanto tengo... —La elfa enmudeció, lamentando sus palabras—. Lo siento, no era eso lo que quería decir. Una reina no posee nada propio. Todo lo suyo pertenece al pueblo, de modo que tú eres todo cuanto tiene tu pueblo, Silvan. Ahora ve y recoge tus cosas —ordenó. Su voz sonaba tensa por el esfuerzo que hacía para mantener el control—. Los caballeros de mi guardia te conducirán hacia las profundidades del bosque...

—No, madre, no volveré a esconderme —manifestó Silvan, que puso gran cuidado en hablar firme, tranquila y respetuosamente. Su causa estaría perdida si actuaba como un chiquillo enfurruñado—. Durante toda mi vida, cada vez que amenazaba un peligro me alejabas de allí, me metías en alguna cueva o debajo de una cama. Así, no es de extrañar que nuestra gente sienta poco respeto por mí. —Sus ojos se desviaron hacia Samar que lo observaba con seria atención—. Para variar, quiero hacer la parte que me toca, madre.

—Bien dicho, príncipe Silvanoshei —intervino Samar—. Sin embargo, los elfos tenemos un dicho: «Una espada en la mano de un amigo inexperto es más peligrosa que la espada en la mano de un enemigo». No se aprende a luchar la víspera de la batalla, joven. Sin embargo, si ese propósito tuyo es realmente en serio, me sentiré muy complacido de instruirte más adelante. Mientras tanto, hay algo que sí está en tus manos hacer, una misión de la que puedes ocuparte.

Sabía la reacción que su comentario acarrearía y no se equivocaba. La ira de Alhana, punzante como una flecha, encontró otro blanco.

—Samar, quiero hablar contigo —dijo la elfa en un tono frío, mordiente e imperioso. Giró sobre sus talones y se alejó hacia la parte trasera de la cripta con la espalda muy recta y la barbilla levantada.

Samar fue en pos de ella en actitud deferente. Del exterior llegaban gritos, toques de cuerno, el canto de guerra, profundo y terrible, de los ogros que semejaba un redoble de tambores. La tormenta continuaba con toda su furia, favoreciendo al enemigo. Silvan se quedó cerca de la entrada del túmulo, sorprendido consigo mismo, orgulloso pero consternado, pesaroso aunque desafiante, audaz y al mismo tiempo aterrado. El cúmulo de emociones lo confundía. Intentó ver qué estaba ocurriendo, pero el humo del seto incendiado se había extendido por el claro, y los aullidos y los gritos se habían vuelto tenues, amortiguados. Habría querido escuchar a escondidas la conversación entre su madre y Samar, pero acercarse a ellos le pareció infantil, un acto que no admitía su dignidad. De todos modos, imaginaba de qué estaban hablando; había oído lo mismo demasiado a menudo.

En realidad, el joven no se equivocaba mucho.

—Samar, conoces bien mis deseos con respecto a Silvanoshei —dijo Alhana cuando estuvieron lo bastante apartados para que no los oyera nadie—, y sin embargo me desafías y lo animas en esa idea absurda. Me has decepcionado profundamente.

Sus palabras y su ira, afiladas como una cuchilla, se clavaron en el corazón del oficial elfo. No obstante, del mismo modo que Alhana, en su calidad de reina, era responsable de su pueblo, también él lo era como soldado. Tenía la obligación de dar a su gente un presente y un futuro, y en ese futuro las naciones élficas necesitarían un cabecilla fuerte, no un gallina como Gilthas, el hijo de Tanis el Semielfo que actualmente jugaba a gobernar Qualinesti. Con todo, Samar no manifestó en voz alta sus ideas, no contestó: «Majestad, ésta es la primera señal de carácter que he visto en vuestro hijo, y deberíamos alentarla». Además de soldado, también era diplomático.

—Señora, Silvan tiene treinta y ocho años... —empezó.

—Un chiquillo —lo interrumpió Alhana.

