29 Prisión de ámbar

La mañana de verano amaneció inusitadamente fría en Silvanesti.

—Un buen día para batallar, caballeros —dijo Mina a sus oficiales reunidos.

Galdar dirigió los vítores, que sacudieron los árboles a lo largo de la orilla del río, haciendo que las hojas de los álamos temblaran.

—Que nuestro valor haga temblar del mismo modo a los elfos —deseó el capitán Samuval—. ¡Hoy nos aguarda una gran victoria, Mina! ¡No podemos fallar!

—Muy por el contrario, hoy seremos derrotados —anunció la joven en tono frío.

Caballeros y oficiales la contemplaron de hito en hito, sin comprender. La habían visto realizar milagro tras milagro hasta el punto de que ahora se amontonaban uno sobre otro como la loza en el armario de cocina de un ama de casa ordenada. La idea de que esos milagros fueran a caerse del armario para hacerse trizas era una catástrofe a la que no daban crédito. No se lo creían.

—Bromea —comentó Galdar, que intentó pasar el mal trago con una risa, pero Mina sacudió la cabeza.

—Perderemos la batalla de hoy. Un ejército de mil guerreros elfos nos sale al paso para tantearnos. Nos superan en más de dos a uno. No podemos vencer.

Los caballeros y oficiales intercambiaron miradas intranquilas.

—Pero aunque perdamos esta batalla —prosiguió Mina con una ligera sonrisa y sus ambarinos ojos iluminados por un fantasmagórico brillo interno que hacía que los rostros reflejados en ellos titilaran como estrellas diminutas—, hoy ganaremos la guerra. Pero sólo si me obedecéis sin rechistar. Sólo si seguís mis órdenes al pie de la letra.

Los hombres esbozaron una mueca, ahora relajados.

—Así lo haremos, Mina —respondieron a voces varios, en tanto que el resto vitoreaba.

La muchacha había dejado de sonreír; el ámbar de sus ojos fluyó sobre ellos, se solidificó alrededor, los inmovilizó en el sitio.

—Obedeceréis mis órdenes aunque no las entendáis. Aunque no os gusten. Debéis jurarlo de rodillas, con el Único como testigo de vuestro juramento, el dios sin nombre que castigará terriblemente a quien lo rompa. ¿Lo juráis?

Los caballeros hincaron rodilla en tierra formando un semicírculo alrededor de la joven. Desenvainaron las espadas y las sostuvieron por la hoja, por la punta y por debajo de la empuñadura. Luego las alzaron hacia ella. El capitán Samuval se arrodilló e inclinó la cabeza. Pero Galdar permaneció de pie y la muchacha volvió los ojos hacia el minotauro.

—De ti más que de ningún otro, Galdar, depende el resultado de esta batalla. Si rehusas obedecerme, si te niegas a obedecer al dios que te devolvió tu brazo de guerrero, estamos perdidos. Todos nosotros. Pero, especialmente, tú.

—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —inquirió él con aspereza—. Dímelo antes para que sepa a qué atenerme.

—No, Galdar —repuso quedamente la joven—. O confías en mí o no confias. O pones tu fe en el Único o no la pones. ¿Qué decides?

Lentamente, el minotauro se hincó de rodillas ante Mina. Despacio, desenvainó la espada y la sostuvo en alto como los demás. Lo hizo con la mano que el dios le había devuelto.

—¡Lo juro, Mina! —prometió.

—¡Lo juro! —corearon los demás como un solo hombre.


El campo de batalla era una extensa zona de cultivo localizada a orillas del Thon-Thalas. Los soldados elfos pisotearon los tiernos brotes de trigo con sus suaves botas de cuero. Los arqueros ocuparon sus posiciones entre los altos y verdes tallos granados de maíz. El general Konnal hizo instalar su tienda de mando en un huerto de melocotoneros. Las aspas de un gran molino de viento chirriaban mientras giraban sin cesar, impulsadas por el aire que tenía un cierto regusto a cosecha de otoño.

En aquel campo habría cosecha, una espantosa: la de jóvenes vidas. Cuando todo hubiese acabado, el agua que corría a los pies del molino de viento lo haría teñida de rojo.

El campo se interponía entre el enemigo que se aproximaba y Silvanost, la capital. Los elfos se pusieron en el camino del ejército, con intención de detener a la fuerza de la Oscuridad antes de que llegase al corazón del reino. Los silvanestis se sentían ultrajados, insultados, enfurecidos. En cientos de años, ningún enemigo había pisado su sagrada tierra. El único adversario contra el que habían luchado fue uno creado por ellos mismos: la pesadilla de Lorac.

Su maravilloso escudo mágico les había fallado. Ignoraban cómo o por qué, pero los elfos estaban convencidos de que era el resultado de una perversa maquinación de los Caballeros de Neraka.

—Y por ello, general —decía Glauco en ese momento—, la captura de su cabecilla es de máxima importancia. Traed a la muchacha para que la someta a interrogatorio. Me revelará cómo se las ingenió para burlar el escudo mágico.

—¿Y qué te hace pensar que te lo dirá? —instó Konnal, molesto con el hechicero y su insistencia machacona en aquel único punto.

—Podría negarse, general, pero no tendrá opción —le aseguró Glauco—. Utilizaré la sonda de la verdad con ella.

Se encontraban en la tienda de mando. Se habían reunido a primera hora de la mañana con los oficiales elfos, y Silvan había explicado su estrategia. Los oficiales convinieron en que era una buena táctica y Konnal los despidió para que desplegaran a sus hombres. De acuerdo con los informes, el enemigo estaba a ocho kilómetros de distancia. Según los exploradores, los Caballeros de Neraka se habían detenido para equiparse y ponerse las armaduras. Obviamente se preparaban para la batalla.

—No puedo prescindir de los hombres que harían falta para capturar a un único oficial, Glauco —añadió el general mientras anotaba sus órdenes en un gran libro—. Si la chica es hecha prisionera durante la batalla, estupendo. Si no... —Se encogió de hombros y continuó escribiendo.

—Yo me encargaré de capturarla, general —se ofreció Silvan.

—Rotundamente no, majestad —se apresuró a decir el hechicero.

—Ponedme al mando de un pequeño destacamento de guerreros montados —urgió Silvan mientras se plantaba de dos zancadas ante el general—. Daremos un rodeo por el flanco y nos acercaremos por la retaguardia. Esperaremos hasta que la batalla esté en pleno apogeo y entonces cargaremos entre sus líneas en formación de cuña, acabaremos con su guardia personal y capturaremos a esa oficial para traerla de vuelta a nuestras líneas.

Konnal alzó la vista de su trabajo.

—Tú mismo afirmaste, Glauco, que descubrir cómo esos malditos demonios habían atravesado el escudo sería muy útil. Creo que el plan de su majestad tiene posibilidades.

—Su majestad correría un gran peligro —protestó el hechicero.

—Ordenaré que miembros de mi propia guardia cabalguen con el rey —propuso Konnal—. No le ocurrirá nada.

—Más vale que no —dijo en tono suave Glauco.

