CAPÍTULO X

Dos días más tarde, Richard Brinsley Sheridan entró en la librería de Holborn Passage.

Un mensaje apresuradamente escrito lo había puesto sobre aviso y Samuel Ireland lo esperaba.

– Mi querido señor, es todo un honor -saludó Ireland y Sheridan lo correspondió con una inclinación de cabeza-. Todos nos sentimos inmensamente orgullosos.

– ¿Dónde está el joven del momento? -Sheridan era un hombre corpulento y le costó girarse a medida que William bajaba la escalera-. ¿Es usted?

– Señor, me llamo William Ireland.

– ¿Me permite que le estreche la mano? Ha servido usted a un gran propósito. -Sheridan marcó cada palabra como si se dirigiese a un público invisible-. Si la memoria no me falla, fue el señor Dryden quien postuló que Vortigern era un gran tema para un drama.

– Señor, he de reconocer que desconocía ese dato.

– ¿Por qué iba a saberlo? Casi nadie ha leído sus prefacios.

– Ay de mí, yo tampoco.

– Está claro que nuestro bardo se le ha adelantado. -Con gesto teatral, Sheridan extrajo el manuscrito del bolsillo de su abrigo-. El martes pasado su padre lo envió con un coche de alquiler. Le estoy muy agradecido. -La mirada de Sheridan era penetrante-. Señor, se trata de una obra con ideas osadas, sin duda, aunque algunas resultan toscas y no están del todo digeridas.

– ¿Cómo dice? -Daba la sensación de que William estaba en verdad desconcertado.

– Shakespeare tuvo que ser muy joven cuando escribió este texto. Hay un verso… -Se llevó la mano a la frente, como si representase el papel de la Memoria-. «Bajo el arco convexo de los cielos andantes / suplico el perdón de mi padre errante.» Las palabras «andantes» y «errante» están demasiado próximas. Por otro lado, esa idea del arco convexo andante resulta algo sorprendente. -William lo miró sin abrir la boca-. Señor Ireland, que quede claro que no soy crítico, sino hombre de teatro. La nueva obra de William Shakespeare llenará el Drury Lane. Se trata de una obra descubierta en circunstancias tan misteriosas que causará sensación entre el público.

– ¿La pondrá en escena?

– Drury Lane la ha leído. Drury Lane la aprecia. Drury Lane la acepta.

– ¡Padre, se trata de una noticia maravillosa!

– Me imagino al señor Kemble como Vortigern -prosiguió Sheridan-. Es una de las grandes figuras de nuestras tablas, una figura imponente y significativa. ¿Qué tal la señora Siddons en el papel de Edmunda? Es pura ligereza y gracia, una criatura realmente deliciosa.

– ¿Me permite proponer a la señora Jordan como Suetonia? -William se dejó arrastrar por el estado de ánimo de Sheridan-. La vi la semana pasada en La novia perjura y le garantizo, señor Sheridan, que resulta irresistible.

– Señor Ireland, tiene usted alma de artista. Nos comprende. Me basta cerrar los ojos para ver a la señora Jordan como Suetonia. -A renglón seguido, Sheridan cerró los ojos-. ¿Qué le parece Harcourt en el papel de Wortimerus? Si lo hubiera visto en El velo rasgado se habría llevado un susto de muerte. Estuvo genial. ¿No está de acuerdo en que…? -Sheridan titubeó y miró a Samuel Ireland-. ¿No está de acuerdo en que deberíamos decir que se trata de una obra «atribuida a Shakespeare»? Lo digo por si hay alguna duda.

Samuel Ireland retrocedió un paso y pareció erguirse todavía un poco más.

– Señor Sheridan, ¿qué duda puede existir?

– Una mínima duda, algunas discrepancias en la cadencia, unos pocos errores de rima. Me refiero a una duda mínima, minimísima.

– No cabe la menor duda.

– Si nosotros dudamos apagamos la llama -declaró William.

– Señor, esa imagen es excelente. Si me permite decírselo, posee usted dotes como las del bardo.

– Señor Sheridan, carezco de pretensiones como dramaturgo.

– Pues Shakespeare con toda probabilidad tenía su edad cuando redactó este drama.

– No me atrevería a afirmarlo. -William sonrió-. No lo sé.

