31 El pálido río de muertos

Esa noche Goldmoon abandonó el hospital haciendo caso omiso de las súplicas de los sanadores y de lady Camilla.

—Estoy bien —afirmó, rechazando sus intentos de mantenerla en cama—. Necesito descanso, eso es todo, ¡y aquí no lo tendré!

Con los muertos, no.

Caminó a paso vivo por los jardines y patios del recinto de la Ciudadela, profusamente alumbrados. No miró a izquierda ni a derecha. No respondió a los saludos. Mantuvo fija la vista en el paseo que se extendía ante ella, porque si miraba a cualquier otro lado los vería. La seguían.

Oía sus susurrantes súplicas. Percibía su tacto, suave como los vilanos de la mata de la seda, en sus manos y su cara. Se envolvían alrededor de ella cual chales de gasa. Temía que, si los miraba, vería a Riverwind entre ellos. «Tal vez ése es el motivo de que su espíritu no haya venido a mí. Está perdido y se hunde en ese río, arrastrado por la corriente. Jamás lo encontraré.»

Al llegar al Gran Liceo ascendió rápidamente la escalera que conducía a sus aposentos. Por primera vez bendijo aquel cuerpo joven y extraño que no sólo era veloz sino que estaba deseoso de realizar los esfuerzos físicos que le exigía. Acorralada, Goldmoon se volvió para hacer frente a los fantasmas.

—Marchaos. No tengo nada para vosotros.

Los muertos se aproximaron más; había un hombre muy, muy viejo, un ladrón, un guerrero, un chiquillo tullido. Todos ellos mendicantes, las manos extendidas. Entonces, repentinamente, se alejaron, como si una voz les hubiese ordenado irse. Pero no había sido su voz.

Ya en sus aposentos, se encontró sola; verdaderamente sola. No había muertos allí. Quizá cuando se negó a darles lo que le pedían se habían ido para buscar otra presa. Se recostó en la puerta, abrumada por la visión. De pie en la oscuridad, vio de nuevo, mentalmente, a los muertos extrayendo hasta la última pizca del poder curativo de sus seguidores. Ésa era la razón de que no funcionaran las curaciones en el mundo. Los muertos les robaban a los vivos, pero ¿por qué? ¿Qué necesidad tenían ellos del poder místico? ¿Qué fuerza los compelía? ¿Adónde se dirigían con tal urgencia?

—¿Y por qué se me ha dado a mí la facultad de verlos? —musitó Goldmoon.

Sonó una llamada en la puerta de la que hizo caso omiso y tanteó el pestillo para asegurarse de que estaba cerrada. La llamada se repitió varias veces. Voces —voces de vivos— la llamaron y, al no recibir respuesta, los que estaban al otro lado de la puerta se quedaron perplejos. Goldmoon los oyó preguntándose en voz alta qué hacer.

—¡Marchaos! —ordenó finalmente, con cansancio—. Idos y dejadme en paz.

Y por fin, al igual que los muertos, los vivos también se fueron y la dejaron sola.

Cruzó la habitación hasta los grandes ventanales que se asomaban al mar y los abrió de par en par.

La luna menguante proyectaba una luz pálida sobre el océano, que ofrecía un aspecto extraño. Una capa oleosa cubría la superficie, y debajo de esa capa el agua estaba quieta, lisa. No soplaba pizca de brisa. El aire tenía un olor desagradable, tal vez debido a la película aceitosa del mar. La noche estaba despejada. Las estrellas, brillantes. El cielo, vacío.

Había embarcaciones haciéndose a la mar, siluetas negras contra las aguas iluminadas por la luna. En el aire se olía la tormenta y los marineros avezados interpretaban las señales y singlaban hacia alta mar; allí estarían mucho más seguros que si se quedaban cerca de la costa, donde las olas rompientes podían estrellarlos contra los muelles o el rocoso litoral de la isla. Goldmoon los observó desde el ventanal y se le antojaron barcos de juguete deslizándose sobre un espejo oscuro.

Allí, moviéndose sobre el océano, estaban los muertos.