Haciendo caso omiso de su consejero, Konnal se dirigió a donde estaba extendido el mapa y lo examinó. Puso el índice en cierto punto.

—Supongo que su cabecilla tomará posición aquí, en esta elevación. Ahí es donde deberéis buscarlos, a ella y a su guardia personal. Podéis rodear la batalla cabalgando por esta arboleda y después salir por este punto. Os encontraréis prácticamente encima de ellos. Tendréis el elemento sorpresa a vuestro favor y podréis atacarlos antes de que adviertan vuestra presencia. ¿Está de acuerdo vuestra majestad?

—Es un plan excelente, general —convino Silvan, entusiasmado.

Iba a ponerse su armadura nueva, de excelente manufactura y bello diseño. El pectoral lucía un grabado de una estrella de doce puntas, y el yelmo tenía dos alas de reluciente acero a semejanza de las de un cisne. Llevaba espada nueva, y ahora sabía cómo utilizar una tras pasarse muchas horas al día practicando desde su llegada a Silvanost con un experto espadachín elfo, que se había mostrado extremadamente satisfecho de los progresos de su majestad. Silvan se sentía invencible. La victoria sería de los elfos ese día, y estaba resuelto a jugar una parte gloriosa en ella, una parte que se celebraría en relatos y canciones a lo largo de generaciones venideras.

Salió, eufórico, a prepararse para la batalla.

Glauco se quedó en la tienda, remoloneando.

Konnal había reanudado su tarea y aunque el hechicero no hizo ruido, el general notó su presencia, del mismo modo que se perciben unos ojos hambrientos que te vigilan desde un oscuro bosque.

—Márchate, tengo trabajo que hacer.

—Ya me voy. Sólo quería hacer hincapié en lo que dije antes: la seguridad del rey es primordial.

El general firmó un documento y luego alzó la vista.

—Si le ocurre algo, no será por mediación mía. No soy un ogro para matar a uno de los míos. Ayer me precipité al hablar, sin pensar lo que decía. Daré órdenes a mis guardias para que lo protejan como si fuese mi propio hijo.

—Excelente, general. Eso me tranquiliza mucho —comentó Glauco al tiempo que exhibía su hermosa sonrisa—. Mis esperanzas para esta nación y sus gentes dependen de él. Silvanoshei Caladon tiene que vivir para regir Silvanesti durante muchos años. Como hizo su abuelo antes que él.


—¿Seguro que no quieres cambiar de idea sobre lo de acompañarnos, Kiryn? ¡Ésta será una batalla que se celebrará durante generaciones!

Silvan no podía estarse quieto mientras su escudero intentaba abrochar las correas de la armadura ataujiada del rey, tarea que no le resultaba nada fácil. El cuero nuevo carecía de flexibilidad y las correas se resistían, y Silvan, con su constante rebullir, no facilitaba las cosas.

—¡Si vuestra majestad tuviera a bien quedarse quieto un instante! —suplicó el exasperado escudero.

—Lo siento —se disculpó el joven monarca, que hizo lo que le pedía, aunque sólo durante unos instantes. Luego volvió la cabeza para mirar a Kiryn, que se encontraba sentado en un catre—. Podría prestarte una armadura. Tengo otra completa.

—Mi tío me ha asignado una misión —respondió su primo—. He de ocuparme de llevar despachos y mensajes entre los oficiales. Tengo que moverme con rapidez, así que nada de armadura para mí.

Se oyó el toque de una trompeta, y Silvan dio tal respingo de excitación que deshizo buena parte del trabajo de su escudero.

—¡El enemigo está a la vista! ¡Apresúrate, pedazo de zopenco!

El escudero inhaló bruscamente y se mordió la lengua para no replicar. Kiryn lo ayudó y, entre los dos, consiguieron que el rey estuviera preparado para la batalla.

—Te abrazaría para desearte suerte, primo —dijo Kiryn—, pero me haría cardenales que me durarían una semana. Sin embargo, te deseo toda la suerte del mundo —añadió en actitud sería mientras estrechaba la mano del rey—, aunque creo que no la necesitarás.

Silvan adoptó un aire grave, solemne, durante un momento.

—En las batallas siempre hay riesgo, como solía decir Samar. El coraje de un solo hombre puede salvar el día, así como puede echarlo a perder la cobardía de un único soldado. Eso es lo que más temo, primo. Más incluso que la muerte. Me aterra la idea de acobardarme y huir del campo de batalla. He sido testigo de ello, he visto hombres buenos y valerosos caer de rodillas, temblorosos, sollozando como niños.

—El coraje de tu madre corre por tus venas, junto con la fortaleza de tu padre —lo animó Kiryn—. No les fallarás allí donde estén. Ni a tu pueblo. Ni a ti mismo.

Silvan respiró profundamente el aire perfumado por las flores y lo soltó lentamente. La luz del sol semejaba miel derramándose desde el cielo. Todo alrededor eran ruidos y olores familiares: los sonidos de la batalla y la guerra; los olores a cuero y a sudor. Había nacido y crecido entre ellos y había llegado a odiarlos, pero, curiosamente, también los había echado de menos. Cayó en la cuenta de que su patio de juego había sido el campo de batalla, y su cuna, una tienda de mando. Allí se sentía más a gusto, más como en casa, que en su exquisito palacio.

Salió de la tienda con una sonrisa melancólica en los labios; su armadura plateada y dorada brilló intensamente bajo la luz del sol y su aparición fue recibida con aclamaciones entusiastas de su pueblo.

Los planes de batalla de ambos bandos eran sencillos. Los elfos formaron filas a través del campo, con los arqueros en la retaguardia. Los Caballeros de Neraka desplegaron sus líneas, menos numerosas, entre los árboles de una ladera poco empinada, confiando en incitar a los elfos a lanzar un ataque precipitado, cuesta arriba.

Konnal era demasiado listo para caer en eso. Se armó de paciencia, todo lo contrario que sus tropas, pero las mantuvo bajo control. Tenía tiempo; todo el del mundo. Los Caballeros de Neraka, escasos de víveres, no.

Casi a media tarde, un único toque de trompeta resonó en las colinas. Los elfos empuñaron sus armas. El ejército de la Oscuridad salió de las colinas a todo correr, gritando insultos y desafíos a sus enemigos. Flechas de los dos bandos surcaron el cielo y formaron un dosel mortífero sobre las cabezas de los combatientes, que se encontraron con un estruendo retumbante.

Una vez iniciado el combate, Silvan y su escolta montada galoparon a través del bosque, por el lado oeste del campo de batalla. Oculta su reducida fuerza por los árboles, rodearon el flanco de su propio ejército, cruzaron más allá de las líneas adversarias y las flanquearon. Nadie reparó en ellos; nadie lanzó la voz de alarma. Los que combatían sólo tenían ojos para el enemigo que estaba frente a ellos. Al llegar a un punto cercano al borde del campo, Silvan ordenó hacer un alto levantando la mano. Avanzó cautelosamente hasta el límite del bosque, acompañado por el jefe de la guardia del general. Los dos observaron el campo de batalla.