– Tiene razón, nadie lo sabe. -Sheridan volvió a dirigirse a Samuel Ireland-. El señor Dignum, mi amanuense, ha transcrito los papeles. Sería un gran honor para mí que mañana por la noche asistiesen a la representación de mi Pizarro. Así se harán una idea de nuestras posibilidades.


***

La noche siguiente los Ireland se presentaron en el Drury Lane. En medio del resplandor de los quinqués de aceite, subieron la escalinata de mármol del gran vestíbulo, cuyos techos estaban decorados con imágenes de Euterpe, la musa de la música, Melpómene, la de la tragedia, y Terpsícore, la de la danza. A Terpsícore, pintada hacía una década por sir John Hammond, se la representaba tomando medidas en compañía de diversos querubines y pastores.

– ¡Somos invitados del señor Sheridan! -Samuel Ireland anunció su llegada al acomodador, que, vestido con el particular tono verde de Drury Lane, no se mostró muy dispuesto a reparar en su presencia-. ¡Somos invitados del empresario, del señor Sheridan!

El acomodador se rascó su empolvada peluca plateada y cogió el trozo de papel que Samuel Ireland le entregó. Lo cotejó con la lista pegada en una de las columnas doradas del vestíbulo e inclinó la cabeza.

– Palco Hamlet -afirmó-. Síganme.

Condujo a padre e hijo por la alfombra de una escalera resplandeciente, de oro y ébano, y a lo largo del pasillo de la primera planta, cuyas paredes forradas con papel aterciopelado de color carmesí estaban adornadas con grabados de Garrick, Betty, Abingdon y otros grandes de la escena.

El palco Hamlet olía a paja húmeda, a cordial de regaliz y a cerezas, el típico olor de los teatros londinenses. A William le encantó tanto como los aromas de perfumes y pomadas que subieron en oleadas desde el impaciente y animado público. Era la segunda noche que ponían Pizarro, un drama musical ambientado en Perú durante la época del ataque español a los incas. Cuando comenzó a sonar la obertura, la melodía unió al público en un hechizo de expectación compartida; William tuvo la sensación de que se disolvía en la bruma de luz y sonido que se extendió sobre el auditorio. Se levantó el telón y los asistentes vieron un río, un bosque y una cadena montañosa coronada de nieve. El río parecía fluir y los árboles se agitaron a causa de la brisa que recorrió el escenario. A William aquello le pareció más bello, más intenso y de colores más vivos que el mundo material propiamente dicho. A continuación, el ejército español desfiló por el escenario con picas y mosquetes. William se dejó arrastrar por el entusiasmo, aplaudió, se asomó por el palco y vislumbró a Charles Kemble caracterizado como el conquistador español Pizarro. El público se erizó cuando el actor caminó hasta el centro de las tablas y sus aplausos y vítores se vieron agudizados por los repentinos disparos de los mosquetes.

Kemble movió las manos para pedir silencio.

– «Hemos venido a subyugar una raza altiva y extraña…»

– ¡Es magnífico! -comentó Samuel Ireland en voz baja con su hijo-. Supera cualquier cosa que haya visto.

William observó fascinado a Kemble. El hombre se había convertido en un general español, no sólo en el aspecto y la actitud, sino en su esencia. ¿Kemble se había convertido en Pizarro o Pizarro en Kemble? El hálito de ambos se trocó uno. William experimentó un tremendo regocijo. Ante sus ojos se hallaba la prueba de que era posible huir de la prisión del yo. De Quincey estaba errado.

En medio de aplausos interminables, la señora Siddons apareció en escena en el papel de la princesa inca Elvira. Se dirigió de entrada al público, como si se tratase de sus compañeros de reparto:

– «La fe que profesamos nos enseña a vivir en cautiverio con toda la humanidad y a morir con la esperanza de la bienaventuranza más allá de la tumba.» -Recitó el texto con un tono agudo y cruzó las manos sobre el pecho con actitud de impecable rectitud-. «Díselo a tus comandantes y diles también que no deseamos cambios, menos aún el cambio que vuestra presencia nos infundiría.»

William comprendió entonces que ése era el sentido del teatro. Se trataba de un acto de comunión que permitía a los espectadores distanciarse de su yo. ¿Cómo no lo había pensado antes? De la misma manera que los actores llevaban a cabo ese ritual de transformación y se convertían en algo más que en simples hombres y mujeres, los asistentes alcanzaban un estado superior de existencia y de conciencia.