Goldmoon cayó de rodillas ante la ventana, puso las manos en el marco, con la barbilla apoyada en ellas, y observó a los muertos que cruzaban el mar. La luna desapareció en el horizonte, sumergiéndose en las negras aguas. Las estrellas resplandecían en lo alto, frías e inhóspitas, y se reflejaban en el agua, tan quieta que Goldmoon no distinguía dónde acababa el cielo y dónde empezaba el océano. Olas pequeñas rompían suavemente en la orilla con una urgencia desesperada, cual niños desamparados y asustados que intentasen llamar la atención de alguien. Los muertos se dirigían hacia el norte formando un pálido río, ajenos a todo salvo a aquella llamada que sólo ellos oían.

Y, sin embargo, no eran los únicos.

Goldmoon oía el canto. La voz que lo entonaba era absorbente, sugestionadora, y llegaba al fondo de su alma.

«Lo encontraréis —decía la voz—. Él me sirve. Estaréis juntos.»

La Primera Maestra se acurrucó, gacha la cabeza, y tembló de miedo, de sobrecogimiento, experimentando al mismo tiempo una exaltación que la hizo llorar de nostalgia y tender las manos con ansiedad hacia quien entonaba aquel canto, del mismo modo que los muertos habían tendido sus manos hacia ella. Pasó la noche de rodillas, con el alma escuchando el canto con una emoción que era a la vez dolorosa y placentera, contemplando a los muertos dirigiéndose hacia el norte, obedientes a la llamada; las pequeñas olas del quieto mar se aferraban a la orilla todo lo posible y después se retiraban dejando la arena lisa y vacía con su reflujo.

Amaneció. El sol salió tras la línea del mar y su luz parecía empañada con la misma película oleosa del agua pues tenía un matiz verdoso. La atmósfera estaba cargada y costaba trabajo respirar el aire, contaminado y enrarecido. Ni una sola nube surcaba el cielo.

Goldmoon se puso de pie. Tenía los músculos acalambrados y doloridos por la incómoda postura. Pero el movimiento los calentó y desentumeció. Cogió una capa de paño grueso y se la echó sobre los hombros aunque, a pesar de ser tan temprano, ya se notaba calor.

Al abrir la puerta encontró a Palin fuera, con la mano levantada para llamar a la hoja de madera.

—Primera Maestra, todos estábamos preocupados... —empezó el mago.

Los muertos lo rodeaban, tiraban de las mangas de su túnica, apretaban los labios contra los dedos tullidos, sus manos aferraban el anillo mágico que llevaba en un intento vano de sacárselo, lo que provocaba gritos de frustración.

—¿Qué? —Palin había dejado de hablar en mitad de la frase, preocupado, alarmado por la expresión de la mujer—. ¿Qué ocurre, Primera Maestra? ¿Por qué me miras de ese modo?

Ella lo apartó de un empellón tan brusco que el mago reculó a trompicones. Goldmoon se recogió la falda de la blanca túnica y bajó corriendo la escalera, con la capa ondeando a su espalda. Llegó al vestíbulo y sobresaltó a maestros y discípulos por igual. La llamaron, algunos corrieron en pos de ella. Los guardias se quedaron inmóviles, mirándola con impotencia, pero Goldmoon no hizo caso a nadie y siguió corriendo.

Dejó atrás las cúpulas de cristal, los jardines, las fuentes, el laberinto de setos y la Escalera de Plata, a caballeros y guardias, visitantes y alumnos. A los muertos. Corrió hacia el puerto. Hacia el quieto y liso mar.


Tas y el gnomo trazaban el mapa del laberinto de setos y estaban teniendo éxito en su labor, algo que debía de considerarse excepcional en la larga y deshonrosa historia de la ciencia gnoma.

—¿Te falta mucho? —preguntó el kender—. Lo digo porque el pie izquierdo se me está durmiendo.

—¡Quédate quieto! —ordenó Acertijo—. No te muevas. Casi lo tengo. Maldito viento —añadió, irritado—. Ojalá dejara de soplar. Me vuela el mapa todo el tiempo.

Tasslehoff se esforzó por hacer lo que le indicaba, aunque permanecer inmóvil era extremadamente difícil. Se encontraba en el sendero, en el centro del laberinto, manteniendo un precario equilibrio sobre el pie izquierdo, mientras sostenía en vilo la pierna derecha en una postura absolutamente incómoda, con el pie unido a una rama de los setos por el extremo del hilo de su calcetín deshecho. El calcetín había menguado bastante de tamaño, y el hilo de color crema se extendía por el sendero, a través del laberinto.