—Envía a la patrulla de reconocimiento —ordenó Silvan—. Que los batidores vuelvan para informar en el momento en que hayan localizado a los mandos del enemigo.

Los batidores se alejaron por el bosque, acercándose más al campo de batalla. Silvan aguardó mientras presenciaba la marcha del combate.

La lucha se dirimía cuerpo a cuerpo ahora. Los arqueros de ambos bandos habían dejado de tener utilidad, ya que los dos ejércitos se hallaban unidos en un sangriento abrazo. Al principio, el joven monarca no sacó nada en claro del confuso panorama que presenciaba, pero después de observar unos minutos le pareció que el ejército elfo iba ganando terreno.

—Podemos decir ya que es una gloriosa victoria, majestad —manifestó el jefe de la guardia en actitud triunfante—. ¡Esas sabandijas están retrocediendo!

—Sí, tienes razón —convino Sirvan, ceñudo.

—Vuestra majestad no parece complacido. ¡Estamos aplastando a los humanos!

—Eso parece —repuso Silvan—. Pero si te fijas bien, advertirás que el enemigo no huye en desbandada. Retrocede, desde luego, pero sus movimientos son calculados, disciplinados. ¿Ves cómo mantienen las líneas? ¿Ves cómo un hombre se adelanta para ocupar el hueco si otro cae? Nuestros soldados, por el contrario, han perdido completamente el control —añadió, disgustado.

Los elfos, al ver retroceder al enemigo, habían roto filas y se abalanzaban sobre sus adversarios con ferocidad, sin hacer caso a las órdenes de sus oficiales. Toques de trompeta compitiendo entre sí resonaban por encima de los gritos de los heridos y los moribundos, sosteniendo su propia batalla. Silvan advirtió que los caballeros negros estaban muy pendientes de los toques de sus trompetas y que respondían de inmediato a las órdenes lanzadas por sus voces metálicas, en tanto que los enfurecidos elfos estaban sordos a todo.

—Aun así —dijo Silvan—, ganaremos sin remedio, habida cuenta de que los superamos en gran número. El único modo de que perdiéramos la batalla sería que volviésemos nuestras espadas contra nosotros mismos. Tendré unas palabras con el general Konnal a mi regreso, sin embargo. Samar jamás habría permitido semejante falta de disciplina.

—¡Majestad! —Uno de los batidores regresó cabalgando a galope tendido—. ¡Hemos localizado a los oficiales!

Silvan hizo que su caballo diese media vuelta y fue en pos del batidor. Apenas habían recorrido un trecho a través del bosque cuando se encontraron con otro de los exploradores, que se había quedado atrás para vigilar.

—Allí, majestad —señaló—. En aquella elevación. Es fácil divisarlos.

En efecto, lo era. En el altozano había un corpulento minotauro, el primero que Silvan veía en su vida. Vestía todas las galas de un Caballero de Neraka. Un espadón enorme colgaba de su cinturón a un costado. Observaba atentamente el desarrollo de la batalla. Otros doce caballeros, montados en corceles, también contemplaban el combate. Junto a ellos, el portaestandarte sostenía una bandera que tal vez había sido blanca en otros tiempos, pero que ahora tenía un sucio color marrón rojizo, como si se hubiese empapado en sangre. Un asistente sostenía las riendas de un magnífico corcel rojo.

—Sin duda el minotauro es su jefe —comentó Silvan—. Nos informaron mal.

—No, majestad —contestó el batidor—. Mirad allí, detrás del minotauro. Ésa es la comandante, la que lleva el fajín carmesí.

Silvan no la divisó al principio, pero entonces el minotauro se desplazó hacia un lado para conferenciar con otro de los caballeros. Detrás, una humana delgada, de aspecto delicado, se erguía sobre un peñasco, con la mirada prendida, absorta, en la batalla. Llevaba el yelmo debajo del brazo, y a un costado, colgando del cinturón, un «lucero del alba».

—¿Que ésa es la comandante? —Silvan no salía de su asombro—. No parece lo bastante mayor para haber asistido a su primer baile, cuanto menos para dirigir tropas veteranas en una batalla.

Como si la joven lo hubiese oído, aunque tal cosa era imposible ya que se encontraba a más de cuarenta metros de distancia, giró el rostro en su dirección. Silvan se sintió de repente al descubierto bajo aquella mirada y retrocedió prestamente, manteniéndose en las sombras del espeso bosque.

La muchacha siguió mirando fijamente en su dirección durante varios segundos, y Silvan tuvo la certeza de que habían sido descubiertos. Iba a dar la orden de continuar cuando la chica giró la cabeza hacia otro lado. Al parecer, le dijo algo al minotauro, ya que éste dejó de hablar con el otro oficial y se acercó a ella. Incluso desde tan lejos, a Silvan no le pasó inadvertido que el minotauro la trataba con gran respeto, hasta con reverencia. Escuchó atentamente sus órdenes, echó una ojeada por encima del hombro hacia el campo de batalla y su astada cabeza asintió.

Entonces se volvió y, con un gesto de la mano, llamó a los caballeros. Lanzando un rugido, el minotauro corrió hacia la vanguardia de sus líneas; los caballeros galoparon en pos de él, aunque Silvan no entendía con qué propósito. Tal vez para lanzar una contracarga.

—¡Ahora es nuestra oportunidad, majestad! —exclamó el jefe de la guardia, excitado—. Se ha quedado sola.

Aquello era un golpe de suerte increíble; tanto que Silvan receló de su buena fortuna. Vaciló un momento antes de ordenar a sus hombres que avanzaran, temiendo una trampa.

—¡Majestad! —lo urgió el jefe de la guardia—. ¿A qué esperáis?

Silvan siguió escudriñando los alrededores, pero no vio tropas preparadas para tenderles una emboscada. Los caballeros enemigos se alejaban a galope de su comandante.

El joven monarca espoleó a su montura y salió a galope tendido, seguido por su grupo. Cabalgaron veloces como una flecha, con Silvan como la punta plateada dirigida directamente al corazón del enemigo. Recorrieron la mitad de la distancia que los separaba de la muchacha antes de que su presencia fuese advertida. La chica mantenía la vista fija en sus tropas, y fue el portaestandarte quien los localizó. Gritó al tiempo que los señalaba; el caballo rojo alzó la testa y relinchó lo bastante fuerte como para rivalizar con el toque de trompetas.

Al oírlo, el minotauro frenó la carga y se giró.

Silvan no perdió de vista al minotauro, por el rabillo del ojo, mientras cabalgaba; clavó espuelas en los flancos de su caballo, instándolo a correr más deprisa. La frenética cabalgada resultaba estimulante. Experimentado jinete, dejó atrás a su cuerpo de guardia; ya estaba cerca de su objetivo. La muchacha tenía que haber oído el estruendoso trapaleo de cascos, pero seguía sin volver la cabeza.

Un fuerte y terrible bramido resonó en el campo de batalla; un bramido de angustia, rabia y furia. Un rugido tan espantoso que su sonido hizo que a Silvan se le encogiese el estómago y que el sudor su frente. Volvió la cabeza y vio al minotauro corriendo hacia él con el inmenso espadón enarbolado para partirlo en dos de un golpe. Silvan apretó los dientes y azuzó más a su caballo. Si conseguía coger a la chica, podría utilizarla de escudo y de rehén.

