5 El fuego sagrado

En otro tiempo, un tiempo glorioso, antes de la Guerra de la Lanza, la calzada que conducía desde Neraka hasta la ciudad portuaria de Sanction se había conservado en buen estado, ya que era la única ruta a través de las montañas conocidas como la cordillera de la Muerte. La vía —llamada la calzada de Treinta Leguas, ya que ésa era su longitud, kilómetro arriba o abajo— se había pavimentado con grava en su totalidad. Millares de pies habían marchado por ese pavimento durante los años transcurridos: pies humanos calzados con botas, pies peludos goblins, pies draconianos con garras. Habían sido tantos y tantos miles los que la habían pisado que los guijarros se habían incrustado profundamente en la tierra.

En plena Guerra de la Lanza, la calzada de Treinta Leguas estuvo abarrotada de hombres, bestias y carretas de suministro. Si alguien tenía prisa viajaba por aire, a lomos de los veloces Dragones Azules o surcando el cielo en las ciudadelas flotantes. Los que no tenían más remedio que avanzar por la calzada, se retrasaban durante días al encontrar obstaculizado el camino por centenares de soldados de infantería que recorrían cansinamente la tortuosa ruta, ya fuera en dirección a Neraka o en sentido contrario, en tanto que las carretas traqueteaban y brincaban sobre el pavimento. La vía trazaba una pronunciada pendiente, ya que descendía desde la alta meseta de montaña hasta el nivel del mar, lo que convertía el viaje en una aventura peligrosa.

Carros cargados de oro, plata, acero y cajas de joyas robadas, el botín saqueado a los pueblos conquistados por los ejércitos, iban tirados por bestias asustadizas conocidas como mamuts, los únicos animales con fuerza suficiente para arrastrar montaña arriba las pesadas carretas cargadas hasta el tope. De vez en cuando uno de los carros volcaba y esparcía el contenido o perdía una rueda, o uno de los mamuts enloquecía y arrollaba a sus cuidadores y a cualquiera que tuviese la desgracia de encontrarse en su camino. Cuando ocurría tal cosa, la calzada se cerraba completamente, el tránsito se interrumpía y los oficiales intentaban mantener el orden en sus tropas mientras echaban pestes, contrariados por el retraso.

Ya no quedaban mamuts; se habían extinguido. También habían desaparecido aquellos hombres, la mayoría de ellos viejos actualmente, algunos ya muertos, y todos ellos olvidados. La calzada se encontraba vacía, desierta. Sólo el silbante soplo del viento recorría la pulida superficie de grava incrustada, a la que se consideraba una de las maravillas de Krynn hecha por la mano del hombre.

El aire soplaba a la espalda de los caballeros negros mientras galopaban por la sinuosa culebra que era la calzada de Treinta Leguas. Aquel viento, un resto de la tormenta, aullaba entre las cumbres como el eco del Canto de los Muertos que habían escuchado en Neraka, pero sólo un eco, no tan terrible, tan pavoroso. Los caballeros marchaban a galope tendido, aturdidos, sin tener una idea clara de por qué cabalgaban o adonde se dirigían. Los embargaba una especie de éxtasis, un entusiasmo como jamás habían experimentado antes.

Galdar, ciertamente, nunca había sentido nada igual. Corría junto a Mina, impulsado por una fuerza recién descubierta. Habría sido capaz de correr desde allí hasta el Muro de Hielo sin parar. Podría haber achacado tal energía al inmenso gozo de haber recuperado su brazo, pero veía su sobrecogimiento y su fervor reflejados en los semblantes de los hombres que realizaban aquella marcha excitante y desenfrenada junto a él. Era como si llevasen consigo la tormenta: los cascos resonando con estruendo en las vertientes de las montañas, las herraduras haciendo saltar chispas en la rocosa calzada.

Mina cabalgaba a la cabeza, instándolos cuando empezaba a vencerlos la fatiga, obligándolos a mirar en su interior para hallar un poco más de la fuerza que eran conscientes de poseer. Cabalgaron a lo largo de la noche, su camino alumbrado por los relámpagos. Cabalgaron a lo largo del día, deteniéndose sólo para dar de beber a los caballos y tomar rápidamente un bocado, de pie.

