Que el extraño acontecimiento que sorprendió a Tasslehoff Burrfoot ocurriera la quinta noche de su viaje a Qualinesti, bajo la custodia de sir Gerard, tenía su explicación en el hecho de que, aun cuando los días eran soleados y cálidos, muy adecuados para viajar, por el contrario durante las noches se nublaba y lloviznaba. Hasta la quinta. Esa noche el cielo se mantuvo despejado, la temperatura era cálida y la suave brisa llegaba colmada de los sonidos del bosque: grillos, buhos y algún que otro aullido de lobo.
Lejos, al norte, cerca de Sanction, Galdar el minotauro corría por la calzada que conducía a Khur. En el distante sur, en Silvanesti, Silvanoshei hacía su entrada en Silvanost como se había planeado, triunfal y a bombo y platillo. Toda la población de la capital elfa salió a darle la bienvenida y a mirarlo con maravillada sorpresa. Silvanoshei se quedó impresionado y desasosegado al ver los pocos elfos que quedaban en la ciudad. Sin embargo no lo comentó con nadie, y fue recibido con la adecuada ceremonia por el general Konnal y un hechicero elfo de blanca túnica, quien se granjeó de inmediato la simpatía del joven con sus modales encantadores.
Mientras Silvanoshei cenaba manjares elfos servidos en platos de oro y bebía vino espumoso en copas de cristal, y mientras Galdar masticaba carne seca sin hacer un alto en su marcha, Tasslehoff y Gerard tomaban su acostumbrada e insípida ración de pan cenceño y cecina, acompañada con agua corriente y moliente. Habían cabalgado hasta Gateway, donde pasaron ante varias posadas cuyos propietarios se encontraban en la puerta, con mala cara. Esos mismos posaderos se habrían negado en redondo a acoger a un kender antes de que el dragón cerrase las calzadas. Ahora, por el contrario, habían salido apresuradamente para ofrecerles alojamiento y comida por el insólito precio de una pieza de acero.
Gerard no les hizo el menor caso y siguió cabalgando sin dirigirles siquiera una mirada. Tasslehoff había soltado un profundo suspiro mientras dirigía una ojeada anhelante a las posadas que dejaban atrás. Cuando insinuó que una jarra de cerveza fría y un plato de comida caliente sería un cambio agradable, Gerard contestó que no y que cuanto menos llamaran la atención mejor para todos.
Así pues, continuaron hacia el sur siguiendo una nueva calzada que pasaba cerca del río y que, según Gerard, había sido construida por los Caballeros de Neraka para mantener las líneas de suministro a Qualinesti. Tas se había preguntado por qué los Caballeros de Neraka estaban interesados en abastecer a los qualinestis, pero dedujo que debía de tratarse de un nuevo proyecto que el rey Gilthas había establecido.
El kender y el caballero habían dormido al aire libre, bajo la llovizna, durante las últimas cuatro noches. La quinta noche hizo buen tiempo. Como era habitual, el sueño sorprendió al kender antes de que éste se encontrara preparado para recibirlo. Se despertó en mitad de la noche, con brusquedad, a causa de una luz que le daba en los ojos.
—¡Eh! ¿Qué es eso? —demandó en voz alta. Apartó la manta, se levantó de un brinco y empezó a sacudir al caballero por el hombro—. ¡Sir Gerard, despierta! —gritó Tasslehoff—. ¡Sir Gerard!
El hombre se despertó al instante y asió su espada.
—¿Qué pasa? —Miró en derredor, alerta a cualquier peligro—. ¿Has oído algo? ¿Has visto algo?
—¡Eso, ahí mismo! —Tasslehoff cogió la barbilla del caballero y señaló.
Gerard dirigió una mirada extremadamente severa al kender.
—¿Te parece gracioso?
—Oh, no. Me parecería gracioso si, por ejemplo, yo dijera «¡Cuidado, Gerard!», y tú «¿Qué pasa, qué has visto?», y yo «¡Esa hez de minotauro!», y tú «¡Canalla! ¿Dónde?», y yo comentara «Ahí mismo. Vaya, acabas de pisarla». Para mí, eso es gracioso. A lo que me refiero ahora es a esa luz extraña que hay en el cielo.
—Es la luna —replicó Gerard, prietos los dientes.
—¡No! —Tasslehoff no salía de su asombro—. ¿De verdad?
Volvió a mirarla. Tenía cierta semejanza con la luna: era redonda, se encontraba suspendida en el cielo, junto con las estrellas, y brillaba. Pero ahí terminaba todo parecido.
—Si ésa es Solinari —dijo al tiempo que observaba el satélite con escepticismo—, entonces ¿qué le ha pasado al dios? ¿Está enfermo?
Gerard no respondió. Volvió a tumbarse, dejó la espada al alcance de la mano y, agarrando el pico de la manta, se enrolló en ella.
—Duérmete —instó fríamente—, y no te despiertes hasta la mañana.