—Tal vez según los parámetros silvanestis, mi reina, pero no para los qualinestis. Según la ley qualinesti, habría entrado ya en la categoría de joven y estaría participando en el entrenamiento militar. Puede que Silvanoshei sea joven por su edad, Alhana —añadió, dejando de lado el tratamiento oficial como hacía en ocasiones, cuando estaban solos—, pero pensad en la extraordinaria vida que ha llevado. Sus canciones de cuna fueron cantos de guerra, y su cuna un escudo. Jamás ha conocido un hogar, y sólo en contadas ocasiones sus padres han estado en el mismo sitio al mismo tiempo desde que nació. Cuando llegaba el momento de entrar en batalla, lo besabais y partíais a la lucha, quizás hacia vuestra muerte. Él sabía que tal vez no regresaríais a su lado nunca, Alhana. ¡Lo veía en sus ojos!

—Intentaba protegerlo de todo eso —contestó ella mientras volvía la vista hacia el joven elfo. Se parecía tanto a su padre en ese momento que la atenazó un intenso dolor—. Si lo pierdo, Samar, ¿qué razón tendré para prologar esta vana e inútil existencia?

—No podéis protegerlo de la vida, Alhana —rebatió suavemente el oficial—. Ni del papel al que está destinado en la vida. El príncipe Silvanoshei lleva razón: tiene un deber para con su pueblo. Hemos de dejar que lleve a cabo ese deber y —puso énfasis en la palabra— evitar que sufra algún daño al mismo tiempo.

Alhana guardó silencio, pero su mirada le dio permiso para que siguiese hablando, aunque a regañadientes.

—Sólo uno de nuestros corredores ha regresado al campamento —prosiguió Samar—. Los demás han muerto o luchan para salvar la vida. Vos misma dijisteis que debemos informar de esto a la Legión de Acero, advertirles del ataque. Propongo que enviemos a Silvan para avisar a los caballeros de nuestra desesperada situación y que necesitamos ayuda. Hace poco que ha venido de la fortaleza, y conoce el camino. La calzada principal se encuentra cerca del campamento y es fácil encontrarla y seguirla.

»El peligro que corre es mínimo, ya que los ogros no nos tienen rodeados. Estará más seguro fuera del campamento que en él. —Samar sonrió—. Si dependiese de mí, majestad, iríais a la fortaleza con él.

Alhana respondió con otra sonrisa; su ira se había disipado por completo.

—Mi sitio está junto a mis soldados, Samar. Yo los traje aquí. Combaten defendiendo mi causa. Perdería su respeto y su confianza si los abandonase. Sí, admito que tienes razón en cuanto a Silvan —añadió de mala gana—. No es menester que restriegues sal sobre mis muchas heridas.

—Mi reina, jamás fue mi intención...

—Sí que lo fue, Samar —lo interrumpió Alhana—, pero hablaste con el corazón en la mano y todo lo que dijiste es verdad. Enviaremos al príncipe en esa misión. Él llevará la noticia de nuestra difícil situación a la Legión de Acero.

—Alzaremos nuestras voces en alabanzas hacía él cuando regrese de la fortaleza —manifestó el oficial elfo—. Y le compraré una espada digna de un príncipe, no de un payaso.

—No, Samar. Podrá llevar mensajes, pero nunca portará una espada. El día que nació hice un juramento a los dioses de que jamás alzaría un arma contra su pueblo. En ningún momento se derramará sangre elfa por su causa.

El elfo inclinó la cabeza en gesto de aceptación y guardó silencio con muy buen criterio. Como experimentado comandante que era, sabía cuándo detener un avance, atrincherarse en la posición ganada y esperar. Alhana se encaminó con porte regio hacia la entrada de la cueva.

—Hijo mío —empezó, y en su voz no había emoción ni sentimiento—, he tomado una decisión.