Cuando los caballos parecían a punto de reventar, Mina ordenó hacer un alto. Para entonces habían recorrido más de la mitad del trayecto. El corcel rojo de la mujer, Fuego Fatuo, habría seguido adelante; de hecho, daba la impresión de que le molestara la parada, ya que pateaba y relinchaba con desagrado; sus irritadas protestas hendieron el aire y rebotaron en las cumbres montañosas.

Fuego Fatuo era extremadamente fiel a su ama y sólo a ella. No toleraba a ningún otro ser. Durante el primer alto breve que habían hecho para descansar, Galdar cometió el error de aproximarse al caballo para sujetar el estribo mientras Mina desmontaba, como se le había entrenado que hiciera con su oficial y con mucha más cortesía de la empleada con Ernst Magit. El belfo de Fuego Fatuo se retiró, enseñando los dientes, y sus ojos brillaron con una luz salvaje y siniestra que le dio a Galdar cierta idea de cómo se había ganado su nombre el animal. El minotauro se apartó precipitadamente.

A muchos caballos les asustaba la presencia de un minotauro; pensando que ése era el problema, Galdar mandó a uno de los suyos para que ayudase a su comandante, pero Mina dio la contraorden.

—No os acerquéis ninguno. Fuego Fatuo no tolera a ninguna otra persona que no sea yo. Obedece únicamente mis órdenes y eso sólo cuando coinciden con lo que le dicta su instinto. Se muestra muy protector con su jinete y me sería imposible evitar que arremetiera contra cualquiera que se aproximase demasiado.

Desmontó ágilmente, sin ayuda, y ella misma quitó la silla y la brida, tras lo cual condujo al animal a beber, le dio su forraje y lo almohazó. Los soldados atendieron a sus cansadas monturas y las ataron para la noche. Mina no les permitió encender una lumbre; según sus palabras, podría haber ojos solámnicos vigilando, y una hoguera se divisaría a gran distancia.

Los hombres estaban tan cansados como los caballos; llevaban dos días y una noche sin dormir, el terror de la tormenta los había dejado exhaustos y la marcha forzada había acabado de agotarlos. La excitación que los había impulsado tan lejos empezaba a menguar. Su aspecto era el de unos prisioneros que despertaban de un sueño maravilloso en el que disfrutaban de libertad para encontrarse con que seguían llevando argollas y cadenas.

Ya sin la corona de rayos y los ropajes del trueno, Mina parecía una chica como cualquier otra, ni siquiera una muy atractiva, por cierto; más bien, su apariencia era la de una escuálida adolescente. Los caballeros dieron cuenta de su cena bajo la luz de la luna, rezongando que se habían dejado embaucar para embarcarse en una empresa ridícula, un engañabobos, mientras lanzaban miradas iracundas a Mina. Uno de los hombres llegó incluso a decir que cualquiera de los místicos oscuros podría haberle devuelto el brazo amputado a Galdar, que no había nada de extraordinario en ello.

El minotauro podría haberlos hecho callar argumentando que ninguno de los místicos oscuros le había devuelto el brazo, aunque se lo había suplicado muy a menudo. A él le daba igual si se habían negado a hacerlo porque sus poderes no alcanzaban a tanto o porque no disponía del acero necesario para pagarles; el resultado era el mismo: los místicos oscuros de los Caballeros de Neraka no le habían devuelto el brazo. Esa chica sí lo había hecho, y a partir de ahora dedicaría su vida a servirla. No obstante, guardó silencio. Estaba dispuesto a defender a Mina con su propia vida si era necesario, pero sentía curiosidad por ver cómo resolvía por sí misma la situación cada vez más tensa.

Mina no parecía darse cuenta de que su mando sobre los hombres se le iba escapando poco a poco. Se había sentado aparte, por encima de los soldados, encaramada a un peñasco enorme. Desde su ventajosa posición, divisaba muy bien la cordillera, cuyos picos semejaban negros colmillos hincados en el estrellado cielo. Aquí y allá el fuego de volcanes activos ponía una nota anaranjada en la negrura. Abstraída, absorta en sus ideas, parecía totalmente ajena a la oleada de amotinamiento que crecía a su espalda.

—¡Así me condene si voy a Sanction! —dijo uno de los caballeros—. Sabéis bien lo que nos espera allí: ¡un millar de malditos solámnicos, ni más ni menos!

