27 El roce de la muerte

Aquella tarde, mientras Silvanoshei se preparaba para su primera batalla, Goldmoon también se preparaba como si la esperara un combate. Por primera vez después de muchas semanas, la mujer pidió que le llevaran un espejo a sus habitaciones. Por primera vez después de la tormenta, cogió el espejo y se miró en él.

Goldmoon había sido presumida de joven. Poseedora de una peculiar belleza, era la única de su tribu con el cabello claro, como un tapiz tejido con hilos de rayos de sol y luz de luna. En su condición de Hija de Chieftain, fue mimada, consentida; una malcriada muy pagada de sí misma. Pasaba largas horas contemplando su reflejo en el cuenco de agua. Los jóvenes guerreros de la tribu la adoraban, llegaban a las manos por una sonrisa suya. Todos excepto uno.

Un día se miró en los ojos de un paria, un joven pastor muy alto llamado Riverwind, y se vio en el espejo que era su mirada. Contempló su vanidad, su egoísmo. Vio que en sus ojos era fea, y se sintió avergonzada y desesperada. Goldmoon deseó ser hermosa para él, por él.

Y así llegó a parecérselo, pero sólo después de que ambos hubieron pasado por muchas penalidades y pruebas, sólo después de haberse enfrentado a la muerte sin miedo, abrazados el uno al otro. Le había sido entregada la Vara de Cristal Azul, el poder de traer de nuevo al mundo el amor curativo de los dioses.

Goldmoon y Riverwind tuvieron hijos. Trabajaron para unificar las beligerantes tribus de las Llanuras. Fueron felices con su vida, sus hijos, sus amigos, los compañeros de su viaje. Habían esperado hacerse viejos y llegar juntos al descanso final, abandonar este plano de existencia y pasar al siguiente, fuera cual fuese. No tenían miedo, pues estarían el uno junto al otro.

No había ocurrido así.

Cuando los dioses se marcharon a raíz de la Guerra de Caos, Goldmoon lloró su ausencia. No fue uno de los que clamaron contra ellos y les recriminaron. Comprendía su sacrificio o, al menos, eso creía. Los dioses habían partido para que Caos se marchara y el mundo viviera en paz. No lo entendía, pero tenía fe en los dioses, y por ello hizo cuanto estuvo en sus manos para contrarrestar la cólera y la amargura que envenenaban a tantos.

En el fondo de su corazón creía que, algún día, los dioses regresarían. Esa esperanza menguó con la aparición de los monstruosos dragones que llevaron el terror y la muerte a Ansalon, y desapareció por completo cuando le comunicaron la noticia de que su amado Riverwind y una de sus hijas habían perecido a manos de la infame hembra Roja, Malys. Goldmoon deseó morir también, y estaba decidida a quitarse la vida, pero entonces el espíritu de Riverwind se le apareció.

Le dijo que debía seguir adelante, que debía continuar luchando para mantener viva la esperanza en el mundo. Si ella lo abandonaba, vencería la oscuridad.

Deseó no hacerle caso, pero al final se rindió.

Y había sido recompensada, ya que le fue otorgado el don de la curación por segunda vez. No era un don conferido por los dioses, sino un poder místico del corazón que ni siquiera ella comprendía. Dio a conocer a otros ese don, y se unieron para construir la Ciudadela de la Luz a fin de enseñar a todo el mundo cómo utilizar el poder.

Goldmoon había envejecido en la Ciudadela; había visto el espíritu de su esposo, de nuevo un joven y apuesto guerrero. Aunque él dominaba su impaciencia, la mujer sabía que estaba ansioso por partir y que sólo esperaba a que ella acabara su viaje en este mundo.

Goldmoon alzó el espejo y contempló su rostro.

Las arrugas de la vejez habían desaparecido; su piel era tersa. Las mejillas, antes hundidas, estaban llenas de nuevo, con la tez rosácea. Sus ojos no habían perdido luminosidad en ningún momento, resplandeciendo por el brillo de un coraje y una esperanza indomables, de manera que a sus fieles seguidores siempre les pareció joven. Sus labios, pálidos y consumidos, volvían a ser rojos y turgentes. Aunque su cabello había encanecido, se había conservado espeso y lustroso. Llevó una mano hacia el pelo y sus dedos tocaron mechones dorados y plateados; pero tenía un tacto extraño. Más áspero de lo que recordaba, sin la suavidad de antes.