El plan del gnomo de utilizar los calcetines había tenido un resultado brillante, aunque Acertijo suspiraba para sus adentros a causa de que entre los medios por los cuales iba a conseguir trazar el mapa del laberinto no se incluían los engranajes, poleas, ejes, botones y ruedas que tanto confortaban a la mente científica.

Tener que describir el maravilloso mecanismo por el que había cumplido su Misión en la Vida como «dos calcetines, lana» era un golpe terrible. Había pasado la noche intentando discurrir un modo de añadir energía de vapor, con el resultado de que desarrolló planes para hacer raquetas para caminar por la nieve, con las cuales no sólo se andaba muy deprisa sino que mantenían calientes los pies. Pero eso no ayudaba en nada a su Misión en la Vida.

Finalmente, Acertijo se vio obligado a proceder con el sencillo plan que había ideado al principio, aunque reflexionó que siempre podía embellecer el proceso de ejecución en el informe final. Empezaron a trabajar muy temprano, antes del amanecer. Acertijo situó a Tasslehoff en la entrada del laberinto, ató un extremo del calcetín del kender a una rama del seto y luego indicó a Tas que caminara paseo adelante. El calcetín se destejía sin problemas, dejando atrás una línea de color cremoso. Cada vez que Tasslehoff se equivocaba en un giro y llegaba a un callejón sin salida, volvía sobre sus pasos mientras hacía un ovillo con el hilo hasta regresar al giro correcto del sendero, el cual los conducía progresivamente al centro del laberinto.

Siempre que daban con el giro correcto, Acertijo se tumbaba en el suelo y señalaba la ruta en su mapa. Con aquel método había llegado más lejos que en cualquiera de sus anteriores intentos. Siempre y cuando aguantara el suministro de hilo de los calcetines, el gnomo estaba seguro de que tendría el laberinto total y correctamente trazado en mapa al final del día.

En cuanto a Tasslehoff, no se mostraba tan alegre y complacido como podría esperarse de alguien que estaba a punto de lograr un maravilloso avance científico. Cada vez que metía la mano en un bolsillo, tocaba las punzantes aristas de las gemas y la dura superficie del ingenio para viajar en el tiempo. Más que sospechar, casi estaba convencido de que el ingenio le estaba dando la lata a propósito apareciendo en sitios y bolsillos donde sabía con certeza que no estaba allí diez minutos antes. Metiera donde metiera las manos, el ingenio lo pinchaba o lo incordiaba.

Cada vez que ocurría aquello, era como si el dedo huesudo de Fizban le diera golpecitos para recordarle su promesa de regresar de inmediato.

Ni que decir tiene que, por costumbre, el kender había considerado las promesas tan inquebrantables como un hilo de seda o una telaraña, es decir, lo bastante firmes para retener mariposas, pero poco más. Normalmente, a cualquiera que confiara en la promesa de un kender se lo consideraría chiflado, inestable, incompetente y lunático, descripciones todas ellas que le iban a Fizban como anillo al dedo. Al kender no le habría preocupado en absoluto romper una promesa que, para empezar, no tenía la menor intención de cumplir y que suponía que Fizban lo sabía de sobra, de no ser por lo que Palin había dicho sobre su funeral; el de Tasslehoff, se entiende.

Aquel panegírico exequial parecía indicar que Fizban esperaba que Tas cumpliera su promesa. Y lo hacía porque Tas no era un kender normal, sino uno valiente, arrojado y —qué término tan terrible— honorable.

Tasslehoff examinó el honor por arriba y por abajo, desde dentro hacia fuera y por los lados y no tenía vuelta de hoja. La gente honorable cumplía las promesas, incluso las que eran terribles y que significaban tener que regresar en el tiempo para que a uno lo pisara un gigante y acabar despachurrado, muerto.

—¡Bien! ¡Ya está! —exclamó el gnomo con brío—. Puedes bajar el pie. Ahora, ve saltando alrededor de esa esquina, a tu derecha. No, a tu izquierda. No, a la derecha...