En escena interpretaron una ceremonia inca. Envuelta en plumas y pieles de pantera, la señora Jordán se presentó y se puso a danzar con el señor Clive Harcourt, que hacía de Coro. Sólo se oyeron los violines de la orquesta y la melodía llenó el Drury Lane de patetismo y arrobo. Sorprendido por el espectáculo, William se acomodó en el palco y sólo entonces reparó en el grabado de Garrick, colgado en una de las paredes laterales; representaba al actor como Hamlet en el momento en el que contempla la calavera.


***

Padre e hijo abandonaron eufóricos el teatro. Acababan de vislumbrar las enormes posibilidades de Vortigern.

– Veo ruinas -comentó Samuel con William-. Veo bosques que se extienden hasta donde alcanza la vista.

– El señor Kemble resulta muy convincente.

– Posee una voz extraordinaria.

– Y es muy sentido. Dará grandeza a Vortigern.

– Lo dotará de un porte muy impactante. Me ha dejado boquiabierto. -Caminaban hacia el norte, más allá de Macklin Street y Smart's Gardens-. William, tienes que presentarme a tu benefactora. Debo darle las gracias por permitirte…, por concederte…

– Padre, como ya te he dicho, los manuscritos no han sido más que un regalo. Ella no quiere que el público la conozca.

– Estoy seguro de que, tratándose de tu padre…

– No, señor, ni siquiera está dispuesta a verte a ti.

– William, he pensado en este asunto desde todos los puntos de vista. ¿Qué ocurriría si un crítico, un ser desagradecido, afirmase que la obra no es de Shakespeare?

– Yo lo negaría.

– Pues tu mecenas ayudaría a demostrar que tienes razón.

– ¿Que tengo razón? Padre, no se trata de tener o no la razón. El tema no se planteará. Todo el que asista al Drury Lane y contemple la función sabrá que pertenece a Shakespeare. No le quedará la menor duda.


***

Samuel Ireland no quedó del todo convencido. Con frecuencia había hablado con Rosa Ponting sobre la incomprensible conducta de su hijo. En algunas ocasiones, William se encerraba horas en su habitación sin dar mayores explicaciones. Rosa había comprobado que, en esos casos, siempre echaba el cerrojo. Con frecuencia daba la sensación de que había pasado toda la noche en vela de aquí para allá. Rosa sospechaba que todo se debía a una mujer, pero no encontró la más mínima prueba de una presencia femenina. Sólo se trataba de una sospecha, ya que William no les permitía entrar en su alcoba. La mujer se lo comentó a Samuel y éste sonrió ante su ocurrencia.

– ¿Cómo haría para entrar sin que la viésemos? Rosa, piensa con la cabeza. Es imposible que esté saliendo con una mujer o se cite con ella aquí. Oiríamos ruidos, crujidos.

Era cierto, los sonidos producidos en el cuarto de William se oían con total claridad en el comedor, situado debajo: siempre escuchaban el incesante ir y venir de sus pies.

– Sammy, ¿y qué hay de la señorita Lamb? ¿No me dices nada sobre ella?

– La señorita Lamb es una amiga de confianza, una clienta.

– ¿Por qué William encendió la chimenea en pleno verano? -añadió Rosa de sopetón.

Ambos habían visto el humo blanco que escapaba por la chimenea central.

Samuel no supo qué responder a la pregunta de su mujer.

– Con franqueza, Rosa, no puedo contestar por mi hijo.

– Algo trama.

– ¿A qué te refieres exactamente?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -Rosa adoptó una actitud indiferente-. A mí no me incumbe a qué se dedica tu hijo.

En ese momento William subió desde la librería y la conversación tocó a su fin.


***

Tres días después de la representación de Pizarro, los Ireland asistieron al ensayo de Vortigern en el auditorio vacío del Drury Lane. Ocuparon unos taburetes situados a un lado mientras Charles Kemble y Clive Harcourt deambulaban por el escenario. Delgado y de facciones delicadas, Harcourt interpretaba a Wortimerus.


Con honda traición, padre, me presento ante vos,

buscando de tu bendita mano la compasión.


El actor le había parecido tan endeble y poco llamativo que, de pronto, William se sorprendió de que cobrase tanta vida; fue como si hubiese alcanzado un poderío hasta entonces invisible. Incluso pareció ganar en estatura. Fornido y rimbombante, Kemble hacía de Vortigern.