De repente comprendió por qué detestaba aquel regalo no deseado, no solicitado. El rostro reflejado en el espejo no era el suyo; el que recordaba era otro. Éste era la imagen de la idea que alguien tenía de su cara. Los rasgos resultaban perfectos, y ella nunca los había tenido perfectos.

Lo mismo ocurría con su cuerpo: joven, vigoroso, fuerte, con cintura esbelta y senos turgentes; tampoco era el cuerpo que recordaba. Este cuerpo era perfecto: sin molestias, sin dolores, ni siquiera una uña rota o un roce en un pie.

Su viejo espíritu no encajaba en aquel cuerpo joven. Su alma había alcanzado la ligereza, la liviandad necesaria para alzar el vuelo hacia la eternidad, contenta de dejar atrás las preocupaciones y tribulaciones mundanas. Ahora su alma se encontraba enjaulada en una prisión de carne, huesos y sangre, una prisión que le imponía sus exigencias. No entendía cómo ni por qué, no encontraba explicación para ello. Lo único que sabía era que el rostro del espejo la aterraba.

Soltó el espejo en el tocador, boca abajo, y tras suspirar profundamente se preparó para abandonar la prisión de la que podía salir, mientras para sus adentros deseaba fervientemente poder dejar la otra.


La aparición de Goldmoon en el Gran Liceo esa noche fue acogida con maravillado pasmo. Como la mujer había temido, su transformación se entendió como un milagro; un milagro benigno, propicio.

—¡Esperad a que se corra la voz! —susurraban sus discípulos—. ¡Veréis cuando la gente se entere! Goldmoon ha vencido a la vejez. ¡Ha derrotado a la muerte! ¡Ahora la gente acudirá en masa para unirse a nuestra causa!

Discípulos y maestros se apiñaban alrededor de ella para tocarla. Caían de rodillas y besaban su mano suplicando que les diera su bendición, y después se incorporaban exaltados. Sólo unos pocos la miraron con atención suficiente para vislumbrar el dolor y la angustia reflejados en su hermoso y juvenil semblante, en un rostro que reconocieron más por la luminosidad de sus ojos que por cualquier otro parecido con aquel otro, satisfecho y sabio, que tan bien habían llegado a conocer y a reverenciar. Incluso el brillo de los ojos parecía malsano, producto de un estado febril.

La velada resultó una dura prueba para Goldmoon. Celebraron un banquete en su honor y la obligaron a sentarse a la cabecera de la mesa. Tenía la sensación de que todos la miraban, y estaba en lo cierto. Pocos parecían capaces de apartar la vista de ella, y la contemplaban hasta que se les pasaba por la cabeza la idea de que estaban siendo descorteses; entonces miraban hacia otro lado con tanto empeño que su esfuerzo resultaba patente. Goldmoon no sabía qué era peor. Comió bien, mucho más de lo habitual. Su cuerpo extraño exigía gran cantidad de comida, pero ella no saboreó un solo bocado. Se limitaba a alimentar un fuego; un fuego que temía acabaría consumiéndola.

«Dentro de unos cuantos días se habrán acostumbrado a mi nuevo aspecto —se dijo para sí—. Dejarán de notar el terrible cambio que he sufrido. Pero yo sí lo notaré. Ojalá pudiera entender por qué me ha pasado esto.»

Palin estaba sentado a su derecha, pero el mago se mostraba serio y taciturno. Picoteó algo de su plato y finalmente lo apartó sin apenas tocar la comida. No prestaba atención a las conversaciones, sino que se hallaba absorto en sus propios pensamientos. Goldmoon imaginó que estaba repasando una y otra vez aquel viaje al pasado, buscando alguna clave que explicara su extraño final.

Tasslehoff también estaba desanimado. El kender se había sentado al lado del mago, que no lo perdía de vista. Cada dos por tres daba pataditas a los travesaños de su silla y soltaba un triste suspiro. La mayoría de sus cubiertos y utensilios de mesa, como el salero y el pimentero, encontraron el camino a sus bolsillos, pero su acostumbrado «tomar prestado» era, cuanto menos, un acto reflejo, falto de entusiasmo. Saltaba a la vista que no se divertía.

—¿Me ayudarás a trazar el mapa del laberinto de setos mañana? —le preguntó su vecino de mesa, el gnomo—. Se me ha ocurrido una solución científica al problema, pero requiere la colaboración de una persona, así como un par de calcetines.