—Partiré hacia Khur con las primeras luces —anunció otro—. ¡Debía de estar atontado para haber llegado hasta aquí!

—Pues yo no pienso hacer el primer turno de guardia —abundó otro—. No nos ha dejado que encendamos una lumbre para secarnos las ropas y preparar una cena decente. ¡Que se ocupe ella del primer turno!

—¡Sí, eso, que se ocupe ella! —convinieron los demás.

—Es lo que me propongo hacer —dijo sosegadamente Mina, que se levantó, bajó de un salto a la calzada y se quedó plantada ante ellos, con las piernas separadas y los pies bien asentados en el suelo—. Haré todos los turnos de guardia esta noche. Necesitáis descansar para lo que ha de venir mañana. Deberíais dormir.

No hablaba con ira, pero tampoco había conmiseración en su voz; no era condescendiente ni transigía con la esperanza de ganarse su favor. Se limitaba a expresar un hecho constatado y presentaba un argumento lógico y racional: los hombres necesitaban descanso para afrontar el día siguiente.

Los ánimos se aplacaron, pero los caballeros seguían enfadados, comportándose como niños que han sido blanco de una broma y no les hace gracia. Mina les ordenó que extendiesen los petates y se acostaran.

Obedecieron, aunque sin dejar de rezongar porque las mantas seguían mojadas y por que no podían dormir sobre el duro suelo de piedra. Todos, del primero al último, juraron marcharse al alba.

Mina regresó a su sitio en lo alto del peñasco y volvió a contemplar las estrellas y la luna saliente. Entonces empezó a cantar.

No se parecía al Canto de los muertos, la horrible salmodia que les habían cantado los fantasmas de Neraka. El de Mina era un canto de guerra, entonado por valientes mientras marchaban contra el enemigo; un canto para enardecer los corazones de quienes lo entonaban e infundir terror en el del enemigo.

La gloria nos llama

con voz de trompeta a

cumplir grandes gestas

en el campo del valor,

a verter nuestra sangre

en el ara del fuego

y de la tierra.

La sedienta tierra,

el sagrado fuego.

La canción continuaba; era un himno entonado por los victoriosos en su momento de triunfo, un canto rememorado por un viejo soldado que relataba su valerosa hazaña.

Galdar cerró los ojos y vislumbró actos de coraje y bravura; advirtió, estremecido de orgullo, que él era uno de los que realizaban aquellas proezas, que su espada resplandecía por el blanco purpúreo del rayo y él bebía la sangre de sus enemigos. Marchaba de una batalla gloriosa a otra, con esa canción victoriosa en los labios. Y Mina siempre cabalgaba delante de él, guiándolo, inspirándolo, instándolo a seguirla hasta lo más violento del combate. El blanco purpúreo que emanaba de la mujer brillaba sobre él.

El canto finalizó. Galdar parpadeó al caer en la cuenta, con infinita sorpresa, de que se había quedado dormido. No era tal su intención, sino permanecer en vela con ella. Se frotó los ojos mientras deseaba que la mujer empezase a cantar de nuevo. Sin el himno, la noche era fría y vacía; miró alrededor para comprobar si los demás sentían lo mismo.

Todos dormían profunda y reposadamente, con una sonrisa en los labios. Habían dejado las espadas en el suelo, junto a ellos, y sus manos se cerraban sobre las empuñaduras como para incorporarse de un salto y lazarse a la refriega en un instante. Obviamente, compartían el sueño que había tenido Galdar: el sueño del canto.

Maravillado, volvió los ojos hacia Mina y se encontró con que la mujer lo observaba.

Se puso de pie y fue a reunirse con ella en lo alto del peñasco.

—¿Sabes qué vi, comandante? —preguntó.

La luna se reflejaba en sus ojos ambarinos como si estuviese encerrada en ellos.

—Lo sé —contestó Mina.

—¿Harás eso por mí, por nosotros? ¿Nos conducirás a la victoria?

Los ojos de color ámbar, que retenían cautiva a la luna, se volvieron hacia él.

—Lo haré.

—¿Es tu dios quien te prometió tal cosa?

—En efecto —contestó con tono grave.

—Dime el nombre de ese dios para que pueda venerarlo —pidió Galdar.

Mina sacudió despacio, categóricamente, la cabeza. Su mirada se apartó del minotauro y se alzó de nuevo al cielo, cuya oscuridad era antinatural ahora que la mujer había capturado la luna. La única luz que había se encontraba en sus ojos.