Silvanoshei se volvió para mirar a su madre. Hija de Lorac, el infortunado rey de los silvanestis que casi había provocado la destrucción de su pueblo, Alhana Starbreeze había asumido la responsabilidad de enmendar los errores de su padre y redimir a su pueblo. Y por el hecho de haber procurado unirlo con sus parientes, los qualinestis, por haber respaldado alianzas con los humanos y los enanos, fue repudiada, desterrada por aquellos silvanestis que defendían que sólo manteniéndose desligados de todo y aislados del resto del mundo podrían salvarse ellos y su cultura.

Según los cómputos elfos, Alhana se encontraba en la madurez de la edad adulta, muy lejos todavía del inicio de la decadencia física, y otro tanto ocurría con su belleza; estaba increíblemente hermosa, más que en ningún otro momento de su vida. Su cabello era tan negro como las profundidades del océano, donde no llegan los rayos del sol. Sus ojos, antaño de color violeta, se habían vuelto más profundos y oscuros, como si los hubiesen matizado la desesperación y el dolor que veían de manera constante. Su belleza era un sufrimiento para quienes la contemplaban, no una bendición. Al igual que la legendaria Dragonlance, cuyo descubrimiento ayudó a alcanzar la victoria en un mundo atribulado, la elfa daba la impresión de encontrarse empotrada en un bloque de hielo. Si se rompía ese hielo, si se hacía añicos la barrera protectora que había erigido alrededor, también ella se quebraría.

Sólo su hijo tenía el poder de derretir el hielo, de llegar al interior y tocar la calidez de la mujer que era madre, no reina. Pero ahora la primera había desaparecido y únicamente quedaba la segunda. La mujer que se encontraba ante él, fría y severa, era su soberana. Sobrecogido, humilde, consciente de su estúpido comportamiento, se hincó de rodillas a sus pies.

—La siento, madre —dijo—. Te obedeceré. Dejaré...

—Príncipe Silvanoshei —lo interrumpió la reina en un tono que el joven reconoció como el que utilizaba en la corte y que jamás había usado con él. No supo si alegrarse por ello o llorar por algo perdido irrevocablemente—. El comandante Samar necesita un mensajero que corra hasta el puesto avanzado de la Legión de Acero. Irás tú y les informarás de nuestra situación desesperada. Dile al caballero coronel que planeamos retirarnos luchando, y que debería reunir a sus tropas y cabalgar hasta el cruce de caminos para encontrarse allí con nosotros, atacando a los ogros por el flanco derecho. En el momento en que sus caballeros ataquen, interrumpiremos la retirada y defenderemos nuestra posición. Tendrás que viajar deprisa a través de la noche y la tormenta. Que nada te detenga, Silvan, pues este mensaje debe llegar a su destino.

—Lo entiendo, mi reina —contestó Silvan. El joven se puso de pie, el rostro encendido de orgullo, la emoción por el peligro enardeciendo su sangre—. No os fallaré ni a ti ni a mi pueblo. Y te doy las gracias por confiar en mí.

Alhana tomó la cara del joven entre sus manos; estaban tan frías que Silvan no pudo reprimir un escalofrío. Luego lo besó en la frente. Sus labios quemaban como el hielo, y la sensación le llegó hasta el corazón. A partir de aquel instante, siempre sentiría ese beso. Se preguntó si los pálidos labios no habrían dejado una marca indeleble en su piel.

El profesionalismo escueto de Samar llegó como un alivio.

—Conoces la ruta, príncipe Silvan —dijo el oficial elfo—. Viniste por ella hace sólo dos días. La calzada se encuentra a un par de kilómetros hacia el sur, y aunque no habrá estrellas que te guíen, el viento sopla del norte, así que mantén el viento a tu espalda e irás en la dirección correcta. La calzada corre de este a oeste, en línea recta, de modo que inevitablemente se cruzará en tu camino. Cuando llegues a ella, dirígete hacia el oeste. La tormenta quedará a tu derecha. Deberías hacer el recorrido en un buen tiempo, ya que no es necesario el sigilo porque el sonido de la batalla ocultará tus movimientos. Buena suerte, príncipe Silvanoshei.

—Gracias, Samar —contestó Silvan, conmovido y complacido. Por primera vez en su vida el oficial elfo le había hablado como a un igual, incluso con un ligero respeto—. No os fallaré ni a ti ni a mi madre.