—¡Pero quiero saber lo de la luna! —insistió el kender, que se acuclilló junto al caballero, en absoluto amilanado por el hecho de que Gerard le diera la espalda, tuviese tapada la cabeza con la manta, y fuese obvia su irritación por haber sido despertado tan bruscamente sin motivo. Hasta su espalda denotaba exasperación—. ¿Qué ocurrió para que Solinari tenga ese aspecto pálido y enfermizo? ¿Y dónde está la preciosa Lunitari? Supongo que también me preguntaría dónde está Nuitari si pudiese ver la luna negra, cosa que no puedo, así que sería posible que se encontrara ahí y yo no lo sabría...
Gerard se giró repentinamente. Su cabeza asomó por el borde de la manta, dejando a la vista unos ojos nada amistosos.
—Sabes perfectamente bien que a Solinari no se la ha visto en el cielo desde el final de la Guerra de Caos. Y tampoco a Lunitari. De modo que déjate de estupideces. Voy a dormirme, y no quiero despertarme por nada que sea menos importante que una invasión de hobgoblins. ¿Queda claro?
Gerard volvió a darse la vuelta y a cubrirse la cabeza.
Tas siguió hablando hasta que oyó que el caballero empezaba a roncar. Le dio un empujoncito en el hombro, para probar, pero sin resultado. El kender pensó que quizá debería abrirle uno de los párpados para ver si dormía realmente o sólo fingía hacerlo, un truco que jamás le había fallado con Flint, aunque por lo general acababa con el iracundo enano persiguiéndolo por la habitación con un atizador.
No obstante, Tas tenía otras cosas en que pensar, así que dejó en paz al caballero y volvió a su manta. Se tumbó boca arriba, con las manos enlazadas debajo de la cabeza, y contempló la extraña luna que le devolvía la mirada sin la menor señal de reconocimiento. Eso le dio una idea a Tas, que apartó la vista de la luna y la dirigió a las estrellas, buscando sus constelaciones favoritas.
También habían desaparecido. Los astros que veía ahora eran fríos, distantes y desconocidos. La única estrella amistosa que había en el firmamento nocturno era una roja que brillaba intensamente, cerca de la extraña luna. Tenía un brillo cálido y reconfortante que aliviaba la fría sensación de vacío en la boca del estómago de Tas, cosa que por lo general significaba que necesitaba comer algo pero que el kender sabía ahora, tras años de correr aventuras, que era el modo en que su cuerpo le decía que algo no iba bien. De hecho, había sentido algo muy parecido cuando el pie del gigante se levantó sobre su cabeza.
Tas mantuvo la vista fija en la estrella roja y, al cabo de un rato la sensación de frialdad y vacío dejó de ser tan dolorosa. Justo cuando empezaba a sentirse más cómodo y había apartado de su mente las ideas sobre la extraña luna, las estrellas poco amistosas y el impresionante gigante, justo cuando empezaba a disfrutar de la noche, el sueño lo sorprendió y se apoderó nuevamente de él.
El kender deseaba seguir hablando sobre la luna al día siguiente, y lo hizo, pero sólo consigo mismo. Gerard no respondió a ninguna de las innumerables preguntas de Tasslehoff ni se volvió para mirarlo, limitándose a cabalgar al paso, con las riendas de la yegua de Tas asidas en la mano.
El caballero permaneció callado, aunque se mantuvo alerta, escudriñando constantemente el horizonte. El mundo entero parecía guardar silencio aquel día, una vez que Tasslehoff dejó de parlotear, cosa que hizo al cabo de unas dos horas. Y no porque se aburriera de hablar consigo mismo, sino por tener que responderse a sí mismo. No se cruzaron con nadie en el camino, e incluso los sonidos de otras criaturas vivas habían cesado. Ningún pájaro trinaba. Ninguna ardilla cruzaba corriendo la calzada. Ningún venado caminaba en las sombras del bosque ni huía al verlos, la blanca cola levantada en un gesto de alarma.
—¿Dónde están los animales? —preguntó Tas a Gerard.
—Escondidos —respondió el caballero; eran las primeras palabras que pronunciaba en toda la mañana—. Tienen miedo.
El aire no se movía, como si el mundo estuviese conteniendo la respiración por temor a ser descubierto. Ni siquiera se movían las hojas de los árboles, y Tas tuvo la sensación de que si hubiesen podido hacerlo, habrían sacado las raíces del suelo y habría echado a correr.
—¿De qué tienen miedo? —preguntó el kender con interés al tiempo que miraba alrededor, animado, esperando ver un castillo encantado o una mansión derruida o, al menos, una cueva espeluznante.
—De la gran hembra de Dragón Verde, Beryl. Nos encontramos en las llanuras del Oeste, así que hemos entrado en su territorio.
—Te has referido muchas veces a esa Verde, pero yo nunca había oído hablar de ella. El único Dragón Verde que conozco se llamaba Cyan Bloodbane. ¿Quién es esa Beryl? ¿De dónde vino?
—¿Quién sabe? —repuso, impaciente, Gerard—. Del otro lado del océano, supongo, junto con la gran Roja, Malystrix, y los otros ejemplares de su asquerosa especie.
—Bueno, pues si no es de por aquí, ¿por qué no va algún héroe y la ensarta con una lanza? —inquirió alegremente el kender.