—No es el momento adecuado.

—¿Y cuándo lo será? —insistió Galdar.

—Los mortales ya no tienen fe en nada. Son como hombres perdidos en la niebla que no ven más allá de sus narices y, por lo tanto, es a eso a lo que siguen, si es que siguen a algo. Algunos están tan paralizados por el temor que tienen miedo de moverse. La gente ha de tener fe en sí misma para estar preparada para creer en algo que está más allá.

—¿Lograrás tú eso, comandante? ¿Harás que ocurra tal cosa?

—Mañana presenciarás un milagro.

—¿Quién eres? —preguntó el minotauro, que se sentó en la roca—. ¿De dónde vienes?

Mina lo miró y esbozó una sonrisa.

—¿Quién eres tú, suboficial? ¿De dónde vienes? —inquirió a su vez.

—Vaya, pues soy un minotauro. Nací en...

—No. —La mujer negó suavemente con la cabeza—. ¿De dónde, antes de eso?

—¿Antes de nacer? —Galdar estaba desconcertado—. Lo ignoro. Nadie sabe eso.

—Exacto.

El minotauro se rascó la astada cabeza y se encogió de hombros. Era obvio que no quería decírselo. ¿Por qué iba a hacerlo? No era de su incumbencia. Además, a él le daba lo mismo. Ella tenía razón; hasta ese momento no había creído en nada. Ahora había encontrado algo en que creer: en Mina.

—¿Sigues cansado? —preguntó la mujer inopinadamente.

—No, jefe de garra —respondió Galdar. Sólo había dormido unas horas, pero el sueño lo había dejado como nuevo.

—No me llames «jefe de garra». Quiero que me llames «Mina».

—Pero eso no está bien, jefe de garra —protestó el minotauro—. Llamarte por tu nombre no muestra el debido respeto.

—Si los hombres no me respetan, ¿qué importa cómo me llamen? —replicó ella. Luego añadió con tranquila convicción:— Además, el rango que ostento no existe todavía.

Galdar pensó sinceramente que ahora se daba ínfulas, que necesitaba que le bajaran un poco los humos.

—Tal vez piensas que deberías ocupar el cargo del Señor de la Noche —sugirió a modo de broma, refiriéndose al rango más alto que podía alcanzarse en la Orden de los Caballeros de Neraka.

—Llegará el día en que el Señor de la Noche se arrodillará ante mí —dijo, completamente en serio.

El minotauro conocía bien a lord Targonne y le costaba imaginar al ambicioso avaro arrodillándose por ningún motivo, excepto para recoger un céntimo caído en el suelo. Puesto que no sabía qué decir ante aquella absurda idea, guardó silencio y evocó de nuevo el sueño de gloria, buscándolo en su recuerdo como el sediento busca el agua. Deseaba con todo su corazón creer en él, en que era algo más que un espejismo.

—Si de verdad no estás cansado, Galdar, quiero pedirte un favor —continuó la mujer.

—Lo que sea, jefe... Mina —balbuceó.

—Mañana entraremos en combate. —Un leve ceño rompió la tersura de su tez—. No tengo un arma ni tampoco he sido entrenada en su manejo. ¿Crees que nos daría tiempo esta noche para que me instruyas?

Galdar se quedó boquiabierto; se preguntó si habría oído bien. Estaba tan estupefacto que no supo qué contestar.

—¿Que tú no...? ¿Nunca has empuñado un arma? —preguntó. La mujer se limitó a sacudir la cabeza—. ¿Has tomado parte en alguna batalla, Mina?

Ella volvió a hacer un gesto negativo antes de hablar.

—No, Galdar. —Sonrió—. Por eso te pido ayuda. Nos alejaremos un poco para practicar y así no molestaremos a los otros. No te preocupes por ellos, que no corren peligro. Fuego Fatuo me avisará si se aproxima un enemigo. Trae el arma que consideres que me será más fácil aprender a manejar.

Mina echó a andar calzada adelante para encontrar un lugar adecuado donde practicar; el pasmado Galdar se quedó buscando entre las armas que los otros y él llevaban hasta dar con la apropiada para una muchacha que jamás había blandido una y que al día siguiente los conduciría a la batalla.