El minotauro era extraordinariamente veloz. Aunque iba a pie, mientras que Silvan montaba a caballo, parecía que alcanzaría al joven elfo antes de que su montura pudiese llegar hasta la comandante enemiga. Silvan desvió la vista del minotauro hacia la muchacha, quien todavía no había advertido su presencia. Sus ojos permanecían fijos en el minotauro.

—¡Galdar! —gritó con una voz muy clara, aunque extrañamente profunda—. ¡Recuerda tu juramento!

Sus palabras resonaron por encima de los gritos y el estruendo de las armas y tuvieron sobre el minotauro el efecto de una lanza que se clavara en su corazón. Frenó su veloz carrera y la miró intensamente, con aire suplicante.

Sin embargo ella no cedió. Alzó los ojos al cielo. El minotauro soltó otro rugido de rabia y después hincó el espadón en tierra, hundiéndolo en el campo de maíz con tal fuerza que la hoja quedó enterrada hasta la mitad.

Silvan galopó cuesta arriba. Por fin la muchacha dejó de contemplar el cielo y lo miró.

Ojos de color ámbar. Silvan jamás había visto nada igual. No le repelían, sino que lo atraían. Cabalgó hacia ella y sólo vio sus ojos. Era como si cabalgase hacia ellos.

La muchacha empuñó su maza y lo esperó sin miedo.

Silvan ascendió la cuesta a toda velocidad y llegó a la altura de la chica. Ella arremetió con el «lucero del alba», pero el elfo desvió su golpe con facilidad, de una patada. Con otro punterazo la desarmó y la hizo recular dando traspiés. La muchacha perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Los guardias del joven monarca la rodearon, mataron al portaestandarte e intentaron agarrar al caballo, pero el animal empezó a cocear. Tras soltarse de un tirón del soldado que agarraba las riendas, el corcel emprendió galope hacia la retaguardia del ejército, como si quisiera unirse a la batalla solo, sin jinete.

La chica estaba tendida en el suelo, aturdida. Estaba cubierta de sangre, pero Silvan no sabía si era suya o del portaestandarte, que yacía decapitado a su lado.

Temiendo que los caballos la pisotearan, Silvan ordenó a sus guardias, enfurecido, que se apartaran. Desmontó, corrió hacia ella y la levantó en sus brazos. La joven gimió y sus ojos parpadearon; inhaló, recobrando la respiración. Estaba viva.

—Yo la cogeré, majestad —se ofreció el jefe de la guardia.

Pero Silvan no la soltó. La montó en su caballo y él lo hizo detrás; después la rodeó firmemente con un brazo y asió las riendas con la otra mano. La cabeza de la muchacha reposaba sobre el plateado peto del elfo. Silvan jamás había visto un rostro tan delicado, tan perfectamente formado, tan bello. La sostuvo contra sí tiernamente, con ansiedad.

—¡En marcha! —ordenó y emprendió galope hacia el bosque, a buen paso, pero no tan deprisa como para correr el riesgo de lastimarla.

Pasó delante del minotauro, que estaba de rodillas junto a su espada enterrada, con la astada cabeza inclinada en un gesto de infinito desconsuelo.

—Soldados, ¿qué os proponéis? —demandó Silvan. Varios de los elfos empezaban a dirigir sus monturas hacia el minotauro, con las espadas enarboladas—. No es una amenaza para nosotros. Dejadlo en paz.

—Es un minotauro, majestad. Los de su raza siempre son una amenaza —protestó el jefe del grupo.

—¿Lo matarías aun estando desarmado y sin ofrecer resistencia? —instó severamente el joven monarca.

—Él no tendría ningún reparo en matarnos si la situación fuera a la inversa —argumento, sombrío, el oficial elfo.

—Es decir, que ahora nos hemos rebajado a la altura de las bestias —replicó fríamente Silvan—. He dicho que lo dejéis en paz, oficial. Hemos cumplido nuestro objetivo. Salgamos de aquí antes de que los demás se nos echen encima.

Ésa era una posibilidad, de hecho, más que probable. El ejército de los Caballeros de Neraka retrocedía ahora rápidamente y lo hacía en orden, manteniendo la formación de las filas. Silvan y sus caballeros se alejaron a galope del campo de batalla, el joven monarca llevando su trofeo entre los brazos con orgullo.

Llegaron a la sombra de los árboles; la muchacha rebulló y volvió a gemir antes de abrir los ojos.

Silvan se miró en ellos y se vio a sí mismo atrapado en el ámbar.


La chica era una cautiva dócil que no causó problemas y aceptó su suerte sin protestar. Cuando estuvieron de vuelta en el campamento, rechazó la oferta de ayuda hecha por Silvan. Se deslizó grácilmente por el costado del caballo del rey y dejó que la detuvieran sin ofrecer resistencia. Los elfos le pusieron manillas de hierro en las muñecas y grilletes en los tobillos, tras lo cual la condujeron a una tienda en la que sólo había un jergón de paja y una manta.

Silvan fue en pos de la prisionera, incapaz de abandonarla.

—¿Estás herida? ¿Mando llamar a los sanadores?

Ella sacudió la cabeza; no había dicho una sola palabra ni a él ni a ningún otro. También rechazó su oferta de agua y comida.

El rey se quedó parado ante la entrada de la tienda, sintiéndose indefenso y estúpido con su regia armadura. Ella, en contraste, encadenada y cubierta de sangre, se mostraba tranquila y segura de sí. Se había sentado cruzada de piernas en la manta, y miraba fijamente al frente. Silvan se marchó de la tienda asaltado por la desagradable sensación de haber sido él quien había caído prisionero.

—¿Dónde está Glauco? —demandó—. Quería interrogarla.

Pero nadie sabía dónde se había metido el hechicero, al que no se había visto desde el comienzo de la batalla.

—Hacédmelo saber cuando venga para interrogarla —ordenó el rey, que se dirigió a su tienda para quitarse la armadura.

Esta vez no se movió y permaneció callado; su escudero desabrochó las correas y le despojó de la armadura pieza a pieza.

—¡Enhorabuena, primo! —Kiryn entró en la tienda, agachándose para pasar debajo del paño de lona que hacía las veces de puerta—. ¡Eres un héroe! Después de todo, no tendré que escribir tu canción. ¡Tu pueblo ya la entona! —Esperó una contestación risueña y, cuando no hubo respuesta, observó atentamente a Silvan—. ¿Primo? ¿Qué pasa? No tienes buen aspecto. ¿Estás herido?

—¿La has visto, Kiryn? —preguntó Silvan—. ¡Fuera! —le gritó, irritado, al escudero—. ¡Márchate, puedo arreglármelas solo!

El escuelero hizo una reverencia y salió de la tienda. Silvan se sentó en el catre, con una bota puesta y la otra quitada.

—¿Te refieres a la prisionera? Sólo de refilón —contestó su primo—. ¿Porqué?

—¿Qué te ha parecido?