A medida que saltaba, Tasslehoff sentía destejerse el calcetín alrededor de su pierna. Al girar en una esquina se topó con una escalera. De caracol. Construida toda con plata. Una escalera de caracol plateada en el centro del laberinto de setos.

—¡Lo conseguimos! —exclamó el gnomo, extasiado.

—¿De veras? —preguntó el kender sin apartar los ojos de la escalera—. ¿Qué hemos conseguido?

—¡Hemos llegado al mismísimo centro del laberinto! —El gnomo daba saltos de alegría y salpicaba tinta a los cuatro vientos.

—¡Qué bonita! —dijo Tasslehoff, y echó a andar hacia la escalera plateada.

—¡Detente! ¡Vas destejiendo demasiado deprisa! —chilló el gnomo—. Todavía nos queda trazar el mapa hacia la salida.

En ese momento el hilo del calcetín se acabó. Tan interesado estaba Tas en la escalera que apenas lo notó. Parecía ascender de la nada; no tenía apoyos, pero permanecía suspendida en el aire, brillante y fluida como el azogue. Giraba y giraba sobre sí misma, ascendiendo en una interminable espiral. Al llegar al pie de la escalera, el kender miró hacia arriba para ver el final.

Por más que alzó la vista sólo vio cielo, un cielo azul que parecía expandirse, dilatarse como un luminoso y bello día veraniego que es tan luminoso y tan bello que uno no quiere que acabe nunca. «Y sin embargo —parecía decir el cielo—, la noche debe llegar o no habrá otro día mañana. Y la noche posee su propia belleza, su lado positivo.»

Tasslehoff empezó a subir la Escalera de Plata.

Unos peldaños más abajo, Acertijo subía también.

—Extraña construcción —comentó—. Ni pilones, ni puntales, ni remaches, ni balaustres, ni barandales... Ningún tipo de seguridad. Debería de informarse de esto a alguien. —El gnomo se detuvo unos veinte peldaños sobre el suelo para mirar en derredor—. Caray, menuda vista. Diviso el puerto...

Acertijo soltó un chillido que podría haber pasado por la sirena del descanso de mediodía en el Monte Noimporta, pero que por lo general sonaba alrededor de las tres de la madrugada.

—¡Mi barco!

El gnomo dejó caer los mapas y derramó la tinta. Descendió la escalera como un rayo, con el ralo cabello ondeando al viento; tropezó con el hilo del calcetín de Tasslehoff, que había atado al final del seto, se levantó y corrió hacia el puerto a una velocidad tal que los inventores de raquetas para nieve inducidas por vapor e impulsadas por pistones habrían intentado emular.

—¡Detente, ladrón! —aulló el gnomo—. ¡Ése es mi barco!

Tasslehoff miró abajo para saber a qué venía tanto jaleo, vio que era Acertijo y se olvidó completamente del asunto. Los gnomos eran excitables por naturaleza. Se sentó en un escalón, apoyó la puntiaguda barbilla en la palma de la mano y reflexionó sobre las promesas.


Palin intentó alcanzar a Goldmoon, pero un calambre en la pierna lo obligó a detenerse, jadeando de dolor. Se dio masajes en la pierna y luego, cuando pudo caminar, bajó cojeando la escalera para encontrarse el vestíbulo en pleno caos. La Primera Maestra lo había cruzado a toda carrera, como una demente, y había salido antes de que nadie pudiese detenerla. Había sido tal sorpresa para los maestros y sanadores que sólo se les ocurrió seguirla cuando ya había desaparecido. La buscaron por toda la Ciudadela.

Palin se guardó para sí mismo lo que Goldmoon le había dicho. Los demás ya hablaban de ella en tensos susurros. Su absurda cháchara sobre muertos alimentándose de él sólo serviría para convencerlos —como le había ocurrido a él— de que la pobre mujer se había vuelto loca a causa de su sorprendente transformación. Todavía podía ver su expresión de terror, sentir el fuerte empellón que lo había lanzado contra la pared. Se ofreció a buscarla, pero lady Camilla le contestó secamente que tanto sus caballeros como los guardias de la Ciudadela habían salido a localizar a la Primera Maestra y que estaban capacitados para ocuparse de la situación.