Gerard frenó a su caballo y tiró de las riendas de la yegua, que trotaba detrás, con desgana, gacha la cabeza y tan aburrida como el propio kender. Llegó a la altura del corcel negro, sacudió la crin y miró, esperanzada, un rodal de hierba.
—¡No levantes la voz! —instó Gerard en tono bajo. Su aspecto era más severo que nunca—. Los espías de Beryl están por todas partes, aunque no los veamos. Está al tanto de todo cuanto ocurre en su reino, y hace una hora que entramos en él —añadió—. Me sorprendería mucho que no apareciese alguien a echarnos un vistazo... Ahí tienes. ¿Qué te decía?
Se había girado en la silla y oteaba atentamente hacia el oeste. Una gran mancha negra en el cielo crecía de tamaño a un ritmo constante, haciéndose más y más grande a cada momento. Mientras Tas observaba, vio cobrar forma a la mancha, con alas, una larga cola y un inmenso corpachón de color verde.
El kender había visto dragones antes, había cabalgado en ellos, había combatido contra ellos, pero jamás imaginó que vería un reptil tan inmenso como aquél. La cola parecía tan larga como la calzada por la que avanzaban; los dientes, alojados en las babeantes fauces, habrían podido pasar por las afiladas estacas de un fortín; los malignos ojos rojizos ardían con un fuego más intenso que el sol y parecían alumbrar con una luz cegadora todo aquello en lo que se posaban.
—Si tienes algún aprecio por tu vida o la mía, kender, no hagas ni digas nada —advirtió Gerard en un feroz susurro.
El reptil voló directamente hacia ellos al tiempo que movía la cabeza para estudiarlos desde todos los ángulos. El miedo al dragón cayó sobre ellos al igual que la sombra del reptil, ocultando la luz del sol y borrando todo vestigio de raciocinio y de cordura en sus mentes. La yegua se puso a temblar y a gimotear; el corcel negro relinchó de terror, corcoveó y coceó. Gerard se aferraba al aterrado animal, incapaz de calmarlo, presa del mismo terror. Tasslehoff miraba hacia arriba, boquiabierto. Experimentaba una sensación de lo más desagradable en la que se mezclaban una especie de retortijón en el estómago, un escalofrío en la espalda, un temblor de rodillas y manos sudorosas. A medida que la sensación le recorría el cuerpo, comprendió que no le gustaba en absoluto. Para rematarlo, notó un desagradable y paralizador frío en la cabeza.
Beryl los sobrevoló en círculo dos veces y al ver que sólo se trataba de uno de sus propios caballeros aliados con un kender prisionero, los dejó en paz y regresó volando perezosa y pausadamente a su cubil, mientras sus penetrantes ojos tomaban nota de todo cuanto se movía por su territorio.
Gerard se bajó del caballo y se quedó de pie junto al tembloroso animal, con la cabeza apoyada en el agitado flanco. Tenía el rostro extremadamente pálido y sudoroso y un temblor constante sacudía su cuerpo. Abrió y cerró la boca varias veces, y hubo un momento en que pareció a punto de vomitar, pero se recobró. Finalmente, su respiración se estabilizó.
—Me avergüenzo de mí mismo —dijo—. Ignoraba que pudiera experimentar un miedo así.
—Pues yo no estaba asustado —anunció Tas en una voz que parecía haberse contagiado del temblor de su cuerpo—. Ni pizca.
—Lo habrías estado si tuvieses un mínimo de sentido común —replicó Gerard.
—Lo que pasa es que, aunque en mis tiempos vi algunos dragones horrendos, jamás había visto uno tan...
La mirada torva de Gerard hizo que Tasslehoff dejase la frase sin terminar.
—Tan... imponente —rectificó el kender en voz alta, por si acaso alguno de los espías del dragón estaba escuchando—. Imponente —repitió. Luego susurró a Gerard:— Eso es una especie de cumplido, ¿verdad?
El caballero no contestó. Tranquilos ya él y su caballo, cogió de nuevo las riendas de la yegua y montó en el negro corcel. No se puso en marcha de inmediato, sino que continuó parado en mitad de la calzada un tiempo, con la mirada prendida en el oeste.
—Nunca había visto uno de los grandes dragones hasta ahora —dijo en voz queda—. No imaginaba que se pasaba tan mal.
Siguió inmóvil unos segundos más y luego, prietas las mandíbulas y pálida la tez, emprendió la marcha.
Tasslehoff lo siguió porque no podía hacer otra cosa, ya que el caballero llevaba las riendas de su yegua.
—¿Era ése el dragón que mató a los kenders? —preguntó con un hilo de voz.
—No. Aquél era uno más grande aún. Una hembra Roja llamada Malys.
Un dragón aún más grande. Tas no podía imaginárselo y se disponía a decir que le gustaría ver a un reptil tan descomunal, cuando comprendió con absoluta certeza que, para ser sincero, no le apetecía nada.
—¿Qué demonios me pasa? —gimió, consternado—. Tengo que haber contraído alguna enfermedad. ¡No siento curiosidad! ¡No quiero ver un Dragón Rojo que podría ser más grande que Palanthas! No parezco yo.