—Es la primera humana que veo y no la encuentro tan fea como se me ha hecho creer que son las personas de esa raza. Aun así, me resultó chocante en extremo. Misteriosa. Embrujadora. —Kiryn torció el gesto—. Por cierto, ¿es costumbre ahora entre las humanas afeitarse la cabeza?

—¿Qué? Oh, no. Tal vez sea costumbre entre los Caballeros de Neraka. —Silvan seguía sentado con una bota en la mano, mirando la pared de la tienda y viendo unos ojos ambarinos—. A mí me pareció hermosa. La mujer más bella que he visto en mi vida.

Kiryn tomó asiento junto a su primo.

—Silvan, ella es el enemigo. Por su causa, cientos de los nuestros yacen muertos o moribundos en ese campo de batalla anegado en sangre.

—Lo sé. ¡Oh, lo sé! —gritó el joven monarca mientras se ponía de pie. Tiró la bota a un rincón. Volvió a sentarse y tiró violentamente de la otra—. No me dirigió la palabra. No me dijo cómo se llama. Sólo me miró con esos extraños ojos suyos.

—Majestad. —Un oficial apareció en la entrada—. El general Konnal me ha pedido que os informe. La victoria es nuestra. Hemos ganado.

Silvan no contestó. Había dejado de tirar de la bota y de nuevo tenía la mirada perdida en el oscuro rincón de la tienda.

Kiryn se levantó y salió al encuentro del oficial.

—Su majestad se encuentra fatigado —dijo—. No me cabe duda de que se siente muy contento.

—Entonces es el único —repuso el oficial en tono cáustico.

La victoria era de los elfos, pero esa noche muy pocos en el campamento mostraban alegría. Habían frenado el avance del enemigo, lo habían hecho retroceder impidiéndole llegar a Silvanost, pero no lo habían destruido. Contaron treinta cadáveres humanos en el campo de batalla, no cuatrocientos como habían previsto. Echaron la culpa a una extraña niebla que se había levantado del río, una bruma húmeda, fría y gris que se quedó suspendida sobre la tierra en confusos remolinos que ocultaban un adversario al otro, a un compañero de otro compañero. En esa niebla el enemigo había desaparecido, simplemente, como si se evaporara o como si se lo hubiese tragado la tierra empapada de sangre.

—Que es probablemente lo que pasó —le dijo el general Konnal a sus oficiales—. Tenían preparada la huida de antemano. Se retiraron y, cuando se levantó la niebla, corrieron a su guarida. Están escondidos en cuevas, por alguna parte cerca de aquí.

—¿Con qué propósito, general? —demandó, impaciente, Silvan.

El rey se sentía irritado, de mal humor, agitado y desazonado. Había salido de su tienda, que de repente se le antojaba un lugar cerrado, sin aire, restrictivo, para ir a conferenciar con sus oficiales. Se había alabado el valor del rey. Indudablemente era el héroe del momento, tuvo que admitir incluso Konnal. A Silvan le importaban un ardite sus elogios; su mirada no dejaba de desviarse una y otra vez hacia la tienda donde la muchacha estaba prisionera.

—Los humanos no tienen víveres ni suministros —prosiguió—, y tampoco esperanza de conseguirlos. Se encuentran aislados y a estas alturas saben que no pueden tomar Silvanost. Si acaso, intentarán retroceder hacia la frontera.

—Saben que les cortaríamos la retirada si lo hicieran —adujo Konnal—. Con todo, tenéis razón, majestad. No pueden permanecer escondidos indefinidamente. Antes o después habrán de salir y entonces los atraparemos. Pero ojalá supiera —añadió, más para sí mismo que para los demás—, lo que traman. Porque en su acción hay un plan, eso es tan cierto como que estoy vivo y respiro.

Sus oficiales sugirieron varias teorías: los humanos se habían dejado llevar por el pánico y se habían desperdigado a los cuatro vientos; los humanos se habían metido bajo tierra con la esperanza de encontrar túneles que los conducirían de vuelta hacia el norte; etcétera, etcétera... Cada teoría contaba con oponentes, y los elfos discutieron entre sí. Cansado del debate, Silvan se levantó de repente y salió a la noche.

—Hay alguien que lo sabe —musitó—, y me lo dirá. ¡Tiene que hablar conmigo!

Se dirigió resueltamente hacia la tienda de la prisionera pasando ante las hogueras, alrededor de las cuales se sentaban los elfos con aire desconsolado, reviviendo la batalla. Los soldados se sentían amargados y disgustados por haber sido incapaces de aniquilar al detestado enemigo. Juraban que cuando amaneciera removerían hasta la última piedra para dar con los cobardes humanos, que habían huido para esconderse cuando resultó obvio que su derrota era inminente. Juraban que los matarían, a todos ellos.

Silvan descubrió que no era el único interesado en la prisionera. Glauco se encontraba delante de la tienda, pidiendo autorización al centinela para entrar. Silvan iba a adelantarse para darse a conocer cuando comprendió que Glauco no lo había visto.

El rey se sintió repentinamente interesado en oír lo que Glauco pensaba preguntar a la muchacha. Rodeó la tienda por detrás; la noche era oscura y no había ningún centinela por ese lado. Silvan se aproximó sigilosamente, con cuidado de no hacer ruido. Incluso contuvo la respiración.

Ardía una vela dentro de la tienda, en el suelo, y su luz proyectaba dos siluetas: la de la chica, con la suave curva de su cráneo afeitado y su esbelto cuello, y la del elfo, alta y erguida, sus blancos ropajes convertidos en negros por el contraste con la luz. Los dos se miraron sin cruzar palabra durante largos instantes y luego, de repente, Glauco reculó, se apartó de ella, acobardado, aunque la muchacha no le había hecho nada ni se había movido ni había levantado una mano ni había pronunciado palabra.

—¿Quién eres? —demandó y su tono sonaba sobrecogido.

—Me llamo Mina —contestó ella.

—Y yo...

—No es preciso que me lo digas. Sé tu nombre.

—¿Cómo? —inquinó él, estupefacto—. No puedes saberlo. Nunca me habías visto.

—Pero lo sé —respondió tranquilamente la chica.

—Responde una cosa, bruja —instó Glauco, que había recuperado el control de sí mismo—. ¿Cómo atravesaste mi escudo? ¿Qué clase de hechicería utilizaste?

—Ninguna. No hubo magia. La mano del dios descendió y el escudo se levantó.

—¿Qué mano? —Glauco estaba furioso, creyendo que la muchacha se burlaba de él—. ¿Qué dios? ¡No hay dioses! ¡Ya no!

—Sí que hay. El Único —manifestó Mina.

—¿Y cómo se llama ese dios?

—No tiene nombre. No lo necesita. Es el único y verdadero dios.

—¡Mentira! Me dirás lo que quiero saber. —Glauco alzó la mano.

Silvanoshei esperaba que el hechicero utilizaría la sonda de la verdad, como había hecho con él.

—Sientes que tu garganta empieza a cerrarse —dijo Glauco—. Luchas para coger aire, pero no lo consigues. Empiezas a ahogarte.