—¿Mañana? —repitió Tas.

—Sí, mañana.

El kender miró a Palin, y éste le devolvió la mirada.

—Me encantará ayudarte —dijo Tas, que se bajó de la silla—. Vamos, Acertijo. Dijiste que ibas a enseñarme tu barco.

—Ah, sí, mi barco. —El gnomo se guardó un trozo de pan en el bolsillo para más tarde—. El Indestructible XVIII. Está amarrado en el muelle. O lo estaba. Nunca olvidaré la sorpresa que me llevé cuando fui a subir a bordo de su predecesor, el Indestructible XVII, y descubrí que, lamentablemente, se le había puesto un nombre poco apropiado. El comité hizo unos cambios radicales en el diseño, sin embargo, y estoy bastante seguro de que...

Palin siguió con la vista a Tas mientras el kender salía del salón.

—Debes hablar con él, Goldmoon —comentó el mago en voz baja—. Convéncelo de que debe regresar al pasado.

—¿Para que muera? ¿Cómo voy a pedirle tal cosa? ¿Cómo podría pedirle tal cosa a nadie?

—Lo sé —admitió Palin. Suspiró y se frotó las sienes como si le doliesen—. Créeme, Primera Maestra, ojalá hubiese otro modo. Lo único que sé es que tendría que estar muerto y no lo está, y que el mundo ha ido de mal en peor.

—Sin embargo, admites no tener la certeza de que Tasslehoff, vivo o muerto, tenga algo que ver con los problemas del mundo.

—No lo entiendes, Primera Maestra... —empezó Palin, cansadamente.

—Tienes razón, no lo entiendo. Y, por lo tanto, ¿qué esperas que le diga? —instó, cortante—. ¿Cómo puedo aconsejarle si no comprendo lo que ocurre? —Sacudió la cabeza—. La decisión ha de tomarla él. No pienso interferir.

Goldmoon apoyó la tersa mejilla en su mano. Podía sentir los dedos en contacto con la piel, pero la tez no percibía el tacto de los dedos. Era como si estuviese tocando una figura de cera.

Por fin acabó el banquete. Goldmoon se levantó y los demás hicieron lo mismo en señal de respeto. Uno de los acólitos, un joven bullicioso, lanzó un vítor que otros corearon. Inmediatamente después todos aplaudían y aclamaban con entusiasmo.

El clamor asustó a Goldmoon. «El escándalo atraerá la atención sobre nosotros», fue lo primero que se le pasó por la cabeza. Un instante después se sorprendió por su reacción. Tenía la extraña sensación de que se hallaban encerrados en una casa y que algo maligno los buscaba. La sensación pasó, pero las aclamaciones continuaron, poniéndole los nervios de punta. Alzó las manos para acallar el griterío.

—Gracias, amigos míos. Mis muy queridos amigos —dijo mientras se humedecía los labios, que se le habían quedado resecos—. Os... os pido que me tengáis en vuestros corazones y me rodeéis de buenos pensamientos. Siento que los necesito.

Los asistentes al banquete se miraron unos a otros, preocupados. Aquello no era lo que todos esperaban que dijese. Deseaban oírla hablar del maravilloso milagro que le había acontecido y que realizaría el mismo milagro para ellos. Goldmoon hizo un gesto de despedida y todos empezaron a abandonar el salón para regresar a su trabajo o a sus estudios mientras lanzaban miradas de soslayo hacia la mujer y hablaban en voz baja.

—Perdonad que os moleste, Primera Maestra —dijo lady Camilla, que se acercó a Goldmoon con los ojos bajos. Se esforzaba por no mirar el rostro de la otra mujer—. Los pacientes del hospital os han echado de menos. Me preguntaba, si no os sentís muy cansada, si querríais venir a...

—Sí, naturalmente —aceptó de buen grado Goldmoon, satisfecha de tener algo que hacer. Se olvidaría de sí misma si estaba ocupada. Además, no se sentía fatigada en absoluto. Es decir, su extraño cuerpo no sentía el menor cansancio.

—Palin ¿quieres acompañaros? —preguntó.

—¿Para qué? Tus sanadores no pueden hacer nada por mí —replicó en tono irritado—. Lo sé. Lo han intentado ya.