Ay, hubo un tiempo en el que no necesitaba esa súplica,

aunque hay una secreta y punzante espina

que se clava en mis perturbados nervios; oh, hijo; oh, hijo,

al aceptar osadamente tu horrible ambición,

si en la trama hay un ápice de malicia

fui yo quien te condujo a la más absoluta traición.


Descontento con la interpretación, Kemble se interrumpió y preguntó:

– Sheridan, ¿no debería dar a entender que el hijo es más responsable que el padre? -Su tono de voz siguió siendo el de Vortigern-. El hijo mata al tío para satisfacer al padre. Es lo que ocurre. ¿Debe entonces el padre asumir la responsabilidad?

El actor miró a William en busca de ayuda.

– El padre fue quien lo animó a hacerlo -opinó William-. La intriga no se le habría ocurrido sin la presencia del padre.

– ¿Ha dicho presencia? Es muy interesante. -Caminó hasta el proscenio y paseó la mirada por el auditorio a oscuras. A través de la linterna de la cúpula se colaron varios haces de luz, que parpadearon y rutilaron a causa de las motas de polvo-. ¿Debo hacer notar mi presencia incluso cuando no estoy en escena? -El actor se volvió hacia Sheridan-. ¿Es eso posible?

– Para ti todo es posible.

– Podrían oírme reír… o cantar. Mi voz llegaría desde bastidores.

– Señor, Vortigern no canta. -William manifestó su opinión sin inmutarse.

– Señor Ireland, ¿por qué no escribe una canción? Nos iría bien una balada en inglés de antaño.

– Señor Kemble, no soy escritor.

– ¿Está seguro? He leído sus trabajos en Westminster Words.

William se sintió halagado de que un personaje tan insigne se hubiera fijado en sus artículos.

– Si insiste, tal vez podría inventar unos versos…

– Que evoquen a Shakespeare y sean conmovedores. Escriba algo que tenga que ver con el choque de las armas y el vuelo de los cuervos. Ya sabe a qué me refiero.

La señora Siddons, que representaba a Edmunda, se mostraba cada vez más impaciente.

– Si el señor Kemble está listo, podemos continuar con el texto original. -Aunque de relativa corta estatura, cuando la mujer tomó la palabra a William le pareció un ser humano enorme; por expresarlo de alguna manera, la voz la precedió y anunció su llegada-. Yo siempre soy de la opinión que es un error distanciarse del texto original, ¿o no?

No se supo muy bien a quién dirigió la pregunta, pero Kemble acudió en su auxilio:

– Sarah, estamos preparados para escucharte.

La señora Siddons cogió su texto y comenzó a leer:


Ya está bien. Seréis juzgados como corresponde

por ensuciar el nombre y la fama de vuestro país amado.

La sentencia será presta y tajante

ante conspiración tan oscura y ultrajante.

No conozco laberinto más tortuoso…


– Sarah, querida, tienes algo en el pelo.

La actriz se llevó las manos a la cabeza y una polilla salió volando. Harcourt se mondó de risa, cayó de rodillas y rodó por el escenario. La señora Siddons lo miró con desagrado y espetó:

– Para ser alguien tan pequeño, haces mucho ruido.

Los ensayos continuaron hasta bien entrada la tarde, momento en el que la actriz declaró que «se desplomaría» si no tomaba una infusión de manzanilla. William estaba de excelente humor. Las palabras que hasta entonces sólo había visto en el manuscrito habían adquirido las dimensiones de un mundo de carne y hueso. Se habían convertido, según las interpretasen los actores, en sentimientos ampliados o indecisos.


***

Por la noche William abandonó el teatro en compañía de su padre. Caminaron deprisa, como si siguiesen el ritmo de sus pensamientos, hasta que William estuvo a punto de chocar con un joven alto que se disponía a cruzar Catherine Street. Lo identificó en el acto. Lo había conocido en la Salutation and Cat la noche de la discusión con Charles.

– ¡Dios todopoderoso, lo conozco! -exclamó William-. Charles nos presentó.

– Soy Drinkwater, señor, Siegfried Drinkwater.

William presentó a su padre, que se inclinó ante el joven y declaró que se sentía honrado y encantado.

– ¿Cómo van Píramo y Tisbe?

– ¿No se ha enterado? Se ha suspendido.