«Eso no es la sonda de la verdad —se dijo Silvan—. ¿Qué está haciendo?»

—Te arden los pulmones, que parecen a punto de estallar —continuó Glauco—. La magia aprieta más y más hasta que pierdes el sentido. Pondré fin al tormento cuando accedas a decirme la verdad.

Empezó a entonar palabras extrañas, unas palabras que Silvan no entendía pero que supuso eran las de un conjuro. Alarmado por la seguridad de Mina, el rey se dispuso a acudir presto en su ayuda, a desgarrar la lona de la tienda con sus manos si era preciso para llegar junto a la muchacha.

Mina seguía sentada en el catre, sin hacer gestos bruscos, sin dar señales de ahogo, respirando con normalidad.

Glauco dejó de entonar la salmodia y la contempló estupefacto.

—¡Has eludido mi conjuro! ¿Cómo?

—Tu magia no surte efecto en mí —respondió Mina y se encogió de hombros; las cadenas que la retenían tintinearon como campanillas de plata—. Te conozco. Sé la verdad.

Glauco la observó en silencio, y aunque Silvan sólo veía su silueta, no le pasó inadvertido que el hechicero estaba furioso y, también, asustado. Salió bruscamente de la tienda.

Agitado, fascinado, Silvan rodeó la tienda hacia la parte delantera. Esperó en la oscuridad hasta que vio a Glauco entrar en la tienda del general Konnal, y entonces se acercó al centinela.

—Voy a hablar con la prisionera —dijo.

—Sí, majestad. —El centinela hizo una reverencia y se dispuso a acompañar al monarca.

—A solas —puntualizó Silvan—. Tienes permiso para dejar tu puesto.

El centinela no se movió.

—No corro peligro. ¡Está maniatada y encadenada! Ve a cenar algo. Yo me ocuparé de tu turno de guardia.

—Majestad, mis órdenes...

—¡Las revoco yo! —espetó, furioso, Silvan, pensando que estaba ofreciendo una imagen lamentable a la vista de aquellos ojos ambarinos—. Ve y lleva a tu compañero de guardia contigo.

El centinela vaciló un instante más, pero su rey había hablado y no osaba desobedecerle. Su compañero y él se alejaron en dirección a las lumbres de cocinar. Silvan entró en la tienda. Se quedó parado contemplando a la prisionera, sumergido en aquellos increíble ojos, cálidos y límpidos, que lo envolvieron.

—Quería saber si... Si te tratan bien... —¡Qué tontería!, pensó Silvan mientras las palabras salían, balbucientes, de su boca.

—Gracias, Silvanoshei Caladon —respondió la chica—. No necesito nada. Estoy al cuidado de mi dios.

—¿Sabes quién soy? —preguntó Silvan, sorprendido.

—Por supuesto. Eres Silvanoshei, hijo de Porthios de la Casa Solostaran y de Alhana Starbreeze, hija de Lorac Caladon.

—¿Y tú eres...?

—Mina.

—¿Sólo Mina?

Ella se encogió de hombros y al hacerlo las cadenas de las manillas cerradas en sus muñecas tintinearon de nuevo.

El ámbar empezó a solidificarse en torno a Silvan, que sintió como si le faltase la respiración, como si fuera a caer víctima del conjuro asfixiante de Glauco. Se acercó a la muchacha e hincó una rodilla en tierra a fin de tener aquellos hermosos ojos a la misma altura de los suyos.

—Mencionaste a tu dios y se me ocurre una pregunta. Si los Caballeros de Neraka lo siguen, entonces he de asumir que esa deidad es maligna. ¿Por qué una persona tan joven y tan hermosa recorre la senda de la Oscuridad?

Mina le sonrió; era la clase de sonrisa compasiva que se dedica a un ciego o a un deficiente mental.

—No hay Bien ni Mal. No hay Luz ni Oscuridad. Sólo existe una verdad. La unicidad. Todo lo demás es falsedad.

—Pero ese dios tiene que ser maligno —argumentó Silvan—. De otro modo, ¿por qué atacar a nuestra nación? Somos amantes de la paz. No hemos hecho nada para provocar esta guerra, y, sin embargo, mi gente ha muerto a manos de sus enemigos.

—No vine para conquistar, sino para liberaros a ti y a tu pueblo. Si algunos mueren, es sólo para que muchísimos más puedan vivir. Los muertos comprenden su sacrificio.

—Tal vez ellos sí —repuso Silvan con mal gesto—. Pero confieso que yo no. ¿Cómo puedes tú, una joven humana y sola, salvar a la nación elfa?

Mina permaneció en silencio unos instantes, tan quieta que ni siquiera las cadenas hicieron el menor ruido. Sus ojos ambarinos se apartaron de Silvan y se desviaron hacia la llama de la vela. El monarca se contentaba con permanecer sentado a sus pies, contemplándola. Podría haberse pasado toda la noche así, tal vez toda su vida. Jamás había visto una humana con rasgos tan delicados, con una estructura ósea tan ligera, con una piel tan suave. Todos sus movimientos eran gráciles, fluidos. Su mirada se sintió atraída hacia la cabeza afeitada. La forma del cráneo era perfecta, el cuero cabelludo terso, con una ligera capa rojiza cubriéndolo apenas y que debía de resultar tan suave al tacto como el plumón de un pájaro.

—Se me permite revelarte un secreto, Silvanoshei —dijo Mina.

Silvan, perdido en su contemplación, sufrió un sobresalto al sonido de su voz.

—¿Quién te da ese permiso?

—Has de jurar que no se lo dirás a nadie más.

—Lo juro.

—Un juramento serio —insistió Mina.

—Lo juro —repitió lentamente Silvan—, por la tumba de mi madre.

—No puedo aceptar esa promesa —replicó la muchacha—. Tu madre no ha muerto.

—¿Qué? —El rey se echó bruscamente hacia atrás, estupefacto—. ¿De qué hablas?

—Tu madre vive, y también tu padre. Los ogros no mataron a tu madre ni a sus seguidores, como temías. Fueron rescatados por la Legión de Acero. Pero la historia de tus padres ha concluido, pertenece al pasado. La tuya acaba de empezar, Silvanoshei Caladon.

Mina alargó la mano haciendo que la cadena tintineara como la campanilla de un altar; rozó la mejilla del elfo y, ejerciendo una leve presión, lo atrajo hacia sí.

—Júrame por el único y verdadero dios que no revelarás a nadie lo que voy a decirte.

—Pero yo no creo en ese dios —titubeó Silvan. Su roce fue como el rayo que había caído tan cerca de él; hizo que el vello de la nuca y de los brazos se le pusiera de punta y despertó un hormigueo de deseo en su sangre.

—El Único sí cree en ti, Silvanoshei —dijo Mina—. Eso es lo que cuenta. El Único aceptará tu juramento.

—Entonces, lo juro por el... Único. —Se sintió incómodo al pronunciar aquel término, y también por prestar el juramento. No creía en esa deidad en absoluto, pero tenía la extraña e inquietante sensación de que su promesa había sido recogida por alguna mano inmortal y que tendría que cumplirla.