—Estáis hablando a la Primera Maestra, señor —le reprendió lady Camilla.

—Lo siento, Primera Maestra. —Palin hizo una ligera reverencia—. Disculpa mi rudeza, por favor. Estoy muy cansado y no he dormido hace mucho. He de encontrar al kender, y luego planeo irme derecho a la cama. Te deseo buenas noches.

Saludó con otra reverencia y se alejó.

—¡Palin! —llamó Goldmoon, pero él no la oyó o no quiso hacer caso.

Goldmoon acompañó a lady Camilla al hospital, un edificio separado que se alzaba en el recinto de la Ciudadela. La noche era fría, demasiado para esa época del año, y Goldmoon alzó la vista hacia las estrellas, a la pálida luna a la que nunca se había acostumbrado del todo y cuya presencia siempre le producía una sensación de intranquilidad y cierta conmoción. Esa noche las estrellas parecían más pequeñas, distantes. Por primera vez Goldmoon miró más allá de ellas, a la vasta y vacía oscuridad que las rodeaba.

—Que nos rodea —musitó, estremecida.

—Perdonad, Primera Maestra, ¿me hablabais a mí? —preguntó lady Camilla.

Las dos mujeres habían sido antagonistas en cierto momento de sus vidas. Cuando Goldmoon tomó la decisión de construir la Ciudadela de la Luz en Schallsea, lady Camilla se opuso. La solámnica era leal a los antiguos dioses, los dioses ausentes. Aquel nuevo «poder del corazón» despertaba su recelo y desconfianza. Después fue testigo de los incansables esfuerzos de los místicos de la Ciudadela para hacer el bien, para traer luz a la oscuridad en el mundo. Había llegado a amar y admirar a Goldmoon. Haría cualquier cosa por la Primera Maestra, solía afirmar, y lo había demostrado, empleando un montón de tiempo y de dinero en la infructuosa búsqueda de una chiquilla perdida, una muchachita muy querida por Goldmoon que había desaparecido tres años atrás, una jovencita cuyo nombre nadie pronunciaba para no causar dolor a la Primera Maestra.

Goldmoon pensaba en ella a menudo, sobre todo cuando paseaba por la orilla del mar.

—No era nada importante —contestó Goldmoon, que añadió—. Tenéis que perdonarme, lady Camilla. Sé que mi compañía resulta poco amena.

—En absoluto, Primera Maestra —respondió lady Camilla—. Tenéis muchas cosas en la cabeza.

Las dos siguieron caminando hacia el hospital en silencio.

El hospital, situado en una de las cúpulas de cristal que formaban los edificios centrales de la Ciudadela de la Luz, consistía en una extensa crujía llena de camas, colocadas en rectas hileras a uno y otro lado. Hierbas aromáticas perfumaban el aire y una dulce música contribuía con sus propiedades curativas. Los sanadores trabajaban entre enfermos y heridos, utilizando el poder del corazón para curarlos; era aquél un poder descubierto por Goldmoon y que usó por primera vez para sanar al moribundo enano Jaspe Fireforge.

Había realizado grandes milagros desde entonces, según decía la gente. Había curado a los que se daba por desahuciados. Había recompuesto cuerpos destrozados imponiendo las manos. Había devuelto la vida a miembros paralizados, y la vista a los ciegos. Sus milagros curativos eran tan maravillosos como los que había llevado a cabo como sacerdotisa de Mishakal. Goldmoon se alegraba y se sentía agradecida de ser capaz de aliviar el sufrimiento de otros. Pero las curaciones no le habían proporcionado el mismo gozo que experimentara cuando el sagrado arte curativo le llegaba como un don de los dioses, cuando Mishakal y ella trabajaban conjuntamente.

Hacía tres años, más o menos, sus poderes curativos habían empezado a menguar. Al principio, le echó la culpa a su avanzada edad. No obstante, ella no era la única sanadora que experimentaba una progresiva disminución del poder curativo.

—Es como si alguien hubiese corrido un velo entre mi paciente y yo —había comentado a una joven sanadora con frustración—. Intento apartar el velo para llegar hasta el enfermo, pero encuentro otro y otro. Tengo la sensación de que ya no puedo acercarme a mis pacientes.

Empezaron a llegar informes de maestros de la Ciudadela desde todo Ansalon atestiguando la aparición del mismo fenómeno aterrador. Algunos habían culpado a los dragones; otros, a los Caballeros de Neraka. Después les habían llegado rumores de que los místicos oscuros también estaban perdiendo sus poderes.