Sin saber qué otra cosa hacer, el mago regresó a su cuarto, una vez que hubo advertido a lady Camilla que se asegurara de informarle del regreso de la Primera Maestra.

«Entretanto —se dijo a sí mismo, suspirando— lo mejor que podría hacer es marcharme de Schallsea. Lo he complicado todo. Tasslehoff no se acercará a mí, y no lo culpo. Y sólo he conseguido aumentar las preocupaciones de Goldmoon. Quizá soy el responsable de su locura.»

Sus aposentos en la Ciudadela eran espaciosos y se encontraban en el segundo piso. Constaban de un pequeño dormitorio, un estudio y una sala de estar. Una pared de esta última estancia era de cristal, orientada al oeste, y desde ella se disfrutaba de una magnífica vista del mar y el cielo. Inquieto, exhausto, pero demasiado tenso para quedarse dormido, el mago entró en la sala y se quedó mirando el mar. El agua semejaba un cristal verde, reflejando el cielo. Salvo por una línea gris verdosa en el horizonte, no se distinguía dónde empezaba uno y terminaba el otro. Era una vista inquietante.

Palin salió de la sala, entró en el estudio y se sentó ante el escritorio pensando redactar una carta para Jenna. Cogió la pluma, pero las palabras se mezclaban en su cabeza, sin sentido. Se frotó los ojos irritados. No había podido dormir en toda la noche. Cada vez que empezaba a coger el sueño, le parecía oír una voz llamándolo y se despertaba sobresaltado, para luego comprobar que no había nadie allí.

Apoyó la cabeza sobre los brazos y cerró los ojos. El liso mar de cristal lo cubrió; el agua era caliente y oscura.

—¡Palin! —gritó una voz hueca, susurrante—. ¡Palin, despierta!

—Un momento, padre —dijo el mago, perdido en un sueño en el que volvía a ser un niño—. Bajo ense...

Caramon se alzaba ante él, tan corpulento y con un corazón tan grande como cuando Palin lo vio por última vez, sólo que ahora su figura era insustancial y vacilante como el humo de unas brasas moribundas. Su padre no estaba solo; lo rodeaban fantasmas que alargaban las manos hacia Palin.

—¡Padre! —gritó el mago, que levantó bruscamente la cabeza y miró de hito en hito, estupefacto. No pudo decir nada más, sólo mirar fijamente, boquiabierto, las figuras fantasmagóricas que se agrupaban alrededor y parecían tratar de agarrarlo.

—¡Atrás! —gritó Caramon en aquel espantoso susurro. Asestó una mirada furibunda alrededor y los fantasmas se apartaron, pero no muy lejos. Contemplaban a Palin con ojos hambrientos.

—Padre —empezó Palin, pero tenía tan seca la garganta que las palabras parecían desgarrarle la carne—. Padre, ¿qué...?

—¡Te he estado buscando! —lo interrumpió Caramon, desesperado—. ¡Raistlin no está aquí! ¡No lo encuentro! Algo va mal...

Aparecieron más fantasmas en el estudio, que pasaron veloces junto a Caramon, por encima y alrededor de él. No se quedaban quietos, no permanecían mucho tiempo en un sitio. Agarraron a Caramon e intentaron llevárselo, como una muchedumbre dominada por el pánico que arrastra a la destrucción a cuantos la forman.

Empleando todas sus fuerzas, Caramon se liberó de la brutal corriente y se abalanzó sobre el mago.

—¡Palin! —gritó, aunque sin hacer ruido—. ¡No mates a Tas! ¡Él es la...!

Caramon desapareció repentinamente. Las formas efímeras giraron en remolinos un instante y después se separaron en jirones irregulares, como si una mano hubiese dispersado humo. Los jirones fueron arrastrados por un viento que helaba el alma.

—¿Padre? ¡No lo entiendo! ¡Padre!

El sonido de su propia voz despertó a Palin, que se sentó como si le hubiesen echado encima agua fría. Miró en derredor, frenético.

—¡Padre!

El cuarto estaba vacío. La luz del sol se colaba por la ventana abierta; el aire era caliente y fétido.

—Un sueño —musitó el mago, aturdido.