—¿Cómo atravesaste el escudo? —le preguntó Mina.

—Glauco lo levantó para que pudiese pasar —empezó Silvan, pero calló al reparar en la sonrisa de la muchacha—. ¿Qué? ¿Acaso ese dios tuyo lo levantó para mí, como le dijiste a Glauco que hizo para ti?

—Le dije lo que quería oír. En realidad, tú no atravesaste el escudo, sino que éste te capturó mientras estabas indefenso.

—Sí, entiendo a lo que te refieres. —Silvan recordó la noche de la tormenta—. Estaba inconsciente. Me desplomé junto al escudo, por el lado de fuera, y cuando recobré el sentido me encontraba al otro lado. Pero yo no me moví. ¡Fue el escudo el que se desplazó para cubrirme! ¡Claro, ésa es la explicación!

—El escudo resiste firme cualquier ataque, pero intenta atrapar a cualquier ser indefenso, eso es lo que se me ha dado a conocer. Mis soldados y yo pasamos la noche a su lado y, mientras dormíamos, se desplazó por encima de nosotros.

—¡Pero si el escudo defiende a los elfos! —protestó Silvan—. ¿Cómo iba a admitir dentro a nuestros enemigos?

—El escudo no os protege —replicó Mina—. Mantiene fuera a aquellos que podrían ayudaros. En realidad, es vuestra prisión. No sólo eso, sino también vuestro verdugo.

Silvan se echó hacia atrás para romper el contacto con su mano. La cercanía de la muchacha lo confundía, dificultaba su capacidad de pensar.

—¿Qué quieres decir?

—Tu pueblo está muriendo de una enfermedad consumidora —contestó—. Y cada día sucumbirán muchos más. Algunos creen que el escudo es el causante de la enfermedad. En parte tienen razón. Lo que ignoran es que las vidas de los elfos se consumen para dar energía al escudo. La vida de tu gente mantiene el escudo en su sitio. Ahora es una prisión, pero pronto será vuestra tumba.

Silvan se apoyó en los talones.

—No te creo.

—Tengo pruebas —adujo Mina—. Lo que digo es verdad. Lo juro por mi dios.

—Entonces, dame esas pruebas —instó el rey—. Deja que las considere y saque conclusiones.

—Te las daré, Silvanoshei, y con gusto. Mi dios me envió aquí con ese propósito. Glauco...

—Majestad —llamó una voz severa desde fuera de la tienda.

Silvan maldijo entre dientes y se volvió rápidamente.

—¡Recuerda, ni una palabra! —advirtió Mina.

Temblándole las manos, el rey abrió el paño de lona de la entrada y se encontró con el general Konnal, que iba flanqueado por los dos centinelas.

—Majestad —repitió el general y su voz denotaba un timbre prepotente que irritó sobremanera al joven monarca—, ni siquiera un rey puede despedir a quienes vigilan a una prisionera tan importante. Vuestra majestad se ha puesto en peligro y eso no puede permitirse. Volved a ocupar vuestros puestos —ordenó el general.

Los centinelas elfos se situaron delante de la tienda.

Palabras de explicación se agolparon en la lengua de Silvan, pero no pronunció ninguna. Podría haber dicho que había ido a interrogar a la prisionera acerca del escudo, pero eso se aproximaba mucho a su secreto y temía no poder mencionar una cosa sin revelar la otra.

—Escoltaré a vuestra majestad hasta vuestra tienda —anunció el general—. Incluso los héroes deben dormir.

Silvan mantuvo un silencio que confiaba pareciera el de su dignidad ofendida e intenciones mal interpretadas. Caminó junto a Konnal y ambos pasaron ante los rescoldos de fogatas que se habían dejado apagar. Los elfos que no se encontraban en servicio de patrullas, buscando a los humanos, se habían envuelto en las mantas y dormían. Los sanadores atendían a los heridos, procurando que se sintieran cómodos. En el campamento reinaban el silencio y la quietud.

—Buenas noches, general —dijo fríamente Silvan—. Os doy la enhorabuena por la victoria de hoy. —Se agachó para entrar en su tienda.

—Recomiendo a vuestra majestad que vayáis directamente a la cama —dijo Konnal—. Necesitaréis estar descansado mañana para presidir la ejecución.

—¿Qué? —exclamó Silvan. Se agarró al poste de entrada para sostenerse—. ¿Qué ejecución? ¿De quién?

—Mañana, a mediodía, cuando el glorioso sol se halle en su cénit para servirnos como testigo, ejecutaremos a la humana —anunció el general. No miró al rey mientras hablaba, sino que mantenía la vista fija en la oscuridad de la noche—. Glauco lo ha recomendado así, y en eso coincido con él.

—¡Glauco! —repitió Silvan.

Recordaba al hechicero en la tienda, el miedo que había percibido en él. Y Mina había estado a punto de decirle algo sobre Glauco cuando Konnal los interrumpió.

—¡No podéis matarla! —manifestó firmemente—. Y no lo haréis. Lo prohibo.

—Me temo que vuestra majestad no tiene voz ni voto en ese asunto. Los Cabezas de Casas han sido informados de la situación. Han votado, y el voto ha sido unánime.

—¿Cómo se la ejecutará? —preguntó Silvan.

Konnal puso una mano en el brazo del rey con actitud amable.

—Sé que es un deber penoso, majestad. No tenéis que quedaros a verlo, sólo pronunciar unas palabras y después podréis retiraros a vuestra tienda. Nadie os lo echaría en cara.

—¡Respondedme, maldita sea! —gritó Silvan mientras se quitaba de encima la mano del general.

—La humana será conducida al campo que está empapado con la sangre de los nuestros —explicó Konnal con gesto helado—. Se la atará a un poste. Se escogerán a nuestros siete mejores arqueros y, cuando el sol se encuentre en lo más alto, cuando la humana no proyecte nada de su sombra, los arqueros le dispararán siete flechas.

Silvan no veía al general a causa de la ardiente rabia que invadía todo su ser. Apretó los puños hasta clavarse las uñas en la palma. El dolor lo ayudó a mantener firme la voz.

—¿Por qué piensa Glauco que la mujer debe morir?

—Su razonamiento cae por su propio peso. Mientras la mujer siga viva, los humanos permanecerán en la zona con miras a rescatarla. Ejecutándola, perderán toda esperanza, se sentirán desmoralizados. Serán más fáciles de localizar y también más fáciles de destruir.

Silvan se sintió asaltado por la náusea y temió vomitar, pero luchó para contenerse y plantear un último argumento.

—Los elfos reverenciamos la vida. Por ley, no se la quitamos a ningún elfo, por terrible que sea su crimen. Existen asesinos elfos, cierto, pero sólo fuera de la ley.

—No quitamos la vida a un elfo en este caso —respondió Konnal—, sino a una humana. Buenas noches, majestad. Os enviaré un mensajero antes de que amanezca.

Silvan entró en la tienda y cerró el paño de lona tras de sí. Lo aguardaban sus sirvientes.

—Dejadme solo —ordenó en tono seco, y los criados obedecieron prestamente.