Eso último desembocó en una idea sorprendente, tanto que Tas casi se cayó de la yegua.
—¡A lo mejor no soy yo!
Tasslehoff meditó sobre ello. Después de todo, nadie había creído que era él, salvo Caramon, que para entonces estaba bastante viejo y casi muerto, así que quizá su opinión no contaba. Laura había dicho que creía que Tasslehoff era Tasslehoff, pero probablemente sólo lo dijo por educación, de modo que tampoco ella contaba. Gerard había manifestado que era de todo punto imposible que fuese Tasslehoff, y lord Vivar había asegurado lo mismo; los dos eran Caballeros de Solamnia, lo que significaba que eran listos y seguramente sabían lo que decían.
—Eso lo explicaría todo —se dijo Tas, cada vez más alegre conforme lo pensaba—. Explicaría por qué nada de lo que me pasó la primera vez que asistí al funeral de Caramon ocurrió la segunda vez: porque no era a mí a quien le estaba pasando, sino a alguien completamente distinto. Pero, en ese caso —añadió, hecho un lío—, si no soy yo, ¿quién soy?
Reflexionó sobre aquello durante casi un kilómetro.
—Una cosa es segura —concluyó—. No puedo seguir llamándome Tasslehoff Burrfoot. Si topo con el verdadero, se enfadará por haber cogido su nombre, como me pasó a mí cuando descubrí que había otros treinta y siete Tasslehoff Burrfoot. Treinta y nueve, contando los perros. Supongo que tendré que devolverle el ingenio mágico de viajar en el tiempo. Me pregunto cómo habrá acabado en mi poder. Ah, claro. Se le debió de caer.
Tas taconeó a la yegua en los flancos. El animal saltó y trotó hasta llegar a la altura del caballero.
—Discúlpame, sir Gerard —empezó.
El caballero lo miró y frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres? —inquirió fríamente.
—Sólo quería decirte que he cometido un error —anunció con mansedumbre—. No soy la persona que dije que era.
—¡Menuda novedad! —gruñó Gerard—. ¿Quieres decir que no eres Tasslehoff Burrfoot, que lleva muerto varias décadas?
—Creía que lo era —contestó, melancólico. La idea le resultaba más difícil de admitir de lo que pensaba—. Pero el caso es que no puedo serlo. Verás, Tasslehoff Burrfoot era un héroe, no tenía miedo de nada. Y no creo que él hubiese experimentado esa sensación tan rara que tuve cuando el dragón nos sobrevoló. Pero sé lo que me pasa.
Esperó a que el caballero preguntara cortésmente, pero no ocurrió nada, de modo que Tas le dio la información por propia iniciativa.
—Tengo magnesia —anunció solemnemente.
—¿Que tienes qué? —dijo Gerard esta vez, aunque no lo hizo de un modo muy cortés.
—Magnesia. —Tas se llevó la mano a la frente para comprobar si podía sentirla—. No sé bien cómo coge magnesia la gente. Creo que tiene algo que ver con la leche. Pero recuerdo que Raistlin decía que una vez conoció a alguien que la sufría y que esa persona no podía recordar quién era o por qué estaba donde estaba o dónde había dejado las gafas o ninguna otra cosa. Así que debo de tener magnesia, porque ésa es exactamente mi situación.
Resuelto aquello, Tasslehoff —o, más bien, el kender que solía pensar que era Tasslehoff— se sintió muy orgulloso de saber que había llegado a una conclusión tan importante.
—Claro que —añadió con un suspiro—, mucha gente como tú, que espera que sea Tasslehoff, va a sufrir una triste desilusión cuando descubra que no lo soy. Pero tendréis que asumirlo.
—Intentaré sobrellevarlo —replicó secamente Gerard—. Y ahora, ¿por qué no haces un esfuerzo y lo piensas bien para ver si puedes «recordar» la verdad sobre quién eres?
—No me importaría recordar la verdad —repuso Tas—. Pero tengo la sensación de que la verdad no quiere recordarme a mí.
Los dos siguieron viajando a través de un mundo silencioso hasta que por fin, para alivio de Tasslehoff, se oyó un sonido, el sordo retumbo de las aguas violentas de un río que espumeaba y bullía, como ofendido por estar aprisionado entre sus rocosas riberas. Los humanos lo llamaban el río de la Rabia Blanca. Su curso marcaba la frontera septentrional del reino elfo de Qualinesti.
Gerard aflojó la marcha; al girar un recodo de la calzada tuvieron el río a la vista, una ancha corriente espumajosa que saltaba por encima y alrededor de negras rocas, brillantes por la humedad.
El día tocaba a su fin y los bosques se envolvían en la oscuridad que anunciaba la noche. Sobre el río seguía habiendo luz y el agua brillaba con el arrebol; merced a su reflejo avistaron a lo lejos un angosto puente que salvaba el río. Una barrera bajada protegía el puente, y los guardias vestían la misma armadura negra que llevaba Gerard.
—¡Ésos son caballeros negros! —exclamó, estupefacto, Tasslehoff.