Goldmoon preguntó a su consejero, Espejo, el Dragón Plateado que era guardián de la Ciudadela, si creía que Malys era la responsable.

—No, Primera Maestra, no lo creo —respondió Espejo, que en ese momento se encontraba bajo su forma humana, un hombre joven y atractivo con el cabello plateado. Goldmoon vio tristeza y preocupación en sus ojos, unos ojos que albergaban la sabiduría de siglos—. He empezado a notar que mis propios poderes menguan. Entre los dragones se rumorea que a nuestros enemigos también les está ocurriendo lo mismo.

—Entonces, algo bueno ha salido de esto —comentó Goldmoon.

—Me temo que no, Primera Maestra. —La actitud de Espejo seguía siendo grave—. El tirano que nota que el poder se le escapa de las manos no afloja los dedos, sino que aprieta más y más.

Goldmoon retornó del pasado e hizo una pausa en la puerta del hospital. Las camas estaban llenas de pacientes, algunos de los cuales dormían mientras otros charlaban en voz queda o leían. El ambiente era tranquilo, apacible. Desposeídos de gran parte de su poder místico, los sanadores habían vuelto a recurrir a las hierbas medicinales que antaño utilizaron los sanadores, en los días posteriores al Cataclismo. El olor a salvia, romero, manzanilla y menta impregnaba el aire. Sonaba una música suave. Goldmoon percibió la benéfica influencia de la relajante soledad y sintió un gran alivio al serenarse su alma. Aquí, tal vez, la propia sanadora podría curarse.

Al reparar en la presencia de Goldmoon, una de las maestras sanadoras se acercó inmediatamente para darle la bienvenida, cosa que hizo, necesariamente, en voz baja a fin de no alterar a los pacientes con una excesiva emoción. Le dijo lo complacida que se sentía por el regreso de la Primera Maestra, todo ello sin apartar los ojos del rostro cambiado de Goldmoon.

Ésta respondió algo agradable y trivial y apartó el rostro del sorprendido escrutinio de la otra mujer para mirar en derredor y preguntar por los pacientes.

—El hospital está tranquilo esta noche, Primera Maestra —contestó la sanadora mientras la conducía al interior de la sala—. Tenemos muchos pacientes, pero, por fortuna, sólo el estado de unos pocos es preocupante. Hay un bebé con difteria, un caballero que se rompió una pierna durante un torneo y un joven pescador al que rescataron cuando se ahogaba. Los demás pacientes están en período de convalecencia.

—¿Cómo se encuentra sir Wilfer? —inquirió lady Camilla.

—La fractura se ha soldado, milady —repuso la sanadora—, pero aún debe consolidarse. Él insiste en que se le dé el alta, y soy incapaz de convencerlo de que le vendría bien seguir en cama unos pocos días más para recuperarse del todo. Sé que le resulta muy aburrido estar aquí, pero quizá si vos le...

—Hablaré con él —se adelantó lady Camilla.

La oficial avanzó por las hileras de camas. La mayoría de los pacientes procedía de fuera de la Ciudadela, de pueblos y villas de Schallsea. Conocían a la anciana Goldmoon, ya que los visitaba a menudo en sus casas, pero no reconocieron a la rejuvenecida Primera Maestra. Casi todos la tomaron por una extraña y apenas le prestaron atención, cosa que ella agradeció. Al fondo de la sala había una cuna donde reposaba el bebé, con la vigilante madre a su lado. La criatura tosía y lloriqueaba, y su rostro ardía por la fiebre. Los sanadores estaban preparando un cuenco con hierbas a las que se añadiría agua hirviendo. El vapor aliviaría la tos y los pulmones congestionados del bebé. Goldmoon se acercó con intención de dirigir unas palabras de consuelo a la madre.

Mientras se aproximaba a la cuna, vio otra figura cernida sobre el quejoso bebé. Al principio, Goldmoon pensó que era uno de los sanadores. No reconocía el rostro; claro que llevaba semanas ausente del hospital, así que probablemente se trataba de un estudiante nuevo.

Aflojó el paso y se detuvo tres camas antes de la cuna del bebé; extendió una mano para apoyarse en el poste de madera de la cama.