Pero un sueño muy real. Al recordar a los muertos agolpados alrededor, Palin sintió un escalofrío de terror que le puso de punta el vello de los brazos y de la nuca. Todavía le parecía sentir las manos ansiosas de los muertos tirando de sus ropas, y sus voces susurrando y suplicando. Se pasó la mano por la cara para limpiársela, como si se hubiese dado de bruces con una tela de araña en medio de la oscuridad.

Exactamente lo que había dicho Goldmoon...

—Tonterías —se dijo en voz alta, ya que necesitaba oír la voz de un ser vivo después de aquellos horrendos susurros—. Me metió la idea en la cabeza, eso es todo. No me extraña que tenga pesadillas. Esta noche me tomaré una poción para dormir.

Alguien sacudió levemente la manilla de la puerta intentando abrirla, pero estaba cerrada con llave. A Palin se le subió el corazón a la garganta.

Luego se oyó un ruido metálico —el de una ganzúa— hurgando en la cerradura. No eran fantasmas. Sólo un kender.

Palin suspiró, se levantó de la silla, fue a la puerta y la abrió.

—Buenos días, Tas.

—Ah, hola —contestó Tasslehoff. El kender estaba doblado por la cintura, con la ganzúa en la mano, los ojos puestos en el sitio donde estaba la cerradura un momento antes de abrirse la puerta. Se puso derecho y guardó la ganzúa en un bolsillo delantero—. Pensé que estarías dormido y no quería molestarte. ¿Tienes algo de comer?

El kender entró en la habitación como si fuese su casa.

—Mira, Tas —empezó Palin, intentando tener paciencia—, no es un buen momento. Estoy muy cansado, no dormí bien...

—Tampoco yo —lo interrumpió Tas mientras entraba en la sala y se dejaba caer pesadamente en un sillón—. Supongo que no tienes nada de comida. Bah, da igual. En realidad no tengo hambre.

Se quedó callado, balanceando los pies y contemplando el cielo y el mar. Permaneció en silencio varios minutos.

Palin, reconociendo aquel comportamiento como un fenómeno realmente insólito, acercó una silla y se sentó a su lado.

—¿Qué pasa, Tas? —preguntó afablemente.

—He decidido regresar —anunció el kender sin mirarlo, con la vista prendida en el vacío cielo—. Hice una promesa. No se me había ocurrido pensarlo hasta ahora, pero una promesa no es algo que uno hace con la boca, sino con el corazón. Y cada vez que rompes una promesa, el corazón también se te rompe un poco hasta que, al final, lo tienes lleno de rajas. Creo que es mejor ser aplastado por un gigante.

—Eres muy sabio, Tas —dijo el mago, que se sintió avergonzado—. Mucho más sabio que yo.

Hizo una pausa. De nuevo oía la voz de su padre. «¡No mates a Tas!» La visión había sido real; mucho más real que cualquier sueño. Un mago aprendía a confiar en su instinto, a escuchar las voces del corazón y del alma, porque ésas eran las voces que hablaban el lenguaje de la magia. Se preguntó si, quizás, aquel sueño no sería una voz interior que le advertía para que no se precipitara, para que no actuara sin pensar.

—Tas —empezó lentamente—, he cambiado de opinión. No quiero que regreses. Al menos, de momento no.

Tas se puso de pie de un salto.

—¿Qué? ¿No tengo que morir? ¿Es eso cierto? ¿Lo dices en serio?

—Sólo he dicho que no tienes que volver aún —lo reprendió el mago—. Por supuesto, tendrás que regresar en algún momento.

El excitado kender no lo oyó. Tas saltaba por la habitación, desparramando el contenido de sus bolsas por todas partes.

—¡Esto es maravilloso! ¿Podemos salir a navegar en un barco, como Goldmoon?

—¿Que Goldmoon se marchó en un barco? —repitió Palin, sorprendido.

—Sí, con el gnomo —contestó alegremente Tas—. Al menos, supongo que Acertijo la alcanzó. Nada condenadamente deprisa. No sabía que los gnomos supieran nadar tan bien.

—Se ha vuelto loca —se dijo Palin, que se dirigió a la puerta—. Debemos alertar a los guardias. Alguien tiene que ir a rescatarla.