—¡Baja la voz! —ordenó severamente Gerard. Desmontó, sacó la mordaza que llevaba guardada en el cinturón y se acercó al kender—. Recuerda que el único modo de que podamos ver a tu presunto amigo Palin Majere es que nos dejen pasar.
—Pero ¿por qué hay caballeros negros aquí, en Qualinesti? —preguntó Tas, que habló muy deprisa, antes de que Gerard tuviese tiempo de amordazarlo.
—Beryl gobierna el reino. Esos caballeros son sus supervisores. Hacen cumplir sus leyes y recaudan los impuestos y el tributo que los elfos pagan para seguir con vida.
—Oh, no —se lamentó el kender, que sacudió la cabeza—. Tiene que haber algún error. Los caballeros negros fueron expulsados por las fuerzas combinadas de Porthios y Gilthas, en el año...
Todo lo demás que dijo Tas quedó reducido a unos ruidos ahogados, ya que el caballero le puso la mordaza en la boca y se la ató con un nudo fuerte detrás de la cabeza.
—Sigue diciendo cosas así y ya no tendré que amordazarte. Todo el mundo pensará que estás loco.
—Si me contaras lo que ha pasado, entonces no tendría que hacer preguntas —argumentó Tas, que se había quitado la mordaza.
Gerard, exasperado volvió a ponérsela.
—Los Caballeros de Neraka tomaron Qualinesti durante la Guerra de Caos y han mantenido la nación bajo su control desde entonces —explicó mientras ataba el nudo—. Estaban dispuestos a ir a la guerra contra la gran Verde cuando ésta exigió que le entregaran el territorio. Beryl fue lo bastante lista para darse cuenta de que no precisaba luchar, que los caballeros le serían de utilidad, y formó una alianza con ellos. Los elfos pagan tributo, los caballeros lo recaudan y entregan un porcentaje, uno muy cuantioso, al dragón, y ellos se quedan con el resto. El dragón prospera. Los caballeros prosperan. Los que pierden son los elfos.
—Supongo que eso debió de ocurrir mientras tenía magnesia —comentó Tas, tras soltar uno de los extremos de la mordaza.
Gerard ató el nudo aún más fuerte y añadió, irritado:
—Se dice «amnesia», maldita sea. ¡Y cierra el pico de una vez!
Montó de nuevo en el caballo y los dos se encaminaron hacia el puente. Los guardias estaban alertas y probablemente esperaban su llegada, advertidos de su presencia por el dragón, ya que no parecieron sorprendidos al verlos salir de las sombras del bosque. Los centinelas eran caballeros armados con alabardas, pero fue un elfo, vestido con ropas verdes y reluciente cota de malla, el que les salió al paso para interrogarlos. Le seguía un oficial de los Caballeros de Neraka, el cual se quedó detrás del elfo, observando.
El elfo los miró a ambos, en particular al kender, con desdén.
—El reino elfo de Qualinesti está cerrado a todos los viajeros por orden de Gilthas, Orador de los Soles —anunció en Común—. ¿Qué os trae por aquí?
Gerard sonrió con sorna ante lo irónico de tal aserto.
—Traigo nuevas urgentes para el gobenador militar Medan —anunció y sacó del guantelete de cuero negro un papel muy manoseado que entregó con la actitud aburrida de quien ya ha hecho lo mismo muchas veces.
El elfo ni siquiera miró el papel; se limitó a pasárselo al oficial de los caballeros. El hombre le prestó más atención, lo examinó a fondo y luego hizo lo propio con Gerard. A continuación se lo devolvió a éste, que lo recogió y volvió a guardarlo dentro del guante.
—¿Qué asunto tienes que tratar con el gobernador militar Medan, capitán? —inquirió el oficial.
—Le traigo algo que quiere, señor —repuso Gerard, que señaló con el pulgar a Tas—. Este kender.
—¿Y por qué le interesa un kender al gobernador militar?
—Hay una orden de arresto contra este ratero, señor. Robó un artefacto importante a los Caballeros de la Espina, un ingenio mágico que supuestamente perteneció antaño a Raistlin Majere.
El elfo parpadeó al oír aquello, y miró a la pareja con mayor interés.
—No he oído nada sobre una orden de captura —manifestó el oficial, frunciendo el entrecejo—. Ni sobre un robo, dicho sea de paso.
—Eso no es de sorprender, señor, si se tiene en cuenta que están involucrados los Túnicas Grises —apuntó Gerard con una sonrisa irónica, al tiempo que echaba una ojeada furtiva en derredor.
El oficial asintió y enarcó una ceja. Los Túnicas Grises eran hechiceros; actuaban en secreto e informaban a sus propios oficiales, trabajando en la consecución de sus objetivos y ambiciones, los cuales podían coincidir, o no, con los del resto de la caballería. En consecuencia, despertaban un gran recelo en los caballeros guerreros, quienes veían a los Caballeros de la Espina con la misma desconfianza que los hombres de armas habían sentido desde hacía siglos por los que utilizaban magia.