El minotauro se devanó los sesos en un intento de recobrar algo de sentido común. Un sueño que parecía realidad; la realidad que parecía un sueño. Desenvainó su daga, la contempló un momento, observó cómo la luz de la luna fluía como azogue a lo largo de la hoja. Hincó la punta en su brazo, el mismo que Mina le había devuelto. El agudo dolor y el cálido fluir de la sangre demostraban que el miembro era real, confirmaban que él estaba despierto.

Galdar había dado su palabra, y lo único que en toda su vida no había pisoteado, vendido o desechado era su honor. Volvió a enfundar la daga y examinó el montón de armas.

Una espada quedaba descartada. No había tiempo para entrenarla adecuadamente en su uso y acabaría haciéndose más daño a sí misma o a quienes estuviesen a su lado que a un enemigo. No hallaba nada que le pareciese apropiado; entonces advirtió que la luz de la luna se reflejaba con mayor intensidad en un arma en particular, como si quisiera dirigir su atención hacia ella; era una maza de armas a la que los soldados llamaban «lucero del alba», ya que las puntas que remataban la cabeza le daban aspecto de estrella. Galdar la observó fijamente y luego, con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo, la cogió. La maza no era pesada, no se precisaba demasiada habilidad para aprender a utilizarla y era bastante efectiva contra caballeros protegidos con armadura. Sólo había que asestar golpes a un adversario hasta que la coraza se quebraba como la cáscara de una nuez. Por supuesto, también había que esquivar el arma del enemigo mientras se propinaban los golpes. El minotauro tomó un escudo pequeño y, así pertrechado, se alejó por la calzada dejando de guardia a un caballo.

—Me he vuelto loco —refunfuñó—. De remate. Como una cabra.

Mina había localizado un espacio despejado entre las rocas que seguramente los ejércitos de antaño utilizaban para acampar en sus desplazamientos a lo largo de la calzada. Asió la maza, la examinó con ojo crítico y la sopesó para comprobar su equilibrio. Galdar le mostró cómo sostener el escudo y dónde colocarlo para sacar la mayor ventaja de él. La instruyó en el uso de la maza y después ensayaron algunos ejercicios sencillos para que la mujer se familiarizase con el arma.

Se sintió satisfecho (y aliviado) al ver que Mina aprendía rápido. Aunque de constitución ligera, tenía los músculos bien desarrollados.

También poseía sentido del equilibrio y sus movimientos eran gráciles y fluidos. El minotauro levantó su propio escudo y dejó que la mujer practicase unos golpes. El primero fue impresionante, el segundo lo hizo retroceder, el tercero causó un gran abollón en el escudo y la sacudida en el brazo le llegó hasta el tuétano.

—Me gusta esta arma, Galdar —dijo Mina con aire aprobador—. Has elegido bien.

Galdar gruñó, se frotó el brazo lastimado y soltó el escudo. Luego desenvainó su espada, envolvió la hoja en una capa, atándola fuerte con una cuerda, y adoptó la postura de combate.

—Ahora vamos a trabajar —anunció.

Al cabo de dos horas, el minotauro no salía de su asombro ante los adelantos de su alumna.

—¿Seguro que nunca has recibido entrenamiento como soldado? —inquirió al hacer una pausa para recobrar el aliento.

—Nunca —contestó Mina—. Te lo demostraré. —Soltó el arma y le enseñó la mano con la que había sostenido la maza—. Juzga por ti mismo.

La suave palma estaba en carne viva y sangraba por las ampollas abiertas. Sin embargo no se había quejado una sola vez ni había vacilado al golpear aunque el dolor de las heridas tenía que ser intenso.

Galdar la observó con franca admiración. Si había una virtud que los minotauros valoraban era la entereza de soportar el dolor en silencio.

—El espíritu de un gran guerrero debe de morar en ti, Mina. Mi gente cree que una cosa así es posible. Cuando uno de nuestros guerreros muere valerosamente en batalla, es costumbre de mi tribu extraerle el corazón y comerlo con la esperanza de que su espíritu entre en el nuestro.

—Los únicos corazones que comeré yo serán los de mis enemigos —respondió Mina—. Mi fuerza y mi destreza me los han dado mi dios. —Se agachó para recoger la maza.