—No le falles a tu pueblo —repuso Samar.

Tras dirigir una última mirada y una sonrisa a su madre —una sonrisa que ella no devolvió—, Silvan giró sobre sus talones y salió de la cripta, encaminándose hacia los árboles. No había llegado muy lejos cuando oyó la voz de Samar gritando una orden.

—¡General Aranoshah! ¡Situad dos formaciones de espadachines a la izquierda y otras dos a la derecha! Hay que mantener en reserva nuestras unidades aquí, con su majestad, en caso de que abran brecha en las líneas.

¡Abrir brecha! Eso era imposible. Las líneas aguantarían. Tenían que aguantar. Silvan se detuvo y miró hacia atrás. Los elfos habían empezado a entonar su canto de guerra, una música dulce e inspiradora que sonó por encima del brutal cántico de los ogros. Aquello lo animó, y acababa de reanudar la marcha cuando una bola de fuego, de un color blanco azulado y cegadora, estalló a la izquierda de la colina. El proyectil rodó ladera abajo, en dirección a los túmulos funerarios.

—¡Disparad a la izquierda! —bramó Samar.

Los arqueros tuvieron un instante de desconcierto, sin comprender cuáles era sus blancos, pero los oficiales se las ingeniaron para situarlos en la dirección correcta. La bola de fuego alcanzó otro trozo de la barrera, prendió fuego a los espinos y siguió rodando y sembrando llamas a su paso. Al principio Silvan creyó que los proyectiles eran mágicos y se preguntó qué podían hacer los arqueros contra eso, pero entonces vio que las bolas eran grandes balas de heno que los ogros empujaban colina abajo. Alcanzaba a divisar sus enormes corpachones perfilados contra las danzantes llamas. Los ogros manejaban largos palos que utilizaban para mover y empujar las enormes balas de paja prendidas.

—¡Esperad mi orden! —gritó Samar, pero los elfos estaban nerviosos y varias flechas surcaron el aire hacia el ardiente heno—. ¡No, maldita sea! —chilló, enfurecido, Samar—. ¡Todavía no están a tiro! ¡Esperad la orden!

Un trueno ahogó sus palabras, y los otros arqueros, al ver que sus compañeros disparaban, lanzaron la primera andanada. Las flechas surcaron el aire en un arco, a través de la noche impregnada de humo. Tres de los ogros que empujaban las balas de heno incendiadas cayeron, pero las restantes flechas se quedaron cortas.

—Sin embargo, pronto los detendrán —se dijo Silvan.

Un coro de aullidos, semejante al de un millar de lobos lanzándose sobre su presa, sonó en el bosque, cerca de los arqueros elfos. Silvan miró sobresaltado, creyendo que los propios árboles habían cobrado vida.

—¡Girad posición y disparad al frente! —bramó Samar, desesperado.

Los arqueros no lo oían con el rugido de las llamas. Demasiado tarde, los oficiales se percataron del repentino movimiento en los árboles, al pie de la colina. Una línea de ogros emergió en el claro y cargó contra la barrera de espino que cubría a los arqueros. Las llamas habían debilitado la protección, y los ogros se lanzaron en la ardiente masa de ramas y palos, abriéndose paso a empujones. Las chispas caían sobre sus enmarañadas matas de pelo y sus barbas, pero los ogros, en el frenesí de la batalla, no hicieron caso del dolor de las quemaduras y siguieron avanzando.

Atacados ahora por el frente y por la retaguardia, los arqueros elfos tantearon desesperadamente las aljabas para reponer las flechas e intentar disparar otra andanada antes de que los ogros se acercasen más, mientras las balas de paja ardientes se precipitaban sobre ellos. Los elfos no sabían a qué enemigo enfrentarse primero; algunos perdieron los nervios en medio del caos. Samar bramaba órdenes, y los oficiales bregaban para controlar a sus tropas. Por fin se disparó la segunda andanada de flechas, algunas contra las balas de paja y otras contra los ogros que cargaban por su flanco.