—Hablame de ese delito —pidió el oficial—. ¿Dónde y cuándo se cometió?
—Como sabéis, los Túnicas Grises han estado rastreando el bosque de Wayreth en busca de la mágica y esquiva Torre de la Alta Hechicería. Fue durante esa búsqueda cuando descubrieron el ingenio. Ignoro cómo o dónde, señor, ya que no se me dio esa información. Los Túnicas Grises transportaban el objeto a Palanthas para estudiarlo más a fondo e hicieron un alto en una posada para pasar la noche. Fue allí donde se produjo el robo del artefacto. Los Túnicas Grises lo echaron en falta a la mañana siguiente, cuando se despertaron —añadió Gerard, que puso los ojos en blanco en un gesto significativo—. Este kender lo había robado.
«¡De modo que así es como lo conseguí! —se dijo para sus adentros Tas, fascinado—. Qué extraordinaria aventura. Lástima que no pueda recordarla.»
—Condenados Túnicas Grises —rezongó el oficial—. Borrachos como una cuba, a buen seguro, y mientras transportaban un objeto valioso. Típico de su arrogancia.
—Sí, señor. El delincuente huyó con el botín a Palanthas. Se nos ordenó que estuviésemos pendientes de un kender que podría intentar comerciar con objetos robados. Vigilamos las tiendas de productos mágicos y así fue como lo prendimos. Y ha sido un viaje largo y agotador para traer a este pequeño demonio hasta aquí, vigilándolo día y noche.
Tas procuró adoptar un aire muy feroz.
—Lo imagino —dijo, comprensivo, el oficial—. ¿Se recuperó el ingenio?
—Me remo que no, señor. Afirma que lo ha «perdido», pero el hecho de que lo sorprendiéramos en la tienda de productos mágicos nos hace pensar que lo escondió en alguna parte, con intención de recuperarlo cuando hubiese cerrado un trato. Los Caballeros de la Espina se proponen interrogarlo para sacarle dónde lo tiene oculto. De no ser por eso, naturalmente nos habríamos ahorrado las molestias. —Gerard se encogió de hombros—. Habríamos ahorcado a esta pequeña rata, simplemente.
—El cuartel general de los Túnicas Grises se encuentra hacia el sur. Todavía siguen buscando esa maldita torre. Una pérdida de tiempo, si quieres saber mi opinión. La magia ha desaparecido del mundo otra vez y, por mí, en buena hora.
—Sí, señor —contestó Gerard—. Tengo instrucciones de informar al gobernador militar Medan en primer lugar ya que el asunto está bajo su jurisdicción, pero si creéis que debo proceder directamente...
—Preséntate ante Medan antes, no faltaba más. Aunque no sea nada más que eso, se reirá un rato con esta historia. ¿Necesitas ayuda con el kender? Puedo prescindir de uno de mis hombres.
—Gracias, señor, pero como podéis ver está a buen recaudo. No preveo problemas.
—Continúa, pues, capitán —dijo el oficial, que indicó con un ademán que se levantara la barrera—. Una vez que hayas entregado a esa sabandija, vuelve por aquí. Abriremos una botella de aguardiente enano y me pondrás al corriente de lo que pasa en Palanthas.
—Así lo haré, señor —contestó Gerard al tiempo que saludaba.
Cruzó la barrera, seguido por Tasslehoff, atado y amordazado. El kender se habría despedido amistosamente agitando las manos esposadas, pero consideró que ese comportamiento no encajaba con su nueva identidad como salteador de caminos, ladrón de valiosos artefactos mágicos. Le gustaba bastante esa nueva personalidad y decidió que trataría de ser digno de ella. En consecuencia, en lugar de saludar con la mano dirigió una mirada feroz y ceñuda al caballero mientras pasaba ante él.
El elfo había permanecido plantado en el camino durante todo el rato, guardando un aburrido y deferente silencio. Ni siquiera esperó a que la barrera volviera a bajar para regresar a la caseta de guardia. El ocaso había dado paso a la noche y dentro habían encendido antorchas. Tasslehoff, que echó un vistazo por encima del hombro mientras la yegua pasaba por el puente de madera, vio agacharse al elfo bajo una antorcha y sacar una bolsa de cuero. Un par de caballeros se arrodillaron en el suelo y empezaron a jugar a los dados. Lo último que alcanzó a atisbar fue que el oficial se reunía con ellos, llevando consigo una botella. Pocos viajeros pasaban por esta ruta desde que el dragón patrullaba las calzadas. Su servicio de guardia debía de ser aburrido y solitario.
El kender indicó mediante un gruñido que le gustaría hablar sobre lo bien que les había ido en el puesto de guardia —en especial deseaba saber más detalles sobre su osado robo—, pero Gerard no le hizo ningún caso. No se alejó del puente a galope, pero, cuando ya estuvo fuera del alcance de la vista, azuzó a Negrillo para que acelerara el paso a un trote vivo.