La figura no era de un sanador. Tampoco de un estudiante. Ni de nadie vivo. Un fantasma flotaba junto al bebé: el fantasma de una mujer joven.

—Disculpadme, Primera Maestra —dijo la sanadora—. Iré a ver qué puedo hacer por el niño enfermo.

La mujer se acercó al bebé y puso sus manos sobre él pero, en el mismo instante, las manos descarnadas del fantasma se movieron, asiendo las de la sanadora.

—Entrégame el poder sagrado —susurró—. ¡Debo tenerlo o seré arrojada al olvido absoluto!

La tos del niño empeoró y la madre se inclinó sobre él. La sanadora sacudió la cabeza y retiró las manos. Su tacto curativo no había llegado al bebé, ya que el fantasma se lo había arrebatado para sí mismo.

—Debería respirar mejor con el vapor —comentó la sanadora en un tono cansado y derrotado—. Le descongestionará los pulmones.

El fantasma de la mujer se alejó y su lugar lo ocuparon otras figuras insustanciales, amontonándose junto a la cuna del bebé, con los ardientes ojos prendidos ávidamente en la sanadora. Cuando ésta se dirigió a otra cama, la siguieron, aferrándose a ella como telas de araña y en el momento en que extendió las manos para intentar curar a otro paciente, los muertos se las asieron en medio de gemidos y gritos.

—¡Mío! ¡Mío! ¡Dame el poder a mí!

Goldmoon se tambaleó. Si no hubiese estado agarrada al poste de la cama, se habría desplomado. Apretó los ojos con fuerza, confiando en que las aterradoras apariciones se desvanecieran. Al abrirlos, vio más fantasmas. Legiones de muertos se apiñaban y se empujaban unos a otros en su afán de robar para sí mismos el sagrado poder vivificador que fluía de los sanadores. Incansables, los muertos no dejaban de moverse; pasaban ante Goldmoon como un vasto y turbulento río, todos flotando en la misma dirección: el norte. A los que se agrupaban en torno a los sanadores no se les permitía permanecer mucho tiempo. Alguna voz no oída les ordenaba retirarse; alguna mano invisible tiraba de ellos hacia atrás, hacia la corriente.

El río de muertos varió el curso, fluyó en torno a Goldmoon. Los fantasmas alargaron las manos para tocarla, suplicándole que los socorriese con sus voces huecas y susurrantes.

—¡No! ¡Dejadme en paz! —gritó ella mientras retrocedía—. ¡No puedo ayudaros!

Algunos muertos pasaron ante Goldmoon al tiempo que lanzaban gemidos decepcionados. Otros se le acercaron más. Su aliento era gélido mientras que sus ojos ardían. Sus palabras eran humo y su tacto como ceniza que cayera sobre su piel.

Rostros sobresaltados la contemplaban. Rostros de seres vivos.

—¡Sanadora! —llamó alguien—. ¡Venid, aprisa! ¡La Primera Maestra!

La sanadora se acercó, muy nerviosa. ¿Habría hecho algo que hubiese ofendido a la Primera Maestra? No había sido su intención.

Goldmoon retrocedió, aterrorizada. Los muertos rodeaban a la mujer, se asían de sus brazos, tiraban de sus ropas. Los fantasmas se acercaron en tropel, rodeándola, intentando aferrar sus manos.

—Dánoslo... —suplicaban con aquellos terribles susurros—. ¡Danos lo que anhelamos...! ¡Lo que necesitamos...!

—¡Primera Maestra! —La voz de lady Camilla resonó a través de los siseantes murmullos de los muertos. Parecía muy asustada—. ¡Por favor, dejad que os ayudemos! ¡Decidnos qué os pasa!

—¿Es que no los veis? —gritó Goldmoon—. ¡Los muertos! —Señaló con el dedo—. ¡Allí, junto al bebé! ¡Y ahí, alrededor de la sanadora! ¡Y aquí, delante de mí! Los muertos nos están consumiendo, robándonos el poder curativo. ¿Es que no los veis?

Las voces gritaban alrededor de Goldmoon; voces de seres vivos. Ella no entendía lo que decían, sus palabras no tenían sentido. Le falló su propia voz y sintió que caía, pero no pudo hacer nada para evitarlo.

Se encontraba tumbada en una de las camas del hospital. Las voces seguían gritando. Abrió los ojos y vio los rostros de los muertos, rodeándola.

Загрузка...