—Oh, ya han salido tras ellos —comentó el kender, despreocupado—, pero dudo que los encuentren. Verás, Acertijo me dijo que el Indestructible puede sumergirse bajo el agua, igual que un delfín. Es un subna... sunma... supma... Bueno, comoquiera que se diga. Acertijo me lo enseñó anoche. Su aspecto es igual que el de un pez de acero gigantesco. Oye, me pregunto si podríamos verlos desde aquí.

Tas corrió hacia el ventanal, pegó la nariz contra el cristal y escudriñó el paisaje buscando el barco. Palin había olvidado la extraña visión a causa de la sorpresa y la consternación. Esperaba que aquélla fuese otra de las historietas del kender, y que Goldmoon no hubiese embarcado en un cacharro inventado y construido por gnomos.

Se disponía a bajar la escalera para informarse de lo que había ocurrido realmente, cuando la quietud de la mañana saltó hecha añicos por un toque de trompeta. Las campanas tocaron a rebato. En el vestíbulo se oyeron voces exigiendo saber qué estaba pasando. Respondieron otras voces en las que se advertían el pánico.

—¿Qué es ese jaleo? —preguntó Tas, todavía asomado al ventanal.

—El toque de tomar las armas. Me pregunto por qué.

—A lo mejor tiene algo que ver con esos dragones —comentó Tas mientras señalaba.

Formas con alas, negras contra el cielo matinal, volaban hacia la Ciudadela. Una de ellas, la del centro de la formación, era más grande que las demás, tanto que parecía que la tonalidad verde del firmamento era un reflejo de la luz del sol en las escamas del reptil. Palin escudriñó atentamente. Consternado, retrocedió al centro de la habitación, a las sombras, como si, incluso desde aquella distancia, los rojizos ojos del dragón fueran a localizarlo.

—¡Es Beryl! —exclamó con un nudo en la garganta—. ¡Y viene con sus secuaces!

—Creía que era la noticia de que no tenía que regresar para morir lo que me provocaba un nudo en el estómago, pero es por la maldición, ¿verdad? —Miró a Palin—. ¿Por qué viene aquí?

Buena pregunta. Desde luego, cabía la posibilidad de que a Beryl se le hubiese antojado atacar la Ciudadela, pero Palin lo dudaba. El complejo se encontraba en territorio de Khellendros, el Dragón Azul que dominaba esa parte del mundo. Beryl no irrumpiría en territorio del Azul a no ser por extrema necesidad.

—Quiere el ingenio —adivinó el mago.

—¿El ingenio mágico? —Tasslehoff se llevó la mano a un bolsillo y sacó el objeto—. ¡Puf, qué asco! —Se pasó la mano por la cara—. En este cuarto tiene que haber arañas. Estoy lleno de sus telillas. —Asió el artefacto con gesto protector—. ¿Puede olfatearlo el dragón, Palin? ¿Cómo sabe que nos encontramos aquí?

—Lo ignoro —contestó el mago, sombrío, aunque lo tenía todo muy claro—. Y poco importa cómo lo sabe. —Alargó la mano—. Dame el ingenio.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Tas, vacilante. Todavía no las tenía todas consigo.

—Salir de aquí —contestó Palin—. El ingenio mágico no puede caer en sus manos.

Imaginaba sólo algunas de las cosas que la Verde podría hacer con él. La magia del ingenio la convertiría en la indiscutible dueña y señora de Ansalon. Aun en el caso de que no hubiese un pasado más allá, podría regresar a los días posteriores a la Guerra de Caos, cuando los grandes dragones aparecieron por primera vez en Ansalon. Podría volver a cualquier momento y cambiar los acontecimientos para salir victoriosa de cualquier batalla. Como poco, podría utilizar el ingenio para transportar su inmenso corpachón para circunvolar el mundo. No habría un solo lugar a salvo de sus estragos.

—Dame el ingenio —repitió con urgencia—. Tenemos que irnos. ¡Deprisa, Tas!

—¿Voy contigo? —preguntó el kender, que seguía sin soltar el objeto.

—¡Sí! —respondió Palin casi a voz en grito. Iba a añadir que no les quedaba mucho tiempo, pero no dijo nada. Tiempo era lo único que tenían—. Entrégame el ingenio.

—¿Adónde vamos? —preguntó ansiosamente, tras dárselo.