Tasslehoff supuso que seguirían cabalgando a pesar de haber caído la noche. No se encontraban lejos de Qualinost o, al menos, así lo recordaba de sus anteriores viajes a la capital elfa. En un par de horas habrían llegado a la ciudad. El kender ansiaba ver a sus amigos de nuevo y preguntarles si tenían idea de quién era, si es que no era él. Si había alguien capaz de curar la magnesia, ése era Palin. Tasslehoff se llevó una gran sorpresa cuando Gerard frenó de repente su caballo y, manifestando que se sentía exhausto tras la larga jornada, anunció que pasarían la noche en el bosque.
Instalaron el campamento y encendieron una lumbre, para pasmo del kender, ya que el caballero se había negado a hacer fuego hasta ese momento, argumentando que era peligroso.
«Supongo que considera que estamos a salvo ahora, dentro de las fronteras de Qualinesti —se dijo Tas para sí, ya que seguía con la mordaza puesta—. Sin embargo, me pregunto por qué nos habremos parado. Tal vez ignora lo cerca que nos encontramos de la ciudad.»
El caballero frió un trozo de cerdo curado, y el aroma se extendió por el bosque. Le quitó la mordaza a Tas para que el kender pudiese comer; al instante se arrepintió de haberlo hecho.
—¿Cómo robé el artefacto? —inquirió, anhelante, el kender—. Oh, qué excitante. Jamás había robado nada, ¿comprendes? Está mal, pero que muy mal, eso de robar. Aunque supongo que en este caso es distinto, ya que los caballeros negros son mala gente. ¿En qué posada ocurrió? Hay bastantes en la calzada a Palanthas. ¿Fue en El Pato Sucio? Qué sitio tan estupendo. Todo el mundo para allí. ¿O tal vez en El Zorro y el Unicornio? En ese establecimiento no les gustan mucho los kenders, así que probablemente no.
Tasslehoff siguió parloteando, si bien no consiguió que el caballero le contase nada. Claro que eso tampoco le importaba mucho al kender, que era perfectamente capaz de inventarse todo el incidente sin ayuda de nadie. Para cuando hubieron acabado de comer y Gerard se marchó para lavar la sartén y los cuencos de madera en un arroyo cercano, el osado Tas había robado no uno, sino un montón de maravillosos artilugios mágicos, escamoteándolos en las mismísimas narices de seis Caballeros de la Espina, quienes lo habían amenazado con seis poderosos conjuros pero a los que había despachado —a todos a la vez, del primero al último— con un diestro golpe de su jupak.
—¡Y así debió de ser como acabé sufriendo magnesia! —concluyó Tas—. ¡Uno de los Caballeros de la Espina me rompió la crisma! Y estuve inconsciente varios días. Pero, no —añadió, desilusionado—. Eso no pudo ocurrir, o no habría conseguido escapar. —Reflexionó sobre ello un buen rato—. Ya lo tengo —exclamó al cabo, mirando triunfalmente a Gerard—. ¡Tú me atizaste en la cabeza cuando me arrestaste!
—No me tientes —gruñó el caballero—. Cierra el pico y duerme un poco. —Extendió su manta cerca de la lumbre, que se había reducido a un montón de brasas relucientes, se tapó y se volvió de espaldas al kender.
Tasslehoff se relajó en su petate y contempló las estrellas. El sueño no iba a sorprenderlo esa noche. Estaba demasiado ocupado rememorando sus hazañas como el Azote de Ansalon, el Terror de Morgash, el Verdugo de Thorbardin. Era un tipo realmente malo. Sólo con oír su nombre, las mujeres se desmayarían y a los hombres fuertes se les demudaría el semblante. No sabía exactamente lo que significaba «demudar», pero había oído decir que a los hombres fuertes les ocurría eso cuando se enfrentaban a un terrible enemigo, así que parecía muy apropiado en este caso. Se estaba imaginando su llegada a una ciudad, con todas las féminas desvanecidas junto a la tina de la colada y a los hombres fuertes demudándose a diestro y siniestro, cuando oyó un ruido. Un ruido muy débil, el chasquido de una ramita.
El kender no lo habría notado a no ser porque se había acostumbrado a que no sonara ningún ruido en el bosque. Alargó la mano y dio tirones a la manga de la camisa del caballero.
—¡Gerard! —llamó en un susurro alto—. ¡Creo que hay alguien ahí!
El caballero rebulló y resopló, pero no se despertó. Se metió más entre la manta.
El kender se quedó muy quieto, aguzando el oído. En el primer momento no oyó nada, pero después oyó otro ruido, como si una bota hubiese resbalado con una piedra suelta.
—¡Gerard! —llamó de nuevo—. Me parece que esta vez no es la luna. —Tas habría querido tener a mano su jupak.
El caballero rodó sobre sí mismo en ese instante y se puso de cara a Tasslehoff, que se quedó pasmado al ver a la luz de la moribunda lumbre que su compañero de viaje se hacía el dormido, pero no lo estaba.
—¡Chitón! —instó en un siseante susurro—. ¡Finge que duermes! —Él cerró los ojos.
Obediente, Tasslehoff hizo otro tanto, aunque los abrió al instante para no perderse nada. Y estuvo acertado, ya que de otro modo no habría visto a los elfos acercándose sigilosamente a ellos desde la oscuridad del bosque.