– ¿Por qué?

– La señorita Lamb se encuentra bastante mal y no puede salir de su habitación.

– ¿Cómo dice? -preguntó William, que no tenía noticias de los Lamb. Lamentó haberse peleado con Charles; no recordaba a qué se debía la disputa, aunque evocó la intensidad de su ebrio apasionamiento-. ¿Qué le pasa?

– Ha cogido algún tipo de fiebres. Charles no está muy seguro.

– Conozco el motivo. No se recuperó nunca del todo de la caída. -William se dirigió a su padre-: Tropezó accidentalmente y cayó al Támesis. Ya te lo conté.

– Bueno -añadió Siegfried-, en cualquier caso hemos tenido que decir adiós a Hocico y a Flauta.


***

A la mañana siguiente, William se dirigió a Laystall Street a una hora en la que sabía que Charles estaba en su trabajo.

Tizzy abrió la puerta y, al verlo, rió tontamente.

– Vaya, señor Ireland, usted por aquí. Hace mucho que no lo vemos.

– No sabía que la señorita Lamb estaba enferma. Vine en cuanto…

– Todavía no está del todo recuperada, pero ya se ha levantado. Tenga la amabilidad de esperar en la planta baja.

Cuando entró en el salón, William se topó con el señor Lamb que, con las piernas cruzadas, estaba sentado en la alfombra turca.

– Cuidado con el sereno -advirtió el señor Lamb-. El sereno se presenta cuando nadie lo espera.

– Disculpe, señor, pero no lo entiendo.

– Llega de noche. Es la obra de los siglos -declaró para sumirse tras ello en el silencio.

Tizzy apareció poco después.

– Señor Ireland, la señorita bajará enseguida.

– Por favor, que no lo haga por mí. Si aún no está del todo repuesta…

– Necesita cambiar de aires.

Cuando Mary entró en el salón, William se percató de los cambios en su persona. Parecía más tranquila, como si estuviese reconcentrada en un fin interior. Mary lo saludó con un leve beso en la mejilla, actitud que dejó pasmado a William. Tizzy ya había dado media vuelta y no vio la escena. El señor Lamb se cruzó de brazos y se balanceó sobre la alfombra.

– William, ha pasado mucho tiempo desde su última visita.

– No sabía que se encontraba indispuesta.

– ¿Ha dicho indispuesta? No me pasa nada. Simplemente, me he dedicado a reposar.

– Claro, por supuesto.

– De todos modos, me alegro de su visita. Mi padre y yo solemos hablar de usted. Papá, ¿no es así? -Atemorizado, el señor Lamb miró a su hija y continuó mudo-. Seguro que le apetece una taza de té. ¡Tizzy! -La criada se detuvo, se volvió y regresó a la sala-. Por favor, sirve té a nuestro invitado. -El tono de Mary fue severo e implacable-. William, tome asiento y cuénteme cómo va todo.

El joven se sintió desconcertado e incómodo.

– Están ensayando la obra en el Drury Lane. Kemble interpreta a Vortigern.

– ¿De verdad? Cuando se entere, Charles estará encantado. -Mary parecía ida y apenas hizo caso de lo que William le contaba-. Me gustaría saber dónde está ese té. Típico de Tizzy… Siempre se lía. Papá, dime con qué la has enredado esta vez. -El señor Lamb no dejó de balancearse-. ¿Se ha enterado de que Charles nos ha impedido representar «La muy dolorosa comedia y cruelísima muerte de Píramo y Tisbe»? Ha estado muy mal por su parte.

– Me crucé con el señor Drinkwater por la calle.

– ¿Ha visto a Flauta? ¡Pobre Flauta! Carece de musicalidad.

William no supo qué responder, así que dijo:

– Enviaré entradas para la familia.

– ¿Entradas?

– Señorita Lamb, entradas para ver Vortigern.

– Oh, ¿por qué no me llama Mary?

La mujer se echó a llorar con desconsuelo.

Horrorizado, William comprobó que Tizzy regresaba corriendo al salón.

– Vaya, vaya, señorita, parece que no fue muy buena la idea de abandonar el lecho, ¿eh? Ha pillado frío y ahora se resiente.

La criada hizo señas a William para que se retirase. Éste dirigió una mirada de impotencia al señor Lamb sentado en la alfombra, y franqueó la puerta.

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