El joven monarca se tendió en el catre, pero se levantó casi de inmediato. Se sentó pesadamente en una silla y permaneció mirando al vacío en la oscuridad de la tienda. No podía dejar que esa muchacha muriera. La quería. La adoraba. La había amado desde el instante en que la vio erguida en el cerro, valerosa, sin miedo, entre sus soldados. Había saltado de la cordura al precipicio de la enajenación y se había estrellado contras las afiladas rocas del amor, que lo desgarraban y destrozaban. Disfrutaba del dolor y deseaba más.

Un plan cobró forma en su mente. Lo que hacía estaba mal; podría poner en peligro a su pueblo, pero —argumentó consigo mismo— lo que hacían ellos también estaba mal, mucho peor que lo de él. En cierto sentido, los salvaba de sí mismos.

Silvan dejó pasar tiempo suficiente para que el general llegase a su tienda y entonces se puso una capa oscura. Guardó un cuchillo, largo y afilado, en una de sus botas. Atisbo por la rendija del paño de lona de la entrada para comprobar que no había nadie. Salió de la tienda y se deslizó sigilosamente, sin hacer ruido, a través del dormido campamento.

Dos centinelas, alertas y vigilantes, montaban guardia ante la tienda de Mina. Silvan no se acercó a ellos, sino que rodeó la tienda hasta la parte posterior, el mismo sitio donde se había apostado antes para escuchar a escondidas lo que decía Glauco. Echó un vistazo en derredor. El bosque se encontraba a unos pocos pasos de distancia; podrían llegar a él sin problemas. Encontrarían una cueva y la ocultaría allí, a salvo. La visitaría por las noches y le llevaría comida, agua, su amor...

Sacó el cuchillo de la bota y apoyó la afilada punta en la lona; cuidadosamente y sin hacer ruido, abrió una raja cerca del suelo. Se metió a través de ella en la tienda.

La vela ardía aún, de modo que Silvan evitó pasar por delante de la luz por miedo a que los centinelas descubrieran su silueta.

Mina se había quedado dormida en el jergón de paja, tumbada de lado, con las piernas dobladas y las manos —todavía encadenadas— pegadas al pecho. Parecía muy frágil. Dormía tranquila, aparentemente sin soñar, y el ritmo de su respiración era regular, aspirando y expulsado el aire por la nariz y por los labios entreabiertos.

Silvan le puso la mano sobre la boca como precaución, por si gritaba asustada.

—Mina —llamó en un susurro urgente—. Mina.

Ella abrió los ojos; no hizo ningún ruido. Sus iris ambarinos lo miraron, consciente de su presencia y de cuanto la rodeaba.

—No te asustes —musitó, y mientras lo decía se dio cuenta de que aquella muchacha jamás se había asustado, que no sabía lo que era el miedo—. He venido a liberarte. —Intentaba hablar sosegadamente, pero su voz y sus manos temblaban—. Podemos huir por la parte posterior de la tienda, hacia el bosque, pero antes hay que quitarte estas cadenas. —Retiró la mano de la boca de la chica—. Llama al centinela. Él tiene la llave. Dile que te sientes mal. Yo me ocultaré en las sombras y...

Mina le puso los dedos en los labios, cortando el torrente de palabras.

—No —dijo—. Gracias, pero no me marcho.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los centinelas a su compañero—. ¿Has oído algo tú?

—Sí, venía de dentro de la tienda.

Silvan empuñó el cuchillo, pero Mina lo sujetó por el brazo y empezó a cantar.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Las voces de los centinelas enmudecieron.

—¡Listo! —dijo la muchacha a Silvan—. Los guardias se han dormido. Ahora podemos hablar sin miedo.

—¿Que se han dormido? —Silvan alzó el paño de lona de la entrada. Los centinelas continuaban de pie en sus puestos, con la cabeza inclinada, la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cerrados—. ¿Eres hechicera? —preguntó mientras regresaba a su lado.

—No, sólo soy una fiel creyente —repuso Mina—. Los dones que tengo proceden de mi dios.

—Que él te guarde y vele por tu seguridad. ¡Apresúrate, Mina! Por aquí. Encontraremos una senda, a corta distancia. Va a través del...

Calló al ver que la muchacha sacudía la cabeza.

—¡Mina, tenemos que huir! —insistió, desesperado—. Van a ejecutarte mañana, al mediodía. Glauco los ha convencido. Te tiene miedo, Mina.

—Y con razón —comentó ella con gesto sombrío.

—¿Por qué? —inquirió Silvan—. Ibas a decirme algo sobre él. ¿De qué se trata?

—Sólo que no es lo que aparenta y que, debido a su magia, tu pueblo está muriendo. Dime una cosa. —Volvió a posar la mano en su mejilla—. ¿Deseas castigar a Glauco? ¿Quieres descubrir sus intenciones a tu gente y revelar su plan criminal?

—Sí, naturalmente, pero ¿qué...?

—Entonces, sigue mis instrucciones, haz exactamente lo que te diga. Mi vida está en tus manos. Si me fallas...

—No te fallaré, Mina —susurró el rey elfo, que tomó su mano y se la besó—. Dispon de mí para lo que quieras mandar.

—Asistirás a mi ejecución... ¡Calla! No digas nada. Lo prometiste. Ve armado y sitúate al lado de Glauco. Asegúrate de que un buen número de tus guardias personales estén a tu lado. ¿Lo harás?

—Sí, pero, luego ¿qué? ¿He de presenciar cómo te matan?

—Sabrás qué tienes que hacer y cuándo has de hacerlo, pierde cuidado. El Único está con nosotros. Ahora debes irte, Silvan. El general va a mandar a alguien a tu tienda para controlarte. No debe descubrir tu ausencia.

Dejarla era como renunciar a una parte de sí mismo. Silvan alargó una mano y le acarició la cabeza para sentir la suavidad del cortísimo cabello, la dureza del cráneo bajo la cálida piel. Ella se mantuvo completamente inmóvil, sin animarlo pero tampoco rechazándolo.

—¿Cómo era tu cabello, Mina? —preguntó el elfo.

—Del color del fuego, largo y abundante. Los mechones se habrían enroscado alrededor de tus dedos y habrían asido tu corazón como la mano de un bebé.

—Debía de ser bellísimo —comentó Silvan—. ¿Lo perdiste por alguna calentura?

—Me lo corté. Cogí un cuchillo y lo rapé hasta la raíz.

—¿Por qué? —quiso saber, estupefacto.

—Mi dios me lo exigió. Me preocupaba demasiado por mi apariencia. Me gustaba que me mimaran, que me admiraran, que me amaran. Mi cabello era mi vanidad, mi orgullo. Lo sacrifiqué como prueba de mi fe. Ahora sólo tengo un amor, una sola lealtad. Debes marcharte ya, Silvan.

El joven monarca se puso de pie y, de mala gana, retrocedió hacia la parte posterior de la tienda.

—Tú eres mi único amor, Mina —dijo quedamente.

—No es a mí a quien amas, sino al dios que se manifiesta en mí.

Silvan no recordaba haber salido de la tienda, pero de repente se encontró fuera, en mitad de la noche.

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