Otra buena pregunta. En medio de aquel caos, Palin no había pensado en aquel detalle importante.

—A Solace —decidió—. Volveremos a Solace. Alertaremos a los caballeros. Los solámnicos del fortín montan Dragones Plateados y podrán acudir en ayuda de la gente de aquí.

Los reptiles se encontraban más cerca ahora, mucho más. El sol brillaba en escamas verdes y rojas. Las grandes alas arrojaban sombras que se deslizaban sobre el agua oleosa. Fuera, las campanas seguían tañendo frenéticamente, apremiando a la gente a buscar refugio, a huir a colinas y bosques. Sonaban trompetas que llamaban a las armas. Sonaban pies corriendo, el ruido del acero, voces tensas gritando órdenes.

Palin sostuvo el ingenio entre sus manos. La calidez de la magia fluyó por su cuerpo, lo tranquilizó como un trago de buen brandy. El mago cerró los ojos y evocó mentalmente las palabras del conjuro, la manipulación del artilugio.

—¡Ponte cerca de mí! —ordenó a Tas.

Obediente, el kender agarró una manga de la túnica de Palin, que empezó a recitar el conjuro.

—«Tu tiempo es el tuyo propio...»

Trató de girar hacia arriba la enjoyada placa delantera del colgante. Algo no funcionaba bien del todo. El mecanismo parecía atascado. Palin hizo un poco más de fuerza y la placa delantera giró.

—«Pero a través de él viajas...»

El mago ajustó la placa de derecha a izquierda. Notó una fricción, pero la placa se desplazó.

—«Ves su expansión...»

Ahora se suponía que la placa debía caer para formar dos esferas conectadas por varillas, pero, sorprendentemente, la placa posterior se soltó del todo y cayó ruidosamente al suelo.

—Ups —musitó Tas mientras veía girar la placa como una peonza loca—. ¿Eso lo has hecho a propósito?

—¡No! —exclamó el mago. Entre sus manos sostenía una única esfera de la que sobresalía una varilla. Miraba aterrado la placa.

—Deja, yo la cogeré. —Tas recogió la pieza rota.

—¡Dámela! —Palin se la arrebató bruscamente de la mano. Contempló, impotente, la placa e intentó encajar la varilla en ella, pero no había ninguna ranura donde introducirla. Un borroso velo de miedo y frustración le enturbiaba los ojos. Recitó de nuevo el verso con voz tensa, llena de pánico—. «¡Ves su expansión!» —Sacudió la esfera y la varilla, sacudió la placa—. ¡Funciona! —ordenó, dominado por la rabia y la desesperación—. ¡Funciona, maldita sea!

La cadena se descolgó, resbaló entre los crispados dedos de Palin como una serpiente plateada y cayó al suelo. La varilla se separó de la esfera; las gemas lanzaron destellos. Y entonces la oscuridad envolvió la habitación, desapareció el brillo de las piedras preciosas. Las alas de los dragones habían ocultado la luz del sol.

Palin Majere estaba de pie, paralizado, en la Ciudadela de la Luz sosteniendo entre sus manos tullidas parte del ingenio de viajar en el tiempo que se había roto en pedazos.

«¡Los muertos! —le había dicho Goldmoon—. ¡Se nutren de ti!»

Vio a su padre, vio el río de muertos fluyendo alrededor. Un sueño. No, nada de sueño. La realidad sí era un sueño. Goldmoon había intentado explicárselo.

—¡Esto es lo que le pasaba a la magia! ¡Ésta es la razón de que mis conjuros salieran mal! Los muertos están absorbiendo mis poderes mágicos, como sanguijuelas chupando sangre. Me tienen rodeado, me tocan con sus manos, con sus labios...

Podía sentirlos. Su tacto era como telarañas rozándole la piel. O como alas de insectos, que era lo que había sentido en casa de Laurana. Ahora tenía claras muchas cosas. La pérdida de la magia. No era que él hubiese perdido el poder, sino que los muertos se lo habían absorbido.

—Bueno —dijo Tas—, por lo menos el dragón no tendrá el artefacto.

—No —musitó Palin—. Nos tendrá a nosotros.

Aunque no los veía, podía sentir a los muertos rodeándolo, alimentándose.

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