Cayó un gran número de atacantes, y Silvan creyó que se retirarían, pero se quedó estupefacto al ver que los ogros seguían avanzando, impertérritos.

—Samar, ¿y las tropas de reserva? —inquirió Alhana.

—Creo que les han cortado el camino —respondió el elfo con gesto sombrío—. No deberíais quedaros aquí, majestad. Regresad dentro, donde estaréis a salvo.

Silvan podía ver ahora a su madre, que había salido del túmulo funerario. Vestía una armadura plateada y llevaba la espada a la cintura.

—Yo dirijo a mi gente —replicó Alhana—. ¿Acaso quieres que me esconda en una cueva mientras los míos mueren, Samar?

—Sí —fue la concisa contestación.

Ella le sonrió; aun siendo un gesto tirante y algo forzado, no dejaba de ser una sonrisa. Asió la empuñadura de la espada.

—¿Crees que penetrarán las defensas?

—No veo qué podría detenerlos, majestad.

Los arqueros dispararon otra andanada; por suerte, los oficiales habían conseguido controlar por fin las tropas, y cada flecha dio en el blanco. Los ogros lanzados al ataque cayeron a montones y la mitad de la línea del frente desapareció. No obstante, no frenaron la carga, y los que seguían vivos pasaron sobre los cadáveres de sus compañeros. En cuestión de segundos habrían llegado a la posición de los arqueros.

—¡Lanzad el ataque! —bramó Samar.

Los espadachines elfos salieron de sus posiciones tras las barricadas que quedaban en pie, emitieron su grito de guerra y cargaron contra la línea de ogros. El choque de acero contra acero resonó; las balas de pajas ardientes penetraron en el centro del campamento, arrollando hombres y prendiendo fuego a árboles, hierba y ropas. De repente, sin previo aviso, la línea de ogros se volvió; uno de ellos había divisado la armadura plateada de Alhana, que reflejaba el resplandor de las llamas. Con aullidos guturales, señalaron a la elfa y cargaron hacia el túmulo funerario.

—¡Madre! —exclamó Silvan con el corazón en un puño. Tenía que llevarles ayuda. Contaban con él, pero se había quedado paralizado, como hipnotizado por el espantoso espectáculo. Era incapaz de correr hacia ella; era incapaz de salir huyendo. No podía moverse.

—¿Dónde se han metido las tropas de reserva? —gritó furioso Samar—. ¡Aranoshah, bastardo! ¿Y los espadachines de su majestad?

—¡Aquí, Samar! —llamó un guerrero—. ¡Tuvimos que abrirnos paso a golpe de espada, pero ya estamos aquí!

—Condúcelos allí abajo, Samar —instruyó sosegadamente Alhana.

—¡Majestad! —empezó a protestar él—. No os dejaré sin una guardia.

—Si no frenamos ese avance, Samar, poco importará si tengo guardia o no. Ve. ¡Deprisa!

El elfo quería discutir su decisión, pero por el gesto distante y resuelto de su reina sabía que perdería el tiempo. Reunió a las tropas de reserva y cargó contra los ogros que seguían su avance.

Alhana se quedó sola; su armadura plateada relucía con el resplandor del fuego.

—Apresúrate, Silvan, hijo mío. Apresúrate. Nuestras vidas dependen de ti.

Habló para sí misma pero, sin saberlo, lo hizo para su hijo. Sus palabras impelieron al joven a ponerse en movimiento. Había recibido una orden y la llevaría a cabo. Reprochándose amargamente haber perdido tiempo, con el corazón rebosando temor por su madre, giró sobre sus talones y se metió en el bosque a toda carrera.

La adrenalina bombeaba en las venas de Silvan. El joven se abría paso a través del sotobosque, apartando ramas de árboles, pisoteando pimpollos. Las ramas chascaban bajo sus pies. El viento frío azotaba su costado derecho, pero no sentía la punzante lluvia y agradecía los relámpagos que alumbraban su camino.