Iba a gritar para advertir al caballero, pero una mano le tapó la boca y la punta de un cuchillo le pinchó la garganta, sin darle tiempo a decir nada más que:
—¡Ger...!
—¿Qué? —masculló el caballero con voz adormilada—. ¿Qué ocu...?
Un instante después se ponía en movimiento e intentaba asir la espada, que había dejado a su alcance.
Un elfo descargó un fuerte pisotón sobre la mano de Gerard; Tas oyó el crujido de huesos y se encogió de dolor por empatía. Otro elfo recogió la espada y la puso fuera del alcance del caballero. Gerard intentó levantarse, pero el elfo que le había pisado la mano le asestó una violenta patada en la cabeza. Gerard soltó un gemido antes de desplomarse, inconsciente.
—Los tenemos a los dos, señor —dijo uno de los elfos, dirigiéndose a las sombras—. ¿Qué hacemos con ellos?
—No matéis al kender, Kalindas —respondió una voz desde la oscuridad; era una voz humana, la de un hombre, que sonaba amortiguada, como si saliese de las profundidades de una capucha—. Lo necesito vivo. Tiene que decirnos lo que sabe.
Aparentemente, el humano no era muy ducho en moverse por el bosque; aunque Tas no podía verlo, ya que el tipo se mantuvo en las sombras, sí oyó sus pies calzados con botas aplastando hojas y rompiendo ramitas. Los elfos, por el contrario, se movían tan silenciosos como el aire nocturno.
—¿Y el caballero negro? —preguntó Kalindas.
—Matadlo —respondió, indiferente, el humano.
El elfo acercó un cuchillo a la garganta del caballero.
—¡No! —chilló Tas mientras se retorcía—. ¡No podéis! ¡No es realmente un caballero neg...! —Tasslehoff acabó la frase con un sonido estrangulado.
—Cállate, kender —advirtió el elfo que lo tenía agarrado. Apartó la punta del cuchillo del cuello de Tas y la acercó contra su cabeza—. Haz un solo ruido más y te cortaré las orejas. Eso no afectará tu utilidad para nosotros.
—Preferiría que no me las cortaras —dijo Tas, que hablaba desesperadamente a pesar de sentir el filo del arma hendiendo su piel—. Me sujetan el pelo en la cabeza. Pero si no tienes más remedio, qué se le va a hacer. Es sólo que vais a cometer un terrible error. Venimos de Solace, y Gerard no es un caballero negro, ¿comprendes? Es un solámnico...
—¿Gerard? —lo interrumpió inesperadamente el humano desde la oscuridad—. ¡Quieto, Kellevandros! No lo mates aún. Conozco a un solámnico llamado Gerard, de Solace. Deja que le eche un vistazo.
La extraña luna había vuelto a salir, aunque su luz era intermitente; asomaba y desaparecía conforme unas nubes negras pasaban frente a su redonda y vacua cara. Tas intentó vislumbrar al humano, el cual estaba aparentemente al mando de aquella operación, ya que los elfos deferían a él todo cuanto se hacía. El kender sentía curiosidad; tenía la impresión de que había oído aquella voz con anterioridad, aunque no acababa de identificarla.
Sufrió una desilusión. El humano, que se arrodilló al lado de Gerard, llevaba una amplia capa y se cubría con la capucha. La cabeza del caballero cayó flaccidamente hacia un lado; la sangre le cubría la cara y respiraba con un sonido rasposo. El humano estudió su rostro.
—Lo llevamos con nosotros —ordenó.
—Pero, señor... —empezó a protestar el elfo llamado Kellevandros.
—En última instancia podrás matarlo después —dijo el humano, que se incorporó, giró sobre sus talones y se internó en el bosque.
Uno de los elfos apagó las brasas de la lumbre. Otro fue a tranquilizar a los caballos, en especial al corcel negro, que se había encabritado al aparecer los intrusos. Un tercer elfo puso una mordaza a Tas y le pinchó la oreja con el cuchillo en el momento en que el kender hizo intención de protestar.
Los elfos manejaron el cuerpo del caballero con eficiencia y rapidez. Le ataron pies y manos con cordones de cuero, lo amordazaron y le vendaron los ojos. Después lo alzaron en vilo, lo llevaron hasta el caballo y lo echaron atravesado sobre la silla. Negrillo se había asustado por la repentina invasión del campamento, pero ahora se mostraba tranquilo y aceptaba de buen grado las caricias del elfo, con la cabeza apoyada sobre su hombro mientras le rozaba con el hocico la oreja. Ataron las manos de Gerard con los pies, pasando la cuerda por debajo del vientre del caballo, y lo aseguraron bien a la silla.
El humano no dejaba de mirar al kender, pero Tas no alcanzó a vislumbrar su rostro porque en ese momento un elfo le metió un saco de arpillera por la cabeza y ya sólo pudo ver el áspero tejido. También le ataron los pies. Unas fuertes manos lo alzaron, lo echaron atravesado en la silla, y al Azote de Ansalon se lo llevaron atado como un fardo, metido en un saco, hacia el interior del oscuro bosque.