—No, se acabaron las prácticas por esta noche —manifestó Galdar, que asió la maza antes de que los dedos de la mujer llegaran a ella—. Hemos de curar esas rozaduras —dijo—. Me temo que ni siquiera podrás asir las riendas de tu caballo por la mañana, cuanto menos un arma. Quizá deberíamos esperar aquí unos pocos días hasta que se te hayan curado.

—Hemos de llegar a Sanction mañana —repitió Mina—. Así ha sido ordenado. Si nos retrasamos un solo día, la batalla habrá terminado y nuestras tropas habrán sufrido una terrible derrota.

—Sanction lleva mucho tiempo bajo asedio —comentó el minotauro, con aire incrédulo—. Desde que esos asquerosos solámnicos hicieron un pacto con el bastardo que gobierna la ciudad, Hogan Rada. Nosotros no podemos desalojarlos, y a ellos les es imposible rechazarnos, de modo que la batalla está en tablas. Atacamos las murallas a diario y ellos las defienden. Mueren civiles, algunas zonas de la ciudad se incendian. Acabarán cansándose de esa situación y se rendirán. El cerco dura ya más de un año, así que no veo qué importancia puede tener un día más. Quedémonos y descansa.

—No lo ves porque tus ojos no están completamente abiertos —adujo Mina—. Tráeme un poco de agua para lavarme las manos y un trapo para limpiar la sangre. No temas, podré cabalgar y luchar.

—¿Por qué no te curas tú misma, Mina? —sugirió el minotauro para ponerla a prueba, confiando en ser testigo de otro milagro—. Como hiciste conmigo.

Los ojos ambarinos captaron la luz del cercano amanecer, que empezaba a teñir el cielo. La mujer miró hacia el este, y a Galdar le vino a la cabeza la idea de que ella contemplaba ya el ocaso del día siguiente.

—Serán centenares los que morirán sufriendo horriblemente —musitó—. El dolor que soporto es un tributo a ellos, y lo brindo a mi dios como una ofrenda. Despierta a los otros, Galdar, es la hora.

El minotauro esperaba que más de la mitad de los soldados se marcharía, como había amenazado la noche anterior. Cuando regresó al campamento se encontró con que los hombres ya estaban despiertos y desperezándose. Su ánimo era excelente, y se mostraban seguros y excitados al hablar de las osadas hazañas que realizarían a lo largo del día; hazañas que, según ellos, habían vivido en unos sueños más reales que las horas de vigilia.

Mina apareció entre ellos asiendo el escudo y la maza; las manos le seguían sangrando y Galdar la observó con preocupación. Se encontraba cansada por el ejercicio y la dura cabalgada del día anterior. Allí, en mitad de la calzada, sola, de repente pareció una criatura mortal, frágil, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Las manos debían de arderle y, sin duda, sus músculos estarían acalambrados. Suspiró hondo y alzó la vista al cielo, como preguntándose si realmente tenía fuerza para seguir adelante.

Al verla, los caballeros levantaron sus espadas y golpearon con ellas los escudos a guisa de saludo.

—¡Mina! ¡Mina! —clamaron, y sus voces resonaron en las montañas, que devolvieron el eco creando un sonido enardecedor como la llamada de las trompetas.

Mina irguió la cabeza. El saludo fue como vino para su ánimo, y alejó el desfallecimiento. Entreabrió los labios y bebió hasta apurarlo. El cansancio desapareció como quien se quita unas ropas andrajosas. Su armadura brilló rojiza con la refulgente luz del sol saliente.

—Cabalguemos a galope tendido. En este día marchamos hacia la gloria —les dijo, y los caballeros vitorearon con entusiasmo.

Fuego Fatuo acudió a su llamada. La mujer montó y asió las riendas firmemente con las manos sangrantes y heridas. Fue entonces cuando Galdar, que había ocupado su sitio junto a ella para correr al lado de su estribo, advirtió que Mina llevaba en el cuello un medallón plateado colgado de una cadena también de plata. Lo observó detenidamente para ver qué tenía grabado en la superficie.

No había nada. La plata aparecía intacta, sin marca alguna. Le pareció raro. ¿Por qué llevar un medallón sin símbolos? No tuvo oportunidad de preguntarle, ya que en ese instante Mina clavó los talones en los flancos de su montura.

Fuego Fatuo emprendió galope calzada adelante.

Los caballeros de Mina marcharon detrás de ella.

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