Con todo, era lo bastante prudente para mantenerse alerta ante cualquier señal del enemigo y no dejaba de husmear el aire, ya que a un ogro mugriento y carnívoro por lo general se lo podía oler mucho antes de verlo. También aguzaba el oído, porque a pesar de que él mismo hacía ruido, desmesurado tratándose de un elfo, todavía podría pasar por un ciervo deslizándose sigiloso por el bosque en comparación con un escandaloso ogro.

Silvan avanzó rápidamente, sin encontrarse siquiera con un animal nocturno que estuviese de caza, y muy pronto los ruidos de la batalla se perdieron a su espalda. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba solo en el bosque, en la noche y en la tormenta. El torrente de adrenalina empezó a menguar y los temores hicieron acto de presencia. ¿Y si llegaba demasiado tarde? ¿Y si los humanos —conocidos por su naturaleza caprichosa y variable— se negaban a actuar? ¿Y si su gente era superada por el ataque? ¿Y si los mataban y no volvía a verlos? Nada de cuanto había alrededor le resultaba conocido. Tal vez se había equivocado al cambiar de dirección una de las veces y se había perdido...

A pesar de las dudas, Silvan siguió corriendo a través del bosque con la facilidad de quien ha nacido y crecido en la espesura. Se alegró al divisar un barranco a su izquierda; lo recordaba de sus anteriores viajes a la fortaleza. El miedo de haberse perdido se desvaneció. Puso buen cuidado en mantenerse apartado del borde del rocoso terraplén, que abría un profundo tajo en el suelo del bosque.

Era joven, fuerte; desechó las dudas, que sólo lastraban su ánimo, y se concentró en la misión encomendada. El destello de un relámpago le mostró la calzada al frente, un poco más adelante, y la confirmación de que iba por buen camino reforzó su determinación y redobló sus fuerzas. Una vez que llegase a la calzada podría incrementar el ritmo. Era un corredor excelente y a menudo recorría largas distancias por el puro placer de sentir la extensión y la contracción de los músculos, el sudor en el cuerpo, el aire en el rostro y la agradable oleada de calor que lo invadía y aliviaba todas las molestias.

Se imaginó hablando con el caballero coronel, suplicándole su ayuda, instándolo a darse prisa. Se veía a la cabeza de las fuerzas de rescate y el rostro de su madre trasluciendo orgullo...

En la realidad, lo que Silvan vio fue su camino obstruido. Irritado, se frenó deslizándose en el embarrado terreno para estudiar el obstáculo.

Una rama enorme, desgajada de un añoso roble, yacía atravesada en el sendero; las hojas y las ramas secundarias le cerraban el paso. Tendría que rodearlas, lo que lo obligaría a acercarse al borde del barranco. Sin embargo, gracias a la luz de los relámpagos veía sin dificultad dónde ponía los pies. Avanzó pegado a la rama partida, con varios palmos de terreno firme entre él y el precipicio. Trepaba sobre una rama secundaria, alargando la mano para sujetarse en un pino cercano, cuando un rayo se descargó sobre aquel pino.

El árbol estalló en una bola de fuego y la fuerza de la onda expansiva lanzó a Silvan por el borde del despeñadero. El joven cayó rodando y dando tumbos por la pendiente sembrada de rocas y chocó contra el tocón de un árbol en el fondo del barranco.

El dolor físico fue intensísimo, pero aún mayor fue el que atenazó su corazón. Había fracasado. No conseguiría llegar a la fortaleza y los caballeros no recibirían el mensaje. Su gente no podía combatir sola contra los ogros. Morirían todos. Su madre moriría creyendo que le había fallado.

Intentó moverse, incorporarse, pero el dolor le recorrió todo el cuerpo como una descarga al rojo vivo, tan espantoso que notó que perdía la conciencia. Se alegró al pensar que iba a morir, que se uniría a los suyos en el más allá puesto que nada podía hacer por ellos.

La desesperación y la pena crecieron como una inmensa y negra ola que rompió sobre Silvan y lo arrastró al fondo.

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